»Y si decides no portarte bien, recuerda una cosa: va a ser muy difícil que la policía crea lo que les cuentes de mí. Después de todo, eres un ladrón. Tenemos todos los archivos de tu ordenador. Si tú hablas de esto, la compañía sacará a la luz todos los documentos y hará que te arresten. La policía simplemente pensará que tu contacto te ha traicionado. Te trincarán y te encerrarán en un hospital de la prisión, donde los presos y los asistentes te sodomizarán hasta que tu recto se pudra.
El hombre lloriqueaba.
Sheila Gaillard buscó algo en el bolso durante un segundo y colocó una funda de seguridad de plástico en el escalpelo. Finalmente, sacó una pinta de brandy barato y desenroscó el tapón. Luego se colgó el bolso al hombro y se arrodilló al lado del científico; antes de que pudiese oponer resistencia, introdujo el borde abierto de la botella en la boca del hombre.
De forma refleja, él bebió de la botella, y luego intentó parar. Sheila frunció el ceño y le tapó la nariz.
—¡Bebe, gilipollas! —le ordenó—, o te dejaré la polla fuera hasta que se te congele.
Bebió hasta que la botella estuvo casi vacía. Le derramó el líquido que quedaba sobre el pecho y el cuello.
Después rompió la botella contra la piedra de la entrada, junto a la cabeza del hombre. Luego escrutó cuidadosamente los fragmentos de cristal y seleccionó un trozo plano, como un puñal y lo sostuvo hábilmente con los enguantados dedos de la mano derecha. Con un solo y rápido movimiento, alzó la cabeza del hombre con la mano izquierda e introdujo el fragmento de cristal en la incisión medular que había hecho en su nuca.
Él gritó de dolor cuando ella le bajó la cabeza, con el fragmento aún sobresaliendo de su nuca. Ella se puso entonces en pie, echó un último vistazo al maltrecho cuerpo y al pene rígido, turgente y rojo que sobresalía de los pantalones. Luego se dio la vuelta y se alejó. Los gritos del hombre resonaron en la noche.
Dentro de la estación, Gaillard confirmó la hora y la vía del expreso de París y después tomó asiento en la cafetería. Mientras sorbía y saboreaba el gusto amargo de un doble expreso, generosamente corregido con un áspero aguardiente local, encendió el móvil y repasó su buzón de voz.
La mayoría de mensajes eran preguntas rutinarias de clientes de pequeños negocios de materiales biológicos que mantenía como tapadera para los frecuentes viajes del verdadero trabajo que le solicitaba Daiwa Ichiban. Envió todos los correos de voz rutinarios al personal de Osaka, que gestionaría los pedidos. Una vez los quitó de en medio, se concentró en el verdaderamente importante que procedía del presidente de Daiwa Ichiban.
«Doy por sentado que la misión que te encomendé ha sido completada con éxito. Por favor, haz lo posible para reunirte conmigo en mi residencia cercana a Kioto, quiero consultar contigo una nueva posible misión que acaba de presentarse. Trae a tu socio alemán. Ahora tengo que irme a una ceremonia muy importante», decía la voz grabada de Tokutaro Kurata.
Tokutaro Kurata permaneció unos instantes bajo los gráciles aleros curvados de Yasukuni
jinja
, arquitecturalmente poco interesante pero políticamente formidable, santuario sintoísta en el centro de Tokio. Igual que Kurata, de ochenta y un años, el
jinja
desempeñaba una prodigiosa función en el redescubrimiento del alma de los japoneses. Enjuto, alto y erguido, Kurata alzó la vista y miró el cambiante cielo oscuro; sus ojos siguieron las primeras gotas que cayeron, grandes como canicas, y observó cómo dejaban oscuros círculos en el pavimento, de color arena, que conducía al
jinja
. Una respetuosa muchedumbre empezó a abrir los paraguas y esperó con paciencia tras un cordón de cuerda. Diez pasos detrás de él, vestido con el uniforme formal de gala de oficial de las Fuerzas de Autodefensa de Tierra, estaba el sobrino de Kurata, Akira Sugawara, que rezaba para conseguir ocultar a su tío y a la ingente multitud la incomodidad que sentía.
Akira, además, se sentía incómodo por su propia incomodidad. ¿Acaso no se había graduado el primero de su promoción en la Academia de Defensa Nacional y había servido a su vez en las FADT con honor y un expediente repleto de las más altas menciones? ¿Por qué entonces no debería sentirse cómodo en una ceremonia que honraba a los soldados caídos? Sabía la respuesta pero no quería admitir que era el carácter de aquellos a los que se honraba lo que creaba tensión en su corazón. Se suponía que no debía sentirse de esa manera.
Por el contrario le sorprendió comprobar que, a pesar del mal tiempo, una prodigiosa multitud, que por supuesto no tenía esa preocupación ni sentía ninguna incomodidad se había desplazado hasta allí para venerar el santuario Yasukuni, que inmortaliza a los caídos en la guerra de Japón como
kami
o dioses. Los que estaban allí aquel día no eran sino una fracción de los ocho millones de japoneses que visitaban anualmente el santuario para ofrecerle sus respetos. Más de dos millones y medio de fallecidos en la guerra habían sido deificados como dioses desde la creación del
jinja
, en 1869, por el emperador Meiji. En calidad del
gokuku
más importante de Japón, «defendiendo el santuario de la nación», Yasukuni centró la atención nacional sobre qué tipo de nación quería convertirse Japón en el futuro. Desde la fundación de Yasukuni, los guerreros expuestos a las más peligrosas misiones habían partido tradicionalmente con la consigna: «Nos veremos en Yasukuni». Se encontrarían de nuevo inevitablemente allí o como espíritus o en persona.
Muchos japoneses reverenciaban Yasukuni y a su querido
kami
sin pensar acerca de las vastas implicaciones sociales o políticas que ello representaba. Más allá de las costas de Japón, no obstante, el santuario era una fuente de controversia internacional y suspicacias, porque muchos de los más amados de los dioses Yasukuni eran aquellos que planearon la ocupación de Corea, la expoliación de Manchuria y China, la Marcha de la Muerte en Bataan, el ataque sorpresa en Pearl Harbor, y los que dirigieron los odiosos e inhumanos experimentos médicos con civiles inocentes que igualaron en horror y, a menudo, sobrepasaron las atrocidades que cometió el Tercer Reich. La divinidad más alta de este panteón era el general Tojo, ejecutado como criminal de guerra después de la Segunda Guerra Mundial.
Mientras que el mundo exterior piensa que Japón rechaza los crímenes de guerra de la Guerra del Pacífico, los que la perpetraron aún son venerados por el público y por los que ocupan los más altos cargos del gobierno.
Kurata sonrió, satisfecho al ver que la multitud de fieles en las zonas públicas de Yasukuni era tan numerosa a pesar de las inclemencias del tiempo. Respiró profundamente el fresco aire del tifón, complacido por la forma en que las ráfagas arremolinadas tiraban de su traje de negocios oscuro y empujaban peinando su generosa mata de pelo blanco hacia atrás, que aparecía con tanta frecuencia en los dibujos editoriales, tanto en la prensa de Japón como en la internacional.
Como jefe de Daiwa Ichiban Corporation, la mayor
zaibatsu
industrial de Japón, Kurata tenía en sus manos muchísima influencia internacional y muchísimo poder. Como descendiente de una antigua familia, cuyos miembros estaban cuidadosamente documentados durante más de mil ochocientos años, él dominaba el debate sobre la naturaleza de la «japonesidad» de la nación. Solía explicar a sus asociados más cercanos que el destino lo había elegido para ayudar a conducir el renacimiento de Japón, el redescubrimiento de sus raíces sagradas.
En los últimos días antes de Hiroshima y Nagasaki, Kurata era aún un muchacho y asistía a una escuela de entrenamiento naval donde se lo adiestró para una misión suicida, junto con cientos de miles de otros jóvenes que se habían ofrecido voluntarios para luchar hasta la muerte por la defensa de Yamato, el espíritu y la esencia de Japón.
Igual que sus compatriotas, estaba inspirado por los valerosos defensores de Saipán, que habían luchado contra los invasores bárbaros hasta el final, después habían matado a todos los civiles y los niños, y al final se habían suicidado antes que sufrir la indignidad de ser capturados prisioneros. Y así sucedió en todas y cada una de las miles de islas en Japón.
Kurata había sido adiestrado para montar a horcajadas en un torpedo dirigible adaptado para recorrer distancias de gran alcance. Su misión era conseguir avanzar furtivamente por la noche, con otros cientos, sobre la flota invasora de los Aliados, y alcanzarlos directamente justo en el agua. En una última carga de destrucción, debían dirigir el torpedo a máxima velocidad e impactarlo en el barco más cercano.
Hiroshima y Nagasaki y la petición por escrito del Emperador solicitando la cooperación con las fuerzas aliadas acabaron con sus esperanzas de ser consagrado en Yasukuni como
kami
, pero el prestigio forjado por su disposición a morir por su país había precedido su carrera y moldeado sus creencias más profundas.
En aquel momento se produjo un movimiento entre la multitud, y Kurata vio que una menuda y anciana mujer, vestida con su kimono de seda, le reconocía. Un instante después, un murmullo recorrió la multitud expectante. Algunos lo señalaron discretamente, otros se inclinaron profundamente. La incomodidad de Sugawara se incrementó.
Con este reconocimiento, los bien vestidos guardaespaldas de Kurata se colocaron a su lado; «el defensor de Yamato», el apelativo que le dispensaban a Kurata los periódicos, tenía muchos enemigos entre los izquierdistas. Kurata devolvió el reconocimiento con una ligera inclinación. Poco después escuchó tras él la apagada voz del primer ministro, Ryoichi Kishi, mientras hablaba con el
kan-nushi
del santuario Yasukuni, el sacerdote principal.
Kurata se dio la vuelta y caminó hasta la entrada. Esperó a que los dos hombres se aproximasen. Igual que Kurata, el primer ministro vestía un modesto traje azul marino. Junto a él caminaba el
kan-nushi
ataviado con su vestido de ceremonia. El largo y suelto tocado del
kan-nushi
se balanceaba con cada paso que daba. Los dos hombres se detuvieron en la entrada y se inclinaron. Acorde con su rango social y prestigio, Kurata devolvió una reverencia más profunda a cada hombre. Se dirigió al sacerdote.
—Su administración es muy excelente. Estoy completamente seguro de que
kami
estará complacido con las ceremonias de hoy y con la nueva exhibición en el Yushukan.
Justo unos minutos antes, en la sala interior altamente restringida, el sacerdote principal había terminado de conducir una ceremonia privada para Kurata, Kishi, Sugawara, y más de doscientos
jiminto
, que observaron al sobrino de Kurata con una mezcla de envidia y curiosidad. Los
jiminto
, miembros del Diet, parlamento japonés, del Partido Liberal Democrático, incluían a la mayoría de los primeros ministros del gabinete. Precediendo las ceremonias, el grupo había recorrido el Yushukan, uno de los edificios, algunos decían que el más significativo, del complejo del santuario.
Con el generoso apoyo financiero de Daiwa Ichiban Corporation y el entusiasta respaldo político del Diet, el Yushukan se había convertido en un museo consagrado al papel que había desempeñado Japón durante la Segunda Guerra Mundial.
—Sois demasiado amable —el sacerdote se inclinó profundamente—. No somos dignos de su generosidad.
—Le ruego que disculpe mi atrevimiento, pero debo insistir en reconocer su excelencia.
—Por supuesto, no hay nada que disculpar, Kurata-
sama
—repuso el sacerdote, utilizando la forma honorífica de tratamiento más elevada.
Una conversación resonaba desde el lado opuesto del santuario.
—Lo siento muchísimo —dijo el sacerdote mientras miraba hacia el origen de la conversación—, pero si a usted le parece bien, supervisaré los éxitos de los
jiminto
.
Kurata y el primer ministro asintieron para dar su conformidad. El sacerdote hizo una profunda reverencia y los dejó solos. Kurata hizo un gesto a Sugawara para que se uniese a ellos.
—Creo que ya conoce a mi sobrino —dijo Kurata al primer ministro.
—Por supuesto —repuso el primer ministro con una ligera inclinación. Sugawara le correspondió a su vez con una profunda reverencia de respeto. El primer ministro asintió con un gesto de aprobación mientras observaba con atención los lazos y las medallas que cubrían el uniforme de Sugawara.
—Akira acaba de regresar de Estados Unidos, donde ha realizado sus estudios de posdoctorado y se ha unido a Daiwa Ichiban como mi ayudante personal. Tal vez un día dirigirá la compañía.
—Así lo espero —dijo el primer ministro, mirando a Sugawara—. Estoy al corriente de sus servicios. El Nibetsu se conmocionó cuando decidió abandonar el servicio activo al final de su compromiso.
Akira miró con aire vacilante a su tío, y luego de nuevo al primer ministro. La división de investigación Nibetsu era la sección de los servicios secretos de inteligencia de las Fuerzas de Autodefensa de Tierra japonesas. Akira había ascendido de forma fulminante en las filas del Nibetsu, promovido por su rápida inteligencia y un doctorado en ciencia computacional de Stanford. Junto con su excelencia académica, Akira había destacado en el servicio de artes marciales y en la formación en armamento, una combinación que le había garantizado la selección para las primeras unidades del FADT de antiterrorismo y las fuerzas de operaciones especiales; además, había sido promocionado en un tiempo récord al rango de
Itto Riku
, equivalente a la categoría de capitán en el ejército de Estados Unidos.
—Me parece muy bien —dijo el primer ministro tranquilizador—. En mi posición sé que, a menudo, muchas de las mejores cosas no llegan a pronunciarse —sonrió—. Me complace que permanezca en el estado de reserva. Sus considerables aptitudes son una baza para todo el país.
—Gracias, primer ministro —Sugawara se inclinó profundamente.
—Sin embargo, ahora —continuó el primer ministro—, tiene para con su tío una valiosa responsabilidad a la cual debe dedicar su considerable talento.
—Gracias, primer ministro —Sugawara se inclinó de nuevo. Captó una señal que le hizo su tío; cortésmente retrocedió para quedar fuera del alcance de sus palabras cuando Kurata se dirigió al primer ministro.
—Parece que ha estado titubeando ante los extranjeros. Uno de los miembros de su gabinete ha estado peligrosamente a punto de disculparse por los logros de nuestra gloriosa lucha —dijo Kurata.