Luego, como le sucedía cada noche desde que había paseado por los terrenos del Hospital General de Otsuka, Akira Sugawara se despertaba sobresaltado enredado entre un lío de sábanas empapadas en sudor.
Las primeras nieves espolvoreaban el atardecer en Ginebra y cubrían la creciente oscuridad con grandes y húmedos copos.
Sheila Gaillard estaba de pie junto a un hombre vestido con un traje oscuro, tras las puertas acristaladas de la Banque Securité Internationale, de Ginebra, y miraba fijamente el embotellamiento de la calle del Ródano, abarrotada de conductores incapaces de circular con la primera nevada del invierno que se acercaba.
—¿Está segura? ¿De veras no desea que haga llamar a uno de nuestros conductores para que la lleve? —intentó mantener sus ojos fijos en el rostro de ella, como lo había hecho durante la pasada hora, pero los apartó hacia sus pechos un instante. El profundo escote del corto vestido de cachemira le proporcionaba una generosa vista.
Sheila miró al obsequioso banquero y lo descartó, justo como otro saco andante de semen vestido con traje.
—No, gracias —contestó Sheila recatadamente, mientras le alargaba su abrigo—. Hace una bonita tarde para dar un paseo.
—Por supuesto —contestó él y, obedientemente, tomó su abrigo y lo mantuvo alzado para ayudar a ponérselo.
—Como siempre, me encargaré personalmente de notificarle la llegada de su depósito.
—Gracias.
Sheila le dio la espalda y alargó los brazos hacia atrás para ponerse el abrigo. Al deslizarlos dentro de la prenda, dio medio paso hacia atrás, como si se tambalease. Apretó la erección del banquero contra su trasero, y friccionó hacia ambos lados, tan solo un momento.
—¡Oh, vaya! —exclamó cuando él se apresuró a sostenerla. Una de sus manos ocupó un pecho de la mujer al ayudarla y luego, rápidamente, la movió hasta su cintura.
—Yo…, está usted…, quiero decir…; —tartamudeó él, turbado con su contacto.
Ella alzó la vista y le proporcionó su mirada más agradecida de damisela rescatada.
—Debo haber pisado algo con el talón —dijo ella.
Desde la pubertad su talón ya había «pisado algo» un montón de veces. Se puso en pie y terminó de ponerse el abrigo mientras ambos miraban el perfecto suelo de mármol.
Ella se puso el sombrero, se abrochó el abrigo y se adentró en la noche. Sheila se dio la vuelta para mirarle y vio que el banquero aún estaba con la vista fija en el suelo, el rostro colorado y la erección empujando su bragueta; ella sonrió y después se alejó.
Hombres…, calientes consoladores con patas…, divertidos, desechables. Ojalá tuviese tiempo.
Con pasos largos y seguros que no entorpecía la nieve de las aceras, Sheila caminó a lo largo del Ródano hacia el Pont de la Machine, el puente sobre el río sólo para peatones.
Sheila se detuvo en medio del puente y se inclinó hacia la verja como si quisiese consultar su reloj; miró atentamente a la multitud por si alguien estaba vigilando. No porque esperase encontrar a alguien, sino porque este gesto, de forma inconsciente, simplemente formaba parte de su vida. De hecho percibió que la nieve se hacía más fina a medida que la tarde daba paso a la noche y la temperatura caía. Agradeció la mirada de admiración de un hombre de mediana edad y comprobó su reloj de nuevo. Todo iba según lo previsto. El científico de la filial belga de Daiwa Ichiban había llegado de Bruselas la noche anterior, atraído por la perspectiva de hacer un gran negocio al vender la información del proceso de fabricación de un medicamento antidepresivo que le había hecho embolsar a la empresa casi un billón de dólares el pasado año fiscal. El científico pensaba que se iba a reunir con un representante del rival corporativo más importante de Daiwa Ichiban, sin darse cuenta de que sus correos electrónicos habían sido interceptados por el filtro de seguridad, fuertemente tejido por la compañía, y habían ido a parar a Gaillard.
Uniéndose de nuevo al flujo de transeúntes, Sheila se previno a sí misma de no esperar demasiado de la reunión con aquel hombre. Probablemente, actuaba solo, tal vez no había ninguna conspiración corporativa. Pero su trabajo consistía en asegurarse de que se cerraban todas las fugas y que todos los responsables de ellas pagasen por ello. Alcanzó el final del puente y cruzo por el semáforo hacia la Place des Bergues. La calle empezó a ascender y Sheila reanudó el paso, disfrutando del esfuerzo muscular de sus pantorrillas y muslos mientras dejaba atrás la corriente de transeúntes en la acera.
Siguiendo por la Rue du Mont-Blanc, Sheila continuó colina arriba hacia la Place de Cornavin.
Finos copos de nieve, de la textura del azúcar en polvo, reflejaban el brillo difuso de las luces de la calle y parecían llenar la noche de una niebla arremolinada de color melocotón.
Bajando por la Place di Reculet, donde las luces estaban más separadas entre sí que en las partes más bonitas de Ginebra, un hombre solitario que caminaba apresuradamente por la acera dudó un momento. Miró hacia atrás, hacia las elevadas vías de la Gare Cornavin. Con los rápidos movimientos nerviosos de un gorrión, Martin Allard miró a su alrededor; arriba hacia la Rue des Gares, hacia abajo hacia la Place de Montbrillant, y tras él, hacia el estrecho y oscuro Pasage des Alpes, que corría bajo las vías del tren. Introdujo la mano derecha en el bolsillo de su impermeable y envolvió sus dedos alrededor de un sobre sorprendentemente delgado que, pronto, se convertiría en un fondo de jubilación que siempre se le había escapado.
Sonrió para sí, en un intento de descartar el oscuro temor que le atenazaba el estómago. Sólo unos minutos más y la vida sería mucho más brillante. El vulgar bioquímico de rostro anodino inspiró profundamente y se sumergió en el laberinto de avenidas estrechas y retorcidas que rodeaban la Place des Grottes. Pasó junto a un anciano que caminaba por la acera resbalando y clavando su bastón en la nieve. Aparte del anciano y el débil sonido de los pasos arrastrándose en la nieve, la noche era silenciosa.
Ya había decidido que la cálida costa de Marruecos sería el destino elegido. Pensó en los blancos edificios, en las playas. Allí, un hombre no necesita demasiado dinero para vivir a cuerpo de rey. No mucho dinero al fin y al cabo.
Con la cabeza repleta de imágenes de un gran hotel y palmeras, escuchó una voz sensual que surgía de la oscura puerta que estaba a su derecha y que cortó en seco sus fantasías.
—Hola, Martin.
Se estremeció al escuchar el sonido de la voz ronca y se alejó de ella, encogiéndose mientras se esforzaba por no orinarse en los pantalones.
Sheila salió lanzada de la puerta, con decisión. Antes de que el aterrorizado científico pudiese dar otro paso, ella le abrazó con ambos brazos como lo haría una amante, apretando su cuerpo contra el suyo, presionando sus firmes pechos contra su pecho. Ella sonrió al observar la previsible transfiguración del miedo del hombre y la sorpresa en un atontamiento de negligente lujuria que no dejaba lugar a la precaución o la fuga.
Su propio corazón se aceleró anticipándose. Sintió cómo se endurecían sus pezones al pegar su pelvis a la de él y comprobó que él se agitaba y se endurecía contra ella. El aliento del hombre olía a alcohol y caramelos de regaliz; reparó en el débil rastro de una loción para afeitado barata y los persistentes olores residuales del humo de tabaco. Los hedores no consiguieron disminuir su propio deseo; su respiración se aceleró; la caliente y sedosa humedad que brotaba entre sus piernas aumentó cuando deslizó la mano izquierda por la pequeña curva que formaba la nuca. Acarició los finos pelos que crecían allí, moviendo sus dedos arriba y abajo por la nuca del hombre, contando para sí, arriba de nuevo, y luego hacia abajo, entreteniéndose ahora en la base del cuello.
Con los ojos completamente abiertos, Sheila lo miró fijamente y se movió como si fuese a besarle. Sintió cómo su corazón latía junto al suyo. La erección del hombre estaba como una piedra, y él ya empezaba a confiar en ella, proporcionándole placer a través de todas las capas de la cálida ropa de invierno. Pero no era la patética herramienta tumescente del hombre lo que la propulsaba hacia su propio clímax. Su creciente excitación provenía de su anticipación a lo que sucedería a continuación.
Con los labios respirando entrecortadamente y preocupado por sus obsesiones preeyaculatorias, el insignificante científico de Bélgica no se dio cuenta de que Sheila usaba su mano derecha para quitarse algo de la manga izquierda.
Sheila sintió que el calor aumentaba, como una gran marea irresistible que subía corriendo a través de su vientre. Allard no llegó a ver el brillo del acero del escalpelo que Sheila sostenía en la mano derecha y tampoco se dio cuenta de la afilada hoja quirúrgica cuando destelló silenciosamente a través de la oscuridad y se introdujo profundamente entre las vértebras que había marcado con tanta precisión con el índice y el dedo medio de su mano izquierda.
El período que pasó como residente quirúrgico le fue muy útil para clavar con fuerza y seguridad el escalpelo, primero a través del ligamento capsular y después a través de la membrana sinovial. La hoja afilada como una cuchilla se deslizó hacia arriba hábilmente entre las láminas, luego sintió que la resistencia disminuía cuando la cortante superficie se introdujo en la duramadre y dentro de los nervios de la misma médula espinal.
Sheila se estremeció durante unos momentos cuando el hombre cayó instantáneamente como sin vida, deleitándose en el fogonazo que la azotó y dejó su piel electrizada.
El científico sintió entonces que sus intestinos y su vejiga se soltaban, impregnando la oscuridad de un hedor a basura.
Sheila lo soltó, retrocedió y observó cómo las piernas se derrumbaban bajo el peso. Lujuriosa en su propio arrebol posorgásmico, se quedó mirando cómo Allard se desplomaba sobre el suelo.
La noche cayó para el hombre, que intentó alzar una mano y detener la caída, pero sus insensibles brazos colgaban sin fuerzas a ambos lados, como trozos de carne muerta.
Sintió el dolor cuando golpeó con fuerza el pavimento. Momentos después, sintió las manos de la mujer, que lo agarraban por la ropa del abrigo, y lo arrastraban hacia la puerta oculta por las sombras. Sheila apartó su bolso hacia un lado y luego lo apoyó contra la puerta cerrada. La basura empujada por el viento se amontonaba en las esquinas de la entrada: colillas, trozos de papel, montones de polvo.
El corazón de Allard latía salvajemente mientras yacía mirándola, con la fetidez de sus propias heces ofendiendo su olfato. Intentó mover las piernas, los brazos, e intentó girar la cabeza, pero los músculos rebeldes se negaban a obedecer.
—¿Qué me has hecho? —exclamó, incapaz de hacer que sus piernas y brazos sin vida se moviesen.
—Te he cortado la médula —dijo ella.
Él miró sin expresión su cintura. Ella se inclinó hacia delante y le movió la cabeza hacia atrás, de forma que él pudiese ver su rostro. Por primera vez, él reparó en el escalpelo que ella sostenía en la mano enguantada. Lentamente se dio cuenta de la situación.
—Solemos hacer esto con ranas vivas en el laboratorio —explicó ella—. Seguramente también lo hiciste en algún momento cuando estudiabas ¿Mmmm?—. Sheila se arrodilló a su lado y utilizó el índice y el dedo medio de su mano derecha para acariciar gentilmente su barbilla. Sonrió.
—¿Verdad que lo recuerdas? Si cortas la médula espinal en el lugar adecuado inmovilizas a la rana completamente, aunque ésta permanece viva casi indefinidamente, de manera que puedes diseccionarla y ver cómo trabajan sus órganos internos. Las personas, en cierta forma, somos como ranas.
El científico bajó la vista a sus brazos y piernas, intentando moverlas. Su boca se abrió para formar palabras, pero no logró emitir ningún sonido. Los ojos se le llenaron de lágrimas cuando se dio cuenta de lo que le había hecho.
—Así es, corazón —dijo ella tranquilamente—. Ahora eres tetrapléjico. Con los cuidados adecuados vivirás años y años. Te pondrán un catéter por la polla y, probablemente, tendrán que hacerte una colostomía; también te pondrán una bolsa para recoger toda tu mierda.
Ella sonrió cuando vio que a él se le inundaban los ojos.
—Necesito información —dijo Sheila.
—¿Y por qué no me la pediste? —repuso él—. Te la hubiese dado sin que tuvieras que hacer…; —sus ojos bailaron salvajemente—, esto.
—Tienes una reputación, la de no hablar nunca, de engañar. Tenía que darte un incentivo.
El científico la miró silenciosamente y luego le pidió:
—Te lo daré todo, pero haz que me ponga bien de nuevo. Eres médica…; Por favor…
Su voz se rompió en sollozos. Las lágrimas bajaban por su rostro.
—Haré lo que sea, lo que sea, pero no me dejes así; preferiría estar muerto.
—Muchos lo quisieran —dijo Sheila—. Pero cuando se corta la médula espinal es para siempre. Ningún doctor en el mundo es capaz de hacer que crezca de nuevo.
La profunda expresión de
shock
que atravesó el rostro del hombre cuando la realidad le impactó la hizo sonreír. Le registró los bolsillos y enseguida encontró el sobre.
—Ahora dime quién más trabaja contigo —le dijo ella, dándole golpecitos con una esquina del sobre.
—Nadie.
—¿Estás seguro?
—¡Nadie! ¡Nadie! —exclamó.
Satisfecha, se inclinó sobre la entrepierna del hombre, sus dedos buscaron a tientas la cremallera de sus pantalones, y extrajo el pene. Ante los ojos abiertos de par en par del horrorizado científico, el órgano se endureció en su mano y permaneció erecto.
De pronto, Sheila soltó el miembro y se puso en pie. Revolvió dentro del bolso buscando una toallita humedecida. Mientras estaba allí de pie, limpiándose la mano con cuidado, le miró y le dijo:
—Se te pondrá dura casi sin aviso.
Arrugó la toallita y la echó en la esquina de la entrada.
—Hay un conjunto de nervios distintos que controlan tu erección, los mismos que controlan la respiración, la digestión. Sólo que no hay manera de que te libres de la tensión, no a menos que le pidas a una de las enfermeras o los camilleros que te hagan una paja.
»Y pasarás así años y años, Martin. Quiero que pienses en esto. Quiero que rondes por ahí como un ejemplo vivo de lo que les sucede a los que roban a Daiwa Ichiban —hizo una pausa—, y si te portas bien, tal vez regrese y si lo suplicas lo suficiente…; —hizo otra pausa y se inclinó para recoger el bolso—, tal vez una noche te mate.