Llamó al timbre. Al cabo de un momento, la mirilla se oscureció, unas luces eléctricas parpadearon sobre la puerta un momento y, seguidamente, el ruido de un cerrojo fue seguido por el chasquido de un pasador bien engrasado. La puerta se abrió y dejó ver a un hombre muy alto, esbelto, de piel oscura con cejas gruesas, un bigote tipo Zapata y una estructura facial mexicana que provenía de una combinación de genes indios y europeos. El hombre tenía los ojos negros e iba vestido también todo de negro: camisa de seda, pantalones anchos, zapatillas. Llevaba la camisa abierta hasta el ombligo, dejando al descubierto un torso depilado —electrólisis, pensó Lara— cubierto de cadenas de oro que le colgaban hasta el estómago, liso y musculoso. Era un palmo más alto que Lara. Santiago Rodríguez. Su ex director general.
—¿En qué puedo ayudarla? —dijo el hombre formalmente. La mirada de su rostro claramente decía que no le gustaba lo que veía en el umbral de su puerta: una mujer ajada, arrugada, con el rostro oculto por una gorra de béisbol.
—Vengo a comprobar mi inversión.
El hombre alto frunció el ceño al escuchar las palabras, como alguien que intenta situar un recuerdo en su mente. Lara observó cómo el amplio rostro del hombre cubría todo el espectro de gestos: desde la confusión al shock, al reconocimiento y la alegría.
—¡Amiga! El hombre abrió los brazos de par en par y dio un paso hacia delante. Abrazó a Lara y la alzó del suelo.
—Pensaba que habías muerto; pensaba que habías muerto —le dio un fuerte abrazo y luego retrocedió.
—Bien, no te quedes ahí, entra. ¡Entra! —y recogió su bolsa.
Lara siguió al hombre alto al interior de una elegante sala revestida de alfombras azul pizarra y una colección de antigüedades, que iban desde
Bergere
y sillas
cabriolet
, a un
confidente
poco corriente. Pinturas al óleo ornadas con dorados marcos tallados cubrían las paredes; también había esculturas adornando la sala, inclusive un mármol que reconoció:
El esclavo rebelde
, de Miguel Ángel. Rodríguez se dio cuenta de que ella se quedaba con la boca abierta.
—Es una copia muy buena —dijo Rodríguez—. He realizado unos pequeños retoques en la decoración desde la última vez que estuviste aquí. Observó cómo Lara recorría la sala y se dirigía a un mostrador discretamente arrinconado en la esquina más alejada de la habitación, detrás del cual había un organizador de llaves y ranuras para el correo.
—Y alguna ampliación, ya ves. Veintitrés habitaciones de huéspedes todas equipadas con antigüedades o reproducciones tan fieles que podrían venderse como originales a los más exigentes y entendidos compradores —Rodríguez sonrió—. Ven aquí.
Se dirigió hacia un sillón orejero de piel, pespunteado con tachuelas redondas de latón. Iba a tomarme un vaso de un buen oporto seco antes de abrirte la puerta. Lara vio una mesita auxiliar con una licorera de cristal tallado al lado de un vaso de jerez. Rodríguez dejó la bolsa junto a la pared, detrás de un sillón orejero idéntico, luego se dirigió a una
Reina Ana
de caoba, abrió las puertas de cristal y sacó otro vaso de jerez.
Lara fue al sillón y se dejó caer en él.
—Eso está mejor. Rodríguez llenó los vasos con el licor de la licorera.
Sentados, alzaron sus vasos.
—A tu salud —brindó Rodríguez.
Hicieron chocar los vasos.
—Y a la tuya —dijo Lara.
Bebieron. Al cabo de un momento, Rodríguez habló con la voz cargada de preocupación.
—Y bien. ¿Cómo estás?
—Cansada. Contenta de estar viva, supongo.
Rodríguez asintió con la cabeza.
—Leí el periódico. Me preguntaba cuánto tardarías en llegar hasta aquí.
—Tengo suerte de estar aquí. Él asintió lentamente.
—Ha venido gente a llamar a mi puerta, buscándote.
Hizo una pausa. Lara sintió que se le aceleraba el corazón.
—Algunos eran policías —continuó Rodríguez—. Pero actuaban con discreción, como si no se tratase de un asunto oficial.
—¿Cómo lo sabes?
El hombre sonrió.
—Bueno, ya sabes que en mi negocio conozco a muchos policías…, y a mujeres, tanto como clientes como funcionarios.
—No creo que mi inversión aquí…, o nuestra amistad sea ningún secreto.
—Es cierto, es cierto.
Después de otro trago, él dijo:
—Esperaba a la policía. Pero luego vinieron los otros. Primero, un alemán alto de rostro anguloso y ojos fríos. Luego, a altas horas de la noche, la visita más curiosa de todas, un anciano —hizo una pausa—. Realmente, me dio la impresión de que estaba realmente preocupado por ti. Cuando marchó, dijo algo verdaderamente extraño.
—¿Qué dijo?
—El anciano me dijo: «Si la ve, por favor, dígale que hay otros que también buscan la verdad».
—¿Sólo dijo eso? Rodríguez asintió con la cabeza.
—Y dejó una dirección de correo electrónico. Una de esas direcciones anónimas. Buscó dentro del bolsillo de su camisa y sacó una hoja grande autoadhesiva y se la dio.
—Dijo que si querías hablar con él, le enviases un correo electrónico y le comunicases una forma de poneros en contacto.
Lara se estremeció.
—Todo esto es un poco espeluznante.
—Ajá. Y creo que había algo que me resultaba vagamente familiar en él. Pondría la mano en el fuego.
Lara movió la cabeza despacio y colocó el vaso sobre la mesa. Esto es muy raro —hizo una pausa—. Estoy tan cansada, no tengo ni idea de lo que puede estar pasando aquí.
—¿Mataste al hombre de Washington que el periódico dijo que habías matado?
—¿Qué? ¡Claro que no! ¡Por supuesto que no!
—¿Y has vendido armas biológicas secretas a células terroristas?
—¡No! ¡Me conoces demasiado bien para creer todo eso! Rodríguez sonrió.
—Sí, te conozco bien, pero da la impresión de que personas situadas en altos cargos quieren que el resto del mundo piense diferente. Lo suficientemente diferente para que utilicen todos los cuerpos de seguridad de que disponen para darte caza.
Hizo una pausa y dejó que el silencio acentuase su prudencia. Entonces preguntó:
—¿Qué sabes que ellos no quieren que se lo cuentes al mundo?
Cansinamente, Lara se apoyó en el sillón. Las palabras empezaron a brotar y empezó con su abrupto desahucio de GenIntron. Se sintió mejor al hablar; el peso que oprimía su pecho parecía desaparecer mientras describía la llamada telefónica desde Tokio, las extrañas conversaciones con Kurata, el presidente, Ismail Brahimi y Peter Durant. Luego le explicó la violencia, las muertes, el descubrimiento de lo que creía que Daiwa Ichiban planeaba hacer y luego el terrible y agotador viaje que terminó con la pérdida de otro navío.
A continuación, una expresión de horror se dibujó en su rostro.
—¡Dios mío! Se inclinó hacia delante. ¡Soy una estúpida al venir aquí! Este lugar es demasiado obvio para venir a buscarme. Te he puesto en peligro —movió la cabeza apesadumbrada.
—Hay una razón para que no haya ventanas en la planta baja de mi hotel y que las dos únicas entradas sean de chapa de madera sobre acero.
Lara alzó las cejas.
—Incluso en un país como los Países Bajos hay personas que harían daño a los gays que hacen lo que hacen en las habitaciones que les alquilo. Hemos tenido bombas incendiarias, bombas caseras, individuos desequilibrados con cuchillos y barras de hierro.
Dejó el vaso y se puso en pie.
—Ven —dijo mientras se dirigía al mostrador de las llaves y se colocaba tras él. Lara le siguió.
—Mira —señaló un panel con seis pequeñas pantallas, cada una mostraba una imagen del exterior de un circuito cerrado de cámaras de televisión—. Tengo un buen sistema de vigilancia, puertas y paredes sólidas y —señaló un botón rojo al lado de las pantallas de las cámaras—, un botón de alarma que suena en la comisaría de policía en la Warmoesstraat, tan sólo a un par de manzanas.
Lara movió la cabeza con lentitud.
—Nunca en mis más descabellados sueños hubiese pensado que me vería implicada en un embrollo como éste.
Se puso una mano sobre la boca intentando no bostezar sin éxito. Lara se sintió avergonzada cuando su mirada se encontró con la de Rodríguez.
—Desde luego, soy un mal anfitrión —dijo él—. Quiero saberlo todo, pero sólo después de que hayas dormido lo suficiente para recordarlo con claridad.
—Gracias —dijo Lara y bostezó profundamente.
Rodríguez recogió una brillante leontina del organizador de llaves.
—Sígueme —fue hasta la bolsa, la alzó y se dirigió a un tramo de escaleras estrechas y empinadas. Lara lo siguió de cerca.
—Me queda una habitación libre —dijo él, hablando con la cabeza vuelta hacia ella. Encontrarás la decoración un poco chillona pero, como bien sabes, muchos de mis clientes la encuentran…, estimulante.
Desapareció tras un recodo y Lara corrió para alcanzarle. En el cuarto piso, Rodríguez se detuvo en el rellano y señaló la puerta del pasillo abierta para ella.
—La 410 —dijo alargándole la llave.
Lara se dirigió hacia la puerta. Cuando encendió las luces, le dio la impresión de que la habitación le saltase encima; los suelos y las paredes de mármol gris y negro absorbían la iluminación de las luces halógenas de diseño italiano que colgaban del techo. El resto de la habitación estaba completamente decorada con cromo y piel negra. Había un sillón
Bauhaus
y mesas que parecían sillas de dentista o tal vez camillas para exámenes ginecológicos, minipersianas de cromo y cortinas negras de ante. Repartidos por la espaciosa habitación, había marcos de brillante cromo que guardaban un ligero parecido y recordaban las máquinas de ejercicio
Nautilus
. Había tiras de cuero negro acolchadas, con hebillas, para las muñecas o los tobillos unidas a cuerdas negras de nylon que pasaban por poleas y plataformas.
Lara se fijó en que las poleas, a su vez, estaban unidas a argollas que les permitían trasladarse de un lugar a otro de la habitación, de un punto de sujeción a otro. En el centro de la habitación, la cama destacaba como un escenario con un inspirado dosel, formado sólo por tubos de cromo brillante, generosamente festoneados con anillas en forma de «D».
En conjunto guardaba bastante parecido con un navío, excepto en las líneas y las plataformas que en aquella estancia estaban diseñadas para izar personas en lugar de velas.
—¡Guau! —exclamó Lara en voz baja, mientras se inclinaba hacia atrás y se veía reflejada en el espejo que cubría toda la habitación.
Miró todo el cuarto mientras Rodríguez la observaba con una amplia sonrisa dibujada en el rostro. Sin decir nada más, entraron en la habitación y cerraron la puerta. Lara fue hasta el cuarto de baño, que estaba casi al lado de la puerta, sacó la cabeza para mirar adentro y se sintió aliviada al ver que, aparte de una gran bañera j acuzzi, el baño gris, negro y cromo era funcional, prosaico y no estaba diseñado para otra cosa que no fuese sus funciones normales.
A continuación se dirigió hacia un ramo de doce delicadas rosas de piel negra con tallos, hojas y espinas de cromo brillante. Descansaban en un gran jarrón de cristal tallado, que lanzaba destellos irisados al reflejarse la luz halógena en él. El jarrón estaba lleno de lo que parecía ser mercurio cubierto por una fina capa de aceite mineral; los tallos de las rosas formaban hoyos en la superficie del mercurio; una única hoja de cromo flotaba en la superficie del mercurio.
Rodríguez captó la muda pregunta que planteaba el examen de las rosas.
—Es de un famoso artista alemán que, regularmente, reserva esta habitación —dijo Rodríguez—. Me han dicho que vale una fortuna, y sí, es mercurio de verdad, pero el aceite mineral evita que se escape algún vapor perjudicial.
—Fascinante —expresó Lara.
Se dio la vuelta y se quedó con la boca abierta cuando vio una extraña colección de lo que parecían estatuillas en el extremo más apartado de la habitación. Objetos piramidalmente fálicos, la mayoría de ellos de unos dos pies de alto, como las barreras para el tráfico que había visto alineadas en las aceras para que los coches no aparquen donde no deben. Forraban toda la pared, desde un armario con puerta de persiana hasta una puerta francesa doble situada en la pared de enfrente.
—Éstos también son nuevos. Lo que ves es la colección más completa de
Amsterdamjes
, pequeños amsterdameses, reales y
kitsch
, los funcionales y las imitaciones, los históricos y los contemporáneos —explicó Rodríguez con orgullo.
Dejó la bolsa en un armario para el equipaje. Lara se acercó a los
Amsterdamjes
y vio algunos que parecían muy antiguos, otros nuevos; la mayoría tenían la punta redondeada, pero algunos de ellos, diseños abstractos que tal vez alguien se atrevería a llamar arte, pensó ella, tenían un capirote puntiagudo y parecían lo suficientemente afilados para cortar. Con cuidado tocó la punta de uno de éstos con el dedo índice. Todos los diseños estaban marcados con tres «X» dispuestas en vertical.
—Los museos, regularmente, me hacen ofertas para comprarme la colección.
—Debo confesar que es la habitación más sorprendente en la que he estado en mi vida —confesó Lara—. De todos modos, ¿cómo se las apaña la gente para dormir aquí?
Riendo a carcajadas, Rodríguez sujetó una de las muñequeras que había en el pilar de la cama y tiró de una cuerda negra medio metro por su riel.
—No alquilan esta habitación para dormir, no ésta precisamente.
Lara se sonrojó.
—No —dijo en voz baja, mientras sus ojos repasaban las líneas de cromo de la cama—. No creo que lo hagan.
Se dio la vuelta y fue hacia las puertas francesas enmarcadas por más ante negro y observó que se abrían a un pequeño balcón que daba al inclinado tejado del edificio contiguo.
Lara se dio la vuelta.
—Supongo que siempre hay una primera vez. Sonrió al ver que Rodríguez le lanzaba una mirada interrogante.
—¿Primera vez? —preguntó Rodríguez.
—Para dormir. La primera vez que alguien duerma aquí —dijo Lara.
Rodríguez se echó a reír.
El sonido de un disparo interrumpió la conversación de Lara con su padre mientras estaban sentados en el
Tagcat Too
. La sensación de estar profundamente en paz era palpable, mientras le enseñaba los cajones en los que guardaba la colección de pendientes. Él sonrió amplia y cálidamente cuando ella le contó que, de toda su colección, los zafiros en forma de estrella de Cachemira eran sus favoritos y que siempre lo serían.