Horst Von Neuman, uno de los miles de ex agentes Stasi, de Alemania del Este, desperdigados por el mundo tras la caída del Muro de Berlín. Aunque el resto del mundo los consideraba hombres brutales, crueles, sin escrúpulos y sin rastro de decencia humana, ella, sin embargo, los encontraba entregados, de confianza, con talento y grandes recursos. Lo mejor de todo era que tenían pocos escrúpulos en hacer cualquier cosa por la cantidad de dinero indicada. Antes de la caída del comunismo, tenían experiencia en infligir todo tipo de dolor, tortura, degradación y muerte sobre sus paisanos, vecinos y, con frecuencia, los miembros de su propia familia. Horst y muchos de sus colegas habían escapado del Este o se habían escondido antes de la caída del muro, llevándose consigo discos duros de ordenador, archivos y fotos.
Esos hombres y esas mujeres habían formado una amplia red, como una Odessa actual, y sobrevivían gracias al chantaje, el espionaje, los interrogatorios y el asesinato por encargo; además, seguían en contacto con los miembros del gobierno alemán que creían que la caída del muro no debía de haberse producido.
Horst era uno de los mejores especímenes, pensó Sheila mientras lo miraba cuando cruzó la calle, se acercó al hotel y desapareció de la vista al entrar por la puerta del hotel, tres pisos por debajo de donde estaba ella.
Von Neuman era alto, seguro que superaba los dos metros, adusto, con el pelo casi blanco, pálido, de piel que se quemaba fácilmente con el sol, nariz afilada como un hacha y pómulos elevados que parecían tan angulosos que ella siempre se sorprendía de que no atravesasen la piel bajo sus ojos. Era inteligente, lo suficiente para cumplir las órdenes que le daba al pie de la letra. También tenía un trozo de carne entre sus piernas que podría hacer una carrera estelar si se dedicase a las películas porno.
Sheila encendió otro cigarrillo con la colilla del que acababa de fumar y se levantó de la silla. Se dirigió a la puerta cuando Horst llamó.
—Los micrófonos ya están colocados —dijo el alemán sin ningún preámbulo al entrar. La cola de su gran impermeable de color verde oliva flotó tras él como una estela de humo—. Los transmisores están conectados directamente a las grabadoras —hizo un gesto con la cabeza hacia la serie de aparatos electrónicos en miniatura, colocados en la mesa de fórmica desconchada, llena de quemaduras de cigarrillos, que estaba al lado de la cama de Sheila.
Eran las últimas unidades japonesas fabricadas por una de las compañías de Kurata, una décima parte del tamaño y con un alcance mucho más sensible que el mejor aparato que el FBI pudiese conseguir. Kurata le había explicado que, tan pronto como su compañía terminase la nueva generación, que incluso era más pequeña y más sensible que ésta, vendería la vieja generación al gobierno de Estados Unidos.
Se rendirán a ellos con grandes exclamaciones de admiración ante su tecnología, como niños pequeños en Navidad, había comentado Kurata, y nos halagarán por nuestras proezas sin llegar a darse cuenta jamás de que les vendemos productos obsoletos por cien veces nuestro coste.
Sheila cerró la puerta y observó a Horst dirigirse a la ventana y mirar hacia la calle, frente al hotel. Pareció satisfecho de lo que vio allí, porque asintió y luego dio media vuelta. Ella paseó por la habitación y se sentó a los pies de la cama; echó un vistazo a los milagros digitales que la gente de Kurata había envuelto en paquetes no mayores que un reproductor de CD portátil. Algunos eran tan pequeños como un
walkman
.
Von Neuman se desabrochó el gran impermeable que colgaba de su cuerpo de
Ichabod Crane
como una tienda de campaña y luego se lo quitó. Debajo llevaba otro abrigo, sólo que éste era de resistente lona, repleto de bolsillos, lazos y bolsas que abultaban por las herramientas, los cables, las tablillas de circuitos electrónicos, los indicadores de pruebas y todo tipo de parafernalia similar. Bajó la cremallera de la parte delantera de ese segundo abrigo y sacó un montón de papel doblado de un bolsillo interior. Fue hacia Sheila y se lo entregó.
Sheila desdobló el papel mientras Von Neuman se sacaba el segundo abrigo, se alejaba de ella y lo colgaba en un clavo doblado clavado en la agrietada pared de yeso, al lado de la puerta. Sacó un paquete de Marlboro del bolsillo de su jersey y se puso un cigarrillo en la boca. Fue de nuevo hacia ella, se inclinó para encender el cigarrillo con el de Sheila. El olor del sudor de la mujer hizo estremecer su entrepierna. Hizo una pausa para succionar el cigarrillo y fue hacia la mesa con el equipo electrónico.
—También programaré el escáner móvil para buscar al propietario del NSE, el número de serie electrónico de su móvil. No hay problema —dio otra calada al cigarrillo.
—Fantástico —Sheila asintió con la cabeza y dejó escapar el humo de su boca.
Su teléfono móvil sonó. Se lo quedó mirando, estaba al lado de la silla, junto a la ventana. Sonó por segunda vez. Horst agarró el teléfono y se lo alargó. Sheila pulsó la tecla verde del móvil.
—¿Diga? —contestó.
—Por favor active encriptación, clave pública 7666. Pulsó la tecla de función y los cuatro numerales para cargar el software de encriptación.
—Soy Sugawara. ¿Señorita Gaillard?
—¿Sí? —¡Maldición! Ella odiaba al insolente sobrino de Kurata, resentida por la autoridad que el anciano delegaba en aquel pequeño mocoso.
La conexión crepitó por la estática. ¿Por qué era tan mala la conexión?
—He recibido una llamada de nuestra fuente en la Oficina de Reconocimiento Nacional. La capa de nubes se empieza a dispersar y creen que hay una embarcación que concuerda con la descripción del
Tagcat Too
.
—¡Sí! —El hecho de tener razón era casi más divertido que el sexo. Por un instante, la euforia hizo que sintiese su cabeza tan ligera como la sintió al fumar su primer cigarrillo.
—¿Cómo van los…; progresos en Ámsterdam?
—Se progresa bien —respondió Sheila vagamente—. Creo que esos pesados de mierda del
Shinrai
están husmeando algo también. Creo que ahora sí tendríamos que eliminarlos de una vez por todas.
—Es verdad que han sido una fuente de frustración para Kurata-
sama
—dijo Sugawara—. ¿Pero sus muertes servirán de algo?
—Sí, por supuesto, una cosa menos de qué preocuparse. Más tarde enviaré un informe completo a Kurata —respondió y colgó bruscamente.
—Ella viene hacia aquí —dijo Sheila mientras dejaba el teléfono sobre la mesa y se acercaba al alto alemán—. Lo único que tenemos que hacer es esperar y será nuestra.
Presionó sus pechos contra el duro torso del alemán y alargó la mano para masajear su entrepierna. El reaccionó enseguida. Ella lo empujó hacia atrás, sobre la cama y desabrochó la cremallera de su pantalón.
El
Tagcat Too
atravesaba las olas, recorriendo los agitados mares del color de la espuma. Bancos de niebla arremolinada del tamaño de un superpetrolero se deslizaban en la oscuridad que se avecinaba. A toda vela y con el viento más calmado, el casco de acero del queche cabalgaba ahora con agilidad, subiendo y bajando con el flujo y el reflujo del fuerte oleaje provocado por la tormenta que llegaba ahora del sur.
Todo el día había estado lloviendo de forma sistemática, y unas rápidas nubes de color plomizo cruzaban raudas por el cielo. De forma inesperada, los restos del huracán habían chocado con una nueva entrada de corriente de viento del sur y se había estrellado contra un poderoso anticiclón de las Azores. El resultado era un tiempo inclemente que, después del huracán, parecía propiciar una navegación tranquila.
Lara Blackwood permanecía de pie con una mano en el timón, las piernas separadas para mantener el equilibrio ante el constante balanceo de la cubierta y el extremo escorado de la ceñida a barlovento. Dejó que la fina y fría llovizna acariciase su cara, se desabrochó la chaqueta del impermeable y se ajustó la gorra de béisbol en la cabeza.
Desde que atravesó el estrecho de Dover, se había encontrado cada vez con más tráfico naval de camino al norte de la costa holandesa: grandes y elegantes buques cisterna, cargueros cargados con containeres y cajas, transportadores descomunales de coches y ferries, gigantescos buques cisterna de todo tipo y, de vez en cuando, entre ellos, oxidados barreños que, a duras penas, sacaban algún beneficio y, cada vez más reducido, del dinero que no invertían en el mantenimiento adecuado.
La niebla había representado un reto para la navegación de todos esos navíos y ahora, salpicando el paisaje marítimo, había plataformas petrolíferas en alta mar, alumbradas con más luces que un casino de Las Vegas.
Se inclinó hacia delante para concentrarse en la pantalla impermeable del timón, que era un reflejo de la pantalla del portátil de la estación de navegación que había bajo cubierta. Frunció el ceño cuando vio que las lecturas del GPS cambiaban bruscamente bajo la influencia de las tormentas solares. Captó una gran imagen en la pantalla del radar y decidió virar.
De repente, la profunda vibración de un gran y poderoso motor que había estado oyendo como un débil ruido de fondo, hacía sólo un minuto, se escuchó de pronto mucho más fuerte. En la niebla, el sonido parecía provenir de todas direcciones y al mismo tiempo. En aquel mismo instante, una gran proa negra se alzó sobre ella surgida de la oscuridad.
—¡Caray! —exclamó mientras veía salir de entre la niebla un inmenso supercarguero de gas natural líquido, disparado como una gran bola roja de mercancías, que cortaba el agua por el mismo rumbo que había dejado atrás el queche.
—¡Dios mío!
El casco estaba lo bastante cerca para ver las soldaduras de las planchas y distinguir las líneas de carga máxima del buque. Su corazón latía con la fuerza de un martillo detrás del esternón. Lara estiró el cuello y miró hacia atrás, vio las inmensas cúpulas LNG con la forma de un pecho, descansando sobre el casco. A continuación, un banco de niebla se tragó el tanque por la proa.
El
Tagcat Too
resonó como si fuese un bidón de aceite repleto de chatarra de metal y cristales rotos. Todo quedó a oscuras, la oscuridad explotó con unos chirridos horribles del metal rascando contra metal, emitiendo unas oleadas permanentes de sonido que resonaban dentro del casco y que hacían que sus entrañas retumbasen con cada sonido.
Todo se balanceaba y daba sacudidas.
En un momento determinado, la tenue luz del sistema de iluminación de emergencia del barco, que proporcionaban las baterías del sistema de alimentación rompió la oscuridad. Apenas antes de que se apagasen esas luces, Lara pudo contemplar bajo la tenue luz la extraña escena: cojines, libros, restos esparcidos por todas partes, nada estaba en su sitio. Entonces se dio cuenta de que estaba echada bocabajo sobre el aislante acolchado que cubría las superficies del techo.
El
Tagcat Too
se estremeció y bamboleó; el ruido del metal machacado penetró en la cabeza de Lara como un dolor agudo e intenso que la hizo pensar en una historia de un periódico que hablaba de un obrero de la construcción que se había caído de un andamio y se había empalado por la cabeza con la punta de una barra de acero que sobresalía de un molde de hormigón.
La enormidad de lo que sucedía la sobrecogió como un frío puño que atenazaba su corazón. El fino y elegante casco del
Tagcat Too
estaba siendo despedazado por las gruesas planchas de acero de algún Goliat oceánico. ¿Cuánto resistiría? ¿Cuánto más castigo podría resistir el casco antes de que se abriera una brecha y entraran en él las frías e implacables aguas del Mar del Norte?
Un violento desgarro, un gran chasquido como una explosión, reverberó por la cabina y la golpeó bocabajo. Luego, tan repentinamente como había empezado, el chirrido paró.
El repiqueteo de los motores en el interior de la panza de un barco y la estela de sus hélices llenaron el silencio, por lo demás angustioso, que la llenó de esperanza y agrio temor.
Lara inspiró profundamente, temblando, mientras la cubierta empezaba a inclinarse de nuevo. El
Tagcat Too
empezó a crujir, intercambiando el techo por el suelo. Lara, junto con los cojines de los asientos, las lonas y el resto de objetos se deslizaron rodando primero hacia los costados, y luego por el suelo mientras el navío recuperaba el equilibrio. El casco oscilaba y daba bandazos como un tiovivo loco con el suelo inclinado.
Después, el sonido de la fuerza del agua llenó el aire. A Lara se le congelaron las entrañas al escuchar aquel ruido; sólo lo había escuchado una vez en su vida. Precisamente segundos antes de que el
Tagcat
se hundiese en el Cabo de Buena Esperanza.
Corrió al armario que estaba junto a la escalera de cámara y sacó una bolsa de lona de supervivencia. Mientras se recuperaba en Ciudad del Cabo, tuvo mucho tiempo de pensar en el naufragio y en lo que hubiese hecho de forma distinta. Una de esas cosas era tener una bolsa de supervivencia que contuviese elementos útiles que había echado de menos después de su rescate: un recambio de ropa, maquillaje, dinero y otras muchas cosas más.
Con el
Tagcat Too
moviéndose bajo sus pies, agarró su bolso, el Colt.380 automático y cajas de munición, las introdujo en la bolsa de supervivencia; descolgó una linterna del soporte de la estación de navegación y subió las escaleras. Se detuvo de golpe y, con la desesperación en su respiración, dejó la bolsa y se dirigió con dificultad a su camarote, directamente al cajón superior de su colección de pendientes donde guardaba sus favoritos y los más valiosos. Limpió el poco profundo cajón con dos manotazos y los puso a toda prisa en un bolsillo de su impermeable. Cerró la cremallera del bolsillo y atravesó el pasadizo con el agua que aumentaba el nivel y le llegaba ya hasta los tobillos. Agarró la bolsa y salió disparada por los escalones de la escalera de cámara.
Ya sobre cubierta, sintió un fino sabor salado en su lengua; su nariz se llenó con el inconfundible hedor dulzón, intenso y sulfuroso de los residuos de combustible parcialmente quemado. Se dejó guiar por su nariz y descubrió la popa de un gigantesco portacontenedores cargado hasta los topes, que desaparecía entre la niebla. Lara vislumbró el nombre,
Abraham Lincoln
, en la popa y vio su inmenso casco deslizarse en la noche, negro sobre gris. La niebla se dispersaba, al menos localmente, y pudo ver el resplandor de las luces de las plataformas de petróleo y gas hacia el este. Miró al cielo y vio las estrellas y media luna a través de los filamentos de la capa de gasa que formaba la niebla.