No, aquello no era una coincidencia. Ella creía en sus presentimientos. Estaba viva por hacerles caso y otros morían por ellos. Sabía que el inexplicable reflejo en el radar era el
Tagcat Too
.
—¿Y cuál sería su recomendación?
—Prepararnos para recibirla allí. Tenemos importantes contactos en Países Bajos. Pueden ir a la caza de su embarcación, de ella. También podemos extender la campaña publicitaria sobre sus crímenes a Europa, de forma que las agencias de policía puedan ayudar en la búsqueda.
—Creo que es una buena estrategia. Tiene todo mi apoyo —sentenció Kurata.
—Gracias, Kurata-
sama
—dijo Gaillard.
—¿Akira? —continuó Kurata.
—¿Sí, mi señor?
—Quiero que vayas a Ámsterdam y proporciones toda la asistencia que pueda necesitar esa operación, en especial tus considerables habilidades en informática y cuestiones en las que destacas como parte del Ejército Imperial Japonés.
Sugawara se estremeció. En privado, Kurata nunca se refería a las Fuerzas de Autodefensa por su nombre correcto.
—
Hai
,Kurata-
sama
.
—Y llévate contigo toda la información sobre
Shinrai
.
—Hai.
—Sin duda habrás notado que los máximos líderes de
Shinrai
están cerca de Ámsterdam.
—Hai.
—Tómate esta oportunidad para ver cuántos de ellos puedes eliminar.
—Como usted desee, Kurata-
sama
—expresó con un entusiasmo que estaba muy lejos de sentir.
—Excelente. Tú eres una parte vital de la resurrección de Yamato, hijo mío —repuso Kurata.
Cuando Akira Sugawara apagó la teleconferencia, su mente ya sabía exactamente cómo iba a seguir el camino que guiaba su corazón.
El antiguo reloj de latón pulido dio las doce y despertó a Lara, incluso antes de que sonase la alarma. A regañadientes, intentó abrir los ojos y ver algo a través de la fatiga. Apenas creía que había pasado una hora con tanta rapidez. Dirigió la vista hacia el reloj; había un contraste arcaico maravilloso con los chips y los prodigios digitales que formaban el sistema nervioso del
Tagcat Too
. Rescatado por su padre durante una de sus inmersiones, entre los restos del naufragio de un mercancías norteamericano hundido por los
U-boote
nazis, en las costas de Cerdeña, en 1944, y amorosamente restaurado por él, el reloj había sido uno de sus objetos preferidos. Siempre le hacía pensar en él con orgullo.
Su mirada cambió del reloj a los documentos y los libros esparcidos por la mesa, todos amontonados contra las barandillas que evitaban que los objetos cayesen cuando hacía mal tiempo o el bote iba a toda vela y escoraba. Era su investigación sobre Kurata y los criminales de guerra que él había designado para formar parte del consejo de administración de GenIntron.
Con el
Tagcat Too
aún estable, se inclinó y echó un vistazo a los documentos. Sintió que el fuego de su ira alejaba los últimos vestigios de sueño de su cabeza. Sus ojos se posaron en un libro de 1994 que había sacado de la biblioteca:
Prisioneros de los japoneses
, de Gavan Daws.
Mientras el mar mecía al
Tagcat Too
, alzó el libro y revisó las páginas que había señalado antes con notas amarillas auto-adhesivas. En la página 258 leyó: «En Kandok, para beneficio de algunos estudiantes de medicina japoneses, un prisionero de guerra fue atado a un árbol, le arrancaron las uñas, le abrieron en canal y le sacaron el corazón. En Guadalcanal, dos prisioneros fueron capturados cuando intentaban escapar y, para evitar que lo volvieran a hacer, los japoneses les dispararon a los pies. Un oficial médico los diseccionó vivos, y les sacó el hígado».
Físicamente asqueada por las revelaciones irrefutablemente documentadas del libro acerca de los horrores más bajos y flagrantes imaginables perpetrados por los dirigentes japoneses, quería cerrar las tapas del libro contra las verdades horribles y brutales que documentaba pero, sin embargo, sus dedos continuaron pasando páginas, cada sucesiva nota amarilla pegada a ellas la conducía a otra creativa abominación que le hacía preguntarse cómo algunas personas podían ser tan hábiles en encontrar métodos sádicos para torturar a otras personas hasta la muerte.
Esto hacía que creyese en el mal. El siguiente párrafo señalado se refería a las operaciones de la Unidad 731, en las afueras de la ciudad china de Harbin. «La
Kempeitai
, la «policía secreta», les trajo prisioneros para que los utilizasen como conejillos de indias: hombres, mujeres y niños, asiáticos y caucásicos. Eran llamados
maruta
, que significa»troncos de leña». Algunos fueron infectados con enfermedades: cólera, tifus, ántrax, peste, sífilis y muermo». «Otros —continuaba el fragmento— fueron cortados vivos para ver qué sucedía en los diferentes estadios de fiebre hemorrágica».
—¡Dios santo! —exclamó Lara, cerrando los ojos, en un intento por contener las lágrimas. Una profunda y fría oscuridad atenazó sus entrañas cuando, de nuevo, se dio cuenta de que, al vender GenIntron, no sólo había vendido el trabajo de su vida y todos los secretos que había descubierto al enemigo, sino que era un enemigo capaz de crímenes imaginables tan sólo para aquellos cuyas fantasías estaban envueltas en la más pura maldad. Ella había vendido a esos monstruos una nueva y aún más poderosa ciencia, capaz de sembrar pesadillas muchísimo más espantosas que las que había practicado y fomentado el gobierno japonés en la Segunda Guerra Mundial.
«El mando militar occidental de Japón dio a unos catedráticos de medicina de la Universidad Imperial de Kyushu ocho tripulantes de un B-29», continuaba el libro cuando abrió los ojos y se obligó a continuar leyendo la siguiente página marcada con una nota. «Los catedráticos los cortaron vivos, en una sucia habitación sobre mesas de estaño donde los estudiantes diseccionaban cadáveres. Les sacaron la sangre y la reemplazaron con agua de mar. Les sacaron los pulmones, los hígados y los estómagos. Detuvieron el flujo sanguíneo en una arteria cerca del corazón para ver cuánto tiempo tardaba en morir. Hicieron agujeros en un cráneo y clavaron un cuchillo en un cerebro vivo para ver qué sucedía».
Lara sintió que se le revolvía el estómago, tragó saliva con fuerza y continuó leyendo, buscó el siguiente marcador, el siguiente fragmento señalado.
«En Kandebo —leyó, la Kempeitai cortó la cabeza del piloto de un caza, luego su cuerpo fue cortado a trozos, frito, y repartido entre 150 japoneses, que se lo comieron después de un discurso de un general de división. Ob Chichi Jima, un general japonés dio la orden en las Islas Bonin de que los pilotos capturados fuesen asesinados y devorados; él y otros altos cargos comían la carne en fiestas privadas. Un almirante llegó a hacer el pedido de un hígado del próximo piloto capturado».
Lara corrió al lavabo para vomitar.
En la oscuridad imperante a las tres de la madrugada, Akira Sugawara se dirigió hacia el área de producción del Ojo de fuego, subió un tramo de escalones, junto a una pasarela, y bajó unos escalones más.
En ausencia del ruido de fondo diurno, cada borboteo y burbujeo resonaba por todas partes de forma inquietante. Los relés chasqueaban, las válvulas se abrían, el líquido mortal recorría las tuberías. El organismo respiraba, metabolizaba y excretaba, estaba vivo, a su alrededor, pensó Sugawara, mientras recorría sus entrañas y se dirigía hacia la parte trasera de las instalaciones del edificio de producción.
Casi todas las luces del techo estaban apagadas, y sólo quedaban encendidos unos pocos fluorescentes repartidos por la sala por cuestiones de seguridad. En la penumbra, las pantallas del proceso de control del ordenador le miraban fijamente, con grandes ojos de cíclope; llenaban los pasadizos de luces fantasmales que le pintaban con los colores cambiantes del momento; primero rojo, luego azul, verde, gris pálido, de nuevo rojo. Bajó el último tramo de escalones hacia el suelo de hormigón pulido. Intentó andar con seguridad y honestidad ante las cámaras de vídeo vigilancia presentes para dar la imagen de un hombre que iba a cumplir un cometido. Se sintió como un ladrón cuando sus pasos resonaron en el hormigón. Sabía que debía de parecer un ladrón. En alguna parte de la oficina de seguridad, tenía que haber un agente observándole en la pantalla de vídeo, y diciéndose para sí: «ahí va un ladrón», y dirigiéndose a las alarmas. A cada paso que daba, Sugawara esperaba oír las sirenas conectadas de un momento a otro, temía que pronto escucharía el ruido sordo de los pasos de los agentes de seguridad y caerían sobre él.
Sin embargo, él era el ungido por Kurata. Sólo Kurata en persona podía desafiarle…; Y Kurata estaba dormido. Sugawara rezaba para que estuviese dormido. Al llegar a la compuerta, al final de las instalaciones de producción, Sugawara tecleó su código de seguridad. Se produjo una ligerísima demora a causa de la electrónica; el corazón de Sugawara dio un vuelco. Su mente sabía que era preciso un instante para que el ordenador reconociese el código y abriese el pestillo, sin embargo, su corazón sabía, simplemente sabía, que caerían sobre él, que el pestillo no se abriría, que se daría la vuelta y descubriría a Kurata tras él, acusándolo. Tenía preparado lo que le diría. Que había hecho las maletas y, tal como habían quedado antes, cuando iba de camino a Narita a tomar su vuelo a Ámsterdam tuvo una premonición, la intuición de que algo no iba bien. No podía quitarse esa sensación de encima y decidió comprobarlo por sí mismo. Lo más probable es que no fuese nada, tan sólo los nervios provocados por la muerte de Yamamoto y la falta de sueño sumada al curso poco satisfactorio de los acontecimientos.
En lo más profundo de su corazón, no creía que Kurata se lo tragase. Rezó para que no se presentase la situación. El pestillo se abrió. Sugawara suspiró, entró en la cámara estanca y encendió la luz, que lo obligó entornar los ojos y parpadear deslumbrado por el brillo; miró fijamente la cámara de vigilancia y con rapidez se calzó las blancas zapatillas desechables y se cubrió con la bata y el gorro del laboratorio. Cuando lo hubo hecho, salió por la puerta y giró a la derecha. Pasó por las cámaras estancas dentro de las áreas de alto nivel de bioseguridad y se dirigió hacia la habitación que había visitado una sola vez. No sonó ninguna sirena, ninguna alarma. Su corazón se aceleró. No aún, no aún, no aún, no aún. Al final del pasadizo, miró de reojo hacia otra cámara de vigilancia, tecleó su código en otro panel y esperó una eternidad, con el corazón en un puño, a que el pestillo saltase. Lo hizo.
Sugawara comprobó su reloj: las 2:17 de la madrugada. El vuelo de KLM a Ámsterdam no salía hasta las cinco. No tenía amigos, ni aliados dignos de confianza en Japón. La policía no detendría a Kurata; nunca se alzarían en contra de un hombre tan poderoso como él, ni siquiera aunque se presentasen pruebas irrefutables. El consenso para el Ojo de fuego se había propagado profundamente por todo el gobierno hasta llegar al nuevo primer ministro, para que llegado el caso el gobierno decidiese investigar y, mucho menos, entrase en acción. Además, existía un cortafuegos que protegía a Kurata, una denegabilidad y una secuencia de control de daños que el mismo Sugawara había ayudado a construir.
Sugawara necesitaba ayuda pero no la encontraría en Japón, no recibiría ayuda hasta que él hubiese ayudado a Lara Blackwood. Y para hacerlo necesitaba pruebas.
Tenía un gigabyte de pruebas en una memoria USB, donde estaban guardados todos los datos, en el bolsillo del pantalón, un objeto del tamaño de una galleta Fig Newton, pero que parecía pesar al menos media tonelada y que lo sentía como si destellase al rojo vivo y gritase: «¡ladrón!, ¡ladrón!», a cada paso que daba.
Él sabía que, en algún lugar, el programa administrativo del ordenador central había registrado su acceso, había anotado los archivos de los que había hecho una copia. Esperaba que el virus que había introducido en el ordenador enmascarase el acceso, e hiciese que pareciese una copia de seguridad rutinaria de datos. Pero también podría ser que no. Tal vez había conectado alarmas silenciosas. Pero los datos sólo eran datos. El Ojo de fuego era real: podías verlo, tocarlo, mirar cómo mataba. Era la prueba definitiva y él no tenía ninguna duda de que Lara Blackwood podría desvelar sus secretos con mucha más rapidez que cualquier otra persona en el mundo. Si es que vivía lo suficiente para llevárselo.
Sugawara miró alrededor de la pequeña habitación y vio mesas de trabajo de laboratorio, con los tableros negros, un extractor de vapor, armarios, maquinaria. Un gigantesco Dewar despedía gases en un rincón y en el que una etiqueta decía que contenía nitrógeno líquido. Se apresuró hacia la falange de unos barriles inmensos, del tamaño de un bidón de petróleo, que se alineaban en la parte más alejada de la habitación. Llegaban casi a la altura del pecho y estaban pintados con esmalte de color beige grisáceo y adornados con tiras de cromo. Cada uno tenía una gruesa tapa en lo alto, como un gran sombrero de señora. Parecían botellas gigantes de termo, que es lo que eran en realidad.
Se formularían preguntas, y las respuestas las recibirían a través de las cámaras de vigilancia, los registros del ordenador y los del control de existencias desaparecidas. Le implicarían, irían a por él. Por lo mucho que sabía. La pregunta clave era cuánto tardarían en darse cuenta de que se había convertido en un traidor. ¿Descubrirían su traición antes de que hubiese tenido tiempo de contactar con Blackwood? ¿Llegaría a Ámsterdam sólo para conseguir entregar sus pruebas a los matones de Kurata y su vida a una extraña y dolorosa muerte que sólo Sheila podría concebir…, y disfrutar.
La muerte de Yamamoto podría ayudar a confundir las cosas, hacer que la gente olvidase los procedimientos rutinarios. ¿O tal vez pondría en alerta al personal? ¿Haría que lo atrapasen con más rapidez?
Sonó un chasquido tras él.
—¡Oh, Dios mío! —Sugawara se dio la vuelta con rapidez. No vio a nadie; el sonido provenía de la puerta al cerrarse y del pestillo al volver a su sitio. Respiró profundamente y cerró los ojos un momento. Dejó escapar el aire poco a poco y se dirigió a una tablilla con un sujetapapeles, colgada de una pared próxima a la hilera de barriles. Repasó la lista colgada en la tablilla y asintió con la cabeza. Luego se agachó, abrió una puerta de armario tras otra hasta que encontró uno que contenía una serie de lo que parecían contenedores termo ordinarios, de boca ancha. Construidos con las mismas líneas básicas que un termo corriente, éstos contaban con unas paredes de cristal mucho más gruesas y un espacio de vacío más alto entre sus paredes, para mantener el contenido más caliente o, en este caso, más frío, durante más tiempo. Además, el espacio entre el cristal del frasco del termo y las paredes exteriores de plástico estaba relleno con un aerogel diseñado para bloquear la transferencia de temperatura hacia dentro o hacia fuera.