La radio había dicho que el ojo del huracán estaba estancado en cabo Hatteras. La armada enviaba sus barcos mar adentro, para situarlos delante de la tormenta que se aproximaba y mantenerlos alejados de los peligros de las aguas poco profundas; hasta el momento habían muerto doce personas, todos ellos pasajeros de una furgoneta de la iglesia que había intentado cruzar un torrente crecido con la lluvia en la parte rural de Carolina del Sur. El huracán estancado estaba provocando mal tiempo y tornados a lo largo de toda la costa atlántica.
Pensó en el viejo refrán que hacía referencia a estar entre el infierno y el mar abierto, y se dio cuenta de que de nuevo se encontraba en aquella situación. Había luchado otras veces con la fuerza de un huracán. Y había perdido.
No podía apartar la fría losa que se había instalado en su corazón que le decía que, de nuevo, estaba en la misma situación que en el cabo de Hornos. Sólo que esta vez no había nadie para sacarla del agua.
El salón del hotel, cuyas paredes de más de nueve metros de alto, forradas completamente de arriba abajo con maderas nobles tropicales, era inmenso y estaba diseñado para albergar a cientos de invitados sentados. Las elegantes arañas de cristal estaban a media luz y dejaban la estancia casi completamente a oscuras. Sin embargo, en lugar de la Conferencia internacional sobre ventas de valores de derivados financieros, que había llenado la sala hacía menos de veinticuatro horas, sólo estaba Edward Rycroft, de pie ante un sólido podio de caoba, que se enfrentaba a una curiosa sala de conferencias en la que doce hombres estaban sentados en doce compartimentos privados, separados por cortinas y equipados con una confortable silla, una pequeña mesa con refrescos y espacio suficiente para los guardaespaldas de esos hombres, fuertemente armados, que, por muy comprensibles razones, siempre los acompañaban.
Los hombres y sus escoltas de seguridad habían entrado en el salón en penumbras por puertas distintas, todos con ligeras variaciones de tiempo acordadas de antemano. Ninguno deseaba que su rostro fuese visto por los demás. Se trataba de un grupo de importantes funcionarios civiles y militares de una docena de países, conocidos por sus conflictos étnicos. Ninguno de ellos estaba particularmente contento de que Rycroft y su ayudante les viese el rostro, pero era el precio que tenían que pagar por tener una nueva capacidad para alimentar sus obsesiones megalómanas de permanecer en el poder sin importarles cuánta gente de su país tenía que sufrir por ese privilegio.
En la parte más alejada de la habitación, escondido entre la más profunda oscuridad, estaba Jason Woodruff, que observaba a todos los que estaban allí reunidos e intentaba deducir cuál de ellos pagaría más.
—En resumen —explicó Rycroft—, el valor máximo del arma genéticamente específica que les ofrecemos tiene varias ventajas. En primer lugar permite localizar las poblaciones objetivo concretas que pueden estar demasiado mezcladas con los ciudadanos beneficiados, para considerar eliminarlos por medios convencionales. En segundo lugar, la barrera para conseguirla es mucho más elevada que, por ejemplo, las armas nucleares. La inversión de capital en investigación e instalaciones para su producción y la destacable profundidad de —Rycroft hizo una pausa—, como lo diría, de genio científico requerido hace improbable que el arma pueda ser reproducida por ahora, si es que se logra algún día. En tercer lugar, a causa de su diseño, el arma no puede ser combatida ni tampoco, en su forma final, siquiera detectada. Cuando nuestro diseño se combina con el patógeno de una enfermedad existente, se convierte en el arma furtiva definitiva que, del mismo modo, aísla a sus usuarios contra las acusaciones de crímenes de guerra.
Rycroft hizo una pausa y bebió de su vaso de agua. Era una hazaña biotecnológica y éste era su show.
—Finalmente —concluyó—, no podemos pasar por alto la característica del atractivo primordial del hecho que nuestra arma no sólo deja a las poblaciones que no son objetivo intactas, sino que tampoco daña o contamina de forma permanente edificios, infraestructuras, hogares, centros de producción u otros activos valiosos. La guerra convencional es cara y absorbe recursos financieros que serían más productivos si se invirtiesen en la compra de productos de nuestras compañías. Las guerras convencionales destrozan los mercados y, en última instancia, reducen y perjudican nuestros balances. Gracias al Ojo de fuego, las guerras convencionales han pasado a ser ya financieramente obsoletas.
Miró alrededor de la sala y vio que estaban todos atentamente absortos en sus palabras.
—Entonces, con esta introducción, por favor permítanme presentarles unos cuantos detalles más —hizo un gesto con la cabeza a Woodruff que bajó las luces y encendió un proyector de diapositivas.
En cuanto la sala quedó a oscuras, Rycroft pulsó el mando a distancia inalámbrico y apareció la diapositiva de un chimpancé.
—La madre naturaleza es bastante tacaña —empezó Rycroft—. Cree más en la reutilización de materiales ya disponibles que en crear nuevos. Por esta razón nuestra composición genética varía menos de un 2% de este hermoso ejemplar de primate.
El proyector hizo un chasquido y apareció una imagen con cuatro fotografías de microscopio.
—Aquí tienen células de levadura —utilizando un puntero láser, indicó el cuadrante superior izquierdo—. En sentido contrario a las agujas del reloj, las células de un sapo cornudo, de un hongo y de un pepino de mar. Aunque su componente genético difiere del nuestro mucho más que el del chimpancé, aún comparten muchos de los mismos genes y enzimas con nosotros.
La siguiente diapositiva, igualmente dividida en cuatro partes, mostró los rostros de personas de cuatro categorías raciales: caucásicos, asiáticos, africanos e indios norteamericanos.
Rycroft dio unos pasos cerca de la pared, y se colocó detrás del cono de luz que conectaba la pantalla al proyector.
—Por término medio, cualquier par de personas en la Tierra varían en sus componentes genéticos sólo un 0,2%, una quinta parte del 1%. De este 0,2%, la mayor parte de la variación, algo así como el 85%, es la variación local entre la gente. Este énfasis local es lo que hace que el arma que les ofrecemos sea tan efectiva.
A continuación presentó la diapositiva de un grupo de pigmeos africanos.
—Hay grandes y detectables diferencias genéticas entre los grupos de pigmeos que viven sólo a tres kilómetros de distancia.
Le siguió la diapositiva de personas con sombreros tiroleses, vacas con campanillas y montañas cubiertas de nieve al fondo.
—Del mismo modo, la composición genética en las aldeas de los Alpes suizos son diferenciadamente distintas de un pueblo a otro.
La siguiente era una diapositiva de una familia huesuda delante de una autocaravana.
—Ésta está tomada en el estado norteamericano de Virginia Oeste, donde, de nuevo, hay claras diferencias entre los pueblos separados por unos pocos kilómetros. A pesar de la creciente movilidad de una pequeña minoría de la población mundial, la mayoría de las personas aún se casa y se cría dentro de un estrecho margen de grupos geográficos, étnicos, raciales, lingüísticos y religiosos. Alrededor del podio de caoba, cada uno de los asistentes asintió con entusiasmo. En una rápida sucesión, Rycroft se dirigió a las diapositivas de un hombre que llevaba un
yarmulke
, una mujer cubierta con un chal y un chador, un grupo de niños delante de una señal indicando el aeropuerto de Sarajevo, y un grupo de ancianas entre las ruinas de la estación de tren de Grozny.
—Aunque se pueda pensar que el Ojo de fuego es un arma racial, las diferencias raciales sólo explican el 6 del 0,2% de la variación entre humanos.
La diapositiva de las cuatro razas volvió a aparecer.
—Por lo tanto, las diferencias genéticas raciales no son claras. Son sólo manifestaciones más visibles de las otras variaciones más significativas que acabo de mencionar.
La pantalla quedó en blanco cuando una diapositiva opaca cayó en el proyector.
—No es importante el hecho de preguntarse por qué hay diferencias genéticas —la voz de Rycroft resonó en la oscuridad con un inquietante eco—. Lo importante es que estas diferencias existen.
Hizo una pausa y un gráfico apareció en la pantalla.
—E incluso lo más importante para ustedes es el hecho de que nosotros podemos encontrarlas con rapidez y utilizar esas diferencias.
Utilizó el puntero láser para atraer la atención hacia el primer gráfico.
—Aunque el 0,2% sea una fracción relativamente pequeña, cuando se multiplica por los, aproximadamente, tres mil millones de bases de nucleótidos de nuestro ADN, el resultado es de unos dos millones de diferencias de nucleótidos. Esto es importante en un sistema donde un único nucleótido en una posición sensible puede producir desórdenes genéticos fatales como la corea de Huntington, la fibrosis cística o Tay-Sachs.
Se dirigió hacia un aparador y se sirvió un vaso de zumo de naranja recién exprimida, preparado sólo para él.
—El truco, como ya deben imaginar —dijo Rycroft después de hacer una pausa para tragar el líquido—, está en localizar esos dos millones aproximados de nucleótidos diferentes. Nosotros utilizamos una potente nueva técnica denominada análisis de representación de diferencias, un atajo que compara la composición genética de dos individuos, resta todos los segmentos idénticos y nos deja con los que son distintos. Utilizamos un semiconductor patentado que realiza todo el proceso con un único biochip.
Una diapositiva mostró un diagrama esquemático de la técnica.
—A causa de las variaciones existentes entre individuos, incluso en las mismas aldeas remotas, entonces es necesario tomar muchas muestras diferentes para determinar cuáles de los dos millones de nucleótidos están presentes en un grupo y ausentes en el otro por completo. Esa diferencia es el margen entre la vida y la muerte.
Apareció otra diapositiva. Ésta era un diagrama de flujo del proceso de un laboratorio.
—Hemos perfeccionado el proceso para localizar esas significantes diferencias y crear el Ojo de fuego, un vector orgánico hecho a medida, que es inactivo a menos que se encuentre en presencia de la secuencia del nucleótido específico que existe sólo en la población objetivo. En otras palabras, nuestro vector personalizado reconoce un gen específico de ese grupo seleccionado y se activa mediante ese gen, y sólo mediante ese gen. Es inofensivo para el resto de poblaciones. Como director de investigación de GenIntron, he realizado tres descubrimientos clave que han hecho que el Ojo de fuego fuese posible. En primer lugar he identificado las regiones de cada cromosoma humano que, con mayor probabilidad, contienen las únicas secuencias que necesitamos.
Rycroft bebió otro sorbo de su zumo de naranja y resumió, mientras caminaba por la periferia de la luz proyectada:
—Esos genes únicos se encuentran entre las vastas extensiones de ADN que no funcionan de forma activa como genes.
Apareció una diapositiva que mostraba la pequeña porción de cada gen que realmente producía proteínas y las secciones más amplias que no lo hacían.
—Estos tramos abarcan más del 90% del ADN de una persona. Hasta que presenté mi obra pionera en GenIntron, la mayoría de la comunidad científica denigraba esas áreas cromosómicas como ADN basura.
Pensó que en realidad esta parte del trabajo la había realizado Lara Blackwood y aquel extranjero islámico. Pero éste ya estaba muerto y ella lo estaría muy pronto.
—Esas áreas se conocen como «intrones» —continuó—. Los científicos que antes eran escépticos, ahora se han visto obligados a darnos la razón acerca de muchas de las funciones clave que desempeñan los intrones, incluyendo la forma estructural y la regulación de genes activos, productores de proteínas. Además, han permitido a GenIntron producir terapias genéticas para anormalidades vinculadas con grupos étnicos específicos, y son la mitad de la clave del Ojo de fuego.
Rycroft, entusiasmado con su presentación, se sentía como un gran sacerdote al mirar los embelesados rostros alzados de sus acólitos; sus miradas débilmente iluminadas fijas en él, enmudecidos, pendientes de todas sus palabras. A la escasa luz dispersada por el haz principal del proyector, sus cuerpos quedaban escondidos fuera de la vista, en la oscuridad, y conferían a sus rostros el aspecto de cabezas sin cuerpo, que flotaban en las sombras como máscaras teatrales.
—La otra mitad de la clave reside también en los intrones humanos —la voz de Rycroft estaba integrada en el púlpito que ahora dirigía. En muchos aspectos, él era, en aquel momento, el hombre más poderoso del mundo e intentó transmitirlo a su audiencia.
—El segundo descubrimiento clave que hice fue el hallazgo de un fósil genético que vive en los genes de todos los seres humanos —tosió para aclarar su garganta—. Es bien sabido que algunos de nuestros intrones son los restos de antiguos retrovirus que infectaron a nuestros predecesores hace millones de años, tal vez cinco o más, o probablemente hace diez millones de años, y tal como son capaces de hacer los retrovirus se insertan en sus cromosomas. Tal vez sepan que los retrovirus se denominan «retro» porque tiene una estructura muy rudimentaria, en el sentido evolutivo, en la que su código genético no es ADN sino una sola cadena de ARN. Sin embargo, cuando están dentro de un anfitrión, como, por ejemplo, nosotros mismos, una enzima especial convierte el ARN en ADN viral, que entonces se une a nuestro ADN. Una vez está unido a nuestros genes, fuerza a la célula a producir más y más virus hasta que la célula finalmente revienta y muere.
La sala quedó tan silenciosa en aquel momento, que el ventilador del proyector sonó como si fuese las ráfagas de un pequeño vendaval en aquel espacio cerrado.
—Por fortuna, ese potentísimo retrovirus mutó antes de que pudiese exterminar a toda la especie humana. El genoma del retrovirus mutado, no obstante, aún está vivo en todas y cada una de nuestras células, no como ADN basura sino como un mensaje fósil de los albores de nuestra especie, que se ha extendido entre nosotros, contándonos la historia de la prehistoria en frases elocuentes de las cuatro bases de nucleótidos: guanina, citosina, timina y adenina.
Bajando el tono de voz para darle un efecto dramático, Rycroft miró a su alrededor, en un intento de buscar el contacto visual con cada una de las personas con las que hablaba.