Aquella puta creída de Blackwood seguramente ya estaba muerta. Cuatro días en un huracán era mucho más que de lo que incluso una supermujer como ella podía soportar. Y además estaba el dinero que el pequeño plan de Woodruff estaba a punto de aportarle. Una sonrisa divertida confirió a su rostro un aspecto casi inofensivo y amable.
Como había previsto, sus primeros clientes adinerados llegaron de Oriente Próximo. El hombre de negocios saudí, que servía de pantalla a la cuenta de fanáticos babosos de ojos desorbitados que pensaban que su rama distorsionada del islam era la única alternativa, no le sorprendió. No era una sorpresa en absoluto. Demasiados condenados extranjeros de aquel tipo habían llamado a su puerta.
La sonrisa de Rycroft se acentuó cuando recordó otra reunión. La que había mantenido con otros hombres barbudos vestidos de negro. Los de Jerusalén, con el dinero de los extremistas ultraortodoxos que querían asegurarse de que los árabes y los palestinos de la era actual se marchaban de la misma manera que sus parientes bíblicos, cuando conquistaron las tribus de Israel, limpiando étnicamente la tierra prometida. La ironía le entusiasmaba, pero no tanto casi como la justicia por la que había esperado toda su vida. El retraso en llegar de su justicia era amargo, pero pronto sería dulce.
Miró con ojos entornados a través de las ramas de un árbol de alcanfor las nubes que cruzaban el cielo, e intentó determinar si los paneles del techo estaban abiertos o si el cielo y las nubes eran simplemente más imágenes inteligentes del sistema de proyección Ikeda-Grunwald de alta resolución, personalizado para Kurata. Nada era demasiado bueno para sus empleados.
El hecho de no poder distinguir la diferencia le molestaba. El fastidio empezó a subir por detrás de su esternón, como un cangrejo, junto con una sensación de picor. Rycroft intentó pasar por alto la desazón, mirando a su alrededor y buscando una distracción. Lo que vio aún le hizo sentir peor: piscinas perfectas de agua humeante estaban distribuidas por doquier, bajo un dosel de árboles tropicales de maderas nobles y, por todo su alrededor, una perfecta vegetación tropical, hasta llegar directamente al musgo en las grietas de las rocas. Se habían gastado cientos de millones de yenes en recrear una imitación interior de un genuino
rotenboro
. Sólo la riqueza de Kurata era capaz de producir una imitación de la vida tan perfecta, que era imposible decir si era una jungla real o sólo un engaño elaborado por un arquitecto que se alimentaba de la buena disposición del bañista a ser engañado en la apreciación de la belleza.
De todos modos, ¿acaso importaba? Si confundía a los expertos, si olía y sabía igual de bien, entonces, ¿acaso importaba algo? Rycroft reflexionó sobre ello y miró a su alrededor a los japoneses desnudos que holgazaneaban en la gran piscina, justo detrás de un parapeto de palmeras. Algunos charlaban en grupos comunales,
hadaka no tsukiai
, «compañeros de desnudez»; otros descansaban solos o en parejas. Los hombres paseaban tranquilamente por los senderos allanados de la jungla, entre las grandes rocas, yendo de sus áreas de higiene personales a otras de la gran piscina o algunas otras de las muchas más pequeñas, del tamaño de un jacuzzi, como en la que se encontraba sentado Rycroft.
Los hombres vestían
yufondoshi
, taparrabos para agua caliente, mientras iban y venían. La mayoría llevaban un
furoshiki
, un pequeño trozo de tela como un pañuelo en el que guardaban sus artículos personales. Como era costumbre entre los empleados de Daiwa Ichiban, cada uno de sus
furoshiki
estaban bordados con su propio
hanko
, su sello personal, registrado por las autoridades y que los japoneses usaban para firmar documentos y cartas en lugar de las firmas autógrafas.
Rycroft miró hacia los dos fardos
furoshiki
que descansaban en el borde de la piscina, cerca de su cabeza. Uno era un
furoshiki
sencillo, el otro estaba bordado con su
hanko
. Se había llevado los dos. El bordado contenía su cartera, las llaves y el reloj. El liso contenía un afilado cuchillo y un montón de papeles.
Rycroft sonrió al observar el
hanko
y pensó en la conmoción que había causado cuando pidió por primera vez el suyo. ¡Un
gaijin
! La mayoría de las casas de baño japonesas prohibían la entrada a los occidentales por sus torpes maneras y por la ignorancia sobre las costumbres y la higiene. Rycroft había demostrado ser un astuto y devoto seguidor de las tradiciones japonesas, además dominaba su idioma como un nativo, y habían hecho una excepción con él. Kurata se aseguró que se podían hacer excepciones.
Se escuchaban ruidos exuberantes que provenían de la piscina grande, donde un grupo de jóvenes
sararimen
chapoteaba en su esquina. Rycroft miró hacia ellos y realizó una atenta y lenta inspección, recorriendo con la vista toda la sala, con los ojos puestos con más frecuencia en los hombres que estaban solos aquí y allí. Los solitarios parecían estar meditando o, tal vez, simplemente rezando para que las aguas enriquecidas con minerales curasen su reumatismo o sus urticarias, como los letreros proclamaban en las salas exteriores donde los bañistas frotaban vigorosamente cada centímetro cuadrado de su cuerpo antes de entrar en los baños comunales. Algo que a él le parecía una evidente tontería.
Lo cierto era que el agua era relajante y que, tal vez, el calor estimulaba la circulación hasta cierto punto. Era posible que la relajación tuviese algunos efectos psicosomáticos positivos, pero ¿curar? Rycroft miró de nuevo a su alrededor y consiguió disimular un resoplido de repugnancia que distorsionaba su rostro. Eran monos. Simios malvados, pelados y amarillos, cuyos pies estaban sumergidos en el estiércol del vudú, la superstición y la irracionalidad, incluso cuando sus mentes de autómata continuamente sobrepasaban los límites de la tecnología. Él los odiaba. ¡Maldecía a aquellas ratas amarillas! Bajo el agua, Rycroft abría y cerraba los puños, relajaba los dedos y luego volvía a cerrar la mano otra vez. Pensaban que había aprendido sus costumbres y su idioma porque le gustaba su cultura y quería ser una especie de japonés honorario. ¡Locos! La arrogancia les cegaba.
Rycroft recordó que, cuando tenía cuatro años, las tropas japonesas entraron en Singapur, donde su padre trabajaba de funcionario de poca importancia en un banco británico. La casa, en la ladera de la colina, no ofrecía ninguna vía de escape excepto la carretera por donde llegó el camión de las tropas japonesas.
Acurrucados dentro de un gran baúl de mimbre, utilizado como rinconera para una lámpara, Rycroft y su hermana, sólo un año mayor que él, temblaban mientras los soldados de la sección primero golpearon a su padre hasta dejarlo semiinconsciente y, luego, se turnaron para violar en grupo a su madre, a veces tres a la vez. Rycroft recordaba haber pensado, ya entonces, que farfullaban como los monos que vivían en la selva de las cercanas colinas. Al final, después de eyacular por todas partes, uno sacó un revólver y disparó a su madre en la cara. Recordaba lo horrible que fue ver la sacudida de su cuerpo cuando la bala impactó en ella, pero que, sin embargo, no la mató y tampoco los dos disparos siguientes. Finalmente uno de ellos, mientras reía, se sacó el cinturón y la estranguló con él.
O él o su hermana debieron hacer algún ruido, porque, momentos después, los soldados abrieron la tapa del baúl de mimbre. Rycroft siempre recordaría la forma en que su padre, desnudo, bañado en su propia sangre, se zafaba de los soldados e intentaba ir en ayuda de sus hijos. Rycroft nunca olvidaría la forma rápida y bien entrenada en que el oficial japonés al mando sacó una daga de su cintura y con una limpia arremetida, abrió el vientre de su padre desde el esternón hasta el escroto. Nunca habría un horror tal que superase el hecho de ver la avalancha rosa y gris de las entrañas de su padre, derramándose de la herida al suelo. Una expresión de horror, confusión y disculpa se dibujó en el padre de Rycroft cuando sus ojos se clavaron en los de su hijo. Luego, su cabeza dio una sacudida. Sus ojos se abrieron de par en par, y se cerraron. Por más que lo intentaba, Rycroft nunca pudo recordar el sonido del disparo de rifle. Impulsado por algún instinto primario, el joven Rycroft intentó proteger a su hermana mayor, sin embargo pequeña. Siempre recordaría la risa mientras tiraban de él y lo separaban de su hermana. Cuando los soldados se llevaron a su hermana, repetían una y otra vez una frase con insistencia. Nunca la volvió a ver.
El oficial japonés tomó a Rycroft como mascota, como esclavo, como una novedad. Ellos le enseñaron a leer y hablar japonés para que pudiese hacer de criado, «como le corresponde a su estatus como miembro de las razas inferiores».
A medida que aumentaba su dominio del japonés, aprendió el significado de la frase que los soldados habían repetido mientras se llevaban a su hermana: «Carne fresca para mi pincho».
Todos esos hechos pasaron por la cabeza de Rycroft mientras estaba sentado en el arremolinado
onsen
e intentaba calmarse para el acto que seguía a continuación. Luchó para enterrar la furia, y de forma gradual borró los recuerdos de su mente. Justo a tiempo.
—Rycroft-
san
—dijo una voz detrás de él.
Rycroft giró la cabeza y vio a su director de producción, Kenji Yamamoto, caminar hacia él, con un
yufondoshi
en la cintura, zuecos de madera en los pies y un
furoshiki
que le colgaba de una mano.
Yamamoto se inclinó, y Rycroft se inclinó también, pero algo menos, como correspondía a su cargo como jefe de Yamamoto.
Rycroft se recostó mientras Yamamoto se despojaba del taparrabos y se deslizaba dentro del agua caliente.
—¡Ahhh! El momento de entrar siempre es el más intenso, ¿verdad?
—Sin duda —Rycroft esperó a que Yamamoto se hubiese instalado—. No me gusta la forma en que estás sembrando dudas sobre mí y mis métodos, Kenji.
—
Hai
—dijo Yamamoto evasivamente.
—No voy a permitir que esto continúe.
—Me duele tener que enfrentarme a la situación de esta manera —dijo Yamamoto, mientras tomaba agua, formando un cuenco con las manos, y la derramaba sobre su cabeza—. Pero yo creo que hay un fallo en el método. Además, he llevado a cabo algunos análisis de laboratorio adicionales, que, aunque aún están incompletos, indican que este lote de Ojo de fuego es posible que sea menos selectivo y se active con algo más que sólo las secuencias genéticas coreanas.
—Has desobedecido las órdenes que te di al respecto —Rycroft se esforzó para mantener su voz calmada y hablar en voz baja—. Te dije que ese problema no existe y, en tu propia estupidez, has seguido presionando. Esto ya es suficiente motivo para tu despido inmediato, lo sabes.
—
Hai
,Rycroft-
san
. Ya lo sé. He corrido ese riesgo porque creo que el actual proceso pone en peligro tanto a la población objetivo como a toda la raza japonesa.
—Eres una criatura estúpida, Kenji —soltó bruscamente—. No te corresponde a ti tomar esa decisión.
—Lo siento, pero tampoco es la suya —contrarrestó Yamamoto—. Con todos mis respetos, creo que la decisión descansa en las honorables manos de Kurata-
sama
.
—Tal vez —dijo Rycroft. Le dedicó a Yamamoto una sonrisa glacial y, luego, se dio la vuelta para recoger el
furoshiki
liso que estaba al lado del suyo. Le pasó el bulto a Yamamoto, quien lo cogió sin ganas y miró a Rycroft con una mirada interrogante.
—Adelante, apestoso japo bastardo, ábrelo. Echa una buena ojeada a tu pasado y a tu futuro.
La cara de Yamamoto no mostró ninguna evidencia de haber escuchado el comentario racista. Apoyó el fardo en un espacio seco en el borde de la piscina y hábilmente lo desató.
Aspiró profundamente por los apretados labios al ver la daga. Sus manos, no obstante, primero se dirigieron al sobre y lo abrió.
Rycroft observó la pálida cara de Yamamoto, su porte normalmente erguido se vino abajo cuando leyó primero un documento, luego el otro. Sus manos empezaron a temblar.
Finalmente, Yamamoto se dirigió a él y dijo:
—¿Qué significa esto?
—Significa que tengo pruebas irrefutables de que tu bisabuelo era coreano, Kenji. Tú tienes las copias, yo tengo la prueba.
Rycroft sintió que la cálida intoxicación de la victoria corría por su estómago y subía hasta su cabeza, como una oleada caliente y visceral.
—Lo que en realidad significa que puedo arruinarte a ti, tu familia y la familia de tu esposa. Unas pocas palabras y tu hijo será avergonzado en la Universidad de Tokio, y el único marido que podrán encontrar tus hijas será algún
burakumin
de matadero o, tal vez, algún tipo que vaya a desatascar la mierda de las alcantarillas.
Rycroft hizo una pausa, y en voz más baja añadió:
—Todo puede ser distinto si haces lo correcto.
Derrotado, Yamamoto inclinó la cabeza, abrió la boca como si fuese a decir algo y luego la cerró. Rycroft salió de la piscina mientras Yamamoto miraba el cuchillo.
Rycroft se envolvió su
yufondoshi
alrededor de la cintura, deslizó los pies en los zuecos de madera y recogió su
furoshiki
. Vio que Yamamoto lo miraba, después acercaba el cuchillo y lo sacaba de su funda.
Rycroft se alejó con tranquilidad. Al acercarse al área donde se lavaban, se dio la vuelta y vio que el agua de la piscina se teñía de rojo y que el rostro de Yamamoto se hundía bajo la superficie.
Ya fuera de su vista, Rycroft escuchó un grito. Sonrió. El dossier de Yamamoto estaría sobre la mesa del despacho de Kurata por la mañana.
Con los pies separados y apoyada para luchar contra el constante balanceo, las cabezadas y los bandazos, Lara Blackwood permanecía en la cabina de mando, tras el timón, del
Tagcat Too
, frente a popa. Hacía pequeños ajustes en una corta rejilla parecida a un telar de líneas codificadas por colores. Agrupadas allí por seguridad y conveniencia estaban todas las líneas de control necesarias para gobernar correctamente el barco sin tener que abandonar la relativa seguridad de la cabina de mando y sin necesidad de utilizar los controles eléctricos en el caso de un fallo de corriente.
Inspeccionó con cuidado la pequeña vela que tenía desplegada, sólo como pequeños pañuelos en el foque y la vela mayor, ninguna en absoluto en el palo de mesana, en la popa. Pero era más que suficiente con un viento como aquel con ráfagas de 130 km/h allí y a 280 km desde el ojo del huracán.