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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (31 page)

Sugawara se llevó uno de los termos hacia el gran termo Dewar. Lo colocó sobre la mesa de trabajo que estaba al lado y colocó el tapón en un recipiente de metal poco profundo. Después abrió el gran Dewar; se formaron nubes cuando el nitrógeno líquido del interior del Dewar condensó el vapor en el aire. De la pared, tomó un par de gafas protectoras y se las puso sobre los ojos, y deslizó las manos dentro de un par de guantes aislantes.

El nitrógeno, un gas incoloro, inodoro, no venenoso, representa más del 78% del aire que respiramos pero, en su forma líquida, puede causar la congelación instantánea. Los médicos lo suelen usar para quitar verrugas.

De la lectura de los documentos de la Unidad 731 que habían logrado ocultar con éxito a los norteamericanos, Sugawara sabía que una serie de investigadores había llevado a cabo experimentos con prisioneros para ver qué efecto tenía el nitrógeno sobre ellos.

Sumergieron las extremidades de los prisioneros dentro del líquido y descubrieron que la carne se congelaba con la dureza del acero y se quebraba como el vidrio. Por diversión, algunos de los investigadores golpeaban las extremidades congeladas para ver cómo la carne se hacía añicos. Al descongelarse, la carne parecía que hubiese sido cortada a tiras con cuchillo. Las víctimas solían desangrarse hasta morir. Los protocolos de los laboratorios requerían que no se los tratase para poder seguir el progreso del experimento hasta el final. Incluso se llevaron a cabo experimentos más horripilantes, que implicaban verter nitrógeno líquido por las gargantas de la gente y salpicarles los ojos con él. En un caso provocaba una muerte terriblemente espantosa, en el otro ceguera. Cada vez que Sugawara pensaba en aquellos experimentos secretos sentía vergüenza.

Agarró un artilugio que parecía una lata de metal con un caño para verter líquido, unido a una larga asa. Sosteniéndolo por las empuñaduras aislantes, Sugawara sumergió la lata atravesando el nimbus de vapor y la introdujo en el Dewar; escuchó cómo el nitrógeno líquido crepitaba y silbaba mientras que la temperatura ambiente de la lata provocaba que el líquido frío hirviese un instante. Luego, el cucharón se enfrió hasta la misma temperatura helada y se llenó. Sacó el humeante cucharón del Dewar y lo vació con cuidado en el termo que había sacado del armario. Al principio, el nitrógeno chisporroteó e hirvió hasta convertirse en vapor, luego cuando el interior del termo especial se enfrió, la violenta agitación se calmó y le permitió llenarlo hasta el borde. Siguió el mismo procedimiento con el tapón especial del termo. Cuando el termo y el tapón se enfriaron hasta la temperatura del nitrógeno líquido, Sugawara consultó otra vez la tablilla y fue hacia el Dewar, que estaba en un extremo, y abrió la tapa. De nuevo, las nubes provocadas por la condensación se alzaron desde la abertura. Sujetando la parte superior por un asa, Sugawara tiró hacia arriba. Una brillante rejilla metálica repleta de ampollas selladas emergió del líquido. Permaneció quieto un instante, paralizado por la visión, hilera tras hilera de muertes seguras, todas en animación suspendida, a punto de ser descongeladas, preparadas para matar.

A causa de que cada lote de Ojo de fuego estuviese programado para autodestruirse al cabo de unos tres días, cada nueva partida era congelada de inmediato para evitar que se pusiera en marcha el reloj biológico hasta que Kurata estuviese preparado.

Sugawara alargó la mano libre y tomó primero una ampolla y luego una segunda, concentrándose en sujetarlas con fuerza a pesar de los guantes aislantes. Miró los dos delgados viales, cada uno con su código de barras único y particular, y un número de serie. Dejó la rejilla en su lugar, cerró la tapa y se dirigió a los termos. Tanto éstos, como la tapa especial habían cesado de hervir, indicando que se habían enfriado por completo. Trabajando con rapidez ahora, Sugawara vació el nitrógeno líquido de nuevo dentro del Dewar, colocó las dos ampollas dentro de los termos ya congelados, sacó la tapa del recipiente con un par de tenacillas y la introdujo, asegurándola con fuerza, en la boca del termo. Cerró la tapa del Dewar, fue al armario de los termos y sacó una tapa especial, rellena de aerogel, y la enroscó en él. Sólo entonces volvió a colocar las gafas protectoras y los guantes en la pared. Por fin fue a un gran congelador y abrió la puerta. Dentro había bolsas de nailon especialmente diseñadas con la forma pertinente para los termos. Cada una tenía una gruesa capa de gel congelante, similar a las que se usan para colocar sobre las lesiones provocadas por el ejercicio, sólo que diseñadas para ser congeladas a temperaturas extremas. Desabrochó la tapa de velcro. Resonó como si alguien disparase en el silencio de la habitación. El sonido alteró a Sugawara y desencadenó en él un temblor que le empezó en la base de la columna vertebral y le subió hasta llegar a los omóplatos; se le puso el vello de punta. Con las manos temblando un poco, y en espera de escuchar las alarmas en cualquier momento, Sugawara deslizó el termo especial en su bolsa para transportarlo y volvió a cerrar el velcro. Luego se dio la vuelta y salió hacia un futuro tan incierto que no estaba seguro siquiera de llegar a la calle vivo.

Capítulo 30

Lara sacó un envase de zumo de naranja de un armario de la cocina, y clavó la cañita en él. Bebió con rapidez el contenido, sacó otro y se lo llevó al salón comedor.

Allí de pie, con las piernas separadas para mantener el equilibrio, sorbió el zumo y bajó la vista hacia la mesa cubierta con los documentos de su investigación. Estaba sorprendida de la gran cantidad de criminales de guerra, monstruos, que habían llegado a ser altos cargos de la sociedad japonesa; habían sido honrados, celebrados, venerados, algunas veces incluso por las atrocidades que habían cometido, más que a pesar de ellas. Se sentó y alzó la lista que había extraído de los renuentes datos.

Un nombre en la lista la escandalizó sobremanera. En la lista había encontrado a un hombre, un premio Nobel. Ella le había respetado como persona, respetado su trabajo, aceptado el hecho de que merecía los honores y los premios concedidos. Pero ahora estaba claro que aquel hombre había escalado sus posiciones de prominencia a través del sufrimiento de los cuerpos de gente inocente contra su voluntad. Sus patentes habían sido escritas con sangre. ¿Cuántos más como él había? La idea la hizo temblar.

Distraída, escuchó el zumbido de la estática del televisor y dirigió la mirada hacia él, colgado en lo alto de un robusto soporte de acero. Una débil imagen con el logotipo de la CNN aparecía y desaparecía en la pantalla, no se podía ver nada con claridad. Había dejado conectado el volumen para poder ver las noticias tan pronto como la recepción mejorase. El último informativo que había visto era el que decía que había sido declarada asesina, una criminal a la fuga. La inusual y pobre recepción de la señal de televisión y la conexión intermitente de su sistema por satélite, normalmente fiable, se debían sin duda a las tormentas solares que ya eran noticia por sí mismas. A pesar del orgulloso avance tecnológico, la gente aún está, en gran medida, a merced de la naturaleza, pensó.

Lara sorbió el zumo de naranja y se maravilló ante la innegable historia de un olvidado holocausto llevado a cabo por los japoneses, en el que seis millones de civiles inocentes habían muerto de un modo horrible. Un holocausto que el gobierno estadounidense había encubierto de forma voluntaria en nombre de desarrollar más y mejor armamento para la Guerra fría. Era una estrategia que se repetía de nuevo pero con más amplitud y aún de forma más espantosa que nunca.

Tras ella, Lara escuchó fragmentos de charlas que provenían de la televisión y que luchaban por abrirse paso entre la estática, mientras tomaba
The Other Nüremberg
, de Arnold C. Brackman. Ella era una lectora voraz. ¿Por qué nunca había oído hablar de ese libro? ¿Era posible que los medios de comunicación norteamericanos tuviesen tanto miedo de ofender a los japoneses que, simplemente, no escribían sobre ese tipo de libros? Dejó escapar un suspiro, lo abrió y leyó en voz alta el fragmento subrayado.

«El último juez superviviente de los juicios por crímenes de guerra japoneses en Tokio, B.V.A. Roling, de Países Bajos, expresó su opinión de que Estados Unidos debería avergonzarse por el hecho de que ocultaron información al tribunal con respecto a los experimentos biológicos de los japoneses en Manchuria, efectuados sobre prisioneros de guerra chinos y estadounidenses [… ]; supone una amarga experiencia para mí ser informado ahora que la criminalidad de guerra japonesa, ordenada desde las sedes centrales y del tipo más horrible, fue mantenida en secreto al tribunal por parte del gobierno de Estados Unidos».

—Jodidamente real —se dijo a sí misma mientras dejaba otra vez el libro en la mesa y se dirigía a la cocina. Tiró el envase del zumo de naranja a la basura, después fue hacia la proa y se quedó mirando uno de los motores diesel para ver si su alternador podría cargar las baterías y proporcionar voltaje AC para hacer funcionar

Capítulo 31

Algunos hombres de rostro serio cruzaban las calles del barrio rojo de Ámsterdam. Inspeccionaban atentamente la mercancía, pero evitaban con cuidado el contacto visual, esperando fervientemente no reconocer a nadie ni ser reconocidos.

Miraban los escaparates. Caminaban, paseaban, se detenían, observaban y merodeaban por los estrechos callejones pavimentados con adoquines marrón rojizo y las aceras, que aún brillaban húmedas por el chaparrón que había caído por la noche. Todos ellos intentaban, sin éxito, dar la impresión de que habían salido a hacer simplemente una saludable caminata y, ¡qué sorpresa!, habían ido a parar por pura casualidad al barrio de la prostitución.

Sobre sus cabezas, las nubes habían empezado a dispersarse lo suficiente para dejar que el sol del mediodía brillase a través de ellas de vez en cuando. Aquella mañana, los partes meteorológicos habían anunciado por la televisión que la tormenta proveniente de Estados Unidos se había estancado en el Mar del Norte, y se estaba dispersando. Provocaría algunos chaparrones intensos y tormentas de granizo, por lo que se avisaba a los agricultores que protegiesen sus cosechas.

Los hombres que rondaban por las calles en busca de sexo eran como sacos calientes cargados de sucia lujuria, caminaban con rigidez como si un gran tumor royese sus entrepiernas. A pesar de sus máscaras de fingida despreocupación, que no engañaban a nadie, en especial a los burdeles que los habían visto tantas veces que ya habían perdido la cuenta, para ellos era un asunto serio. Era comercio.

De vez en cuando se cruzaban con un par o un trío de jóvenes con los ojos abiertos como platos que acababan de pasar la adolescencia, y lo miraban todo con avidez, hacían muecas y murmuraban de forma afectada entre ellos. Sus miradas directas y de franco asombro iban pisando los talones, fastidiosamente, a la falsa tranquilidad de los hombres de más edad.

En la Oude Zijds Achterburgwal se producía una escena familiar.

—¡Fuera de aquí, chicos, que molestáis a los clientes! —decía una de las chicas que trabajaba allí, sonriendo afablemente.

—Tenemos dinero —decía uno de los chicos con un mohín.

—Entonces, o te lo gastas o te vas.

Ella hacía que se sintiesen como niños otra vez, inseguros, tal vez un poco asustados. Se miraron unos a otros, y una muda determinación acordada antes, probablemente mientras comían una hamburguesa con patatas sentados en un McDonald's fuera de Damrak, cruzó por sus rostros.

Uno de ellos se dirigió a ella. Ahora que la miraban realmente, empezaron a darse cuenta de que tenía la sombra de un horrible mostacho y que debía pesar quince kilos de más, lo que ayudaba a mantener sus pechos en buen estado para venderse, pero no ayudaban en nada al resto de su cuerpo. En el fondo de su mente sabían que tenía la misma edad que sus madres. Sin embargo, el chico siguió adelante, abrió la boca.

—Nosotros queríamos saber si…

—No hago tratos, ni rebajas, ni descuentos de grupo —dijo ella, sabiendo lo que iba a decirle a continuación—. ¿Queréis los tres? No hay problema. Tres veces el precio.

Los jóvenes se alejaron.

Toda la escena había sido observada a través de unos excelentes prismáticos Zeiss, colocados sobre un trípode hecho especialmente para ellos, en la habitación del tercer piso de un hotel para turistas, anónimo y barato, al otro lado de la calle y a menos de media manzana del escaparate de la prostituta.

Mientras los chicos se iban poco a poco, Sheila Gaillard dio otra larga calada a su décimo cigarrillo de la mañana y observó a través de los prismáticos cómo un hombre alto y delgado, vestido con un impermeable caqui, salía de entre un grupo de coches aparcados y se dirigía resueltamente a la ventana de la prostituta, negociaba rápidamente y se encaminaba al interior. Las cortinas se cerraron.

—Con los ojos cerrados, todas son iguales —murmuró Sheila para sí, mientras exhalaba el humo del cigarrillo por la nariz. ¿Quién se lo había dicho a ella? Se apartó de los prismáticos y se recostó en su asiento, se desperezó y dio otra calada al cigarrillo.

Sheila se encorvó hacia los prismáticos de nuevo, y los movió un poco para que cambiasen el objetivo del escaparate con cortinas de la prostituta y se detuviese en la puerta de al lado, en un grupo de casas del canal que habían sido convertidas en un hotel de tendencias gay y casa de citas. El propietario era el ex director general de la filial de GenIntron en Países Bajos, que había dimitido para seguir sus inclinaciones después de lo que Gaillard supuso que fue una fantástica erección. A partir de los expedientes que había podido reunir, el propietario era el amigo más íntimo que tenía Lara Blackwood en ese país. De los informes de los negocios e impuestos, se desprendía que Blackwood había proporcionado el capital inicial para la empresa a cambio de una modesta participación en acciones.

Gaillard movió los binoculares y los enfocó en el
sex shop
de la puerta de al lado, que resultaba un próspero negocio. Mientras miraba, una mujer bien vestida salió de allí, llevando un consolador de un metro de largo, anatómicamente correcto pero con dos extremos, bajo el brazo como si fuese una baguette. Cuando la mujer llegó a la acera, el chófer de un Mercedes salió del coche y le abrió la puerta.

Era hermosa, pensó Sheila mientras el Mercedes se alejaba. Sheila empezó a humedecerse y se dejó llevar hacia una rápida fantasía de ella con la mujer y el gran consolador. Su fantasía se desvaneció con rapidez al reconocer las enérgicas y apresuradas zancadas de un hombre que bajaba por la calle y se dirigía directamente a su hotel.

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