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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (33 page)

Precisamente en aquel momento escuchó una bocina proveniente de las cubiertas del
Abraham Lincoln
. Se habían dado cuenta de la colisión, invertirían los motores, enviarían un mensaje a las autoridades con la latitud y la longitud debidamente anotadas y se enviarían partidas de rescate. Vendrían personas cargadas de buena voluntad y después del rescate la llevarían directamente a la cárcel.

Atrapada ahora entre la muerte en el mar y el desastre al que la conducirían los que intentasen salvarla, Lara subió a cubierta en una lucha contra la tristeza que llenaba su corazón mientras se preparaba para abandonar el barco. Otra vez. Permaneció allí un momento e iluminó con la linterna la cubierta del navío, maravillándose ante la nudosa telaraña cinética del aparejo que la envolvía y se enlazaba por la cubierta como una red de serpientes de acero, retorciéndose y sujetándose a ellas con cada movimiento que hacía el barco. El agua ya entraba por el puente de mando, sumergiendo cada vez más y más la embarcación hacia el fondo.

En la distancia, escuchó que los motores del
Abraham Lincoln
se invertían, y que el mar se arremolinaba cuando las hélices golpearon el agua hacia atrás. Bajó el bote hinchable hasta las frías aguas, lanzó la bolsa de supervivencia dentro de él y luego subió. El agua ya empezaba a cubrir las partes más altas de la cubierta del
Tagcat Too
; Lara puso en marcha la lancha fuera bordo y dejó el motor al ralentí unos segundos antes de arrancar y acelerar para alejarse unos metros.

Se le llenó el corazón de horror al ver cómo la cubierta del
Tagcat Too
se sumergía, y desaparecía. Cuando el mástil se hundió elegantemente, le recordó la apacible dignidad de la torre de emisión en lo alto del World Trade Center. De nuevo volvió a sentir la profunda e infinitamente oscura pérdida que la había sobrecogido el 11 de septiembre, y se instaló tenebrosamente en su corazón con un irresistible y enervante peso que la dejó clavada, inmóvil en su asiento. Al fin, las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos mientras los instrumentos y la antena, en lo más alto del mástil, se hundieron y desaparecieron de su vista para siempre. Se quedó mirando las aguas en aquel punto un buen rato. Los tanques de diesel derramaron el líquido que salía del
Tagcat Too y
se extendió por el agua, formando arco iris oscuros que se reflejaban con las luces que brillaban en la distancia. Cuando estuvo segura de que recordaría aquella escena el resto de su vida, volvió el rostro hacia las luces del puerto de Scheveningen, encaró hacia allí el bote neumático hinchable y puso el fuera bordo a toda velocidad.

Capítulo 34

Los marineros de agua dulce creen que el mar huele a algo. Visitan un puerto o recorren la playa y opinan que el mar tiene un olor característico a pescado y yodo.

«Éste es el olor del mar» se dicen unos a otros e inspiran profundamente.

Lara Blackwood sabía que el mar no olía a nada, que los olores del litoral que asaltan los olfatos de los marineros de agua dulce no provienen del mar, sino de la simple descomposición de las algas y la vida marina, todo mezclado y vaporizado por el constante vaivén de las olas.

El mar no se puede oler pero, seguramente, sí se puede oler la tierra, pensó mientras se apoyaba en las paredes toscamente pintadas de los servicios y las duchas públicas del puerto deportivo de Scheveningen. Inspiró profundamente por la nariz, como un experto catador de vinos. En el aire del puerto captó rastros de diesel y gasolina, algas podridas bajo los embarcaderos, ráfagas de petróleo quemado en las calderas de los grandes barcos en el puerto exterior, el olor penetrante del desinfectante de los servicios, los olores suaves y redondos de las pastillas de jabón de las duchas; de los ruidosos extractores del bar cercano y del restaurante llenos de navegantes de paso y de residentes, llegaban expulsados el apestoso humo viciado del tabaco consumido y los vapores de grasa de una gran freidora.

Los sonidos de la gente, hablando en seis idiomas, pasándoselo bien un viernes por la noche, viajaban empujados por el viento a través de los muelles, cuya iluminación se derramaba extendiéndose por el agua y se arremolinaba con las suaves olas de un bote neumático que pasaba por allí.

Nadie le prestó especial atención mientras entraba navegando hacia el puerto, ni tampoco cuando se dirigió al gran Woorhaven, dentro del Eerste Binnenhaven, el primer puerto interior donde los grandes barcos estaban fondeados y a través del estrecho canal, en el Tweede Binnenhaven, donde estaban las pequeñas embarcaciones del puerto marítimo. Todo tipo de pequeñas embarcaciones, desde las hinchables como la suya, a los barcos más grandes de los prácticos y los navíos de trabajo, surcaban sus aguas a todas horas. No había aduana ni control de pasaportes porque la gente no llega de países extranjeros en botes neumáticos. El suyo había sido sólo uno entre muchos de los que estaban amarrados en los muelles de invitados cerca del bar y el restaurante del puerto deportivo.

Lara dejó escapar un profundo suspiro y cerró los ojos un momento mientras batallaba contra la fatiga que retumbaba en ella, como una avalancha que se oía en la distancia. La amenaza inmediata había desaparecido, los vestigios de la última anfetamina también. Sólo quedaba encontrar un lugar seguro donde dormir, descansar, reponer fuerzas.

Abrió los ojos y bajó la vista hacia la bolsa de supervivencia: era todo lo que le quedaba de su vida anterior. En aquel instante, Lara sintió una gran tristeza que se le clavó en el corazón como si lo atravesasen con huesos rotos. El
Tagcat Too
descansaba ahora en el fondo del Mar del Norte junto con los premios, las medallas Olímpicas y las fotos de su padre. Todo lo que podía recordarle su pasado lo guardaba a bordo del
Tagcat Too
, y ahora estaba en lo más profundo del mar, enterrado bajo las olas.

Escuchó el sonido de un chasquido metálico y se dio la vuelta justo a tiempo de ver que se abría la puerta de los servicios y las duchas de mujeres. Por un momento, la mujer quedó iluminada a contraluz por los fluorescentes del interior, luego la puerta se cerró. Lara recogió su bolsa y entró. Se duchó, disfrutando del agua caliente, se quitó de encima el humo, el sudor y la mugre. Mientras dejaba que el agua cayese sobre los músculos de sus hombros, su mente empezó a pensar de nuevo en cuáles eran los siguientes pasos que debía dar. Tenía que evitar que Kurata matase de nuevo, pero ¿cómo? ¿Y cómo sobreviviría lo suficiente para responder a esa pregunta? Ismail estaba muerto. Y también lo estaba Peter Durant y los doctores de Tokio. Lo más seguro era que Kurata rastreara sus pasos. En algún momento se daría cuenta de que estaba viva y saldría a cazarla. Sabía que era vital cambiar de aspecto antes de que nadie la viese.

En alguna parte había leído que la mayoría de veces que alguien intentaba disfrazarse con bigotes postizos, pelucas y maquillajes extremos, no se conseguía engañar a nadie porque se veía el engaño. Recordó haber leído que el objetivo debía ser la alteración y no el disfraz; que tenía que hacerse con ropas y productos que la gente llevaba y usaba de forma cotidiana.

Hizo un esfuerzo por recordar las numerosas descripciones que habían hecho de ella y aparecido en los periódicos, las revistas y la televisión. A medida que las recordaba, se dio cuenta de que la definían en términos de su fuerza, altura, ojos y pechos.

Salió de la ducha y se pasó los dedos por el pelo húmedo mientras se miraba al espejo. Al menos en los Países Bajos su altura no sobresaldría y su fuerza no era algo que se pudiese ver si estaba vestida. Y sin pendientes. Los periodistas habían escrito reportajes sobre su colección. Kurata seguramente lo sabía y también las personas que la buscasen.

Lara se miró con más atención en el espejo, luego se puso manos a la obra. Cuando salió del servicio, no quedaba ni rastro de sus pechos; había sacado una banda elástica del botiquín y se los había vendado bien aplastados. Se cortó el pelo muy corto y lo escondió por completo bajo una gorra Nike de béisbol; incluso en un lugar bien iluminado, podría seguir con la gorra puesta y la visera baja para ocultar sus increíbles ojos. Vestía una sudadera azul marino oscuro lisa sobre unos Levi's gastados y llevaba puestas unas botas de agua.

Cuando salió afuera metió su impermeable en un cubo de basura. Estaba marcado con su nombre y con el del
Tagcat Too
. Seguro que pronto lo descubrirían, pero era mejor que nadie se fijase que lo llevaba puesto. A continuación dejó la bolsa en la agostada lancha y se alejó del muelle de invitados, bien iluminado, hacia las más profundas sombras, donde sacó el bidón de fuel y lo colocó sobre el
riprap
de hormigón. Ahora era una embarcación de flotación casi vacía. Sacó entonces una navaja suiza de su bolsillo y la clavó en los cuatro compartimentos hinchables de aire y vio cómo la robusta y pequeña embarcación se hundía junto con el más seguro fuera bordo que había tenido. Al fin recogió la lata anónima de combustible y la bolsa y se dirigió por el sendero de piedra hacia una acera donde dejó la lata.

Hacía años que no visitaba el puerto, pero recordaba que había una línea de autobús justo al salir del puerto deportivo que la llevaría a La Haya, y a la estación central de ferrocarril. Desde allí, podría coger el tren a Ámsterdam.

Capítulo 35

La estación central de Ámsterdam olía a cemento húmedo y a ozono cuando Lara Blackwood entró en el andén, pasada la media noche, el sábado por la madrugada. Permaneció allí un momento mientras un grupo de adolescentes pasaba por su lado, charlando en voz alta con los sonoros sonidos guturales del neerlandés.

Dos carriles más allá, un tren con destino a París y Roma se alejaba con lentitud, dejando tras de sí una lluvia de chispas cuando sus tres motores alzaron sus brazos pantógrafos e hicieron contacto con los cables de alta tensión que pasaban encima de él.

Lara tosió y miró a su alrededor; una ráfaga de viento húmedo que transportaba motas de llovizna entraba por el extremo abierto de la inmensa cúpula semicilíndrica, y depositaba el polvo en el andén con suavidad. Del restaurante se escapaba el aroma de café; un hombre salió del servicio público, aún subiéndose la cremallera del pantalón. Lara intentó contener el escalofrío que recorrió su helada espina dorsal, mientras se colgaba la bolsa al hombro y continuaba caminando; pasó junto a los carritos con los radios de las ruedas de metal y bajó un corto tramo de escaleras hacia el túnel de pasajeros que estaba debajo y daba acceso a todas las vías.

A medida que subía la ligera pendiente que llevaba al área de la terminal principal, cada vez había más gente. Ya había estado en la Estación Central de Ámsterdam muchas otras veces, y la atravesaba con tanta seguridad como un nativo, mezclándose entre la multitud.

La aglomeración disminuyó cuando entró en el vestíbulo principal de la estación; al frente, las luces de Damrak brillaban a través de las puertas principales. Cuando pasó por el quiosco de periódicos que estaba delante de la entrada, algo muy familiar captó su atención: su propio rostro.

—¡Oh! —dijo en voz baja para sí, y se detuvo.

Algo parecido a pasos helados recorrió su esternón cuando vio una antigua foto publicitaria suya en la portada del
Het Parool
. Debajo había una foto del
Tagcat Too
. Leer neerlandés nunca había sido su fuerte, pero pudo descifrar lo suficiente para entender que hablaba de su presunta muerte y de algo igualmente preocupante, que era sospechosa de tramar un complot para vender armas biológicas secretas a países terroristas. El trato se había ido al traste, según el artículo, y había asesinado a Peter Durant. A ella le resultaba increíble, pero después del período subsiguiente a tanto robo y mentiras entre iconos de empresas estadounidenses y de las tramas retorcidas y diabólicas de terroristas y otros lunáticos, supuso que el público ahora estaría dispuesto a aceptar incluso las más absurdas situaciones como verdades, simplemente porque lo increíble ya había pasado demasiadas veces.

Los fríos pasos en su corazón se movieron más lentamente ahora, aplastando un vacío terror en su vientre. Lara miró la caseta de la cajera donde una joven de piel oscura, de Indonesia tal vez, estaba concentrada en una pequeña pantalla de televisión, mirando un vídeo musical. Sus labios se movían silenciosamente, sin pronunciar palabras. Sin llamar la atención de la vendedora, Lara se dirigió tranquilamente hacia las puertas principales de la estación. En el exterior, una fina bruma se arremolinó a su alrededor bajo las luces anaranjadas de las calles mientras atravesaba la Stationsplein, cruzaba el ancho puente sobre el canal Haven y se dirigía a los semáforos en la Prins Hendrikkade.

El semáforo cambió y continuó hacia el lado este del Damrak; dejó atrás un stand de información turística que estaba cerrado de noche y un reloj sobre una falange de botes para turistas, con la parte superior de cristal, que se mecían suavemente entre la oscuridad de la madrugada. A su derecha pasó traqueteando un tranvía con la barra colectora de alimentación chispeando por los cables que colgaban por encima. A la altura del edificio de la Bolsa, giró a la izquierda y se alejó de la calle brillantemente iluminada que una señal junto a un alto edificio de ladrillo identificaba como el Damrak. Enfrente vio un oscuro laberinto de estrechos callejones pobremente iluminados por las luces destellantes de las tiendas de artículos porno.

Lara avanzó por la Oude Brugsteeg, dejó atrás tiendas con brillantes luces multicolores y escaparates llenos de grandes penes de plástico, todo tipo de accesorios y fotografías morbosas que mostraban gráficamente y a todo color más posturas ginecológica y urológicamente correctas que el
Kama Sutra
. Llegó a la Warmoesstraat donde la Oude Brugsteed torcía a la izquierda y se convertía en Lange Niezel. Sus pasos resonaron con fuerza en el estrecho callejón rodeado de ásperas paredes de ladrillo. Cruzó la Oudezijds Voorburgwal y, finalmente, llegó a la Oudezijds Acherburgwal donde giró a la derecha, dejando atrás la marquesina de un pequeño cine gay que proyectaba
Teddy's Rough Riders
y
The Crisco Kid. A
menos de media manzana llegó a una alta pared de ladrillo sin ventanas, pintada de blanco, y que destacaba entre las paredes que había a cada lado. Una sencilla puerta de color negro estaba en medio de la pared pintada de blanco, flanqueada por dos lámparas de gas con el cristal y la estructura estilo
carriage
, pasado de moda. La lente rodeada de latón de una mirilla apuntaba al exterior, a la altura de los ojos de Lara; se podía ver luz tras ella. A la derecha había una placa de latón pulido del tamaño de una tarjeta en el marco de la puerta, justo encima de un timbre iluminado. La placa de latón anunciaba así la entrada a Casa Blanca. Lara alzó la vista y entrecerró los ojos para ver los vagos contornos de algo que pudiese ser el trampantojo de una gran casa.

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