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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (37 page)

—La cuestión de todo esto —dijo VanDeventer con calma— es que, al margen de las manifestaciones japonesas, la civilización es inestable y las naciones, raras veces, hacen nada por razones morales. La paz aún se mantiene mediante el equilibrio armamentístico.

Aunque este armamento sea actualmente económico o cuente con alguna otra fuerza que pueda destruir sin destruir —añadió Noord.

—Guerras privadas —dijo Lara.

—Es el futuro. Los mejores ataques son los que el objetivo no puede detectar, las mejores batallas son las que los combatientes no saben que se están produciendo, y las mejores victorias son las que el derrotado no se da cuenta de que ha sufrido una derrota —opinó DeGroot.

—Éstas son las guerras del futuro. En la actualidad, aún se libran escaramuzas abiertamente. Tenemos ya una docena de Pearl Harbor, y la opinión pública ignora la mayoría de ellos y sólo ve los daños colaterales, fallos en el control aéreo, apagones, nuevos virus y bacterias resistentes a los antibióticos, choques de aviones, hundimientos de barcos, millones de dólares hackeados en sistemas bancarios, fallos en las más importantes conexiones telefónicas, mal funcionamiento de satélites. La opinión pública no tiene ni idea, ni idea en absoluto —afirmó Falk.

—La gente cree que sabe qué está pasando, que con el exceso de información que existe hoy cree sentir, de alguna manera, saber todo lo que ocurre —interpuso VanDeventer.

—Ingenuos —comentó Noord—. Suceden demasiadas cosas, probablemente, las más importantes que configuran nuestras vidas, lo que no se ve, lo que no se graba, lo que no se escribe en los libros.

—La opinión pública no tiene ni idea —repitió VanDeventer.

—No estoy de acuerdo —comentó DeGroot, que había permanecido en silencio mientras daba buena cuenta del curry, que se había enfriado—. Hay una pista, pero, por desgracia, la primera pista a menudo es la muerte.

Las luces de aterrizaje del aeropuerto de Valkenburg se acercaban cada vez más. Sentada directamente detrás del copiloto del helicóptero de la empresa Daiwa Ichiban, Sheila Gaillard miraba hacia la oscuridad y observaba el pequeño aeropuerto al este de Leiden, que ya estaba a la vista.

A su lado estaba sentado el jefe de las fuerzas policiales de Ámsterdam. Dos oficiales de paisano iban en el asiento de atrás.

En silencio fumaba un cigarrillo tras otro, cuyo humo se añadía al smog que se almacenaba en la cabina como capas de roca sedimentaria. Jodidos diplomáticos mojigatos. Ella sabía que el rastro de Blackwood conducía a la casa de DeGroot o que lo haría. No podía probarlo pero lo sabía en sus entrañas. Después de la reunión que habían mantenido en el hotel Casa Blanca, había localizado al tímido agente Van Dyke y había conseguido una foto de Internet de Jan DeGroot.

—Sí —dijo el agente a su pesar—. Podría ser el hombre que vi. Pero estaba muy oscuro y todos se parecen.

Sin embargo, los altos cargos del departamento de policía rechazaron dar a tan pobre evidencia el respeto que Sheila creía que merecía.

—No, decididamente no pensamos autorizar ninguna intrusión en el domicilio de un ciudadano neerlandés, basándonos en la información que usted tiene —. Habían sido categóricos.

—Blackwood es una mujer peligrosa. La vida del señor DeGroot podría estar en peligro —argumentó Sheila. Pero ellos no cambiaron de opinión.

—Usted no pondrá un pie en su propiedad —le dijeron bruscamente—. Nosotros haremos que uno de nuestros agentes hable con él, cuando exista la certeza de que haya pruebas de…, algún peligro.

Sheila aspiró el cigarrillo, quemando más de un centímetro de una sola calada; sacudió la ceniza en el suelo del helicóptero entre las colillas que ya había tirado antes, y maldijo a los neerlandeses y, a falta de una diana mejor, al adulador sobrino de Kurata, Akira Sugawara.

Se había puesto en contacto con Sugawara y le pidió que hiciese que Kurata intercediese con los neerlandeses. La respuesta de Kurata fue que ella tenía que hacer como si cooperase con ellos.

El suelo se acercó a toda velocidad hacia ellos cuando el piloto del helicóptero utilizó una emergencia policíaca para obtener prioridad y conseguir un espacio para aterrizar. Al acercarse a la pista de aterrizaje designada, Sheila vio un coche de policía de Leiden y otro sin ningún distintivo detrás.

Un jodido desfile, pensó. Lo que necesitamos es un gran y jodido desfile con sirenas y tal vez la carroza de Macy con Goofy o algo así. Al final, aquello distraería la atención de su propio equipo de vigilancia, que debería estar ya discretamente en el lugar. Pero la visita de la policía pondría en sobre aviso a DeGroot y sería otra oportunidad frustrada más.

Mierda, pensó mientras tiraba al suelo enmoquetado del helicóptero otra colilla. Una jodida mierda.

—La cuestión —dijo DeGroot mientras salía de la cocina, se dirigía al abarrotado salón y se instalaba en un sillón orejero— es cómo detener esa terrible cosa y cómo podemos evitar que suceda de nuevo.

—El
Shinrai
tiene seguidores, gente por todo el mundo, también en Japón; sin embargo, movilizarlos lleva tiempo —explicó Falk.

El teléfono sonó. DeGroot alzó el auricular.

—¿Diga?

Frunció el ceño un momento y luego colgó.

—Al parecer tenemos un amigo y una emergencia —habló pausadamente.

Los rostros se volvieron expectantes hacia él.

—El que ha llamado se ha identificado como
maruta
y dice que es miembro de la organización de Kurata.

Un ahogado grito colectivo llenó su breve pausa.

—Dice que un pequeño contingente de policía está en camino hacia aquí en este mismo instante.

—¿Y usted le cree? —dijo Lara.

—No vamos a sacar nada de no creerle, al menos por el momento.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Lara.

—Nosotros, es decir, mis amigos y yo, no haremos nada —dijo DeGroot—, de otro modo, pondríamos en peligro a nuestro nuevo amigo, si es que es un amigo.

—Pero…; —Lara quiso hablar.

—Esperará en el armario judío.

—¿El qué?

—¿Recuerda el
Diario
, de Ana Frank? Ella asintió con la cabeza.

—El título en neerlandés era
Het Achterhuis
. En holandés
achterhuis
significa, literalmente, «detrás de la casa», y se refiere a los escondites que muchos prepararon para esconder a sus amigos judíos de los nazis. Se levantó.

—Venga, se lo enseñaré.

Lara le siguió a una habitación trasera y observó cómo separaba los colgadores e insertaba la punta de un pequeño destornillador en un hueco que parecía como si fuese para la punta de un clavo. Una de las tablas de la pared del armario se aflojó con un chasquido.

—¿La palabra
maruta
significa algo? —preguntó Lara.

—Literalmente es el término japonés para «leño». —repuso DeGroot mientras quitaba la tabla y pasaba por un espacio que había detrás—. Pero, en realidad, tiene mucho más significado. Mucho más.

Se escuchó un chasquido mecánico y una parte de la pared trasera se movió hacia adentro, revelando un espacio oscuro y estrecho.

—Cuando los japoneses querían usar a alguien como conejillo de indias, el médico se refería a éste como
maruta
: «leño».

Hizo un gesto a Lara para que entrase en el escondite.

—Ishii y sus hombres requisaban
maruta
junto con papel higiénico y papel para escribir —explicó DeGroot—. Cuando tenían demasiadas existencias, los masacraban para no gastar comida y espacio —continuó DeGroot, mientras Lara se encaramaba al escondite.

—Hay muchas cosas que, por más que uno lo intente, nunca olvida —explicó DeGroot.

—Una de ellas…, una de ellas es una película de una entrevista a los técnicos de la Unidad 731, hecha por los oficiales de inteligencia en Tokio.

Lara se apretujó en un lado del espacio del tamaño de un ataúd doble que permitía que la puerta se balancease de nuevo hasta la posición de cerrado.

—Cuando el entrevistador le preguntó cómo podía llevar a cabo experimentos con seres humanos, él le respondió, y recuerdo su respuesta palabra por palabra: «Algunas veces no había anestesia. Gritaban y gritaban. Nosotros no considerábamos a los
maruta
seres humanos. Ellos eran solamente pedazos de carne en la tabla del carnicero».

Lara se estremeció.

—Deshumanizar a los demás es el primer paso necesario para la crueldad y los crímenes de guerra —afirmó DeGroot mientras cerraba la puerta y la oscuridad se cernía sobre Lara. A continuación oyó que el anciano volvía a cerrar la puerta del armario judío.

Sugawara permanecía al lado de la cabina telefónica e intentaba mantener quietas las rodillas. Su corazón se aligeró porque sentía que lo que acababa de hacer era lo correcto. Tenía el estómago revuelto a causa del pesado y oscuro terror por lo que podría suceder a continuación. Los informes de Gaillard eran confidenciales y estaban restringidos a él y Kurata. Sus acciones podían ser rastreadas. Lo sabía de sobras, pero también sabía que tenía que seguir el nuevo camino que había elegido, porque era un camino sin vuelta atrás. Había quemado todos los puentes posibles para regresar al pasado y no podía hacer nada más. Al fin se dio la vuelta y se dirigió a las puertas de salida de la KLM.

Capítulo 39

El tiempo de la fugitiva pasó a toda velocidad, como si hubiese saltado la película del carrete y rodase a cámara rápida fuera de ángulo; en algunos momentos dando trompicones en línea recta, en otros corriendo irregularmente hacia otro ángulo, con la luz del proyector que se quemaba en la pantalla en forma de pastel.

Lara intentó organizar los fragmentos hechos añicos de todos los acontecimientos que tenía en la mente, y ordenarlos en un único pensamiento coherente. Estuvo en el armario judío, luego escuchó las voces apagadas de VanDeventer y Noord, despidiéndose. Pasos apresurados, golpecitos en la puerta del armario judío, luces brillantes y DeGroot, conminándola con desesperación a no decir ni una palabra. Le alargó una pizarra de plástico de las que usan los niños, en las que se puede escribir con un rotulador y luego borrarlas, frotando el plástico. Escrito en ambas pizarras había lo que debía hacer: «No digas nada. Sígueme rápidamente. Usa esto para comunicarte hasta que te digamos lo contrario. ¡Corre!

Siguió a DeGroot por el pasadizo, en cuyo final esperaban Falk y su guardaespaldas junto a una puerta abierta.

—Siempre es un placer ver a viejos amigos, ¿no es así general? —dijo DeGroot familiarmente.

—Ah, sí, cierto, pero parece que cada año son menos veces —replicó Falk. A pesar de su tono frívolo, el rostro de Falk era una tensa telaraña de arrugas y cartílagos, sus agudos ojos estaban alerta. Apartó la vista y miró a través de la puerta, luego les hizo gestos para que se movieran más rápido.

—Lo siento, es una consecuencia de vivir tanto —dijo DeGroot sin énfasis.

Para las posibles escuchas, pensó Lara. Poco antes, DeGroot le había dicho que la casa era registrada por expertos de forma regular, en busca de micrófonos y aparatos, incluso lo habían hecho pocas horas antes en previsión de su llegada. Tal vez pensaban que alguien podía apuntar micrófonos direccionales o de láser, de los que se enfocan a las ventanas.

Traspasaron la puerta.

Lara bajó dos escalones que la llevaron a un garaje espacioso, cerrado, de estilo estadounidense, lo bastante grande como para albergar un lujoso taller que parecía el mostrador de herramientas de una tienda; un viejo y abollado Citroën, que dejaba ver el óxido de la carrocería a través de la pintura gris, y un flamante coche nuevo, un Chevrolet Suburban negro, con las ventanas tintadas, descansando como un gran tanque de batalla, tan grande y oscuro que parecía absorber la luz del resto de la habitación.

Los guardaespaldas de Falk estaban en posición de firmes alrededor del enorme Suburban. Lara se dirigió directamente a la puerta trasera del todoterreno, que estaba abierta. DeGroot la retuvo por el brazo; con un susurro, le señaló que se dirigiese al Citroën. Ella dudó y frunció el ceño, pero DeGroot apretó su brazo con más fuerza. A regañadientes, dejó que la guiasen al Citroën, un modelo sedán grande, con forma de escarabajo aerodinámico. DeGroot abrió la puerta trasera y Lara entró. Uno de los hombres armados de Falk iba al volante. DeGroot se detuvo un momento, limpió su pizarra y empezó a escribir un mensaje, arrugando la cara, obviamente molesto por el retraso.

Dio la vuelta a la pizarra y se la enseñó a Lara: «Al suelo. Échate. Quédate así hasta que yo te lo diga. Muy importante. Vida o muerte».

Lara asintió al subir, sorprendida de lo espacioso que era el interior del vehículo. Había asientos plegables unidos a la parte trasera de los asientos delanteros, como si el Citroën hubiese sido en otro tiempo un taxi o una limusina. Entonces se fijó en las ventanillas ahumadas de la parte de atrás y decidió que había sido una limusina, hacía unos veinte años tal vez. Un gran trozo de tapicería casera nueva cubría el suelo. Lara se echó sobre ella. DeGroot la cubrió con una tela negra que parecía muselina.

Casi al mismo tiempo que la puerta de atrás se cerraba, los motores de ambos vehículos se pusieron en marcha. Lara escuchó el chirrido de las puertas del garaje al abrirse. A continuación se pusieron en movimiento. Después se detuvieron, giraron, y avanzaron de nuevo con un balanceo. El Citroën vibraba acompasadamente con el profundo rugido del potente motor, obviamente nuevo y con un buen mantenimiento. El coche aceleró con rapidez y, sin esfuerzo, tomó los baches y las curvas como un coche de carreras.

Una radio chasqueó en la parte delantera, sin palabras, sólo se escuchaban una serie de chasquidos como si alguien en la distancia simplemente golpease la tecla de transmisión pero sin decir nada. Más giros, más chasquidos, un stop y luego el motor aceleró; los regulares sonidos de las juntas de dilatación y las altas revoluciones del vehículo le hicieron sospechar a Lara que se encontraban en una autopista.

—Ahora puede sentarse. El tono alto de la voz de DeGroot parecía bíblico cuando rompió el silencio.

Lara rodó sobre su espalda y se sentó. Se arrellanó en el asiento, miró hacia delante a través del parabrisas y vio que, por supuesto, estaban en una autopista. Lara vio un cartel, E10, pasar a toda velocidad.

—¿Qué sucede? —preguntó.

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