Buscó entre las ropas que Victor le había comprado y encontró una camiseta lisa; se la puso y también unos pantalones de hombre largos, de nailon. La chaqueta le sentaba bien, pero tuvo que tirar de los cordones de la cintura del pantalón varias veces para que no le cayesen al suelo.
Cuando bajó la cremallera de la tienda y salió, vio a John LaPorta y Satoshi Kakudate haciendo pequeños ajustes a una hilera de inmensos condensadores de descarga de pulso. Tenían a su lado un generador Honda. Obviamente estaban probando los circuitos de carga para los condensadores.
—¿Dónde está Akira?
—¡Oh, tío, esto no va a funcionar!
Lara siguió el origen de la queja y encontró a Charles Brooks y Victor Xue en una esquina, con la vista puesta en una mesa provisoria, que consistía en una hoja de contrachapado sobre cuatro bidones de aceite.
—¿Dónde está Akira?
Se puso sus viejas zapatillas de deporte y se acercó a Brooks y Xue, que miraban un mapa topográfico y fotos aéreas.
—Buenos días, señorita Blackwood —dijo Brooks secamente.
Luego se dirigió hacia una hilera de idénticas camionetas de reparto blancas, que estaban en la parte más alejada del almacén, y gritó:
—¡Akira!
«¿De dónde habrán salido todas esas camionetas?», se preguntó Lara.
Sin duda, una muestra más de los recursos de Victor Xue. Se fijó en las dobles ruedas traseras de las camionetas, que le indicaron que estaban diseñados para transportar cargas pesadas. Pensó que se parecían un poco, en una versión más pequeña, a las camionetas de UPS.
—¡Eh! ¡Sugawara! —gritó Brooks de nuevo.
Akira salió un momento de detrás de una de las camionetas. El corazón de Lara se iluminó.
—¡Ven!
—¡Ahora no puedo! ¡Voy en un minuto! —gritó. Brooks se encogió de hombros.
—Mira esto —Brooks señaló una de las fotos aéreas. Lara y Xue se inclinaron hacia delante—. Tenemos un gran problema para soltar nuestros artilugios —y golpeó con su dedo índice el mapa topográfico.
—Mirad —hay una inmensa herradura de arrozales que rodean el complejo. Y aquí…; —recorrió con sus dedos la forma de «U» sobre el mapa topográfico—, las líneas del contorno casi todas se unen por aquí; y esto es un precipicio en vertical para el que necesitaríamos un aparato técnico para escalar las rocas y una vez hecho, estaríamos hundidos hasta las caderas en los campos de arroz, barro y agua.
Todos se inclinaron y estudiaron el mapa, luego las fotos.
—Está bien, miren aquí —dijo Brooks, moviendo su dedo por una de las fotos aéreas—. ¿Ven esta franja de barro que recorre el suelo del valle, aquí? —señaló con el dedo—. Ahora el vallado aparece directamente en el borde de la boca del valle, y este inmenso precipicio que parece de unos sesenta metros. Ahora, aquí en el mapa topográfico —subrayó un arco que abarcaba la herradura de arrozales y el empinado precipicio que seguía en el nivel superior de los campos—, como pueden ver, tenemos que arrastrarlo todo directamente entre los arrozales para llegar a más de un kilómetro y medio. Esto significa que tendremos que arriarlo todo con cuerdas para bajar esos precipicios, y después arrastrarlo por el fango.
—Las cosas aún parecen más desalentadoras para el plan B: detenerlo con un asalto si la bomba-e falla.
Le siguieron hacia el contenedor de carga en la parte exterior del almacén. Se acercó a él, tiró de la puerta abierta y entró. Brooks salió un momento después con un ancho tubo en una mano y una extraña arma montada en un trípode en la otra.
—Está bien —dijo, bajando el trípode—. Esto es un lanzador de granadas de 30 mm AGS-17 Plamya. La ingeniosa arma dispara de cincuenta a cien granadas en un minuto. Con un alcance efectivo de casi un kilómetro.
Puso el tubo en un extremo y lo abrió.
—Y aquí tenemos un misil tierra-aire SA-7 Grail, un modelo antiguo sin sensores infrarrojos de calor, dudoso ante el chorro de calor del tubo de escape de un reactor pero que seguro que es imposible que pueda fijar un objetivo en un avión de hélices.
Brooks miró a Xue un momento.
—No quiero culparle o desacreditar lo que ha preparado con tan poco tiempo. Muy poco tiempo. Sin embargo, lo mejor es lo que tenemos aquí —señaló con el dedo el contenedor—, es un mortero de 82 mm. El alcance es de tres kilómetros o más, si lo ponemos en lo alto de esta cresta —golpeó con el índice una carretera sinuosa que transcurría paralela al valle—. El problema es que sólo tenemos una docena de balas de munición de mortero y todas ellas son de humo y no de HE.
Xue dejó escapar un profundo suspiro y miró al techo, como si esperase inspiración o intervención divina.
Brooks continuó.
—Por lo que respecta a la intervención física nos deja con: «A», infiltrarnos secretamente en las instalaciones y sabotear el avión; «B», permanecer en la base de este gran terraplén al final de la pista de aterrizaje e intentar darle por casualidad a los aviones cuando despeguen; y «C», fletar un helicóptero rápido, algo así como un Bell Jet Ranger o un Huey y volar lo más rápido y bajo posible, utilizando los M-16 para hacer trizas la avioneta.
Alzó las cejas y miró a Lara y Xue. Luego alzó su dedo.
—Lo primero es un suicido, dada la reputación paranoide de la comuna; lo segundo es una paja existencial y lo más probable es que perforásemos un tanque del vector Ojo de fuego y se derramase de allí hasta Tokio y regresase.
—Y aquí hay una ciudad —Lara señaló el mapa—. Un golpe podría hacer que la avioneta se estrellase aquí y propagase el vector. Pero cualquiera de las intervenciones físicas es simplemente demasiado peligrosa. A menos que podamos destruir el avión antes de que carguen el vector Ojo de fuego, lo extenderemos por todo el campo.
—Es mejor que se propague en un terreno apenas poblado que sobre Tokio —sugirió Xue.
—Tal vez —repuso Lara—, por otra parte, su secuencia de interrupción podría fallar y esa materia liberada podría ser más duradera y, finalmente, extenderse por todas partes.
La pausa resultante estuvo plagada de miradas de complicidad.
—Entonces no nos queda más remedio que hacer que el generador EMP funcione, es la única esperanza que tenemos —dijo Xue.
Sugawara saltó del camión y se acercó corriendo, con una expresión animada.
—¿Qué sucede? —preguntó Brooks.
—¿Qué queréis primero, las buenas o las malas noticias? —dijo Sugawara.
Lara alzó las cejas.
—¿Qué tal si primero las malas? —dijo Brooks.
—Muy bien. Por supuesto —contestó deprisa. Luego inspiró profundamente para intentar serenarse—. Muy bien, de acuerdo —inspiró de nuevo—. He estado navegando en la red, investigando en los archivos de Daiwa Ichiban…, dentro y fuera. He estado viendo una web de emisiones de la televisión estatal NHK, que ahora informa que Kurata ha organizado una exhibición aérea de escritura en el aire en honor a Yamamoto, el tipo que se suicidó en los baños de la compañía.
—¿Y? —preguntó Lara.
—Pretenden hacerlo mañana al mediodía —dijo Sugawara—. El locutor ha dicho que el viento solar, las geotormentas, están amainando.
—¿Y cuáles son las buenas noticias? —preguntó Lara.
—Vienen en dos partes —Sugawara insinuó una breve sonrisa—. En primer lugar, que Yamamoto era primo de Kurata. Lo sé porque la mayoría de la familia lo sabe. A mi tío le gusta contratar a la familia. Pensó que haría de ellos personas más dignas de confianza —calló un momento—. No le funcionó en todos los casos —sonrió—, como en el mío.
—Está bien —Brooks cortó impaciente—. Kurata puso a su primo al cuidado de la producción del Ojo de fuego. Ve al grano.
—Bueno, la cuestión es —continuó Sugawara— que he hackeado los archivos de Rycroft esta mañana. Había algo sospechoso en él y en la forma en que Yamamoto me explicaba cómo Rycroft le había hecho cambiar los procesos de producción. Después Yamamoto se suicidó y ahora nosotros descubrimos que el Ojo de fuego es algo que no está en absoluto orientado étnicamente.
—Está bien, está bien —le urgió Brooks—. ¿Y cuál es el desenlace de esto?
Sugawara sonrió.
—Me he enterado por los archivos de Rycroft de que la bisabuela de Yamamoto era en realidad coreana.
Sugawara miró uno a uno los rostros de todos mientras la trascendencia de esta noticia se dibujaba en cada mirada.
—No sólo eso, sino que, también, creo, a partir de la información que he sacado de los archivos, que Rycroft usó el conocimiento de ese detalle para obligar a Yamamoto a cometer
seppuku
.
El silencio causado por la sorpresa dejó oír la febril actividad que provenía del extremo opuesto del almacén. Más allá de las paredes de metal se escuchaban las sirenas del tráfico naval y las vibraciones de los motores gigantes.
—¡Oh, guaau! Si esto sale a la luz, tu tío Kurata estará acabado ante sus compinches de pureza racial —dijo Lara en voz baja.
Sugawara sonrió ampliamente y asintió.
—Por esta razón me he bajado todos los archivos de Rycroft, los he convertido a formato fax y los he enviado de forma anónima a la redacción del
Asahi Shimbun
.
—Esta noche estará acabado —comentó Lara.
Xue negó con la cabeza.
—Pensarán que esos documentos están amañados, que es un intento político para destruir a Kurata. Tardarán varios días en hacer todas las comprobaciones.
Sugawara asintió.
—Lo enviaré a muchos más periódicos y a las agencias de noticias norteamericanas, chinas y coreanas, pero tardará tiempo en surtir efecto.
—¡Pero vaya efecto! —dijo Lara.
—Muy bien. Esto es fantástico, pero tenemos que ponernos manos a la obra, tenemos mucho que hacer —dijo Brooks—. Vamos a envolver todos los dispositivos en Kevlar y colocarlos en los soportes, de manera que podamos llevarlos con carretillas elevadoras hasta las camionetas.
Las hélices peinaban la hierba circundante al perímetro del área de parada de los aviones, y removieron una débil nube de polvo cuando el aeroplano de un solo motor se colocó en posición tras sus naves hermanas, siguiendo las señales manuales de un hombre que llevaba un peto amarillo. Éste cruzó los brazos y el piloto apagó el motor, y salió de la cabina de mando; caminó hacia el resto de pilotos que se había reunido en el borde de la zona de parada.
—El surfactante especial ha sido añadido a los materiales que llevaban para escribir en el aire —empezó a explicar el jefe de ala—. Mantendrá los materiales del interior del tanque intactos, aunque las cosas se retrasen un día o más.
»El avión se quedará aquí preparado —continuó—. Estaremos a punto para volar en cualquier momento, a partir de mañana al amanecer. Si las perturbaciones geomagnéticas hacen una pausa, llevaremos a cabo esa ceremonia conmemorativa temprano.
Hizo una pausa y luego gritó:
—¡Por Kurata!
Todos a una como un solo hombre, los pilotos respondieron:
—¡Por Kurata!
—¡El defensor de Yamato! —gritó el jefe de ala.
—¡El defensor de Yamato! —respondieron los pilotos.
Usted debería comprender que, como otras personas en Japón, tengo muchos enemigos.
Kurata estaba de pie, junto a la amplia ventana acristalada de su oficina que daba a las frías y despejadas vistas otoñales de la ciudad. En la distancia, se podía ver el tejado del santuario Yasukuni y el emplazamiento del nuevo monumento justo…, allí al lado.
—Tengo el mayor de los respetos hacia el
Asahi Shimbun
—replicó Kurata—. Sería un gran perjuicio para su reputación y para la gran confianza que sus lectores tienen depositada en él, si finalmente publican tal evidente ataque político.
Hizo una pausa para respirar profundamente, mientras el editor del periódico, en el otro extremo de la línea, hablaba. Kurata luchó contra la pesada marea de terror que se alzaba en su pecho.
—Es cierto que mi bisabuela nació en Corea —dijo Kurata—. Pero debe saber que nació de padres japoneses puros. Mi tatarabuelo, su padre, era comerciante de textiles y cerámicas y había establecido su negocio allí. No creo que pudiese haber habido ningún tipo de reajuste genético.
Se echó a reír, y eso provocó que se sintiera falso.
Escuchó un poco más.
—Por supuesto —dijo Kurata de forma efusiva—. La herencia de mi familia es una fuente de gran orgullo; no tengo ningún inconveniente en abrir nuestros archivos genealógicos para que puedan inspeccionarlos. A continuación siguió una pausa.
—Esa información la conserva Toru Matsue, miembro de mi personal —dijo Kurata—. Tanto él como su familia son expertos en genealogía. Él podrá darle pruebas que demostrarán que sus acusaciones son falsas.
Otra pausa.
—Serán bien recibidos.
Kurata dejó caer el receptor con un fuerte golpe. El auricular rebotó de su base y se deslizó por la mesa, desordenando documentos y volcando un jarrón antiguo cuidadosamente dispuesto con tulipanes. El jarrón, recuperado de una excavación arqueológica al nordeste de China y entrado de contrabando a un precio muy elevado, derramó los tulipanes y dio media vuelta sobre su costado antes de caer rodando de la mesa y romperse en mil fragmentos al chocar contra el suelo.
Rycroft se dirigió a su coche, con una amplia y satisfecha sonrisa de suficiencia recortada en su rostro, con los últimos rayos cálidos del día a su espalda.
«Eres un japo muerto, Kurata», pensó. «Tú y el resto de gilipollas de tu raza». Consultó su reloj. Faltaba menos de una hora para su reunión con Woodruff y la posterior reunión con los primeros clientes de Oriente Próximo para proceder al contrabando del Ojo de fuego. Tenía que darse prisa. Canturreando, Rycroft siguió alejándose del Laboratorio 73. Llevaba dos maletines, uno de aluminio brillante Halliburton, con los viales que iba a entregar a aquellos malditos forasteros y apestosos judíos, y el otro tan atestado de documentos, disquetes y copias de grabaciones de seguridad de ordenador que había tenido que usar una correa para atarlo y evitar que el contenido se esparciese. Nunca volvería a poner un pie en el Laboratorio 73.
Sin embargo, con los datos que tenía ahora, obtendría prestigio al identificar con rapidez la horrible enfermedad que devastaría Japón y Oriente Próximo.
De ese modo, el Nobel llegaría sin demora. Sería rico y, lo que era más importante, habría millones de japoneses muertos.
Al llegar al Mitsubishi, Rycroft depositó los maletines al lado del maletero y buscó las llaves. Se frotó la tirita que llevaba en el dedo índice de la mano derecha. Se había cortado al abrir uno de los viales del vector Ojo de fuego aquella mañana mientras preparaban las bolas de surfactante. Le había provocado una reacción local, un parche de pequeñas erupciones. Decidió que no había ningún problema, mientras colocaba la llave en el maletero y abría el seguro. Tan sólo sería una pequeña reacción alérgica. No podría dañarle. El Ojo de fuego era para los japos.