Su uso de
san
, en lugar del más respetuoso
sama
, se interpuso de manera palpable entre ellos. Su tío ya no era más su señor.
Kurata dio un paso hacia delante, luego otro y otro, hasta que cruzó la habitación y permaneció frente a Sugawara; Matsue lo siguió a una distancia respetuosa, tras él.
Kurata miró a su sobrino de arriba abajo, atentamente, como un hombre intentando decidir si iba a comprarle un traje hecho a medida.
Sin previo aviso, Kurata asestó una gran y sonora bofetada en la mejilla izquierda del rostro de Sugawara que le hizo tambalear. Sugawara dio medio paso hacia un lado para recuperar el equilibrio.
—Lo que se pega al suelo cuando un perro arrastra su ano por la hierba es más honrado en mi casa que tú —Kurata habló en voz tan baja que Sugawara tuvo que esforzarse para escuchar el insulto por encima de los pitidos que aún le resonaban en los oídos por el bofetón.
Luchando por controlarse, Sugawara sabía que la furia lo único que lograba era descentrar a un hombre y hacer de él un loco, agradeció el insulto de Kurata con una cortés inclinación.
—Como usted desee, tío.
Vio que el rostro se suavizaba aunque muy ligeramente.
—No me había dado cuenta de lo desgraciadamente estúpido que eres —dijo Kurata—. Has echado a perder todo tu futuro para retrasar lo inevitable tan sólo unas pocas horas.
—¿Horas? —Sugawara preguntó sin pensar.
Kurata sonrió de forma victoriosa.
—La otra mitad del vector del Ojo de fuego ha sido cargado en un avión sustituto. Se alzará cuando yo dé la orden por la mañana.
—Pero tío —espetó Sugawara—, ¡el vector es defectuoso! ¡Matará a todo el mundo ¡No debe…! Kurata abofeteó a Sugawara de nuevo.
—Mentiras —dijo Kurata.
Movió sus manos en el aire, descartando la idea, como un hombre que espanta moscas.
—Un engaño, otra de tus arteras tácticas para retrasarlo.
Kurata abofeteó otra vez a su sobrino, en esta ocasión con el reverso de la mano. Luego se dirigió a la ventana y miró hacia abajo.
—Hay hombres que comprenden el futuro —dijo Kurata—. Hombres que saben que los firmes heredarán la tierra.
Movió la cabeza y se enfrentó otra vez a Sugawara.
—Tú has retrasado la demostración que esos hombres han venido a ver. No permitiré que suceda de nuevo.
—¡Pero tío, matarás a todo el mundo, no sólo a los coreanos!
—Tienes el futuro en tus manos —dijo Kurata, ignorando a su sobrino—. Tú eres mi único heredero varón; todos los documentos estaban preparados, sellados; mi imperio era tuyo. Todo esto cambiará mañana por la mañana.
Sugawara reconoció sus palabras con una cortés reverencia.
Kurata movió la cabeza.
—Has eludido tu deber, pasado por alto tus obligaciones, has dado la espalda al futuro.
—Con todos mis respetos, tío —dijo Sugawara—, he dado la espalda al pasado para poderme enfrentar mejor al futuro.
—¡Futuro! —espetó Kurata—. No existe el futuro sin el pasado, y tú, miserable trozo de basura, tú no tienes futuro.
—Suplico vuestra indulgencia por mi temeridad, tío, pero creo que he actuado con responsabilidad y fe hacia mis deberes.
—¿Responsabilidad? —Kurata alzó la mano como si fuese a golpear a su sobrino otra vez, luego lentamente la dejó caer—. ¿Quién te da derecho a definir tu propia responsabilidad? —dijo al fin—. Tú no tienes derecho a tomar tales decisiones. Yo defino tus responsabilidades; el emperador define tus responsabilidades; diez mil años de honorables ancestros definen tus responsabilidades. Tú tienes el deber de ser fiel a tu herencia, a tus antepasados.
—Suplico vuestro perdón, tío, pero tal vez mis honorables antepasados fueron hombres de su tiempo que reconocerían que yo tengo que ser un hombre de mi propio tiempo.
—Un hombre de tu tiempo —Kurata murmuró y, luego, sin previo aviso golpeó la mejilla izquierda de Sugawara una vez más—. ¡Tú eres un hombre de tu sangre! Todas y cada una de las células de tu cuerpo, todos tus genes son tu herencia. Tú y yo y todos los hombres antes que nosotros nacen como un recipiente para los genes; nosotros somos temporales en esta tierra pero nuestros genes continúan generación tras generación. Tu deber sagrado y responsabilidad es honrar y ser fiel a esa presencia física en tu sangre de diez mil años de pureza racial.
—Tío, yo no soy una máquina alquilada por mis genes; no soy una urna pasiva hecha para transportar las cenizas del pasado al futuro. Yo controlo mi destino. Rechazo que mi vida sea dictada por hombres muertos.
—Entonces, por lo que a mí respecta, tú ya eres un hombre muerto.
—Y usted es coreano. Tiene que darse cuenta de que muy pronto todo el mundo lo sabrá —replicó Sugawara. La rabia se apoderó de Kurata.
—¡Mentiras! ¡Todo son mentiras! Con las palmas abiertas de ambas manos golpeó y castigó con una serie de bofetones el rostro y la cabeza de Sugawara.
Sugawara encajó los golpes sin resistencia, y cuando Kurata se cansó, afirmó:
—Puede usted golpearme todo lo que quiera, pero eso no cambiará la verdad. Puede preguntarle a Matsue-
san
si es o no cierto.
Kurata abrió los ojos de par en par cuando se dio la vuelta hacia el fiel criado de la familia.
—¡Dile a este perro indigno la verdad!
Matsue miró a Kurata y Sugawara durante mucho rato, y luego dijo a Kurata:
—Como vos sabéis, mi familia ha servido a vuestro honorable clan durante más de seis generaciones.
Un gesto de asentimiento de Kurata.
—Y así fue cómo mi tatarabuelo acompañó a vuestro tatarabuelo en sus viajes a Corea.
Otro asentimiento con la cabeza, pero éste impaciente.
—Y también es cierto que sucedió que vuestra tatarabuela era una mujer estéril y, con su consentimiento, vuestro antepasado se acostó con una mujer coreana, que dio a luz a un hijo, vuestro bisabuelo.
En aquel instante, algo pareció venirse abajo dentro de Kurata. Sugawara pensó que parecía un vaso de leche que, de pronto, se hubiese convertido en polvo. El recipiente aún estaba allí, pero el contenido se había hundido.
—No puede ser verdad.
La poderosa voz de Kurata era ahora la de un viejo.
—Después de todos estos años, después del trabajo que he hecho por la pureza de la raza japonesa. Por favor…, dime que no…
—Es cierto —dijo Matsue—. Por esa razón insistí tanto en que vinieseis aquí durante la operación Tsushima. Temía que pudieseis resultar afectado.
—¿Pero cómo me has dejado…?
—Vos sois el defensor de Yamato —dijo Matsue—. Sois la protección de las cosas que se consideran importantes, que residen en el corazón y la mente, no en los genes. Vos apuntáis a la verdad más alta, ayudáis a los japoneses a encontrar su espíritu. Esa gran verdad trasciende el inconveniente genético y la irrelevancia de esa cuestión ahora.
Kurata se tambaleó un momento, sus piernas obviamente le fallaban. Matsue se movió con rapidez para ir a su lado, pero Kurata movió la mano para que no le ayudase. Luego, se dirigió a un pequeño altar en la esquina de la habitación y se arrodilló allí.
Por fin, Kurata se puso en pie y se enfrentó a la habitación.
—El gran Buda nos enseñó que la carne y la piedra no son más que ilusiones, y que la verdadera realidad la crea el espíritu —dijo Kurata—. Matsue-
san
tiene razón, por supuesto, cuando dice que la realidad reside en el corazón y la mente y no en la presencia física de los genes. El físico es simplemente un medio para proteger el espíritu. Los hechos tienen que ser interpretados por la sabiduría para alcanzar las supremas verdades que buscamos —asintió con la cabeza—. Ésta es la verdad. Nuestra cultura es una cultura del espíritu y no del cuerpo, y es esta cultura la que debe de ser protegida.
Su voz resonó con fuerza de nuevo.
—Pero la realidad es…; —Sugawara quiso hablar.
—Tu realidad es la que yo digo que sea —le interrumpió Kurata mientras se dirigía con decisión a una vitrina y sacaba de ella una daga.
Regresó donde estaba Sugawara y se la entregó.
—Tu realidad es si morirás rápidamente por tu propia mano o, por el contrario, lentamente —miró por la ventana hacia la oscuridad de la zona parecida a un parque—, despedazado poco a poco por los Komodos.
Sugawara miró la daga pero no hizo movimiento alguno para sostenerla.
—La realidad es que la última elección que te queda es tomar la daga o no —dijo Kurata.
En aquel momento, un terrible y lastimoso quejido llenó la noche. Sugawara sabía que, ocasionalmente, los animales escapaban de los cercados y eran cazados por los Komodos. El quejido se escuchó con más fuerza una y otra vez. La muerte y el dolor llenaron la oscuridad. Luego, tan repentinamente como empezó, el ruido cesó.
Sugawara aferró la antigua daga.
La penumbra cubría la senda, y la niebla cubría la penumbra. La noche absorbía todos los detalles del mundo y los convertía en una caja de sombras chinas desdibujadas que cambiaban del gris al negro.
Una furgoneta oscura, con las luces apagadas, se deslizaba con el motor también apagado hacia el borde de la carretera, los neumáticos crujían sutilmente sobre el arcén de grava. Una húmeda y fría brisa soplaba por las puertas de carga abiertas del vehículo.
Lara miró a través del parabrisas de la furgoneta. Los arces que habían brillado con un luminoso color escarlata otoñal durante su reconocimiento diurno ahora no eran más que un negro intenso entre sombras aún más negras. Las nubes bajas se arrastraban por el firmamento, distinguiéndose apenas de los árboles. El resplandor de las luces de Kioto casi no se reflejaba allí. Era, pensó, como estar encerrada en un armario.
Incluso ella era casi invisible, vestida como iba toda de negro con pintura de camuflaje oscura cubriendo la piel que quedaba al descubierto.
—Está bien, ésta es la última —dijo Brooks en voz baja.
Puso una marcha, tiró del freno de mano y entró en la parte trasera de la furgoneta de reparto, casi vacía ahora excepto por la caja de cartón con las veinticuatro granadas de fragmentación y, además de la caja, una lata de pintura de tres litros y medio con gotas en los costados. Las manchas garabateaban escenas parecidas a las de Jackson Pollock sobre las cajas desmanteladas que cubrían el suelo.
Como había hecho con las otras veintitrés latas, Brooks saltó de la parte trasera de la camioneta y corrió a la base de la pared de piedra que rodeaba la propiedad de Kurata. Con dedos hábiles, cogió un destornillador y abrió la tapa de la lata haciendo palanca, igual que había hecho con las otras veintitrés y volvió a colocarla suelta, en lo alto. Después corrió de nuevo a la furgoneta, entró y cerró las puertas. En el espacio trasero que no tenía cristales, sacó una linterna de lápiz y se dio la vuelta; el haz brilló rojo por el plástico con la que la había cubierto para proteger su visión nocturna. Por fin, Brooks se sentó con las piernas cruzadas al lado de la caja de granadas. Lara fue a su lado y él le alargó una granada.
—Pon las gomas elásticas encima, así; desliza las tiras sobre la granada, directamente aquí, en la parte más baja, donde la argolla se curva hacia fuera…; Asegúrate que las bandas están enganchadas por la sección más baja de la piña, sobre el cuerpo de la granada.
—De acuerdo.
Una ligera brisa arrancaba gotitas de los árboles que formaban una pequeña lluvia que tamborileaba suavemente sobre el techo de la camioneta. No se oía ningún ruido más por la carretera de la aislada montaña. Desde el interior de la empalizada de piedra de Kurata llegaron los sonidos del ganado. Los manjares de los Komodo para mañana, pensó Brooks. Por las descripciones de Sugawara, sabía que los Komodo eran alimentados por la tarde, en aquella zona más remota de la finca donde los gritos de los animales no molestarían a los invitados con sensibilidades delicadas.
Sugawara dijo que a Kurata le gustaba visitar los rediles durante la hora de alimentarlos, y mirar cómo comían los dragones.
—Ahora —dijo Brooks, colocando las gomas elásticas alrededor de la última granada—, vamos a poner todo esto en las latas.
Consultó el reloj. El proveedor de Kurata debería llegar a la puerta de servicio dentro de media hora.
Apagó la linterna y abrió las puertas traseras de la furgoneta. Lara arrastró la caja de granadas al salir. Colocó las granadas en el asiento del acompañante y sacó los binoculares de visión nocturna que Xue le había dado de su mochila, los conectó y se los colocó en la cabeza. Tardó un poco en ajustar las tiras y las lentes. La penumbra se desvaneció con el resplandor de la intensificación de la imagen electrónica. Luego tomó una granada y corrió hacia la lata de pintura que habían acabado de depositar al lado de la pared de piedra. Allí levantó la tapa y tiró de la anilla de la granada. Se aseguró que las gomas elásticas aguantarían la palanca de disparo y luego dejó la granada en la lata y volvió a colocar la tapa. Lara apretó el botón del cronómetro de su reloj mientras corría hacia la furgoneta. Permaneció en el estribo de la furgoneta, apoyada al abrigo de la puerta medio cerrada, con el brazo derecho agarrando el marco de la ventana, y la izquierda asida al portaequipajes del techo.
—Vamos, es hora de largarse.
Brooks puso en marcha el motor y se alejó despacio, conduciendo todavía sin prender las luces, en la oscuridad. A medio kilómetro carretera abajo, Lara golpeó el techo y él puso el freno. Ella tomó otra granada y se adentró corriendo en la noche. Vestía pantalones de camuflaje con tirantes; los bolsillos cubrían cada pierna y los objetos que llevaba en su interior chocaban y golpeaban sus piernas mientras corría. Al cabo de unos segundos, regresó y se subió al estribo, con el brazo se asió a la puerta, dio dos golpecitos en el techo; la camioneta salió disparada contrarreloj.
En menos de doce minutos habían atravesado la puerta principal de vuelta a la primera lata que habían colocado al lado de la pared, cerca de la puerta que utilizaban los criados, los empleados y el personal de reparto.
—Un buen tiempo —dijo Lara sin resuello, deslizándose al asiento del acompañante mientras Brooks apretaba el acelerador y guiaba la camioneta colina abajo.
—Muy bien, vamos a repasarlo todo; ¿tienes la grabadora con la cinta de Sugawara?
—La tengo —dijo Brooks, con un tono de voz entre el aburrimiento y el desconcierto.