Lara lo miró.
—Lo siento.
Él redujo una marcha para tomar una curva.
—Creo que…, tal vez estoy un poco nerviosa.
—Yo también estoy muy nervioso —confesó él.
Condujeron en silencio un buen rato; luego Brooks aminoró la velocidad para buscar el lugar donde poder detenerse.
—Mira, allí, al pie de la montaña —dijo Lara.
Bajo ellos, por la serpenteante carretera de pronunciadas curvas que recorría la montaña rodeándola como una guirnalda, un par de luces frontales atravesaban la oscuridad.
Brooks consultó el reloj.
—Debe ser él. Akira dijo que el hombre era puntual como un reloj —dijo.
—Nuestro lugar está cerca —dijo Brooks mientras guiaba la furgoneta hacia el lugar que habían escogido al subir. Al cabo de un rato, detuvo el vehículo.
Aparcó y puso el freno de mano. Podían escuchar el motor del coche que se acercaba y que reducía para tomar otra curva pronunciada. Los sonidos del motor diesel llegaban ahora acompañados por los zumbidos de los neumáticos de las ruedas.
—Buena suerte —dijo Brooks y le dio a Lara un paternal beso en la mejilla.
Cuando los faros empezaron a pintar las copas de los árboles a su alrededor, Lara agarró su mochila y empezó a correr a toda velocidad por la carretera, ocultándose entre la maleza que había por los alrededores. Brooks salió con rapidez y abrió el capó del coche. Quitó el plástico rojo de la linterna de lápiz y la utilizó para iluminar el interior del vehículo, se inclinó y aflojó dos bujías. Finalmente desplegó los reflectores de emergencia y los ató a los triángulos que había erigido en la carretera, delante y detrás de la furgoneta. Luego se quedó allí de pie, delante del vehículo, esperando para hacer señales para que se detuviese la camioneta que se acercaba.
Akira Sugawara paseaba por la habitación, sin fijarse en las vitrinas llenas de recuerdos de la gloriosa historia de su familia. Sostenía la daga que Kurata le había dado con la mano derecha y la enfundada punta con la izquierda. A cada paso que daba, hacía girar la daga; un paso, una vuelta, un paso, una vuelta, con los pensamientos siguiendo ese ritmo.
Se dirigió hacia la puerta formada por una pantalla
shoji
. Sugawara vio la sombra del guarda que se proyectaba sobre la cerrada pantalla de papel de arroz. «Aquí», pensó Sugawara, mientras sacaba la daga de la funda y la sostenía hacia la pantalla, directamente a través del papel de arroz. La apoyó en el punto exacto, en la nuca del guarda, justo donde quedase paralizado de forma instantánea y cayese al suelo sin alertar a los demás.
Precisamente entonces, escuchó una voz familiar, Matsue, y escuchó que el guarda respondía
«Hai
» al inclinarse profundamente.
Sugawara bajó la daga y retrocedió hasta situarse en el centro de la habitación cuando la
shoji
se abrió, deslizándose.
—Matsue-
san
—dijo mientras hacía una reverencia al anciano.
El hombre hizo una ligera reverencia a su vez. Sugawara lo miró y buscó en su rostro una señal, pero no había ninguna oculta en todas aquellas décadas de arrugas y toda una vida de dominar el arte de la inescrutabilidad.
Sugawara vio que los ojos de Matsue recorrían la daga y luego se dirigían a su rostro.
—Kurata-
sama
desea que te informe de que serás llevado a los Komodo antes de que él y sus invitados se sienten a cenar. Desea cenar confortablemente sabiendo que esta infortunada situación se ha resuelto —dijo Matsue. Después hizo una pausa y añadió:
—La policía lo considerará un desafortunado accidente puesto que se le comunicará que no visitas a tu generoso tío con la frecuencia suficiente para ser consciente de todas las precauciones necesarias —hizo otra pausa, sus líquidos ojos marrones no dejaban entrever nada.
—Kurata-
sama
ya ha dado las órdenes; vendrán a buscarte en breve. Tal vez desees asegurarte que ya estás inconsciente cuando lleguen —dijo Matsue; giró sobre sus pasos y abandonó la habitación. La
shoji
se cerró con la fatalidad de una guillotina.
El proveedor de Kurata conducía un gran vehículo; era un camión frigorífico con dobles ruedas traseras, tan grande como la remota carretera de montaña podía acomodar sin dificultad.
A través del camino, y desde su camión, el conductor se vio forzado a hablar con Brooks. Lara no podía escuchar sus palabras sobre el zumbido del compresor de recuperación y el traqueteo del ralentí del diesel del vehículo. Los faros iluminaban la furgoneta y sus reflectores de emergencia. Escondida entre los arbustos, Lara apretó las tiras de su mochila una vez más para asegurarse que no la sacudiría ni golpearía cuando echase a correr. Durante lo que a ella le pareció una eternidad, tocó los objetos que llevaba en los bolsillos de los pantalones y los que colgaban de su cinturón, para tranquilizarse; palpó el Colt.45 automático y el silenciador unido a él que recorría casi la longitud del muslo; el cuchillo de linóleo siniestramente curvado, afilado como una hoja de afeitar, para la lucha cuerpo a cuerpo; un trozo de cable grueso como una cuerda de piano; palos para utilizarlos como porras; y otro trozo de cable que llevaba atado dentro de la cinturilla de los pantalones. Tenía polvo de magnesio, el bote CS y la hachuela en un cinturón enfundado para sortear las puertas inconvenientemente cerradas. Tocó lo que llevaba pieza a pieza, todo estaba en su lugar. Algunos objetos, como el Colt, le eran familiares; otros le eran extraños y hacía muy poco que Brooks la había adiestrado en su manejo. La había instruido una y otra vez. Esperaba acordarse de sus instrucciones cuando llegase el momento de utilizarlos. Rogó incluso más para no tener que hacerlo. En especial la porra. No estaba segura de poder matar a alguna persona de forma tan cercana.
Poco después observó que el conductor del camión de las provisiones sostenía la linterna de Brooks y se inclinaba sobre el compartimiento del motor. Lara salió de su escondite entre la maraña de maleza del borde de la carretera y corrió hacia la parte trasera del camión del repartidor. Se quedó helada cuando vio lo que había allí: la ancha superficie inferior de una plataforma elevadora hidráulica estaba doblada contra la puerta trasera del camión y bloqueaba el acceso a los pasadores de la puerta. ¡No había forma de entrar! No, sin la tarea ruidosa, y que además le llevaría mucho tiempo, de bajar la plataforma elevadora para poder llegar a los pasadores.
Lara repasó todo el vehículo frenéticamente. Corrió hacia la parte delantera y sacó la cabeza por la cabina. Allí no había donde esconderse. Enseguida le llegó el sonido del motor de la furgoneta que se ponía en marcha y el chasquido del capó al cerrarse. El repartidor había encontrado el problema con rapidez. ¡Demasiado rápido! Los pasos se acercaban. Lara se agachó a la sombra de las inmensas ruedas traseras del camión, de manera que el conductor no pudiese verla. Éste subió a la cabina y cerró la puerta de un golpe; Lara aprovechó para sacar la linterna del bolsillo de sus pantalones y enfocó los bajos del camión. El sudor le caía dentro de los ojos y se lo secó mientras repasaba el montón de cables de freno, los cables eléctricos, los alambres, los ejes de conducción, los cables hidráulicos, las bombas para la elevadora y las estructuras entramadas del soporte del camión. El conductor encendió el motor y puso el vehículo en movimiento. Con desesperación, Lara escondió la linterna y cuando el camión empezó a deslizarse hacia delante, se arrastró bajo el vehículo y agarró el borde de una traviesa de acero del bastidor que iba de lado a lado. Era casi como una viga en forma de «I» pero sin la generosa horizontal inferior que ella hubiese preferido. Le empezaron a doler los dedos casi inmediatamente. El camión avanzó, arrastrando a Lara por los talones. Procuró alzar un pie y buscar un soporte. Después de una eternidad encontró otra traviesa del bastidor que iba de lado a lado. Con precaución, primero introdujo un pie y luego el otro, y se elevó del suelo. Lara se agarró a la parte inferior del camión con todas sus fuerzas, apartando el dolor de su mente, que le quemaba como clavos al rojo vivo en cada dedo y estallaba en los músculos de los brazos, los hombros y la espalda. Sabía que el dolor de estar allí colgada era infinitamente menor que el dolor que representaría soltarse.
El camión ganó velocidad, y casi inmediatamente empezó a reducir.
Lara intentó estirar la cabeza para ver si su mochila sobresalía. ¿Se arrastraría y haría ruido? ¿La verían? El camión se detuvo y luego dobló a la izquierda. Pronto lo sabría.
Las ruedas del camión soltaron un ruidoso crujido cuando el pavimento de la carretera dejó paso a la grava. De pronto, una luz muy brillante envolvió el camión. Obviamente se trataba de la puerta y el área de inspección de la entrada de servicio. El camión se detuvo de nuevo. Esta vez se escucharon voces ruidosas, saludos familiares, las fáciles y amistosas bromas de los criados vinculados por el vasallaje. El conductor salió y distribuyó lo que Lara rápidamente dedujo que era el reparto usual de la noche de manjares para el disfrute de los guardas. Instantes después, las luces se apagaron y el camión avanzó; el corazón de Lara se aceleró cuando el movimiento arrancó los tres dedos de su mano izquierda de su soporte. Desesperada, su mano buscó el apoyo perdido. Intentó sujetarse a la barra de apoyo mientras el camión ganaba velocidad. ¡Por fin! Los dedos encontraron donde sujetarse. Luchó para consolidar su agarre mientras el camión se sumergía en la oscuridad. Al cabo un minuto, tal vez dos, el camión atravesó un charco; el agua de lluvia la cubrió, lubricó sus manos y pies; los tres dedos de la mano izquierda empezaron a resbalar de nuevo. Lara supo que en cualquier momento podía caer del camión de forma incontrolada y se arriesgaba a ser vista por los guardas o, si intentaba colgarse de nuevo y finalmente resbalaba y caía, correría el riesgo de ser aplastada por las inmensas ruedas del camión. No tenía elección.
Primero bajó un pie y luego el otro y los arrastró por la grava. Cuando estuvo lo suficientemente segura de que sus pies se colocaban entre las ruedas traseras, se soltó. El derrapaje, en principio, funcionó bien durante un segundo, que ya fue mucho. Lara se dejó caer y empezó a reducir la velocidad de la caída inmediatamente; la mochila absorbió el castigo del impacto inicial, y después chocó contra la grava con más fuerza concentrada allí que en el resto de su cuerpo. La inevitable fricción mecánica concentrada en la mochila despidió a Lara en una voltereta hacia atrás, cuando el camión pasó por encima de ella.
La parte trasera de la cabeza de Lara golpeó el suelo y, entonces, una galaxia de estrellas destelló bailando ante sus ojos; un momento después el dolor la golpeó en el centro de la espalda y la dejó sin aliento. Entonces, la oscura noche se volvió completamente negra.
El hedor a carne podrida atravesó la oscuridad y azotó la nariz de Lara. Luego sintió que la empujaban suavemente. Un fuerte olor a carne muerta en descomposición. Un gruñido.
Lara abrió los ojos y miró directamente al infierno; unos profundos ojos rojizos que apenas reflejaban la luz del camión que se alejaba. Uno de los Komodos de Kurata se inclinaba sobre ella ahora, con las mandíbulas cerradas con una mueca reptiliana, decidiendo si era o no comida.
Con la mente pensando a toda velocidad, Lara intentó recordar qué había dicho Sugawara sobre esos animales. Les gustaban las presas vivas, ¿pero eso significaba que el gran lagarto se marcharía o no? ¿Si se movía de pronto se asustaría o por el contrario haría que entrase en acción? Antes de que pudiese decidir, el gran reptil abrió sus fauces; su pútrido aliento le revolvió el estómago. Cuando el Komodo se alejó, Lara rodó sobre sí misma. El dolor en la cabeza y la espalda hizo que se sintiese mareada. De pronto notó que la sacudían por detrás, abruptamente. El Komodo había atrapado su mochila y la sacudía con sus poderosas mandíbulas. Con toda rapidez, Lara soltó las tiras que llevaba atadas al pecho y que estaban unidas a las dos tiras de los brazos; se las quitó y se alejó rodando mientras el Komodo tiraba el seco bocado sin vida y echaba a correr tras ella. Lara retrocedió de espaldas a través de la noche y buscó a tientas el broche de presión que aseguraba el largo bolsillo que contenía el revólver. El lagarto gigante, visible ahora sólo como una forma negra deslizándose entre una oscuridad más negra que el carbón, ganaba velocidad al acercarse a Lara. Aún moviéndose de espaldas, bajó el.45 y el grueso silenciador provisional que Charles Brooks había hecho expresamente para él. Luego algo chocó contra la parte trasera de sus muslos, algo frío, duro e inmóvil.
Mientras los olores a podrido del Komodo se acercaban de nuevo, Lara se dio la vuelta y alargó la mano izquierda para detener la caída. Sus dedos tocaron las piedras frías y resbaladizas por la lluvia de un muro bajo cuando cayó por encima del borde y aterrizó al otro lado, golpeándose el hombro; la cabeza y la espalda le retumbaron, afectados por el nuevo golpe. Al caer, la mano en la que llevaba el arma chocó contra las rocas, y el golpe hizo que el.45 saliese despedido en la oscuridad.
Lara se incorporó y se sentó cuando la rotunda cabeza del dragón Komodo apareció tentativamente sobre el borde del muro. Desesperada, buscó el.45 que no podía ver en las sombras. El hediondo olor del aliento del Komodo llenó la oscuridad, una armadura congelada de terror removió las entrañas de Lara cuando vio que la criatura asomaba la cabeza y miraba hacia abajo, con los malignos ojos apoderándose de su presa.
Con un movimiento rápido, Lara se levantó y sacó la hachuela de su soporte. Justo en el momento que el Komodo empezó a abrir sus fauces, bajó la hoja rápida y fuertemente. Con un sonido sordo y parecido al crujido de un cuchillo en una carnicería, la hoja de la hachuela se hundió profundamente en la cabeza del Komodo, justo tras los ojos. No se produjo ni un bramido, ni un géiser de sangre, la criatura gigante tan sólo se estremeció al caer, deslizándose hacia atrás por el otro lado del muro. La pequeña hacha saltó de la mano de Lara, tan firmemente clavada como estaba en el cráneo del Komodo.
«¿Está aturdido? ¿Muerto? ¿Reagrupándose? ¿Vendrían otros atraídos? ¿Repelidos?», se preguntó. Respiró profundamente y decidió que no esperaría para encontrar respuesta a esas preguntas.
Lara procuró pasar por alto el dolor de cabeza y el punzante dolor de su espalda, se alzó en la oscuridad y dejó que sus ojos recorriesen el muro de piedra que subía hasta el complejo de edificios. De su estudio previo del esquema del palacio de Kurata, Lara sabía que esta carretera de servicio conducía a unas instalaciones destinadas a los servicios, adyacentes al edificio principal. Al mirar a lo lejos, la visión periférica de Lara captó las tenues formas de su Colt.45 en el suelo. Lo recogió y corrió a lo largo de la valla, agachada, rezando para no tener ningún encuentro más con los Komodos de Kurata.