Ambos se sonrieron mutuamente cuando absorbieron los dulces y poderosos sonidos del silencio. El sonido del éxito. De la vida. El dulce sabor de la victoria se evaporó de pronto cuando el ruido de los disparos provenientes de hombres iracundos y asustados llenaron el aire.
—Salgamos de aquí —dijo Lara cuando vio que un montón de gente se dirigía hacia la camioneta.
—De acuerdo.
Sugawara disparó su M-16 y los hombres corrieron a buscar refugio mientras él y Lara corrían por el agujero que habían practicado en la valla. Bajaron corriendo un pequeño terraplén. El ruido que hacían sus perseguidores se escuchaba cada vez más cerca.
—Espera un segundo —dijo Lara, que se detuvo y sacó un detonador por radio control del interior de su chaqueta. Abrió la tapa de seguridad y apretó el botón rojo.
Otra explosión atronadora resonó, esta vez, desde la camioneta que acababan de abandonar.
Sin esperar un segundo, echaron a correr adentrándose en el resplandeciente día.
El aeropuerto internacional de Osaka palpitaba de actividad. La gente arrastraba bolsas, llevaba colgando maletines, transportaba paquetes de los
duty-free
,sujetaba regalos cuidadosamente envueltos y abrazaba niños entre el aire prefabricado y estancado que pesaba sobre ellos, lleno de combustible de los tubos de escape, ansiedad, humo de cigarrillos, frustración, flatulencia, anticipación, desinfectante, miedo, café, alegría, comida frita y tristeza: el rancio y hediondo «esperanto» del mundo del viaje.
En la terminal de aviación general, las puertas de vaivén rodaban en el gran vestíbulo. Lara Blackwood fue la primera en pasar.
—Te lo digo, él encontrará alguna argucia para conseguir zafarse, si continúa con vida —Akira Sugawara insistía mientras seguía a Lara—. Tengo que matarle. Él es mi obligación. Tengo que hacerlo solo.
—¡Oh, espera…, espera! ¡Espera tan sólo un minuto! —Charles Brooks se detuvo de pronto, a media docena de pasos de las puertas. Victor Xue, que iba tras él no pudo anticiparse al brusco frenazo de Brooks y cayó sobre él. Sugawara se detuvo cuando oyó la voz de Brooks. Lara se paró a su lado. Permanecieron así un momento: Sugawara, Lara, Brooks y Xue en una fila india de seis metros; luego se reunieron alrededor de Sugawara.
—A ver, ya hemos hablado de esto una y otra vez hoy. Creo que estuviste de acuerdo en que aceptarías nuestra ayuda. Lo mires como lo mires, no hay forma de que tengas la menor oportunidad si lo haces solo —reflexionó Brooks.
Sugawara inspiró profundamente.
—Kurata es mi obligación —dijo en voz baja—. Es mi familia, soy el único que puede cerrar el círculo de todo esto. No quiero que ninguno de vosotros resulte herido por culpa de algo que es obligación mía.
Miró a su alrededor, a todos ellos, uno a uno. Sus ojos se posaron en Lara.
Lara negó con la cabeza.
—Podemos estar ahí para apoyarte —dijo ella—. Queremos estar allí.
Lo miró fijamente, y dijo con suavidad: —Yo quiero estar allí. Sugawara sacudió la cabeza y musitó: —Es mi lucha…
Hizo una pausa mientras el sistema de altavoces público anunciaba la llegada de un vuelo. Una bandada de virtuosas monjas pasaron apresuradas, con sus vestidos almidonados blanco y negro.
Lara inspiró profundamente.
—Todos tenemos la obligación de asegurarnos que Kurata y sus empresas no vuelven a hacer esto de nuevo. Si tú fracasas, entonces tendremos que intentarlo otra vez.
Sugawara volvió a negar con la cabeza.
—Tengo que hacerlo por mí mismo o no será correcto. Ha sido mi familia la que ha hecho esto, mis genes, mi cultura. No estaría bien que vosotros vinieseis.
Hizo otro movimiento y continuó andando; todos le siguieron por las escaleras mecánicas hacia la zona de transporte y de equipajes.
—Tienes que detener a ese gilipollas Bushido —dijo Brooks duramente—. Sé realista, hijo. Si fracasas en tu pequeña proeza kamikaze, y no dudo que Kurata te comerá vivo, entonces el resto de nosotros tendremos que intentarlo y acabar con él…, sólo que sin contar con tu considerable talento, conocimientos y contribución.
—No tenemos ninguna elección en todo esto —explicó Lara—. Sabes tan bien como nosotros que si no eliminamos a Kurata, él encontrará la forma de mantener el Ojo de fuego vivo…, y su imperio lo hará de nuevo. Sin tu ayuda, lo más probable sea que fracasemos. Y sin la nuestra, lo más probable es que tú también lo hagas. Juntos creo que podemos conseguir…, vivir. El doctor Al-Bitar será generoso con sus recursos.
Sugawara frunció el ceño y miró al suelo. Permaneció en silencio. Al final miró a sus nuevos amigos.
—¿Y por qué queréis hacerlo? ¿Arriesgar vuestra vida? No tenéis por qué hacerlo —preguntó.
—Porque es lo correcto —respondió Lara.
Sugawara negó con la cabeza.
—La gente ya no actúa de esa forma.
—Muchos lo hacen —respondió Lara—. Tú lo has hecho.
—De otra forma yo no estaría viva —dijo después de hacer una pausa.
Sugawara se alejó y miró las cintas transportadoras de equipaje. Inspiró profundamente, suspiró y volvió a enfrentarse a Lara, Brooks y Xue.
—De acuerdo. Está bien, no puedo luchar con vosotros y Kurata a la vez —por fin sonrió.
Lara lo besó, Brooks le dio una palmada en la espalda, y Xue estrechó su mano. Luego se dirigieron hacia los mostradores de alquiler de coches.
El crepúsculo estaba cubierto por una turbia penumbra industrial que se cernía sobre un distrito, al suroeste de Tokio, poco visitado por los turistas: líneas de ferrocarril, patios de maniobras, almacenes alejados de los templos de renombre y los escenarios de la antigua ciudad y sus colinas al norte y al este.
Justo en el interior de un almacén de consolidación de carga, con la puerta medio enrollada en el muelle de carga, se escuchó tenuemente un apagado golpe en la noche que se avecinaba.
—¡Ya está! ¡Eso es! —decía una voz excitada.
Dentro de la zona de carga, Charles Brooks se puso en cuclillas al lado de una lata de tres litros y medio de pintura al óleo, vaciada de su contenido original y medio llena de gasolina. Dos docenas de latas de pintura idénticas, con los costados manchados de pintura, estaban alineadas en la puerta de carga un poco abierta. Todas tenían las tapas apretadas con fuerza excepto la que había examinado Brooks. Confirmó su reloj con la hora que había escrito con rotulador negro en un lado de la lata. La gasolina y los vapores de linaza llenaban el aire y le hacían llorar.
—Exactamente una hora —dijo Brooks mientras se incorporaba y miraba dentro de la lata. En el fondo estaba la granada de mano de prácticas, la anilla y los restos de dos tiras de goma parcialmente quemadas. El ruido lo había hecho el resorte de la palanca de disparo cuando se soltó del cuerpo de la granada.
Al otro lado de la zona de carga, Lara y Xue alzaron la vista de los mapas que habían extendido sobre una mesa improvisada, formada por cajas de embalar. Amontonadas a su alrededor estaban las cajas de municiones y las armas que la gente de Al-Bitar les había enviado por camión desde Osaka, a menos de una hora de coche, al suroeste de Kioto.
Brooks colocó una tapa sobre la lata de pintura y luego se alzó. Se dobló hacia atrás para estirar los músculos de la espalda.
—Una de las gomas elásticas de tamaño mediano y dos de las delgadas —dijo mientras caminaba hacia el grupo—. Todo lo preciso que puede ser un temporizador preparado con tan poco tiempo —resopló para librarse de las lágrimas que inundaban sus ojos, se detuvo al lado de Lara y puso su brazo sobre sus hombros; ella le sonrió.
Extendidos delante de ellos, sobre la mesa improvisada, había mapas de Rakuhoku, la escarpada región montañosa del norte de Kioto. Desde la Antigüedad se creía que las montañas en aquel lugar estaban habitadas por demonios y espíritus diabólicos. En la era moderna, era conocido como el hogar de Tokutaro Kurata.
Esparcidas sobre los mapas había fotos de la finca de Kurata, la mayoría de ellas la mostraban rodeada por tres lados por un lago de montaña entre densos árboles y escarpadas colinas.
Brooks señaló un mapa dibujado a mano que Sugawara había elaborado para ellos.
—La finca de Kurata está diseñada según el estilo Shinden, a lo largo de los tres lados de una gran «U», con su inmenso vestíbulo principal al fondo de la «U», abajo, al lado del lago. Los otros dos lados son edificios estrechos y paredes que se extienden desde el lago casi hasta la entrada y la carretera pública. El espacio interior está lleno de arroyos, estanques, estatuas y jardines. Y, aunque aparentemente se parezca al Templo de oro, es con seguridad seis o siete veces mayor. Akira cree que su tío intentará, probablemente, confinarlo aquí. —Brooks señaló el esquema de la tercera planta que se parecía a una gran cúpula.
Lara se inclinó y señaló el dibujo.
—Si recuerdo bien, Akira dijo que encontraríamos detectores de movimiento, sensores de presión en lo alto de la pared exterior, escalones clave y pasarelas, luces infrarrojas, detectores de imágenes térmicas y una colonia de dragones de Komodo que están sueltos por las zonas exteriores.
—No dejéis que su pesado tamaño os confunda —dijo Brooks—. Son del tamaño de un cocodrilo y pueden derribaros en una décima de segundo.
Lara se estremeció.
—No lo pintas demasiado bien. A ver si con un poco de suerte están letárgicos con las temperaturas nocturnas.
—Sí, bien, pero yo no contaría con eso.
Lara se inclinó otra vez para echar otro vistazo a una foto aérea.
—De acuerdo, a ver si lo he entendido bien, ¿los repartos se hacen por aquí? —Trazó la ruta desde Kioto a la residencia de Kurata.
—Los alimentos humanos, sí —replicó Xue—. Los animales que alimentan a los Komodo vienen de la dirección opuesta, ¿recuerdas? —Brooks golpeó el mapa con el dedo índice—. De una granja que Kurata posee sólo para alimentar a sus dragones.
Lara asintió.
El móvil de Xue sonó justo entonces. Lo abrió con rapidez.
—
Hai
—hizo una pausa para escuchar y luego con un acento indeterminado en japonés replicó—. Sí, se han hecho todos esos preparativos; gracias. Adiós.
—Nuestro vigía —Xue sonrió mientras cerraba su móvil—. El proveedor de Kurata ha iniciado sus usuales rondas de la tarde.
La comida para la mansión de Kurata siempre era fresca, había explicado Sugawara. La repartían justo antes de la preparación de cada comida. Un pescadero, cuya familia había servido a la de Kurata durante más de 120 años, le suministraba el pescado más fresco y luego, después de repartir la mercancía a otras tiendas de alimentos en Kioto, entregaba los ingredientes para toda la comida del palacio de Kurata junto al lago. Incluyendo los viajes a los pueblos pesqueros, era una tarea que le ocupaba más de tres horas para cada comida. El propietario, igual que su padre, abuelo y bisabuelo servía las necesidades de Kurata en persona cuando el gran hombre estaba en la residencia.
—Muy bien, si Akira está en lo cierto…
—Será mejor que lo esté —sonrió Lara.
—Por supuesto. Por su salud y por la nuestra —confirmó Brooks.
Hizo una pausa.
—De todos modos, asumiendo que Akira tenga razón, tenemos una hora y media más o menos antes de que el tipo ese llegue a la puerta de Kurata —dijo Brooks, dirigiéndose a la puerta enrollada. Allí, levantó del suelo una mochila de color verde oscuro con esfuerzo y se la colgó al hombro. Alargó la mano para pulsar el interruptor de la puerta y apretó un botón negro; la puerta hizo ruido al alzarse. De inmediato, el frescor de una ligera lluvia penetró en la zona de carga. De un poco más lejos llegaron los susurros de los neumáticos sobre el pavimento mojado.
—Dejad impermeables en la camioneta —dijo Brooks volviéndose a Lara.
—¿Tienes la grabación? —le preguntó ella.
Brooks sacó la grabadora microcasete de una bolsa Ziploc y apretó el
play
. La voz de Sugawara se escuchó por los altavoces, llena de pánico. Se identificó en japonés, dio la alerta de «¡intrusos, asesinos, fuego, Kurata el objetivo, ayuda, corred!».
—La sincronización será crítica. No llamaré a la policía con esto hasta que me comuniquéis que estáis a punto de salir —dijo Brooks.
—O si no tenéis noticias mías cuando las granadas estallen —interrumpió Lara.
Brooks asintió con la cabeza.
—Para que esto funcione se tiene que producir el máximo caos.
Hizo una pausa para teclear un número en su móvil.
—¿Victor? —Brooks hizo una pausa—. ¿Las granadas de humo ya están en el helicóptero? ¿Sí? Bien. Brooks escuchó un poco más, y anunció: —Pues bien: ¡que empiece la función!
Akira Sugawara estaba de pie junto a la ventana con barrotes de su habitación y miraba hacia abajo, a las limusinas aparcadas sobre la grava, en el patio delantero. Mientras estaba allí, una limusina negra reptó por el atardecer, con los neumáticos crujiendo con lentitud sobre la grava. Poco después, la limusina aparcó junto a las demás. Tres hombres vestidos con trajes negros salieron por las puertas traseras del coche; el estómago de Sugawara sintió amargura: reconoció a los hombres como hombres allegados al gobierno, hombres con influencia. La gente que ayudaría a Kurata a sobrevivir. Luego Akira escuchó un sutil roce detrás de él y se dio la vuelta. Al hacerlo recorrió con la mirada la habitación: una habitación grande, vacía, de veintiún tatami, tan ancha como tres esteras y siete de anchura. Las paredes estaban forradas con hornacinas
tokonoma
, que contenían la colección ancestral de Kurata, inclusive la espada de valor incalculable y juegos de dagas que habían pasado de generación en generación.
Cuando Sugawara se dio la vuelta, el guarda de Kurata abrió despacio una pantalla
shoji
, descubriendo a Toru Matsue, que estaba allí ante la puerta abierta. Momentos después, Tokutaro Kurata se unió al anciano. El silencio magnificó el viento que susurraba entre los árboles del exterior; los pájaros parecían cantar demasiado fuerte, chillones. Sugawara notó que tenía sudor en el labio superior y que, también, descendía por sus costillas.
Después de una eternidad, Kurata rompió el silencio.
—Y bien, sobrino —dijo sin honores ni una inclinación.
—Kurata-
san
—dijo Sugawara y se inclinó cortésmente.