Ambos permanecieron allí echados unos minutos. Luego, con timidez, Akira ofreció el brazo y el hombro a Lara, y ella aceptó su ofrecimiento y se acurrucó todo lo cerca de él que los sacos y la lona le permitieron. Después le dio un beso de buenas noches, recatada, y luego se durmieron rápidamente, mientras el gigantesco avión volaba veloz hacia su destino.
El sol del amanecer se alzaba por un paisaje brumoso cubierto por las cortinas de
smog
que colgaban en la distancia, entre cresta y cresta, que cada vez se hacían más densas y convertían los rascacielos de Tokio en vagas siluetas que se alzaban sobre el puerto.
Tokutaro Kurata estaba en la azotea del tejado del Laboratorio 73, contemplando los rayos de sol matutinos, hasta que el ruido de un automóvil se escuchó en el terreno, debajo del edificio, y distrajo su atención. Miró hacia abajo y vio un sencillo Mitsubishi que se alejaba del muelle de carga y se dirigía hacia la primera de las puertas de seguridad. Edward Rycroft estaba a su lado, con las manos en los bolsillos de su bata blanca de laboratorio; observaba como un halcón, en la distancia, se mantenía inmóvil, daba vueltas y caía en picado fuera de la vista tras una arboleda de árboles de alcanfor.
—¿Notarán la diferencia? —preguntó Kurata.
Rycroft negó con la cabeza.
—Las bolas tienen el mismo aspecto que las que les entregué hace meses. Su voz era seca, irritada.
—Ellos creen que es un surfactante, algo que se disuelve en los productos de la escritura en el aire para hacer que los químicos se vaporicen de forma más uniforme, y que las toberas no se obstruyan.
Se dio la vuelta para enfrentarse a Kurata.
—Relájese. Mañana a esta hora todo habrá terminado.
Kurata lo miró.
—Disculpe que no esté como siempre. El deshonor que ha causado mi sobrino me ha alterado sobremanera.
—Por supuesto —dijo Rycroft en un tono más regular.
—¿Qué se sabe de las previsiones de tiempo solar? Rycroft sonrió.
—Ha decrecido la intensidad. Parece que las perturbaciones geomagnéticas están migrando bastante al norte. Lo más probable es que tengamos una ventana mañana al mediodía.
Kurata sonrió ampliamente.
En lo más profundo del escarpado paisaje japonés, un desprendimiento de tierras, desencadenado por algún terremoto ya olvidado, había modelado una inmensa barrera, como un dique, a través de la boca del valle que encerraba un pequeño lago y lo aislaba del mundo exterior que quedaba abajo. El valle tenía la forma de un cuenco casi perfecto; las escarpadas montañas descendían hacia los llanos campos, escalonados por niveles, formados por cienos depositados a través de los eones. Los arrozales repletos del famoso arroz de la comuna colgaban de las laderas de las montañas, colgando de éstas como cuencos semillenos de agua, subiendo por sus senderos verdes y sincopados hacia lo alto de las cumbres. Los arrozales también se extendían por la parte más alejada del valle, de manera que la tierra llana que había en medio estaba rodeada por una «U» del cultivo que empezaban y finalizaban en la orilla del lago en la parte más baja.
La llanura estaba sembrada con los valorados vegetales de la comuna. Las reses de ganado pastaban a lo largo de una franja de terreno repleta de gravilla, usada como pista de aterrizaje por las avionetas agrícolas de la comuna. Todos los alimentos se cultivaban de forma orgánica, pero sus pilotos eran muy preciados por su habilidad en depositar productos químicos en los campos de otros agricultores. Un hangar de metal se alzaba cerca del borde del lago, en el que se amontonaba un grupo de edificios pequeños.
Si un observador se hubiese colocado en el borde de la elevada carretera que recorría la columna vertebral de una de las paredes de valle, habría visto guardias patrullando por las dobles hileras de la alta valla de tela metálica que reseguía los límites exactos de la propiedad de la comuna.
Algunos detractores de la comuna habían contado a los editores del periódico
Asahi Shimbun
, que las verjas eran las paredes de una prisión para que los miembros disidentes de la secta no regresasen al mundo exterior. Los miembros más ancianos de la comuna se mofaban y señalaban como motivo los repetidos intentos que se habían hecho para robar su pura y valiosa comida. Sin mencionar a los detractores de la comuna, que eran una amenaza muy real para la granja y el bienestar físico de sus habitantes. La invitación a que el gobierno llevase a cabo una inspección, por supuesto superficial, y de la cual se informó al
Asahi Shimbun
pareció alejar los temores de que podría tratarse de otra secta armada como la que había planeado lanzar gas nervioso en el metro de Tokio. Aquel día, el observador de la colina también habría visto que un sencillo sedán Mitsubishi avanzaba con lentitud por la única, serpenteante y polvorienta carretera hacia la puerta del complejo. Hicieron señas al Mitsubishi para que parase, y revisaron su documentación por segunda vez mientras la primera puerta se cerraba. Al fin, el sedán continuó hacia el hangar, donde se le sometió a otro registro. Después, las puertas del hangar se abrieron, y el Mitsubishi desapareció de la vista.
Cuando el sol se ponía en Osaka, un gran helicóptero Sikorsky se posó con gracilidad delante de la terminal de contenedores de Singapore Electrochip. Era uno de los mayores edificios entre la gran cantidad de edificios parecidos, de paredes de metal, que se amontonaban en los sectores de carga, lejos de las terminales de pasajeros y ojos espías.
El suyo era un acontecimiento rutinario y no consiguió atraer ni una segunda mirada de ninguno de los obreros, vestidos con monos de trabajo, que cargaban y descargaban cajas y paletas de los aviones en las terminales vecinas.
Lara Blackwood y Akira Sugawara caminaban tomados de la mano, agachados en la parte trasera de la nave, escondidos con cuidado por cajas y paletas estratégicamente situadas. El helicóptero había sido casualmente enviado al mismo hangar de mantenimiento, para que le realizasen algunas reparaciones sin importancia, que en el que estaba el 747 que les había transportado desde Ámsterdam. El dinero del misterioso doctor Al-Bitar, una vez más, había comprado la discreción, el silencio, la ceguera y la cooperación.
Lara se apoyó en Akira, y sintió que se acercaba a ella en la penumbra del reducido espacio. Su contacto inundó su corazón de calidez y seguridad, y alejó la fría oscuridad que, hasta entonces, había sido su constante compañera desde que escapó de la muerte en Washington.
El sonido del rotor principal del helicóptero disminuyó de intensidad y, momentos después, no se escuchó más que un ruido apagado de los rotores dando vueltas libremente. Voces sin rostro se escucharon detrás del compartimiento de carga. Entre las voces se escuchaba la de Victor Xue, haciendo preguntas, y otras voces que le respondían resuelta y respetuosamente. Desde más allá del fuselaje llegaron los sonidos de las carretillas elevadoras y otros vehículos más silenciosos. El ruido sordo de la puerta del inmenso helicóptero de carga hizo vibrar toda la nave. Momentos después se escucharon golpes debajo de sus pies. Lara y Akira se pusieron en pie y abrieron una pequeña trampilla de acceso a la cabina.
—Por favor revisen sus asientos y no olviden sus objetos personales antes de desembarcar —la cabeza de Victor Xue asomó por la abertura—. Y gracias por elegir «Líneas Aéreas Vuele de Noche» —les sonrió y luego alzó una mano—. Esperad un momento.
Su cabeza desapareció un instante y luego dijo:
—Muy bien, rápido. Todos están ocupados con la carga. Se deslizaron deprisa por la trampilla y escalaron por una serie de cajas de cartón que ocupaban casi por completo la parte trasera de la furgoneta de carga, llena hasta el techo. Xue les alejó con rapidez del helicóptero, rodeó la parte trasera de la terminal de carga y la puerta abierta de un vehículo. Xue apretó un control remoto para cerrar la puerta.
—Bien, ya podéis incorporaros.
Cuando Akira y Lara se sentaron, vieron una habitación cavernosa con paredes de metal blancas y altos techos de unos dos o tres pisos de altura. De las vigas a la vista colgaban brillantes luces, y estaban iluminadas, además, con tragaluces que cubrían la mitad del techo. Estaban rodeados por una pared de tres metros de alto de contenedores de transporte, paletas y cajas; sin duda lo que uno podía esperar en una terminal de carga.
Akira y Lara observaron como Xue guiaba la furgoneta a la izquierda y rodeaba el distante perímetro de las cajas, doblaba a la derecha y luego se detenía en el borde de un amplio espacio abierto, lleno de paletas, mesas de trabajo, un torno, una taladradora de columna y otro equipo de almacén, junto con mesas ocupadas por ordenadores, equipo de pruebas electrónico, documentos y planos. Pilas y montones de tubos, rollos de cable y cantidades de plástico y metal estaban esparcidos sin orden ni concierto donde las carretillas elevadoras habían depositado las paletas. Una hormigonera estaba allí, apagada, al lado de las paletas amontonadas hasta arriba de todo, con sacos de cemento. En una esquina, un hombre vestido con ropas de trabajo de un verde descolorido se ocupaba del bidón de aceite suspendido sobre un gran quemador portátil de gas en bombonas, que parecía vapor de agua suspendido sobre la boca del barril.
En el lado opuesto, un resplandor azul parpadeaba y crepitaba mientras otro hombre, vestido con un delantal marrón, iluminaba la zona con un soldador por arco. El hombre se detuvo, apartó el escudo que le cubría la cabeza y luego empezó a trabajar sobre el objeto con una muela portátil, que soltaba una lluvia meteórica, rociándole de chispas mientras trabajaba. Lara sospechó que estaba puliendo las aristas de lo que acababa de soldar. Una colección de tiendas de campaña en forma de cúpula se apiñaban en un rincón apartado del edificio, rodeado por las suficientes mesas plegables, taburetes y equipo de cocina para parecer una exposición en el suelo de unos grandes almacenes de artículos deportivos.
Cerca de ellos, otro hombre, vestido con una bata blanca de laboratorio, estaba inclinado sobre un monitor de ordenador. Se irguió y miró hacia la furgoneta; después empezó a andar enérgicamente hacia ellos, con las colas de la bata de laboratorio flotando tras él.
—Es sorprendente. ¿Cómo habéis conseguido hacer todo esto tan deprisa? —preguntó Lara.
—
Shinrai
tiene muchos recursos —dijo Xue—. Pero, lo más importante, es que cuando el doctor Al-Bitar le dice a alguien que se mueva, se remueven cielos y tierra.
—Eso parece —dijo Lara, visiblemente impresionada por el alcance de la organización.
Observó al hombre de la bata blanca que se acercaba. Era un hombre delgado, de mediana estatura, de piel oscura, con la barba canosa, llevaba un turbante de color azul marino en la cabeza y lucía una sonrisa que radiaba confianza y una sincera bienvenida.
—Buenas tardes, Victor —dijo el hombre al acercarse, y extendió la mano—. Espero que hayáis tenido buen viaje.
Victor estrechó la mano del hombre.
—Bajo estas circunstancias, muy buen viaje, aunque dormir en el suelo de un jet de carga sin calefacción no es algo que recomiende a nadie mayor de veinticinco años. Luego se dirigió a Lara y Akira.
—Lara Blackwood, Akira Sugawara, les presento al doctor John LaPorta, jefe de investigación de Singapore Electrochip, un brillante doctor que está con nosotros desde que adquirimos la próspera compañía de semiconductores que él fundó. De hecho, sus patentes y descubrimientos han allanado el camino para la computación cuántica a altas temperaturas.
—No crean una palabra de lo que dice. Yo me conformo con contribuir aquí y allí —replicó LaPorta, y extendió la mano a Lara—. Es un gran placer conocerla, señorita Blackwood, y saber que está usted a salvo.
Lara estrechó su mano y le devolvió el cumplido.
—Y usted —LaPorta se dirigió a Akira—. También me alegro de conocer a alguien tan valiente.
Akira se encogió de hombros con modestia, mientras estrechaba la mano de LaPorta.
—Gracias, pero sólo hago lo que me parece correcto.
—Y algunas veces es lo más duro —afirmó LaPorta, asintiendo con la cabeza.
Hizo una pausa. Xue miró a LaPorta con expectación. Y luego éste continuó:
—Hemos hecho algunos grandes progresos en muy poco tiempo —miró alrededor de la habitación—. Por fortuna, el elemento básico es muy simple y su diseño fácil de realizar. Casi hemos acabado con un dispositivo muy sencillo y han empezado a trabajar en otro par que he diseñado y que pueden ser muchísimo más efectivos. Vengan por aquí, se lo enseñaré.
Le siguieron hacia el ordenador en el que había estado trabajando. Xue señaló la pantalla del ordenador.
—¿Qué tiene aquí?
—Es una simulación de nuestra bomba-e —se acercó al teclado y entró una serie de comandos; después se apartó cuando la pantalla empezó su animación.
—El truco consiste en establecer una correlación entre la forma de la onda de detonación de la combustión del explosivo que forma con el campo magnético y la forma inicial precisa del estátor y la armadura para conseguir un resultado máximo. Puesto que no soy experto en explosivos, es una suerte que las características de la detonación de combustión de la mayoría de explosivos se puedan conseguir con facilidad en una forma que podamos usar con mi propio modelo electromagnético.
Lara y Akira observaron el procedimiento de la simulación gráfica hasta que concluyó.
—Esa simulación nos presenta todo lo que necesitamos para determinar la carga inicial. También me ayuda a diseñar un circuito de carga y detonación que producirá el EMP máximo —hizo una pausa—. Pero para ser honesto, el diseño es tan simple que ninguno de los ajustes de éste es vital. Mis hijos podrían construir uno de éstos en el garaje de casa en un fin de semana.
—¡Guau! Es sorprendente que los terroristas no hayan hecho estallar bombas de éstas por todo el mundo. Media docena de ellas, situadas en los lugares adecuados, podrían acabar con el control del tráfico aéreo, los centros de telefonía, las compañías de servidores de Internet. Podrían humillar a Estados Unidos…; —dijo Lara. Xue movió la cabeza.
—Sí, pero estas acciones no son ostentosas, no matan gente y no proporcionan imágenes terribles que puedan emitirse por televisión. No hay sangre, ni cuerpos desmembrados, ni bebés muertos volando por los aires, ni una amenaza persistente de daño físico. Los terroristas viven para ver imágenes
gore
y sufrimiento. Les gusta asesinar y destruir. Envuelven su locura en política o religión, pero en realidad nada de eso les importa. Tan sólo les da una excusa para su psicosis. Sólo son carniceros y asesinos en masa, y siempre se alejan de lo que tan sólo es efectivo. ¿Por qué atacar a soldados cuando pueden hacer volar la fiesta de una niñita? —apuntó él.