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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (44 page)

—Toma —dijo, lanzándole la prenda—. Tenemos visitantes hostiles.

Con la práctica que había adquirido en el entrenamiento de protección de ejecutivos que recibió cuando le entregaron el Suburban blindado, se puso con habilidad el chaleco antibalas, alentada al encontrar el Kevlar reforzado con las placas de cerámica balística para la protección contra calibres más grandes o balas especiales para atravesar chalecos antibalas. Hacían que los movimientos fuesen más lentos pero eran más seguros. La capa superior del chaleco era como un cortavientos cubierto de bolsillos con cremalleras. La mayoría de ellos, se fijó Lara, estaban llenos: un aparato emisor y receptor con auriculares, una linterna, un botiquín de primeros auxilios, una jeringa de morfina, una navaja plegable, bengalas, pintura de camuflaje tricolor…

Todo estaba inteligentemente diseñado para convertir el chaleco antibalas en un kit básico de combate y supervivencia, para emergencias sorpresa como ésta. Alguien debía haber dedicado mucho esfuerzo en ello; pensó Lara, tal vez ese alguien era Falk.

Mientras tocaba los bolsillos, Lara echó un vistazo a la pantalla del ordenador, donde una docena o más de puntos rojos avanzaban. Los puntos verdes sólo eran cinco o seis; cuatro estaban muertos, el resto agrupados hacia el centro de la pantalla, la casa de los tulipanes, supuso.

—Infrarrojos —explicó Falk, señalando con la cabeza la pantalla—. Esto y una combinación de radar terrestre. El rostro del militar era adusto y estaba cubierto de sudor—. Cada uno de nuestros hombres, que vemos en verde, lleva un minúsculo transmisor IFF.

—Parece que los malos ganan —dijo Lara.

Falk asintió sombrío.

—¿Han intentado pedir ayuda? —preguntó Lara. Falk asintió.

—Han cortado el teléfono y la radio, y los móviles están inutilizados.

—¿Cómo pueden inutilizarlo todo? —preguntó Lara.

—Ordenadores. Analizadores de espectro direccionales enfocados hacia aquí. En cuanto se detecta una señal, el analizador de espectro se ajusta a la frecuencia de las interferencias y ¡chas! —dijo Falk.

En la pantalla, otra luz verde permaneció inmóvil durante demasiado tiempo.

Lara rogó para que el hombre estuviese a cubierto y no fuese algo más grave.

—Alguien debe de controlar esas frecuencias, en especial las reservadas a los militares —sugirió Lara.

Falk asintió cansinamente.

—Pero no lo hacen tanto como durante la Guerra fría —dijo—. Me temo que cualquier investigación sobre las emisiones de radio llegará a tiempo sólo de encontrar cuerpos.

La explosión de una granada retumbó en el exterior y la luz verde inmóvil por la que Lara había rezado desapareció de la pantalla. Falk vio la misma luz apagarse y se persignó.

En el silencio que siguió a continuación, Lara oyó que Akira Sugawara entraba por la puerta, andando con lentitud. El color casi había vuelto a su rostro, con su porte erguido y fuerte, desnudo de cintura para arriba, excepto el vendaje sobre el hombro. Pensó brevemente en la capacidad de recuperación de la juventud y, luego, la visión de su físico delgado y musculoso la cautivó, resaltado además por su victoria sobre el dolor de la herida. Los ojos de Lara recorrieron los bien definidos músculos, que se extendían bellamente desde los pilares de su cuello y descendían por la pirámide de sus hombros hacia la masa muscular alargada de sus brazos, que parecían los de un jugador de baloncesto. Entre sus hombros, su pecho era amplio y musculoso, con los pectorales marcados que conducían a un abdomen liso como una tabla.

Él la miró fijamente a los ojos, abierta y directamente. Lara vio que sus ojos se abrían de par en par. ¿Delataban sorpresa, confusión? Sólo por un instante, su misteriosa oscuridad titubeó por la indecisión. Ella sostuvo la mirada durante milésimas de segundo, y luego la apartó enseguida.

Sugawara carraspeó.

—¿Qué sucede?

—Parece que tus ex socios nos han localizado más pronto de lo que esperábamos —dijo Falk mientras le alargaba un chaleco antibalas.

Lara intentó no mirar pero fue incapaz de no hacerlo; observó cómo Sugawara se colocaba el chaleco fácilmente, con familiaridad. A pesar de su herida, no mostró dolor y se movió sin titubeos o limitaciones.

—¿Señorita Blackwood?

Lara se dio la vuelta y vio que Falk le alargaba un M-16 con cargadores extra ajustados en el departamento de un bolsillo elástico adaptado a la culata. Cada arma automática tenía un grueso dispositivo de visión nocturna unido a la parte superior. Lara aceptó el arma y la miró, satisfecha al comprobar sus funciones mecánicas, que eran idénticas a las que había disparado en el campo de tiro cercano a Washington.

—El dispositivo del cañón es una mira láser —dijo Falk—. Pero no utiliza luz visible o infrarroja que nuestros asaltantes podrían detectar, sino que se refleja en una parte especial del ultravioleta distinto de las miras nocturnas y sólo es detectable en aquellas armas que han sido modificadas para detectarlas.

Lara asintió.

—Bien —dijo Falk, luego prestó atención a una voz urgente que sonaba en la radio.

En aquel preciso instante, una gran explosión sacudió la casa entera. Lara intentó no caer. Sugawara dejó escapar un grito cuando su costado herido chocó contra una silla. Las luces principales parpadearon y fueron remplazadas por una tenue penumbra al encenderse las luces de emergencia. El hedor acre del potente explosivo penetró en la cocina, empujado por el aire fresco del exterior.

Sin previo aviso, una serie de destellos del exterior fueron seguidos por atronadores y duros golpes que atravesaron la casa.

—RPG, granadas propulsadas por cohetes —dijo Falk con seguridad.

Un momento después, el olor inconfundible del fuego llegó desde el salón, seguido de un ávido chisporroteo, el flameo y el resplandor cada vez más intenso de las llamas.

Entre el estruendo, Lara escuchó a Falk y la desesperación en su voz.

—Esto no va bien —dijo pesimista, mientras miraba la pantalla del ordenador.

—Están perdidos…, perdidos. Todos ellos.

Lara observó los puntos verdes que quedaban en la pantalla del ordenador y supo que el soldado hablaba de sus hombres, los soldados que custodiaban la casa de los tulipanes y que habían sido cedidos por sus unidades para un «ejercicio de entrenamiento».

—¡Vamos! —oyó la voz de Noord en alguna parte, más allá de la vorágine—. ¡Reagrúpense!

Escuchó respuestas afirmativas de un puñado de soldados que se habían refugiado dentro de la casa con ellos. A continuación se escucharon pasos de gente corriendo y más disparos.

La casa estaba siendo acribillada con explosiones desde todas partes, una constante descarga que parecía elevar el suelo bajo sus pies. El humo llenó la habitación, el calor de las llamas a su alrededor se podía palpar. Un certero impacto detonó precisamente junto a la ventana de la cocina, fraccionó el especial cristal blindado, y arrojó metralla dentro de la cocina. La sacudida hizo caer al suelo a todos los que estaban en pie. La metralla silbó audiblemente por toda la cocina y taladró sin causar daños personales las paredes y el techo. Las llamas del salón flameaban cada vez con más fuerza; Lara sintió que se le ponía la piel de gallina a medida que el fuego se intensificaba; era como algo vivo, alimentado por la ventilación cruzada que entraba por el nuevo agujero practicado en la pared de la cocina.

—¡Al sótano! —ordenó Falk, mientras aferraba los tres M-16 que quedaban en el arsenal; después corrió a abrir una puerta normal y corriente que estaba al lado de la «despensa». Las llamas crecían a medida que ellos entraban por la puerta y bajaban las escaleras, y un proyectil RPG impactaba en la pared de la cocina, pulverizando la pared exterior de la «despensa». En aquel preciso instante, el rugido del martilleo de las armas de fuego automáticas que destrozaban todo lo que encontraban a su paso, a través del recortado agujero en la pared, y agujereaban la de la cocina con una línea tambaleante de cráteres. El yeso del muro se desprendió como una lluvia.

El cuerpo de Falk bailó bajo una ráfaga de fuego de las automáticas, golpeado y zarandeado, aún vivo, porque las balas escalaron por el cuerpo del chaleco antibalas, hasta que finalmente perforaron su cabeza, convirtiéndola en un gran géiser rojo empañado de muerte.

Sugawara empujó a Lara y la echó al suelo cuando las balas llenaron el espacio a su alrededor, rastreando en busca de más vidas con las que acabar.

El crujido de las llamas se hacía cada vez más intenso y el aire más caliente. Se asfixiaban y tosían con el humo. En algún lugar, fuera de su vista, las balas los acribillaban; una pared consumida por el fuego se vino abajo con gran estruendo; el fuego se hizo más intenso, alimentado por la pared caída, alzándose en el cielo nocturno, un vigoroso río de ascuas se reavivó y se alzó en la oscuridad. Las paredes destruidas cubiertas por las llamas los rodearon. Lara olió el hedor del pelo chamuscado. Era como estar en una sartén.

—¡Vamos! —Sugawara le tocó el hombro—. ¡Salgamos de aquí! ¡Permanece estirada!

Arrastrándose entre los restos, le siguió por la oscuridad iluminada por las llamas hasta un enorme agujero que habían abierto en la pared de la cocina. De pronto, se encontraron en el oscuro y frío aire de la noche, con el calor a su espalda, al abrigo del contenedor para escombros.

Tras ellos y dominándolos, una pared exterior ardía con ferocidad, mientras un suave viento arrastraba el humo y las llamas hacia ellos. Lara miró hacia atrás, al lado más alejado de la casa, una pared del interior se derrumbó lentamente dentro, empujada por la brisa. Lara se descolgó el M-16 del hombro y miró a su alrededor, intentó grabar en su mente la dirección de donde provenían los disparos, procurando separar los ruidos del fuego amistoso del que disparaban los atacantes, con la esperanza de calcular el número de fuerzas enemigas que quedaban. Vio que Sugawara parecía haberlo calculado también y que revisaba con atención el retazo de oscuridad con la mira de visión nocturna de su M-16.

—Deberíamos apartarnos de la casa antes de que se derrumbe sobre nosotros —dijo Lara al mirar la pared que se tambaleaba tras ellos. Pero antes de que Sugawara pudiese responder, unos violentos destellos blancos atravesaron la noche seguidos, instantes después, por los sonidos de un rifle automático.

—¡Al suelo! —gritó Sugawara mientras se echaba dentro de la tapa del contenedor.

Las balas resonaron por el contenedor de metal, acribillándolo.

Lara se echó hacia atrás, apretándose contra Sugawara mientras las balas los buscaban. La basura voló a pocos centímetros de su rostro. Permanecieron inmóviles mientras los acribillaban. Lara escuchaba los M-16 de Noord y su pequeño contingente, así como las respuestas de varias armas distintas. El intercambio continuó furiosamente, salpicado de maldiciones y gritos de dolor. Luego se produjo una tregua y, después de ésta, dominó el rugido absorbente de un incendio voraz que danzaba en el cielo de la noche y animaba las sombras a su alrededor.

Seguramente, era visible a través de los llanos pólders, a muchos kilómetros de distancia, pensó Lara. Cualquiera podría verlo. Alguien podría acercarse a investigar. Sin embargo, cuando por fin lo hiciesen, ¿quedaría alguien con vida?

En las sombras alimentadas por el incendio que danzaba a su alrededor, algo captó su atención inconscientemente, en el fondo de sus pensamientos. Una sombra que se movía de forma discordante, rara, pues permanecía inmóvil demasiado rato. Se alzó sobre una rodilla y se giró justo a tiempo de ver a un hombre cerca de la esquina de la casa.

Rápidamente, alzó su M-16 y apretó el gatillo. Las balas hicieron volar los revestimientos exteriores de madera y luego cosió a balazos el rostro del hombre mientas ajustaba su puntería.

Se produjo otro silencio, pero sólo por un momento. Luego una seca y fría voz de mujer llenó la tregua.

—Muy buen disparo, cariño.

Lara se dio la vuelta y se encontró con que estaba mirando directamente la boca de un arma pequeña, gruesa y protuberante, el Heckler & Koch MP5A, que sostenía una mujer alta, llamativamente rubia, con una sonrisa diabólica.

Un hombre corpulento, cubierto con chaleco antibalas, bolsillos de munición y un montón de granadas colgando de él como bolas de un árbol de Navidad se le adelantó corriendo. Lara volvió la cabeza justo a tiempo de ver cómo Sugawara intentaba apuntar con el cañón del M-16 al hombre corpulento. Sin embargo, las rápidas manos del hombre agarraron la boca del M-16 y dio una patada a la cabeza de Sugawara, en un lado, en su forcejeo para apartarle del rifle y lo derribó, aplastándole el rostro contra el suelo.

Capítulo 49

No muy lejos de allí, resonaban, restallaban y estallaban armas de bajo calibre en una larga descarga que retumbaba en cada hebra de silencio de la noche, y transportaba los brutales ruidos de la muerte a kilómetros de distancia a través de los llanos pólders.

Lara se quedó inmóvil en el sitio mientras el aterrado bombeo de su propio corazón luchaba con una furiosa oleada de rabia que crepitaba como acero fundido.

—Vosotros dos me habéis causado bastantes molestias —dijo Sheila Gaillard.

Sugawara se incorporó, se apoyó en las rodillas y las palmas de sus manos, y miró a Gaillard.

El hombre corpulento con chaleco antibalas le dio un fuerte puntapié en las costillas. El duro golpe hizo rodar a Sugawara sobre su espalda. El hombre hizo un movimiento para golpearlo de nuevo.

—¡No! —ordenó Sheila con firmeza.

El hombre se detuvo inmediatamente como un setter bien entrenado. Poco después, Sugawara se incorporó con dificultad, apoyado en sus codos y sacudió la cabeza, vacilante.

Gaillard estaba bien iluminada por las llamas del incendio; sus pechos, normalmente espectaculares, estaban enfundados en el chaleco antibalas; llevaba un vendaje en la cara y un parche cubría su ojo izquierdo. Las llamas bailaron en su rostro cuando se dio la vuelta y dio un paso hacia Lara; se inclinó y colocó el cañón del H & K sobre la frente de Lara y lo empujó lo suficiente para hacerla caer de espaldas sobre sus talones, entre la basura.

—¡Bang! —exclamó Sheila en voz baja. Su rostro brilló de placer—. Lo único que tengo que hacer es apretar el gatillo y volar directamente tu jodido premio Nobel de esa bonita cabeza…, y se convertirá, simplemente, en otra salpicadura de maldito lodo gris desparramada por el suelo —Sheila sonrió ampliamente—. Sólo un puñado de masa goteante. Y sería el fin de la humanidad —miró a Lara—. El templo del intelecto, la fábrica de billones de impulsos eléctricos que llamamos conciencia…, el alma.

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