El ruido del coche que se aproximaba se hizo más fuerte a medida que ella se acercaba al primer invernadero.
De repente, un claxon empezó a sonar, urgente, largo, fuerte. Lara se dio la vuelta y vio que un Volvo abollado se dirigía a toda velocidad hacia ella. A medida que se acercaba, se fijó en que había agujeros de bala en el parabrisas. Vio aterrorizada que el coche, de repente, viraba, salía de la carretera y atravesaba como un bulldozer las paredes de cristal del invernadero más cercano.
Los cristales estallaron en una lluvia de fragmentos que le recordaron una avalancha alpina. Corrió hacia el boquete que había abierto el coche. El claxon aún resonaba mientras escalaba por las marañas de rosales destrozados y se aproximaba al Volvo, que se había detenido al chocar contra un pilar de acero que sostenía la armadura de la cubierta. El maletero y el guardabarros traseros estaban repletos de agujeros de bala.
El olor a gasolina impregnaba el aire; Lara se detuvo horrorizada al ver que se derramaba gasolina por la parte trasera del coche. En menos tiempo del que su mente necesitó para registrar el peligro, Lara vio que las primeras pequeñas llamas lamían el combustible. Quedó paralizada un momento, luego se obligó a olvidarse de la opresión que tenía en la boca del estómago y corrió hacia el Volvo, saltando por encima de la gasolina.
Echado sobre el volante, encontró a un joven japonés.
Intentó abrir la puerta pero estaba encallada. Varios agujeros de bala habían impactado en la puerta, uno directamente en la cerradura.
—¡Oh, fantástico! ¡Simplemente fantástico! —murmuró para sí.
El olor a gasolina era cada vez más fuerte; Lara se dirigió a la maraña de rosales, que le arañaron las piernas con las espinas, y pasó hacia la puerta del acompañante, que se abrió con facilidad.
El joven recuperó la conciencia cuando Lara se inclinó para sujetarlo. Las manos de Lara quedaron empapadas en sangre cuando envolvió con sus brazos el cuerpo del conductor y tiró de él para ponerlo a salvo. Acababa de sacar al joven del coche cuando, de pronto, el hombre se retorció y se libró de ella con una fuerza sorprendente y se lanzó de nuevo dentro del Volvo. Lara lo siguió.
Cuando sacó al conductor por segunda vez, el hombre sostenía con fuerza un objeto cilíndrico cubierto de tela. Lara quiso agarrar quitarle el objeto de las manos, pero el joven lo sujetó como si le fuera la vida en ello.
—¡No! ¡No! ¡No lo toque! —gritó en un inglés sin acento.
Lara arrastró al joven lejos del Volvo.
—No…, no lo abras —murmuró el joven—. Muerte dentro. Muerte dentro. ¡No lo abras!
En aquel preciso instante, la gasolina se incendió con un gran estruendo.
La puesta de sol derramaba sus rayos granates y anaranjados por las ventanas de la habitación de la casa de tulipanes y proyectaba su resplandor sobre las personas que estaban reunidas alrededor de la cama de Sugawara.
Ninguno de ellos aún había encendido la luz, tan absortos estaban todos con la historia que éste les explicaba. En ausencia de iluminación moderna, la escena estaba pintada con colores cálidos y naturales, modelados por la luz y las sombras que le conferían al conjunto el aire de un cuadro pintado por Vermeer; Sugawara estaba echado en la cama, apoyado en almohadas y cubierto con un edredón cosido con las minúsculas y regulares puntadas de una mujer que no tenía ni idea de que su trabajo desempeñaría un papel en la escena central de un relato; sentados en sillas a un lado de la cama de Sugawara estaban Falk, Noord y el médico que había llegado en helicóptero desde Rotterdam. Sus alargados rostros neerlandeses, arrancados directamente de principios del siglo pasado, le conferían verosimilitud al cuadro. Sólo una gruesa bolsa de plástico con sangre dentro, que colgaba del soporte de acero inoxidable con el fluido intravenoso y el tubo en el brazo de Sugawara, remitía la escena al presente.
El médico había diagnosticado que la bala que hirió a Sugawara entró justo por debajo del omóplato izquierdo y había salido limpiamente bajo el brazo. No había tocado las arterias más importantes por una fracción de milímetro.
—Es joven, está sano y en buena forma. Que beba mucho líquido y pronto se encontrará bien —dijo el médico.
Al lado de la ventana, Lara estaba sentada en una silla de respaldo recto, con el rostro pintado con colores cálidos por la puesta de sol, contorneado con suavidad, haciendo contraste con el brillo de sus ojos; el resplandor azabache de su pelo fluía en la dorada penumbra.
En un oscuro rincón, al lado de la puerta donde el sol del atardecer había dado paso a la noche, estaba sentado un hombre chino, silencioso y vehemente, que acababa de llegar justo unos minutos después del accidente de Sugawara.
Lara se esforzó en recordar el nombre del chino; las presentaciones habían sido apresuradas, la escena caótica mientras buscaban atención médica para Sugawara e intentaban apagar el incendio para no tener que llamar a las autoridades.
Por más que intentó recordarlo, lo único que le vino a la cabeza a Lara fue que era un hombre de Al-Bitar. Estaba muy bien financiado por una firma asiática de semiconductores y era el jefe de las operaciones asiáticas de
Shinrai
. En principio había llegado para organizar un viaje a Singapur, que seguramente tendría que cambiar después de lo que Sugawara tenía que explicarles. Xue, Lara recordó finalmente, que se pronunciaba más o menos como «Schwerh». Victor Xue. Así se llamaba el hombre.
Sólo faltaba DeGroot. El mismo helicóptero que había traído al médico se había llevado a DeGroot y la muestra del Ojo de fuego que le había proporcionado Sugawara, al reconocido laboratorio de investigación médica de la Universidad de Leiden.
En las horas siguientes a la partida de DeGroot, Sugawara los había sorprendido con sus detalladas revelaciones sobre la organización de Kurata y la operación Tsushima.
—Bien, creo que tenemos que estar preparados para lo peor —dijo Falk a Lara, asintiendo con la cabeza.
Con DeGroot ausente, el anciano militar había asumido el mando del grupo.
—Esto significa que tenemos que estar preparados para detener «esa cosa».
Todos asintieron con la cabeza y murmuraron algunas palabras para mostrar su acuerdo. Noord encendió la lámpara de la mesilla de noche, cuando los últimos rescoldos del día se desvanecieron en la oscuridad.
—¿Cuándo dices que crees que va a ocurrir todo eso? —preguntó Noord.
—No lo he dicho aún —replicó Sugawara.
Alargó el brazo para tomar el vaso de leche que estaba sobre la mesilla de noche y, sediento, bebió un largo trago.
—Pero sucederá —cerró los ojos un momento— dentro de cinco días exactamente.
Se escuchó una exclamación colectiva en la habitación.
—¿Cinco? —Noord se quedó con la boca abierta, sus mandíbulas se movían pero no pudo expresar ni una palabra más.
Sugawara asintió, luego se terminó la leche.
—Te traeré más —dijo Lara.
Alargó la mano para tomar el vaso vacío, mirando atentamente el rostro del joven. Vio unos rasgos angulosos y fuertes, con unos ojos oscuros y atractivos que irradiaban una profunda y sólida inteligencia a pesar de los calmantes que el doctor le había suministrado.
A ella le había sorprendido su fuerza, cuando lo sacó aturdido y sangrante de los restos en llamas del accidente de coche, y la tenacidad con la que había guardado las muestras del Ojo de fuego contra sí hasta que la pérdida de sangre lo sumergió en el profundo vacío de la inconsciencia.
—¿Y cómo van a distribuir el Ojo de fuego? —preguntó Falk.
Sugawara describió la escritura en el cielo y la comuna agrícola que tenía la secta religiosa.
—Realmente son bastante secretistas y paranoicos. Y, además, muy capaces. Están ubicados en un remoto valle al oeste de Tokio —explicó.
Falk dejó escapar un suave silbido de frustración.
—Cinco días —dijo—. Remoto, bien guardado, paranoico —inspiró profundamente y dejó escapar el aire de manera audible.
Entonces, Falk insistió a Sugawara:
—¿Estás completamente seguro de que todos los que ocupan algún cargo oficial que pueda detener esa operación Tsushima ya han sido captados por la organización de Kurata?
Sugawara asintió con la cabeza y dijo:
—Estoy casi completamente seguro. Yo mismo me encargué de esa cuestión —se sonrojó y bajó la cabeza avergonzado—. Recuerden, es un hombre muy poderoso, controla a los miembros del Diet y ejerce un enorme poder en todos los departamentos, incluso en el ministerio de justicia y en la policía. Sin embargo, creo que hay algunas personas en posiciones menos importantes, gente más joven, que estaría dispuesta a ayudar, pero no tienen poder puesto que ocupan posiciones de menor importancia. Ciertamente no serán de ayuda a corto plazo…, y es lo que ahora cuenta.
Noord sacudió la cabeza y miró a Falk.
Falk también movió la cabeza.
—No hay tiempo para un asalto físico. Está muy lejos; además necesitamos eliminar el virus real y las instalaciones que lo producen. Y ambos edificios están fuertemente custodiados. Para poderlo llevar a cabo necesitaríamos casi los mismos efectivos que se requieren para una invasión, y no hay forma de mantener esas cosas en secreto.
Todos los que estaban en la habitación asintieron de forma desalentadora.
—Eso sin mencionar el hecho de que un asalto físico correría el riesgo de liberar y propagar el Ojo de fuego al medio ambiente —apuntó Lara.
Calló un momento, pensativa.
—Sin embargo, lo único que necesitamos es un poco de tiempo. Y, gracias al señor Sugawara, tenemos pruebas irrefutables de la implicación de Kurata. Lo que necesitamos es retrasar todo esto para que nos dé tiempo a que el mundo lo sepa.
—No hay tiempo —insistió Sugawara—. Kurata y Daiwa Ichiban están demasiado arraigados, son demasiado poderosos para que esas revelaciones tengan efecto inmediato. A largo plazo tal vez. Pero cinco días no es suficiente tiempo para que la gente nos crea.
Lara asintió con la cabeza, despacio. Ella y Akira se miraron fijamente a los ojos, sosteniendo la mirada el tiempo suficiente para sentir la íntima conexión que los unía, una comunicación demasiado profunda para ser articulada por un pensamiento consciente.
—Todo lo que necesitamos…, lo que necesitamos es magia —dijo Noord, sombrío—. O la mano de Dios para que detenga esa operación Tsushima y destruya la instalación que produce esa cosa.
El pesimismo flotó durante mucho tiempo por la habitación, como si estuviesen en un funeral. Finalmente, Lara habló.
—Ni magia ni la mano de Dios —apuntó.
Las cabezas se volvieron expectantes hacia ella.
—Tenemos que combatir la ciencia con ciencia —dijo ella.
Sugawara sentía que la habitación aparecía y desaparecía como una señal pobre de televisión, sin acabar de irse, sin acabar de estar allí, una imagen inestable y borrosa, a causa del dolor punzante que latía en su costado.
Le había ayudado a hablar, a confesar. El dolor de las palabras, los profundos retazos a partir de la nueva realidad que se había creado, le había distraído del dolor físico intenso que le producía la herida de bala. A medida que transcurría el tiempo y describía la operación de Kurata con todos los detalles, que nunca habían sido escuchados por extraños, la enormidad de todo ello había empezado a oprimirle el corazón como una gran piedra.
Día a día había vivido la vida que había decretado su tío. Como muchas personas, había trabajado día tras día, una tarea aquí, un logro allí. Se dio cuenta de que era igual que la gente que vive en un complejo residencial en una hermosa montaña y conduce hacia el trabajo cada día, con los ojos puestos en la carretera y mirando a lo lejos a la vida mundana que encontrarían unas horas más allá, sin darse cuenta jamás del paisaje.
Sólo que él había estado rodeado por una vasta telaraña de maldad que pasó por alto.
Pero ahora que Sugawara se había decidido a contar a esos desconocidos todo lo que sabía, al ordenar la información para que fuese más comprensible, las piezas encajaban y formaban un aterrador conjunto que hacía que se avergonzase aún más de su participación. ¡Si tan sólo hubiese empezado a mirar todo en su conjunto, en lugar de centrarse de forma individual en cada una de las piezas que habían pasado por sus manos! La comprensión de todo ello le provocó un gran vacío, como un oscuro pozo sin fondo en sus entrañas que hacía que quisiera morir.
«… ; Ciencia con ciencia», Sugawara intentó pasar por alto su dolor cuando la hermosa mujer que le había salvado la vida habló. Su voz sonaba en sus oídos como música, una sinfonía.
—Uno de los más famosos científicos occidentales, Louis Pasteur, subrayó en una ocasión que «la suerte favorece a la mente preparada». Creo que se me ha ocurrido algo, a resultas de hechos oportunamente casuales, y que puede mostrarnos el camino para conseguir nuestro objetivo —hizo una pausa.
A su alrededor, las cabezas se inclinaron para escuchar con atención, las cejas se arquearon, e inclinaron el cuerpo hacia delante en las sillas.
—En primer lugar les voy a contar una historia —Lara continuó y les explicó a continuación los problemas que había experimentado con los aparatos electrónicos del
Tagcat Too
, incluida la pérdida de su embarcación en la costa neerlandesa.
—¡Sí! —dijo Sugawara—. Me pasó el mismo fenómeno. Afectó a la escritura en el aire e, incluso, a los instrumentos de medición en Tokio.
—Todo eso es muy interesante, en el aspecto intelectual —comentó Noord—. ¿Pero qué tiene que ver con detener al Ojo de fuego?
—Creo que tiene todo que ver con el tema. Sí me permite adelantarme, creo que la señorita Blackwood sugiere que utilicemos un arma electromagnética contra nuestros adversarios —avanzó Falk.
—Si no recuerdo mal, utilizamos algo así en Irak y, de nuevo, en ex Yugoslavia, ¿verdad? —preguntó Lara.
Falk sonrió, y luego asintió con la cabeza con entusiasmo.
—¿Un arma electromagnética? —preguntó Noord.
—Los circuitos eléctricos, en especial los microprocesadores y los ordenadores, son en extremo vulnerables a varios tipos de radiación electromagnética, en particular a determinadas altas frecuencias muy cortas del espectro visible. Lo estudié en la universidad y recibí entrenamiento al respecto como parte de mi servicio en las Fuerzas de Autodefensa. Luz, ondas de radio, televisión, microondas, todo esto son radiaciones electromagnéticas —explicó Sugawara.