Sugawara se colocó los auriculares cuando el comentarista de televisión explicaba a los telespectadores que más de 400 de los 751 miembros del Diet, incluyendo a la mayor parte de los miembros del gabinete, acababan de asistir al servicio religioso de plegarias en el santuario Yasukuni para honrar a los caídos de guerra japoneses. Ahora salían de allí para asistir a las ceremonias de inauguración en el Templo memorial de la paz de los caídos de guerra. Según el comentarista, primero se realizaría una consagración sintoísta del lugar, seguida de un discurso de Tokutaro Kurata, presidente de Daiwa Ichiban Corporation, que había donado ciento veinticinco millones de dólares de los ciento cincuenta que costaba el nuevo templo.
La voz del comentarista televisivo había pronunciado las palabras con notas de admiración cuando dijo: «Kurata es muy conocido por todos los japoneses como el defensor de Yamato». La pantalla destacó una imagen de Kurata, caminando junto al primer ministro y rodeado por parte de miembros del gabinete. El comentarista continuó con un relato sobre la trayectoria ascendente de Kurata, desde que en su juventud se encontraba preparado para subir a un torpedo hasta llegar a convertirse en el hombre más rico de Japón y el defensor número uno de «nuestra única cultura nacional». La cámara cambió de plano y pasó de Kurata a, inmediatamente, un primer plano de la fachada del santuario Yasukuni.
«Éstas son las personas por las que Kurata ha librado sus batallas», decía el comentarista. La imagen mostraba masas de fieles de gente corriente. Entre ellos, grupos de veteranos de la Segunda Guerra Mundial, vestidos con sus viejos uniformes, que subían los escalones en rigurosa formación, introducían monedas en los cepillos y unían sus manos para convocar a los espíritus de sus camaradas caídos. Mientras los hombres se alejaban, gente vestida de civil los rodeaban.
«Los asistentes plantean a los veteranos muchísimas preguntas con veneración», seguía el comentarista. «Los curiosos, en su mayoría demasiado jóvenes para recordar la Gran Guerra del Pacífico, preguntan a los entrecanos viejos veteranos cómo consiguieron sus medallas, en qué batallas combatieron, cuántos norteamericanos mataron. Su interés en una guerra que no pueden recordar», decía el comentarista, con una voz más sombría, «es un testamento a los esfuerzos de Kurata y la Asociación de familias afectadas por la guerra, y el nuevo Templo memorial de la paz será un inmenso y perdurable monumento para todos».
Un monumento a la atrocidad, pensó furioso Sugawara. Lo hacía sentir culpable de ser japonés, genéticamente malvado por ser familia de la misma sangre que Kurata. ¡Maldito seas! Pensó Sugawara en silencio cuando las cámaras, de nuevo, enfocaban a Kurata mientras atravesaba la aduladora multitud y subía al podio.
No existía algo así como la culpabilidad genética; ningún gen que heredase el mal karma de las generaciones anteriores. Sólo porque Kurata fuese malvado, sólo porque aquéllos de su línea de sangre habían actuado de forma malvada, no significaba que él también tuviese que ser malvado.
Por el contrario, pensó, mientras la multitud guardaba silencio esperando el discurso de Kurata, parecía que las sociedades tuviesen sus propios genomas culturales, sus rasgos particulares y hábitos, normas y creencias, que pasaban de unos a otros casi igual que los genes. Y, tal vez, entre el genoma cultural se encontraban los genes sociales para la culpabilidad y la maldad. La forma de pensar grupal y consensual de la sociedad japonesa favorecía la expresión del mal porque denunciaba la moral del hombre que tal vez se alzaría y gritaría: «¡Basta!». La sangre palpitaba en sus oídos como el viento a través de las hojas de otoño. Sugawara sabía que la única forma de curarse del mal cultural que le había infectado era ejercer sus propias decisiones personales y confiar en su fe; tenía que dejar de escuchar al grupo y empezar a aceptar la responsabilidad individual que comportaban sus acciones, lo que significaba que la vida que le había alimentado debía morir.
Se mordió el labio cuando Kurata empezó un discurso repleto de sentimientos que le eran muy familiares.
—Japón está de nuevo en guerra —decía Kurata, hablando con voz monótona. La cámara de televisión mostró la reacción de sorpresa del público.
—Más de cincuenta años después de nuestra honorable guerra para liberar a Asia del gobierno del hombre blanco, estamos de nuevo en guerra contra unas fuerzas que quieren desmembrar nuestro país, que quieren manchar el honor de nuestros seres queridos que murieron luchando en aquella guerra justa, revisionistas que os contarán mentiras acerca del papel que desempeñó nuestra gran nación. Tal vez hayamos perdido los aspectos físicos de la Gran Guerra de Asia Oriental —continuó Kurata—, pero fijaros en lo que hemos conseguido: ya no hay más neerlandeses en Indonesia, no más estadounidenses en Filipinas, no más franceses en Indochina, no más británicos en Malasia, Birmania y Singapur.
Los aplausos estallaron entre el público. Kurata se inclinó un poco para agradecer el aplauso.
—Aquello fue un gran logro —continuó Kurata—. Cumplimos con nuestro objetivo de formar la esfera de coprosperidad de la Gran Asia Oriental, con gran esfuerzo y sacrificio de nuestra nación. Pero los enemigos están tanto dentro como fuera de nuestra sociedad, e insisten en negar la verdad, en denigrar nuestros logros.
El asistente de vuelo trajo el desayuno a Sugawara y se lo sirvió en la bandeja. Los ojos impasibles del hombre miraron de reojo la pantalla de televisión, luego el rostro de Sugawara y, después, apartó la vista. Sugawara sintió vergüenza.
«No es lo que piensas», pensó Sugawara. «Yo no soy uno de ellos», quería decir.
—¿Desea alguna otra cosa?
Sugawara negó con la cabeza.
—Esos enemigos, provocados por extranjeros y otra gente impura, han tramado una gran cantidad de ridículas mentiras para apoyar su causa: ¿Qué pasa con la violación de Nanjing, la Marcha de la Muerte de Bataan, la masacre de millones de chinos y otros asiáticos, la prostitución forzosa y las denominadas atrocidades médicas?
La multitud permanecía silenciosa, boquiabierta ante la mención de esos dolorosos hechos.
—Todo eso son mentiras —dijo Kurata, en un tono más bajo—. Ésa es la historia escrita por los vencedores para justificar los medios y la voluntad de los blancos, que ha intentado y con justicia fallado destruir nuestra cultura. Mentiras…; Mentiras…; ¡Mentiras!
La multitud vitoreó; gritos de
¡Banzai
! se alzaban sobre el murmullo general. Sugawara sintió náuseas, sorbió su zumo de naranja y dejó la comida.
Esta vez, la gente tardó más de un minuto en tranquilizarse.
—Por esta razón estamos hoy aquí —dijo Kurata—. Nuestro nuevo Templo memorial de la paz de los caídos de guerra explicará la verdad, nuestra verdad, la historia verdadera. Se alzará sesenta metros por encima de este honorable suelo, junto al foso del Palacio Imperial, y justo al otro lado del estrecho canal del Budokan, donde nuestro amado emperador lleva a cabo su ceremonia solemne cada quince de agosto para conmemorar el fin de la Gran Guerra de Asia Oriental. Se alzará para que todos vean la verdad, para denunciar sus mentiras, para exultar nuestra bien merecida gloria, para honrar a los caídos en la guerra, a los que debemos más de lo que podríamos pagarles en diez mil vidas.
La multitud lo vitoreó.
—Con vuestro apoyo nos aseguraremos que el Diet no tenga que emitir una humillante disculpa, que deshonraría a los que murieron en la guerra —continuó—. ¡Disculpas! ¡Ja! Aquellos racistas blancos con pretensiones de superioridad deberían disculparse con nosotros por colocarnos en una posición en la que nos vimos obligados a defendernos, a nosotros mismos y a todos los demás asiáticos.
De nuevo se alzaron gritos de
¡Banzai
!
En la distancia, detrás de Kurata, el cielo despejado se llenaba de escritos en el aire.
«Gloria al emperador», decía el texto. «Salve al defensor de Yamato».
El nudo que Sugawara tenía en la garganta se acentuó cuando vio que la escritura en el aire volaba por el cielo, ahora inofensiva, pero letal dentro de unos días.
Entonces, un gigantesco, abismático y doloroso vacío se abrió a su alrededor, como una enfermedad, devorándole con las punzantes fauces de la soledad. Nunca se había sentido tan solo en su vida, siempre había estado arropado por las manos de los amigos y la familia, y ahora estaba divorciado del paracaídas que le proporcionaba la sociedad. Si ahora caía, no habría nada, nadie que interrumpiese su caída.
Mientras resonaban los vítores de la muchedumbre de Tokio y Kurata cedía el podio al sacerdote que consagraría el suelo, Sugawara pensó en su infancia, en sus padres, en los tiempos fáciles en los que las decisiones las tomaban otros y las de éstos, la sociedad.
Se sintió culpable por la vergüenza que llevaría a su familia y por el deshonor que caería sobre ellos. Pensó en las represalias que sufrirían si Kurata lo capturaba. Por experiencia sabía que no había nada en sus peores pesadillas comparable a un castigo real que Kurata pudiese urdir. Tenía miedo. Le habían enseñado que un samurái no tenía miedo y que el valor nacía a través de la eliminación del miedo.
Mientras el vuelo 747 de KLM volaba a toda velocidad sobre algún lugar del tramo inferior del río Tunguska, Sugawara pensó en si en verdad se podría llamar valor a unas acciones aparentemente osadas que resultaban simplemente del acto de colocarse en una posición en la que no se podía volver atrás. En realidad él había elegido un camino sin retorno; lo tenía muy claro, incluso antes de que hubiese decidido traicionar a Kurata.
Pensó en ello, en los Países Bajos, en la muerte congelada que cabalgaba bajo su asiento, en Kurata, Blackwood, Sheila Gaillard. Pensó en todo ello y sabía que había dado el gran salto.
Sólo le quedaba una pregunta en el aire: ¿estaba saltando a través del abismo para cruzarlo o, al contrario, estaba cayendo dentro de él?
La espesa niebla empezaba en la oscuridad que cubría el firmamento a media noche y terminaba también en la oscuridad de las aguas mansas, sólo Dios sabía dónde. Entre esos dos puntos había una especie de confusa zona gris, no totalmente oscura y tampoco fácilmente navegable. Lara Blackwood imaginaba que la vida era, en gran medida, algo así para la mayoría de la gente.
Estaba sentada en la popa de una pequeña lancha fuera bordo de fibra de vidrio, tal vez de unos seis metros de largo, con dos motores fuera bordo muy silenciosos que hacían un ruido muy amortiguado en la popa. Estaban unidos con cables a un timón y unos controles, en el centro de la embarcación. DeGroot iba al timón, Falk a su lado. Apenas eran visibles entre las tinieblas.
Durante casi cuatro horas, DeGroot pilotó el bote por una continua sucesión de esclusas y canales, cenagales y desagües, estanques, lagos y acequias; sólo bajaba la vista de vez en cuando para consultar su mapa y el GPS de mano.
El bote pasó bajo lo que parecía un centenar de puentes y, durante mucho tiempo, avanzó paralelo a una carretera muy transitada de la que llegaba la oleada de acordes del constante tráfico de la autopista que rodaba a escasos metros, pero que quedaba oculta por la niebla.
El estrecho canal se ensanchó al llegar a un punto sin salida; DeGroot hizo dar la vuelta en redondo a la embarcación y puso el motor al ralentí. El bote se deslizó hacia un embarcadero bajo y luego chocó con suavidad contra los viejos neumáticos de coche que colgaban por los lados. Lara permaneció en silencio.
A continuación, Falk y Lara ataron el bote al muelle; el olor a humo de madera quemada llenaba el aire. Siguieron a DeGroot por un camino arbolado que atravesaba una estrecha franja pantanosa. Una casa blanca de dos pisos emergió gradualmente entre la niebla. Se dirigieron al porche cubierto de la casa, iluminado por una bombilla de bajo voltaje; la puerta se abrió y derramó la brillante luz de su interior.
—Buenas tardes —dijo una silueta que se recortaba a contraluz. Pasad y calentaros un poco.
Lara siguió al grupo, entró y le presentaron a Bernard Claes, agricultor de tulipanes y funcionario del gobierno.
—Estamos en una granja de cultivo activo de tulipanes y otros bulbos; es muy rentable y cubre de sobras todos los gastos —dijo Falk—. Lo único es que pertenece al gobierno neerlandés.
—Es una casa segura. Se utiliza para conferencias, reuniones confidenciales y encuentros similares —dijo Falk.
Dentro del salón de la granja, una luz azulada parpadeaba en una pared; la intermitencia estaba sincronizada con la voz apagada de un locutor de televisión. Entrelazado con la voz del locutor se escuchaba un zumbido, un sonido artificial con una cadencia de ordenador. La leña del hogar silbaba y chasqueaba.
Cuando Lara miró el televisor, la imagen cambió del locutor a un plano amplio en el que se veía una calle estrecha y adoquinada. El vídeo parecía grabado por un aficionado, las imágenes se veían entrecortadas y granuladas. A pesar de la pobre calidad, Lara reconoció de inmediato la fachada del hotel Casa Blanca, en Ámsterdam. El terror la aplastó como si le hubiesen echado encima una pesada armadura de acero.
Se le cayó el alma al suelo cuando la imagen del vídeo se acercó. La voz en
off
explicaba que un turista había grabado el vídeo mientras daba su paseo matutino y que había descubierto a Santiago Rodríguez empalado en un
Amsterdamje
de dos pies de alto.
Lara sintió que la habitación empezaba a dar vueltas de forma vertiginosa, cambiaba; la luz cobró un extraño brillo mientras escuchaba que describían a Rodríguez como un próspero hotelero, respetado neerlandés, líder de la comunidad gay europea.
Le entraron náuseas que recorrieron el vacío que se había formado en sus entrañas mientras el locutor, con total tranquilidad, describía cómo Rodríguez había sido encontrado aún con vida, con la barrera del aparcamiento en forma de falo clavada en toda su longitud por su recto, con la parte superior presionando la base de su corazón.
Rodríguez, dijeron por la televisión, murió al cabo de siete horas de quirófano.
La víctima había sido un hombre muy fuerte. La policía dijo que habían encontrado muestras de sangre y tejidos de, al menos, cuatro asaltantes bajo las uñas de la víctima.
—¡Dios mío! —exclamó Lara en voz alta.
Ella había matado a Rodríguez. Había guiado a los asesinos hasta el hotel Casa Blanca, y éstos enviaban un mensaje a cualquiera que pensase ayudarla, para dejar claro lo que les sucedería si lo hacían.