La enormidad de los acontecimientos aplastó a Akira Sugawara como si un puño golpease con fuerza su estómago y el dolor subiese, dejándole sin aliento.
Encerrado en los lavabos del aeropuerto de Schiphol, Sugawara se arrodilló delante del lavabo y se inclinó hacia delante cuando la siguiente oleada de náuseas retorció sus entrañas, expulsando los últimos restos de las exquisiteces que KLM le había servido.
Tuvo más arcadas; sentía más náuseas. La oleada pasó. Tiró de un montón de papel higiénico, se limpió los labios y tragó la amargura que le inundaba la boca, mientras miraba el termo especial.
Se había colocado en una situación prácticamente imposible, y esa evidencia latía en sus entrañas. ¿En qué debía estar pensando? ¿Cómo pudo haber robado eso a Kurata? Ellos lo cazarían y le matarían. La víbora, aquella mujer, Gaillard, le haría sufrir durante horas…, tal vez días.
¿Habrían descubierto ya su traición? ¿Habrían dado la señal de alarma? ¿Entraría en las oficinas de Daiwa Ichiban, de Schiphol, y encontraría allí la muerte que se le había adelantado?
Se inclinó y escupió una nueva arcada sin expulsar nada, luego se sentó, apoyado sobre los talones.
¿Cómo podía haber sido tan estúpido?
Una voz en su cabeza le decía que su única esperanza era contactar con Kurata, confesar, devolver los viales del Ojo de fuego, ponerse a merced de Kurata y suplicar clemencia.
Pero, precisamente, Kurata no era conocido por su clemencia.
Sugawara sabía que lo mejor que le podía suceder ahora, era encontrar una muerte rápida e inevitable, y sufrir el deshonor.
Con temblores, Sugawara se puso en pie e hizo correr el agua del inodoro. Sacudió la cabeza. Había recorrido demasiado trecho y estaba en un punto sin retorno; ya no había vuelta atrás. Había circulado con gran impulso el camino para saltar el abismo, atravesarlo. La vida ahora era como la trayectoria de una bala, recorriendo un trazo arqueado que lo conducía a un lugar desconocido. Él era quien volaba y tenía que seguir la parábola.
Salió de los servicios dando traspiés, arrastró sus maletas por los lavabos y se lavó la cara, se enjuagó la boca, evitando cuidadosamente mancharse el traje. Se peinó y consultó su reloj. El intérprete y el conductor que había pedido pronto llegarían al estacionamiento a buscarle. Se le había comunicado al servicio que era un científico que transportaba muestras de semen de toro. Habían localizado para él un centro de reproducción y almacenaje de esperma, a media hora del aeropuerto, donde podría reabastecer el nitrógeno líquido de su termo especial.
Entonces, y sólo entonces, estaría preparado para entrar en las oficinas de Daiwa Ichiban.
Sugawara inspiró profundamente y se miró por última vez en el espejo. Después abandonó los servicios para descubrir qué trayectoria le deparaba la vida.
—Las palabras nos engañan, Matsue-
san
.
Tokutaro Kurata interrumpió el prolongado silencio de la meditación. Estaba sentado en un tosco banco de piedra, junto a la figura inclinada de Toru Matsue, el viejo criado de la familia, encargado de enseñar
Nihonjinron
a Akira Sugawara después del regreso del joven de su estancia en la universidad, en Estados Unidos. Los dos hombres habían ido a Kioto para disfrutar de los colores brillantes de las hojas de los árboles en otoño, y para conseguir las claras perspectivas que la meditación podía aportarles, alejados del irritante ajetreo y bullicio de la colmena de actividad de Daiwa Ichiban.
—Algunas veces creo que sustituimos las palabras por el pensamiento real —continuó Kurata, mientras una tenue brisa, fresca porque ya eran las últimas horas de la tarde, agitaba las hojas de la única planta de bambú en el jardín de piedra—. La actividad febril no puede remplazar la intención.
Permaneció en silencio de nuevo y miró a lo lejos, hacia el seco paisaje del jardín de Daisen-in. Creado en 1529 por el poeta, pintor y maestro del té Soami, las oscuras y escarpadas rocas y la gruesa y pulida arena marrón, rastrillada para imitar las corrientes de un río, representaba montañas y riachuelos y, en ellos, la ilusión de la tierra que apuntaba a la ilusión suprema de la vida misma. Un barco de piedra navegaba por las corrientes de arena.
—El amo Sugawara es un joven inquieto —dijo Matsue al fin—. Me temo que su contacto con los norteamericanos ha provocado que su adaptación haya sido difícil.
Kurata asintió en silencio.
—Es un buen hombre. Quiere complaceros, hacer las cosas bien —continuó Matsue.
—¿Pero está preocupado porque algunas veces duda de que complacerme y hacer lo correcto sea lo mismo? —Kurata inclinó la cabeza y miró al anciano que tenía al lado.
—
Hai
,Kurata-
sama
. Como siempre sois perspicaz —respondió.
De nuevo, Kurata asintió como si fuese su obligación. —La verdad siempre está cerca, sólo que, para encontrarla, tenemos que abandonar las palabras, la lógica, la metafísica y buscar la iluminación. De otra manera, nos convertiríamos en seres iguales a las grandes masas, que están rodeados de agua y piden que les den de beber.
Matsue permaneció en silencio. Las últimas horas del mediodía daban paso al atardecer, el frío viento parecía llevarse volando la luz del día, igual que si fuese humo. Tembló pero no de frío; algo tan oscuro como la noche se acercaba.
Kurata se dirigió hacia la puerta del jardín e hizo una serie de movimientos con las manos. Poco después, uno de sus guardaespaldas le llevó una pequeña manta y la colocó sobre las espaldas de Matsue.
—Muchas gracias, Kurata-
sama
. Los años han hecho mella en mi cuerpo.
Kurata inclinó la cabeza en señal de reconocimiento.
—En el mundo de las palabras y la lógica, Akira actúa bien a pesar de sus conflictos. Lo que vemos y describimos va bien.
De nuevo, volvió la cabeza hacia el jardín, buscó en él como si pudiese encontrar respuestas. La brisa volvió a soplar, más cortante, más fría. Permanecieron en silencio durante más de media hora, mientras los restos de luz diurna se desvanecían en el cielo. Cuando Kurata habló de nuevo, su voz era firme, decidida.
—Presiento los problemas, viejo amigo —dijo Kurata al fin—. Algo que recorre profundamente mi interior y sobrepasa mi capacidad para expresarlo en palabras. Temo que, tal vez, he depositado demasiada confianza en él, demasiado pronto —hizo una pausa.
—He fallado en instruirle de forma correcta —dijo Matsue.
Kurata negó con la cabeza.
—El mejor jardinero no puede cultivar flores en la piedra. No, los acontecimientos de estos últimos días han hecho que me detenga a reflexionar. Sólo puedo decir que deberíamos vigilar con mucha atención a nuestro joven Sugawara. Seguir sus pasos, observar sus acciones de estos últimos días, las últimas semanas; determinar si hay alguna razón objetiva para la inquietud que no puedo definir ahora con palabras.
Kurata se puso en pie y alargó una mano a Matsue. El anciano la tomó agradecido y se alzó. La manta resbaló por sus hombros y cayó al suelo. Kurata la recogió y la colocó de nuevo alrededor de los encorvados y viejos hombros del anciano.
—Sólo el tiempo dirá si el joven Sugawara está a la altura del destino que puede llegar a ser suyo. Tiene que llevar a cabo la grandeza de
Yamato minzoku
, aceptar la responsabilidad de su nacimiento. Nosotros somos los
shido minzoku
; y nosotros, nuestra familia, somos la luz que guía a esta raza realmente única y pura —dijo Kurata.
Se dirigió hacia la puerta del jardín, caminando despacio puesto que Matsue caminaba lentamente, arrastrando los pies a su lado.
—
Yamato minzoku
permanece fuerte porque somos puros, y somos puros porque permanecemos fuertes contra el embate de la contaminación. Sugawara ascenderá porque es su derecho o tendrá que morir. No hay otra alternativa en el camino a la pureza —dijo Kurata.
—
Hai
,Kurata-
sama
.
El impacto fue una explosión que empezó con el ruido del bate de béisbol de aluminio volando por el aire, el golpe del bate y el prolongado y lloroso lamento de una anciana que vivía un infierno más allá del dolor.
Beatrix VanDeventer se retorcía agónicamente sobre el frío y descarnado suelo de cemento del sótano de su casa, y suplicaba piedad.
Sheila Gaillard reía y la empujaba con el extremo del bate. VanDeventer gimió de nuevo.
—Podemos mantenerte con vida durante días. Horst tiene preparación médica para ello —dijo Gaillard.
Ella miró a Horst Von Neuman, de pie entre las sombras, cerca de la escalera. Oyó pasos en el piso de arriba de otro de sus efectivos que estaban escudriñando la casa en busca de pistas.
—Te dejaremos en paz cuando me digas los nombres del resto de tu patético grupito.
VanDeventer gimió de nuevo.
Sheila movió la cabeza y la sacudió con el bate.
—Tú decides.
El móvil de Sheila Gaillard sonó con un único tono que la avisó que recibía una señal de entrada encriptada. El teléfono sonó de nuevo, con sus delicados tonos casi perdidos en el cavernoso sótano.
Sheila bajó la pesada barra de doce kilos que usaba para golpear las espinillas de Beatrix VanDeventer y fue hasta el teléfono.
—Déjame sola un momento. Comprueba que lo hacen bien. Quiero confirmar la información de esa zorra, asegurarme que no me ha dado deliberadamente una información equivocada —ordenó a Von Neuman.
El teléfono sonó de nuevo; ahora los lamentos de VanDeventer suplicando la muerte apenas se escuchaban. Von Neuman asintió y subió las escaleras, proyectando largas sombras en el cavernoso sótano.
Gaillard se secó el sudor de las manos, fue hasta su bolso y, después de echar una ojeada al mapa que señalaba dónde se encontraba aquella perra de Blackwood, sacó el teléfono, pulsó la tecla del receptor y dijo:
—¿Diga?
Después de una pausa, continuó:
—Kurata-
sama
, es un placer escucharle.
Permaneció allí de pie, con la vista puesta en VanDeventer, disfrutando de escuchar sus apagados lamentos de agonía con un oído y las agradables noticias que recibía por teléfono con el otro.
Sheila sonrió.
Sugawara conducía despacio por la bien cuidada calle arbolada; redujo la marcha mientras se aproximaba a la gran casa de ladrillo de tres plantas. Guió el Volvo alquilado hacia la acera y miró de nuevo el mapa y el trozo de papel escrito a mano con las direcciones que la gente de Sheila le había dado en la sala de conferencias, que habían hecho suya, en las oficinas de Daiwa Ichiban, en Shiphol. Su gente había sido deferente, respetuosa. No habían dado órdenes de detenerle ni de enviarle de nuevo a Tokio o, algo peor, entregarlo a la víbora.
Sin embargo, los intensos calambres provocados por el temor no le habían abandonado en ningún momento. Sugawara miró el asiento junto al suyo, encima de él estaba la pequeña bolsa de mano azul de las líneas aéreas, con el logotipo de KLM, que había comprado en el aeropuerto. El termo con el Ojo de fuego estaba metido entre papeles, un jersey y artículos de aseo. Sheila Gaillard era rápida, impredecible, y él estaba preparado para moverse con rapidez ante ella.
La oscura casa de ladrillo estaba apartada de la calle por un ancho césped, tachonado de árboles y adornado con elegantes parterres de flores, dispuestos con estilo por algún diseñador profesional. Una alta verja de hierro forjado con las puntas en forma de lanzas medievales bordeaba la acera. Los jueces del tribunal internacional de justicia vivían bien, pensó.
La entrada para coches estaba abierta y conducía a un sendero pavimentado con ladrillos, bordeado de arbustos. Sugawara guió el Volvo hacia el largo camino curvo y aparcó detrás de un Mercedes y un BMW. Salió, se colgó la bolsa al hombro y caminó hacia los anchos escalones; la puerta se abrió antes de que pudiese llamar al timbre. Un hombre alto y delgado, que no había visto antes, uno de los efectivos de Kurata, obviamente, abrió la puerta y asintió con la cabeza. Sugawara entró en la casa.
—Sígame por favor —dijo el hombre cortésmente, con acento alemán.
—Por supuesto.
Pasaron por un vestíbulo lateral. El suelo de la casa estaba cubierto con desgastadas alfombras persas y de las paredes colgaban retratos al óleo que supuso que eran antepasados de VanDeventer.
Al final del vestíbulo, el hombre delgado que le precedía abrió una puerta exterior que conducía a un tramo de escaleras que bajaban al sótano. Nada en su vida podría haberle preparado para la escena de puro horror y sufrimiento que le dio la bienvenida al llegar al final de las escaleras.
Lo primero que le impactó fue el olor; las notas cobrizas del temor se enlazaron con los hedores de sulfuro y amoníaco de despojos humanos. Cuando sus ojos se acostumbraron a la cruda luz, vio el cuerpo torturado e hinchado de Beatrix VanDeventer echado de cualquier manera, sobre el suelo de cemento, rodeada por una gran mancha de sus propios fluidos. Tenía los ojos vidriosos, estaban abiertos de par en par por el dolor, sus labios hinchados susurraban algo que él no podía oír.
Se detuvo en seco y cerró los ojos, rezando para que aquello fuese una horrible pesadilla de la que se despertaría pronto.
—Bienvenido, Akira —dijo Sheila.
¡Akira! Ella nunca antes se había tomado esa familiaridad con él. Abrió los ojos e intentó apartar la vista de la carnicería del suelo; la mirada de Sheila era distinta pero igualmente estaba consumida por sus propios horrores.
Vestía un ajustado mono de material elástico sintético que resaltaba sus enormes pechos, aumentados quirúrgicamente; sostenía en la mano un bate de béisbol de aluminio.
—Kurata-
sama
ha llamado para comunicarme que estabas en camino —dijo Sheila a Akira.
Después, dijo a Von Neuman, que había seguido a Sugawara escaleras abajo:
—Toma su bolsa.
El miedo explotó en el vientre de Sugawara como gasolina ante una llama. Quiso darse la vuelta, huir, agarró la bolsa. Pero el hombre alto y delgado era muy rápido y muy fuerte, y la espeluznante escena lo había impactado y paralizado. Se sintió indefenso, por otra parte, se había apoderado de él la casi sensible inmovilidad que clava los pies al suelo de alguien que sueña que un tren avanza rugiendo a toda velocidad, pitando y echando fuego y humo, y no puede apartarse.