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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (14 page)

—¿Qué daba la casualidad…? —Lara disparó al presidente una aguda mirada que rápidamente se desvaneció cuando vio la expresión de preocupación que se reflejaba en su rostro.

«Está bien, Twinkie, jugaré tu juego idiota esta vez, pero luego me las pagarás por haberme tenido deliberadamente desinformada de todo esto».

Sin dejar transcurrir más que medio latido, sonrió a Kurata y dijo con cortesía:

—Es muy amable por su parte el haber pensado en mí.

Sin pronunciar una palabra él le hizo una ligera reverencia de reconocimiento y se dirigió a los dos hombres.

—No quisiera retrasar sus importantes asuntos —dijo Kurata al presidente y al primer ministro—. Yo soy alguien sin importancia para sus cuestiones de Estado, por lo tanto, ¿tal vez me permitirán que me quede aquí con la señorita Blackwood mientras ustedes continúan?

Lara pensó que sonaba más como una orden que como una petición. A pesar de ello, el presidente y el primer ministro estuvieron de acuerdo tan rápidamente que no le quedó ninguna duda en su mente que ya lo habían acordado antes. El presidente le abrió la puerta al primer ministro, permitiéndole abandonar la habitación primero. Luego, antes de cerrar la puerta, el presidente se dio la vuelta hacia Lara, descansando la mano sobre el pomo de la puerta de latón bien pulido.

—Por favor, preste a Kurata-
san
toda su completa y paciente atención —dijo el presidente. Sin esperar una respuesta, se dio la vuelta con rapidez y cerró la puerta tras él; de ese modo garantizaba el desmentido, mientras no dejaba duda alguna de que, fuera lo que fuese lo que Kurata dijese, tenía la sanción de la Casa Blanca.

Kurata se aproximó a Lara. Vestía el mismo traje azul marino —o uno igual, ya que corría el rumor de que sólo tenía dos trajes y que eran idénticos— que había llevado durante las negociaciones finales para la compra de GenIntron. En realidad, Lara sólo lo había visto dos veces, una al final de las negociaciones y, de nuevo, en la ceremonia de la firma. El resto había sido llevado a cabo por los subalternos de Kurata. Nunca había estado a solas con él. Cuando se acercó más, ella reparó en las puntadas hechas a mano de su traje, y en el pin esmaltado de Daiwa Ichiban Corporation de su solapa.

—¿Quiere sentarse? —sugirió él.

Lara negó con la cabeza y repuso con educación:

—No, gracias.

Ella vio el esbozo de un fruncimiento de ceño y lo comprendió. Kurata era un japonés de mediana estatura, acorde con su generación, de un metro sesenta. Mientras que la nutrición de la posguerra y las atenciones médicas estaban produciendo una nueva generación de hombres japoneses más altos, Kurata aún era unas cuatro pulgadas más bajo que Lara, y se dio cuenta de que le irritaba tener que alzar la vista hasta ella, aunque sólo fuese un poco.

—Muy bien —asintió cansinamente, y luego observó el fuego.

El silencio se alargó un minuto, luego dos, interrumpido sólo por el susurro y el chisporroteo del fuego y el zumbido de fondo del aire acondicionado. Ese tipo de silencios se mantenían con mucha menos tensión e incomodidad entre los japoneses, que en las culturas occidentales. Lara se mordió la lengua y observó el fuego.

Al fin, Kurata miró hacia ella. Lara giró la cabeza y le miró directamente a los ojos, algo que una mujer no hace nunca en la cultura japonesa. Se interpreta como agresividad, en ocasiones sexual. Se permitió la más ligera de las sonrisas cuando él dudó un momento.

—Le estamos muy agradecidos por la exquisita y productiva organización que hemos heredado de usted. La atenta base que usted construyó nos ha permitido hacer extraordinarios avances en los pocos meses que han seguido a la transacción —empezó Kurata.

Lara asintió con la cabeza para darle las gracias y luchó para contener la furia que le urgía a pedirle que fuera directamente al grano de una vez.

—Las contribuciones de GenIntron han puesto en marcha importantes acontecimientos —dijo Kurata—, acontecimientos que tendrán un impacto enorme en todo el mundo.

«¡Venga, suelta ya lo que quieres decirme!».

—Sin embargo, me han informado directamente que usted ha recibido una comunicación no autorizada y habló con alguien que obtuvo un conocimiento incorrecto de nuestras actividades —continuó Kurata.

Lara frunció el ceño.

—Podría ganar mucho si cooperase con nosotros. Usted es una importante accionista y, aunque se ha hecho comparativamente rica con nuestra transacción, puede ganar mucho, mucho más, simplemente si permanece al margen de los asuntos de la compañía y, de ese modo, los planes seguirán procediendo sin inhibiciones —explicó Kurata.

—¿Está hablando de aquellos cultivos de la epidemia de Tokio? —preguntó Lara.

—Esa es la cuestión —dijo Kurata—. Si usted no desea olvidar el tema por razones económicas personales, entonces debo apelar a que piense en su seguridad personal.

Lara estaba atónita y tenía que obligarse a cerrar la boca y no quedarse boquiabierta.

—¿Está amenazándome?

Abrió la boca, luego la cerró con rapidez para que no saliesen las furiosas palabras que luchaban por escapar. En lugar de hablar, le dio la espalda y fue hasta las ventanas. Vio que ya estaba oscureciendo y la penumbra de las primeras horas del atardecer ganaba terreno.

Lara respiró rápidamente para controlar su rabia, y miró a través de la elipse el monumento a Washington. En primer plano vio cuatro luces rojas que marcaban la zona de aterrizaje del helicóptero del presidente.

La imagen de Kurata se reflejaba en el cristal oscurecido, sobrepuesta al monumento.

—Se han puesto en marcha acontecimientos históricos que usted no puede detener —dijo Kurata en voz tan baja que Lara tuvo que forzar el oído para captar las palabras—. Puede beneficiarse de esos acontecimientos o puede ser aplastada por ellos. La elección es completamente suya.

Él permaneció allí, expectante, esperando una respuesta.

«Usted mató a todos aquellos coreanos, ¿verdad?» quería preguntarle. Pero no dijo nada; en lugar de hacerlo, observó su impasible rostro reflejado en el cristal.

—Al margen de cómo se sienta, debe decidir si desea formar parte de los históricos acontecimientos que se están desarrollando —concluyó el japonés.

La mente de Lara iba a toda velocidad. Su primer impulso fue dar un bofetón a su petulante rostro, decirle que se fuera a la mierda y hacer lo posible para que se pudiese leer todo lo de su nuevo y mejorado limpiador étnico en el
Washington Post
. ¿Pero, qué pruebas tenía de que Kurata y sus matones neonacionalistas estaban, de alguna forma, utilizando ingeniería genética, tal vez incluso con su propio trabajo realizado en GenIntron, para matar coreanos de forma selectiva? Para que alguien la creyese, necesitaba pruebas y las podría conseguir en sólo unas horas. El último correo electrónico de Ismail Brahimi decía que casi había terminado de analizar las muestras que Jim Condon le había enviado.

Ismail Brahimi la ayudaría a encontrar la manera de atacar el problema. Pero encontrar una forma sería imposible si, a cada paso que diese, Kurata y sus matones le pisaban los talones. Decidió que rendirse, al menos por un breve tiempo, era el mejor camino hacia la victoria.

Así pues, ella inclinó la cabeza ligeramente.

—Como siempre, usted es un hombre persuasivo, Kurata-
san
.

Él alzó las cejas, sorprendido de que hubiese sido tan fácil. No obstante, Kurata pensó que, para un hombre como él, las cosas sorprendentes siempre podían hacerse. En especial cuando trataba con mujeres, en especial cuando trataba con mestizos, aunque fuesen famosos como ésta.

—Por favor, le ruego que me excuse. No se trata de que yo sea persuasivo sino del concepto,
¿neh
? Un francés, Victor Hugo, creo, dijo que se puede resistir una invasión de ejércitos, pero no una idea cuyo tiempo ha llegado —sonrió—. Usted es una mujer muy inteligente para darse cuenta de que ésta es una idea de ese tipo.

Lara tragó la bilis que invadía su garganta.

—Por supuesto, Kurata-
san
.

Él se inclinó.

—Por favor, perdone que le haya robado tanto de su valioso tiempo. Ahora me iré para no causarle más molestias.

Lara se inclinó, asegurándose de que la reverencia que hacía era suficientemente más profunda que la del hombre para mostrar su sumisión.

«Falso hipócrita bastardo», pensó.

—No es ninguna molestia. Usted me ha ilustrado —Lara filtró el enojo de sus palabras.

Kurata se dio la vuelta, se dirigió hacia las puertas, y se fue.

Sheila Gaillard se ajustó la máscara quirúrgica desechable sobre el rostro, cuando el vuelo de United Airlines se alzó sobre el océano Pacífico, al este de Japón.

Para ahorrar algunos centavos, United y otras líneas aéreas estadounidenses reciclaban el aire de cabina tantas veces y dejaban entrar tan poco aire fresco, que creaban un entorno perfecto para cultivar enfermedades. Lo único que era preciso era que una sola persona enferma tosiese o estornudase y el peligroso aire reciclado aseguraba que todas y cada una de las personas de la cabina estuvieran expuestas a sus microbios y virus en menos de una hora. La máscara provocaba miradas de extrañeza en algunas ocasiones pero, en cualquier caso, era mucho mejor que ponerse enfermo.

Por los pasillos, las azafatas empujaban los carros de acero inoxidable con la comida, arremetiendo contra los hombros, los codos y las rodillas de los desventurados pasajeros, incrustados en sus asientos poco apropiados para seres humanos de más de cuarenta kilos. Los carros rezumaban olores de cafetería de escuela, que contenían lo que era otro intento más de aquella línea aérea, que pensaba que los pasajeros serían lo suficientemente estúpidos o estarían demasiado hambrientos para llegar a considerarlo comida.

—Preferiría comer gusanos y cieno de un charco de una escuela de supervivencia.

Gaillard esbozó una ligera sonrisa de asentimiento, a pesar de su martilleante dolor de cabeza. Giró la cabeza un poco para ver quién había dicho aquello y, por el rabillo del ojo, vislumbro a la crítica de la comida de avión al otro lado del pasillo, una joven vestida con un uniforme azul adornado con alas de piloto, que rechazaba el ofrecimiento de un plato de plástico desechable lleno de unos vagos trozos de algo disfrazado de comida.

La pasajera que estaba sentada a su lado, otra piloto de las fuerzas aéreas, asintió con entusiasmo cuando las dos compartieron una barrita de golosina
Payday
y una bolsa rancia de almendras tostadas que una de ellas había encontrado en el fondo de su bolso de mano.

Sheila codició la barrita y se maldijo por haberse precipitado y romper su regla cardinal de volar sólo en vuelos internacionales, y verse obligada a volar en una línea aérea norteamericana. Las prisas habían sido necesarias porque Kurata pensaba que aquella mujer, Blackwood, iba a ser un problema y quería que ella, en persona, la controlase. Doce hileras más adelante, Von Neuman estaba incrustado miserablemente en un asiento al lado de la mampara de los malolientes aseos.

Ese vuelo confirmaba sus peores opiniones acerca de las líneas aéreas estadounidenses. Aparte de aquellas líneas aéreas del sudoeste, en las que no se le presentaban demasiadas ocasiones de volar, los aviones norteamericanos eran justo como unos orinales aerotransportados con hoscas asistentes de vuelo y personal de embarque arrogante, cuyo nivel de competencia rivalizaba, pero que no podía apenas superar el nivel del negro moho que crece en el fondo de una cortina de baño. Continuamente oía que las del noroeste eran incluso peor, y que cualquiera con un coeficiente de inteligencia mayor que su zapato haría autostop antes que tomar uno de sus vuelos.

Cerró los ojos y se los frotó hasta que un cielo negro repleto de estrellas de colores llenó su cabeza. Pero ninguna presión podía aliviar el fastidioso dolor punzante que empezaba en el nacimiento del pelo, se extendía sobre su ojo derecho y abrasaba profundamente su cerebro. Involuntariamente, sus dedos peinaron el pelo en aquel lugar y, suavemente, exploraron una fina cicatriz. Cuando le asaltaba un dolor de cabeza como éste, la cicatriz siempre parecía estar caliente, ardiendo. Los cirujanos habían hecho un trabajo excelente minimizando su tamaño y visibilidad, pero siempre estaba allí para recordarle una vida que ya no viviría nunca más y apenas podía recordar.

Tenía veintisiete años cuando su antigua vida terminó. Había abandonado el Bellevue Hospital de Nueva York de noche, después de haber pasado treinta y dos horas de guardia suturando los restos darwinianos de la isla: borrachos, matones callejeros,
yuppies
babosos que conducían sus BMW demasiado rápido y las víctimas ocasionales que realmente no merecían lo que les había pasado. El personal médico del hospital la consideraba una brillante doctora y una cirujana con talento, hasta la última vez que subió a un metro.

Después de haber sido forzada a bajar del tren por un grupo de delincuentes en libertad condicional, que la violaron repetidamente durante horas, la golpearon con una barra de acero y la dejaron por muerta con un afilado destornillador clavado en la cabeza; sus antiguos colegas hicieron todo lo que pudieron por salvarle la vida.

Aunque la cirugía y la terapia física volvieron a dejarla como estaba e incluso en mejores condiciones físicas que antes, su personalidad, el sentido de quién era, cambió completamente. De ser una persona seria, estudiosa y cortés pasó a ser agresiva, taciturna, abusiva y con frecuencia descontrolada.

El destornillador que le habían clavado los violadores había rasgado sus lóbulos frontales como una bomba, y borrado la sólida, estable, responsable ciudadana y agradable persona que había sido. Todos los conocimientos adquiridos en su educación permanecían intactos junto con sus manos, firmes como una roca, y una capacidad fenomenal para absorber nueva información, razonarla y utilizarla.

Tres meses después de regresar al trabajo, fue despedida por atacar a una enfermera de quirófano con un escalpelo, después de que la mujer le alargase el hemostático equivocado. El asalto había sido la culminación de una escalada de una serie de ausencias, citas olvidadas e insultos lanzados a los miembros del personal.

Dos filas detrás de ella, alguien roncaba. Sheila recorrió con los dedos los bordes de la máscara quirúrgica desechable y pellizcó el blando clip de metal sobre el puente de su nariz para asegurarse de que aún estaba tan bien sellado como debería estar.

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