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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (16 page)

Ismail era el hombre más normal que conocía pero, desde luego, alguien con un premio Nobel era difícil que fuera el chico de tu vida normal y corriente. Le quería como a un hermano y colega, alguien con quien había luchado para construir una compañía y creado nuevas formas de curar a las personas. Hubo un tiempo, probablemente en la época de la universidad, suponía, que hubiesen podido ser amantes. Pero entonces, como ahora, él era un devoto musulmán que creía que el sexo fuera del matrimonio estaba mal. Al principio opinó que su celibato de soltero era extraño y pasado de moda, pero finalmente lo encontró cómodo porque les permitía trabajar muchísimas horas juntos sin que el sexo se convirtiese en un problema. Luego, no mucho después de la universidad, fueron colaboradores y más tarde cofundadores de una nueva compañía.

Ambos estaban convencidos de que el romance con compañeros de trabajo era un tobogán resbaladizo que conducía al desastre. Se habían comportado de forma lógica, racional, pensaba mientras se masajeaba el pelo con champú. Ser sensatos había merecido la pena para los dos, pero ahora se preguntaba si ambos no habían pagado un precio demasiado alto. No se trataba de que intentase compensar los tiempos perdidos, sino de la deprimente serie de citas de una sola noche que la habían quemado emocionalmente. Precisamente, los únicos hombres lo suficientemente seguros de sí mismos que le preguntaban si quería salir eran otros atletas, pero la mayoría de ellos estaban totalmente absortos en sí mismos y eran incapaces de estar a su altura intelectual; la única excepción había volado como polvo gris en el World Trade Center. Nunca podría mirar aquellas imponentes nubes de polvo asaltando los cañones del bajo Manhattan sin pensar en él, como parte del inmenso e irritante fantasma que se había llevado tantas esperanzas y sueños.

El teléfono sonó. Maldiciendo entre dientes, Lara cerró el agua y caminó rápidamente hacia la extensión de su cabina. La pantalla ID de la llamada mostraba el número de móvil de Ismail.

—¡Ismail! —dijo ella, alzando el receptor—. Estaba preocupada.

—No tanto como deberías estar —su voz era sombría. La conexión se hizo más confusa por la estática.

—¿Dónde estás? —preguntó Lara.

—Dirigiéndome a La Jolla —dijo con el tono debilitado por un
crescendo
de estática.

—Tan pronto como obtuve los resultados iniciales supe que necesitaría desarrollar más trabajo, pero creo que me vigilan de cerca en el laboratorio. Sé que no puedo hacerlo allí; por lo tanto, he conseguido que el Institute Scripps me ayude un poco.

—¿Qué quieres decir?

—Los organismos que tu amigo envió contienen bases de ADN artificiales.

—¡Dios mío!

Un prolongado silencio roto por el ruido de la estática en la línea llenó el auricular.

—Sí —dijo Ismail al fin.

El código genético completo de la vida está escrito por cuatro bases de ADN, adenina, guanina, citosina y timina, todas encadenadas billones de veces como cuentas en la doble hélice de ADN. Cada serie de tres bases, junto con la cadena de ADN, forma un codón que es específico para uno de los veinte aminoácidos que, con poquísimas excepciones, son usados por todos los seres vivos desde la levadura a los seres humanos.

Un gen no es más que una cadena de codones de tres bases que le dice a la célula cómo unir los aminoácidos correspondientes en una proteína útil. Una célula que une una proteína de ADN, por ejemplo, sabría que cuando se encuentra el codón CAT, debe colocarse en un aminoácido histidina, codificado TGG para triptofán y TAG sería como el punto al final de una frase, marcando el punto final de la proteína.

Las dos hélices de ADN se mantienen unidas por vínculos entre bases específicas; la adenina siempre se empareja con una cadena de la hélice con otra de timina, y la citosina con guanina. Pero a causa de que sólo hay cuatro bases en el ADN, ello restringe el número de aminoácidos que una célula puede utilizar para fabricar proteínas. El ADN sintético, tal como innovaron los científicos en el
Scripps Research Institute y Cal Tech
, incorpora dos nuevas bases de ADN que pueden incorporarse al ADN y ampliar la gama de aminoácidos que se pueden formar.

Eso permite la producción de proteínas que nunca antes se habían producido en el organismo.

—¿Entonces, qué es lo que tenemos? —preguntó Lara—. Apostaría por xantosina fosforamidita en una de las bases.

—Sí, pero la otra es un verdadero misterio —continuó Ismail—. He buscado todas las isóteras no polares de timina posibles pero sin ningún resultado.

—¡Dios mío, Ismail! ¡Eso significa que puede ser uno de los míos! Sabes tan bien como yo que la forma molecular es más importante que el hidrógeno que se adhiere para pegar las dos cadenas de ADN con los pares C-G y AT. Por esa razón creé aquella serie de bases de ADN sintético para las terapias genéticas.

—Podría ser una de las tuyas —dijo Ismail, arrastrando las palabras—, pero recuerda que otros también trabajan en el ADN sintético, por lo tanto, cabe la posibilidad…

—No creo que sea una coincidencia —le interrumpió Lara—. Aparece un ADN sintético desconocido en una muestra de un patógeno de Tokio, precisamente cuando me dan la patada de mi propio laboratorio…, y esto se presenta después de que la compañía sea comprada por un multimillonario japonés, cuyos cuarteles generales están en Tokio.

—Estoy de acuerdo contigo. Pero aún hay algo incluso más preocupante —dijo Ismail.

—Casi cuesta creerlo.

—Todas las moléculas citosina en los pares C-G que se unen en el patógeno están mediadas.

—¡Oh, no! —Lara se apoyó en la mampara—. Ismail, recuerda, cuando la citosina y la guanina se emparejan en seres humanos, la citosina casi siempre tiene un grupo metilo vinculado.

—Lo sé, lo sé —dijo Brahimi.

Pero Lara continuó, pensando en voz alta.

—Ese grupo metilo tampoco está en los mismos enlaces C-G de las bacterias y otros patógenos humanos. Esa secuencia C-G permite que el sistema inmunitario se grabe en las secuencias no metiladas y lanzar una respuesta inmunológica generalizada que es la primera línea de defensa del cuerpo.

Hizo una pausa para pensar en lo que acababa de decir. El impacto la obligó a sentarse antes de que pudiese hablar de nuevo, pero esta vez lo hizo con un raro susurro, en voz baja, impropio de ella.

—Dios mío, Ismail, un patógeno sin citosina metilada en sus secuencias C-G sería como una bomba furtiva capaz de lanzar un ataque sin que reaccionasen las primeras líneas de defensa.

—Por esa razón te he llamado enseguida y he tomado el primer vuelo que he podido a San Diego. Allí hay media docena de personas que estudiaron con becas de GenIntron y utilizaron nuestros laboratorios.

—¡Cielos, Ismail! Qué sucedería si han unido nuestro proceso para la activación de secuencia étnica y en lugar de aplicarla a la terapia la han vinculado a una enfermedad sintética y mortal.

—Rezo para que no sea el caso.

—Necesitaremos algo más que oraciones —dijo ella—. Si se trata de patógenos sintéticos significa que el cuerpo humano no puede combatirlos, no puede producir anticuerpos.

—Si Dios quiere podremos hacer algo al respecto.

La llamada se cortó súbitamente con una tormenta de estática.

—¿Ismail? ¿Ismail? —Lara no oía nada, tan sólo se escuchaba el ruido de la estática.

—¡Maldición! —exclamó, golpeando el teléfono contra el receptor. Seguidamente fue al ropero a buscar ropa.

Luchando contra el negro y profundo terror que crecía pesado como una piedra en lo más profundo de su vientre, Lara se vistió rápidamente con unos pantalones cortos y una camiseta de la maratón de Washington. Ismail seguramente volvería a llamarla para decirle que había llegado a Scripps, y contactaría con ella cuando tuviese más información.

Lara, entonces, se dirigió rápidamente a la estación de navegación y buscó el número de teléfono de Jim Condon en el bloc de notas que tenía allí. Marcó el número de teléfono, pero no obtuvo respuesta.

Capítulo 13

A las dos de la madrugada, las calles del distrito Kabukicho de Tokio aún estaban atestadas de juerguistas que disfrutaban bajo el resplandor de las luces de neón, buscando diversión, suerte, música, intoxicación, cine, sexo. Situado al noroeste de la estación de tren de Shinkuku y a menos de mil metros de los Jardines Reales, el distrito de Kabukicho latía cada noche hasta que el sol naciente limpiaba las calles y enviaba a los
sararimen
a sus oficinas, que se arrastraban por las calles con los ojos enrojecidos, adormilados, exaltados, nerviosos y oliendo a spray para el mal aliento.

Una discreta limusina oscura se detuvo y aparcó en doble fila en el bordillo, al lado de un Mitsubishi que llevaba una calcomanía «Honra a los guerreros de la Gran Guerra del Pacífico». Los coches aparcados delante y detrás de éste también lucían esas pegatinas.

A la vista del vehículo aparcado en doble fila, un policía que lucía guantes blancos de algodón, salió de su
koban
y se dirigió hacia la limusina, haciéndole señales con las manos para que se moviese antes de que bloquease el tráfico.

Al acercarse, vio a dos hombres corpulentos, altos, vestidos con trajes negros, obviamente guardaespaldas, que salían de la parte delantera de la limusina. Uno abrió la puerta trasera. El joven que salió de ella le pareció vagamente familiar al policía. Cuando Tokutaro Kurata salió del vehículo, el policía se detuvo en seco. Permaneció allí, medio embobado, mientras el séquito se acercaba. Kurata y el joven caminaban uno junto al otro, con un guardaespaldas delante y otro detrás. El policía se inclinó profundamente cuando pasó Kurata.

—Haces que me sienta orgulloso de ti —dijo Kurata a Akira Sugawara, mientras pasaban junto a una puerta de la que escapaban los estallidos de los frenéticos sonidos y los destellos de las máquinas
pachinko
. La nariz de Kurata se frunció como si hubiese olido algo desagradable. Las salas
pachinko
estaban dirigidas por coreanos.

—Gracias, tío. He tenido un buen maestro —replicó Sugawara.

Kurata sonrió. Tardarán meses en desentrañar el acuerdo que acaban de suscribir.

—Sin duda —asintió Sugawara, pensando en los cinco norteamericanos que acababan de dejar en su hotel, después de una velada de comida y bebida.

Aquellos estadounidenses eran los propietarios de una gran compañía de software que le habían pedido a Kurata que les ayudase a penetrar en el mercado japonés mediante una
joint venture
que podía burlar las «inspecciones de garantía de calidad» que el gobierno japonés había utilizado durante más de veintiún meses para evitar la venta de su producto.

—Tienen una buena compañía —dijo Kurata, mientras atravesaban el fragante humo
hibachi
del
yakitori
de un tenderete de la acera—. La quiero.


Hai
,Kurata-
sama
.

—Consíguela de la forma habitual. Haz que se desesperen y luego la venderán a un precio ventajoso para nosotros.


Hai
.Sugawara sacó una pequeña agenda del bolsillo de la chaqueta de su sencillo traje azul marino y garabateó una anotación.

—Europa es una boutique; Estados Unidos, una granja.

Tomamos lo que queremos y les dejamos lo que nosotros queremos que tengan.

—Hai.

Caminaron en silencio unos minutos más, a través de un grupo de jóvenes, que se comían con los ojos un escaparate de un
Nopan kissa
; «orgasmo pero no coito», rezaba el cartel del
coffee shop
erótico.

Pasaron por otros ejemplos de la próspera industria de la eyaculación del distrito: salas de
striptease
, salones rosas, baños turcos, clubes de citas, salones de masajes, prostíbulos, espectáculos de enemas en escena, actos sexuales en vivo, e incluso
sekuhara
, donde mujeres vestidas de empleadas de oficina, aceptaban dinero de hombres que pagaban para acosarlas y, por más yenes, acostarse con ellas.

Intercalados con los negocios de la industria rosa había restaurantes, bares, teatros, cines, tiendas, clubes de música, todo ello legal, salas de juegos de vídeo que retumbaban con truenos digitales y tiendas de comestibles abiertas toda la noche. Sugawara se fijó en que muchos umbrales de los locales tenían un pequeño montón de sal, un ritual de purificación para limpiar a sus moradores.

Al pasar junto a otro
Nopan kissa
, Kurata miró adentro y resopló desdeñosamente.

—Éste es un buen lugar para una mujer. Las mujeres son agujeros que deben ser rellenados para producir hijos —dijo, citando un antiguo proverbio japonés.


Hai
Sugawara se sintió sucio por no haber mostrado su desacuerdo.

Kurata asintió sabiamente.

—Pero recuerda —se detuvo abruptamente y se dio la vuelta para ponerse frente a su sobrino.

Sugawara avanzó medio paso, se detuvo y se inclinó ante su tío. Delante y detrás, los guardaespaldas se detuvieron al instante, a media zancada.

—Recuerda —Kurata resumió en un tono de complicidad—, que no importa cuánto placer lleguen a darte, nunca confíes en ellas; nunca confíes en una mujer, ni siquiera aunque te haya dado siete hijos —citó otro viejo proverbio japonés.


Hai
—Sugawara se inclinó profundamente para que Kurata no viese el rechazo en su rostro y agradeció que estuviese oscuro.

Continuaron su paseo en silencio, y doblaron una esquina que daba a un estrecho callejón. Era aún más oscuro que la calle principal, pero una intensa luz brillaba, a mitad de camino, iluminando los caracteres
kanji
que identificaban el restaurante al que se dirigía Kurata, que mantenía sus compromisos incluso si tenían lugar a las dos de la madrugada.

Cuando Sugawara estuvo seguro de que su tío había terminado de hablar, al cabo de un momento dijo:

—Me pidió que me ocupara del tema de la mujer, Blackwood.


Hai
—replicó Kurata—, aquí tienes a una mujer que hubiese sido mejor que hubiese puesto su coño a trabajar y no su cerebro.

Sugawara sintió que se le encendían las mejillas. Tragó saliva y permaneció en silencio hasta que Kurata habló de nuevo.

—Dime.

—Los controles en su teléfono indican que su amigo, Ismail Brahimi, es hábil y se ha llevado las muestras de Tokio para que sean analizadas en el Instituto Scripps —dijo Sugawara.

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