Fundadora y presidente del consejo de administración de GenIntron, Blackwood era la única mujer del club de antiguos empresarios de biotecnología que irrumpieron en escena al adquirir importancia el desarrollo de provechosos tratamientos para enfermedades a partir de los intrones: partes del genoma humano que otros habían desechado como ADN basura. A los medios de comunicación les encantaba prodigar espacios en la prensa escrita y tiempo en antena a aquella mujer alta y atractiva, que obtuvo su doctorado en genética molecular en Cornell, con una beca de deporte que la llevó a conseguir una doble medalla olímpica de bronce en remo y vela.
Mientras los limpiaparabrisas apartaban oleada tras oleada pulpa y jugo rojo, Lara miró de reojo a su acompañante, un hombre bronceado de pelo plateado, de unos cuarenta y tantos años, vestido con un conservador traje a rayas diplomáticas, camisa blanca y una aburrida corbata de representante, que era el uniforme de los altos cargos del First Mercantil American Bank & Trust. Jason Woodruff, presidente de First Mercantil y la más reciente incorporación al consejo de administración de GenIntron, sonrió a la mujer.
—¿Cada día pasas por esto? —le preguntó.
—Casi cada día. Normalmente no llega a este extremo. Los ahorran para ocasiones especiales, como hoy —respondió y le sonrió levemente.
El hombre no cesaba de mover la cabeza a un lado y otro, mientras atravesaban la multitud que los rodeaba.
—Están todos aquí, todos los chiflados. Nunca imaginé que fuesen tantos.
Lara echó un vistazo al exterior y sonrió al ver el franco asombro que reflejaba el rostro del banquero. «Bienvenido al mundo real», pensó cuando él leyó en voz alta las pancartas.
Woodruff vio la sonrisa en su rostro y frunció el ceño.
—En realidad disfrutas con esto, ¿verdad?
—¿Disfrutar con qué? —preguntó Lara.
—Todo esto —movió el brazo, abarcando el movimiento arrollador de la gente, el ruido, la furia.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó ella.
—Estás sonriendo.
Ella entonces le dispensó una sonrisa aún más amplia, mostrando sus dientes blancos, seguida de una suave risita que tanto podía ser de confirmación o como de negación.
Woodruff frunció el ceño. Como muchos banqueros, pensaba que la ambigüedad era subversiva y la espontaneidad inquietante. Se sentía más cómodo con los fríos números, la gente de negocios conservadora, y los clientes que le respetaban en virtud de su posición como jefe del mayor banco estadounidense. De nuevo frunció el ceño. Lara no era nada, no había hecho nada.
Woodruff admitió que nunca la había entendido, ni como empresaria ni como mujer, y tampoco como la brillante científica que el resto del mundo parecía pensar que era. Lara era demasiado alta, fuerte, con demasiadas ansias y ambiciones para ser una mujer. En su opinión, las mujeres no debían ser así.
—Hay un cartel con una gran estrella de David amarilla —dijo, sobre todo para él mismo—, dice: «No más holocaustos» y luego…; —Entrecerró los ojos y con sorpresa en la voz continuó—, y luego «Muerte a la loba nazi».
Woodruff se volvió hacia ella.
—¿Qué…?
—Nuestros test de criba genética —dijo Lara—. Mucha gente cree que serán usados para algún tipo de nuevo programa eugénico. Ya sabes, define un test «normal» para la secuencia genética y elimina el resto.
Hizo una pausa para accionar los limpiaparabrisas.
—Tonterías —susurró—. Esto no es lo que hacemos. La realidad es, precisamente, demasiado inconveniente para los mundos de falsas ilusiones en los que vive esta gente.
Todavía observaba la multitud, cuando Woodruff movió la cabeza.
—Me parece que el grupo de los que sostienen las pancartas sobre el síndrome de Down también quieren verte muerta —hizo una pausa—. Sí, ahora lo veo bien: «No soy…; no soy un error; no…; no necesito que me arreglen». Éste es del grupo del síndrome de Down —dijo al darse la vuelta hacia ella.
Ella asintió.
—En realidad ya podríamos haber encontrado un tratamiento para el síndrome de Down, si los lunáticos de la liberación de los animales no hubiesen irrumpido en los laboratorios de nuestros edificios y liberado a los monos —dijo Lara con firmeza—. Cuatro años de trabajos evaporados en un ataque de rabia pro derechos de los animales.
—Bueno, tus amigos de los derechos de los animales están allí —señaló hacia el lado izquierdo de la calle—. Luego, ahí, está el contingente de Operación Rescate —dijo señalando a la derecha—. Déjame adivinar. Ellos están contra la criba porque podría significar un aborto.
—Eres muy listo, Jason —dijo Lara mientras movía el volante con habilidad para esquivar una bolsa de basura de plástico ardiendo que había hecho rodar la multitud—. Serás una excelente adquisición para el consejo.
Su sarcasmo fue tan sutil, que él optó por imaginar que no lo había escuchado en absoluto.
Los gritos de la multitud se hacían cada vez más fuertes, aunque aún eran tolerables dentro del Suburban O'Gara modificado y personalizado.
—¿Qué gritan? —preguntó Woodruff ansioso, mientras observaba que la distancia entre el Suburban y la escolta policial aumentaba.
—Oh, lo de siempre. —Ella sonrió levemente.
—¿Y qué es lo de siempre? —estaba enojado por su respuesta burlona y aquella sonrisa. Aquella condenada y enigmática sonrisa.
—Bien, aquí lo tienes. Escúchalo tú mismo —alargó la mano y apretó el botón para bajar la ventanilla y empezó a bajarla. Un rugido furioso entró disparado por la abertura.
—¡No lo hagas! —dijo Woodruff bruscamente, alarmado, mientras se separaba de la ventanilla apenas abierta.
Algunas palabras aún eran difíciles de entender entre el ruido pero «¡puta asesina!» parecía sobresalir entre las más fuertes.
Lara se echó a reír, luego cerró la ventana para aislarse del sonido.
—No lo comprendo, ellos te odian…, y en realidad a ti te gusta —dijo él.
—Jason, éstos son los más marginales de los marginales, extremistas que no comprenden otra cosa que no sean pesadillas de ficción científica. Si se considera todo esto, debería hacer que me practicasen una dura terapia de electroshock si yo les gustase —repuso ella con firmeza.
Condujo en silencio mientras se acercaba a las puertas de GenIntron. Los
flavr savr
continuaron acribillando el todoterreno.
Al cabo de un buen rato, Lara rompió el silencio.
—¿Y qué? ¿Quieres contarme lo que has venido a decir?
—¿Perdona?
—No seas evasivo, Jason. No me has pedido que te lleve esta mañana porque eres un buen ciudadano dispuesto a ahorrar energía.
—Ya te lo dije, el BMW…
—Está en el taller. Está bien. Uy, uy…
—Pero…
—Jason, la última vez que te llevé en coche fue el día que querías asegurarte que nadie más estaba escuchando cuando me contaste que tu banco sin agallas iba a cortar mi línea de crédito, y si yo sabía que sería conveniente para mí que reconsiderase la oferta de compra que había hecho Daiwa Ichiban.
—Sabes tan bien como yo que retirarte aquella línea de crédito fue lo mejor que te ha sucedido.
—No me gusta de que me fuercen a hacer las cosas, Jason.
—Sí, está bien, pero la adquisición te hizo instantáneamente rica.
—A diferencia de ti, no veo el dinero como la cosa más importante de la vida.
—Es fácil decirlo cuando se tienen millones. Lara escuchó la queja, los celos en la voz.
—Pero éste no es el mensaje que Daiwa Ichiban te ha dicho que me transmitas hoy, ¿me equivoco?
El banquero no supo qué responder. Ella movió la cabeza.
—Otra vez te han enviado a hacer el trabajo sucio, pero no tienes los cojones de decírmelo.
Él dudó. Luego dijo:
—Has sido, eres historia. Hoy es tu último día como directora general y presidente del consejo de administración.
—En todo caso presidenta —corrigió—. Y no seas absurdo. Quedan seis meses para la transición. Tengo un importante trabajo en el laboratorio por terminar antes de que esto suceda.
Woodruff sonrió por primera vez.
De pronto, un agudo grito atravesó la multitud que se alineaba en el lado derecho de la calle. Lara alzó la vista justo a tiempo para ver una mancha color rojo sangre, de aspecto gelatinoso, que salía volando de entre el grupo de los miembros de Operación Rescate, y que despedía gotas mientras volaba. Chocó contra el parabrisas, dejando una mancha ancha y viscosa después de que los poderosos limpiaparabrisas lo quitasen del cristal y cayese donde estaban los manifestantes por la liberación de los animales en el otro lado de la calle.
—¿Qué demonios era eso? Parecía un maldito feto.
—Lo era —dijo Lara mientras accionaba de nuevo los limpiaparabrisas para quitar la mancha.
—¿Lo era? —la voz de Woodruff sonaba aguda, un tanto histérica.
—Un feto de cerdo —dijo Lara como si tal cosa. Como los de la universidad. La gente de Operación Rescate los compra en grandes cantidades…, por el efecto que causan.
—Parecía tan…; humano.
—Por eso mismo —dijo Lara—. Es…
Como un dique sujeto a gran presión abriéndose paso, las barreras para contener a la gente del lado izquierdo de la calle cayeron. Los furiosos manifestantes de los derechos de los animales, exaltados por la visión del feto de cerdo, se dirigieron furiosos hacia el contingente de Operación Rescate. Instantes después, un grito gutural surgió de ambos lados de la calle cuando los manifestantes de ambos lados traspasaron las barricadas menos controladas e irrumpieron en la calle.
—Uy, uy —dijo Lara cuando vio que la multitud se acercaba a ellos. Pisó el acelerador para aproximarse a la furgoneta de la policía. El Suburban, rápidamente, cerró el espacio que había entre ellos; segundos después, sólo estaban a una distancia de un pie detrás de las fuerzas del orden.
Por la derecha, los pro derechos de los animales fueron los primeros en enzarzarse en una pelea con los miembros de Operación Rescate. La furgoneta de la policía se detuvo casi completamente a medida que la muchedumbre se acercaba y les presionaba. Estaban lo suficientemente cerca ahora de los focos de las cámaras de televisión, que les cegaban, y que se encontraban a salvo, detrás de la verja de GenIntron.
Entonces, un ladrillo de la calzada, que salió de entre la gente, trazó una lenta curva balística y rebotó en el caro cristal blindado del parabrisas.
—¡Dios mío! —gritó Woodruff instantes después, cuando el Suburban tembló bajo una lluvia de ladrillos. Se apartó todo lo que pudo de la ventanilla con un estremecimiento, cuando los mahones chocaron contra ella. En el exterior un grito de júbilo se extendió por la multitud cuando vieron que agachaba la cabeza.
—No dejes que te vean reaccionar —dijo Lara con firmeza—, no haces más que animarles.
—¿Qué no…, qué? —respondió boquiabierto ante la tranquilidad que ella demostraba.
—¡Eres una jodida lunática!
En la puerta, el personal de seguridad de GenIntron y los refuerzos de los guardias antidisturbios contratados para la reunión anual avanzaron, aporreando con porras a los manifestantes que se acercaban, pero que hacían pocos progresos.
Los botes de gas lacrimógeno cayeron entre la gente. Desde lo alto, los reporteros de televisión, ávidos de noticias impactantes para los informativos de las seis, empezaron a filmar.
Los manifestantes zarandeaban el Suburban y la furgoneta de la policía.
—¡Por Dios, Lara, haz algo; van a volcar el coche y nos van a matar! No te quedes aquí sentada, pisa a fondo, sácanos de aquí y atraviesa la jodida verja!
—No sería un movimiento acertado —contestó con tranquilidad.
—¡Pero nos van a matar! Su voz temblaba, en parte por las violentas sacudidas, en parte por el miedo que sentía —es defensa propia, insistió de forma histérica.
Lara negó con la cabeza.
—¿Ves a los de las cámaras de televisión? Cuando editen las secuencias que han grabado no se verán ladrillos y polis ensangrentados. Verás un jodido y gran Suburban que atropella a unos inocentes activistas de la comunidad.
—Pero…
—Sólo aguanta tus jodidos orines e intenta no ensuciarte los pantalones, ¿de acuerdo?
Pálido y sin dejar de transpirar, la lucha interior pareció dejarle sin fuerzas y el banquero se desplomó en su asiento.
Delante de ellos estaba claro que la furgoneta de la policía se había detenido. Mientras la multitud zarandeaba ambos vehículos cada vez con más violencia, a Lara se le ocurrió una solución; puso una marcha en el Suburban y soltó el freno. El inmenso coche con el potente motor, se tambaleó hacia delante. El repentino movimiento desestabilizó el ritmo de las sacudidas de la turba. Apretó el acelerador y chocó con suavidad con la furgoneta de la policía, que avanzó lentamente. El movimiento sorprendió a las masas que intentaban volcarlo. Cayeron hacia atrás y se alejaron mientras el Suburban empujaba la furgoneta hacia delante con firmeza y lentitud.
Aquella noche el vídeo en la televisión mostró el espectáculo de unos manifestantes que se echaban delante de la furgoneta y luego se levantaban apresuradamente para apartarse en el último segundo. La sonriente presentadora rubia parecía decepcionada de que tanto el Suburban como la furgoneta de la policía hubiesen llegado a salvo al complejo de GenIntron, robándole una historia más importante que la habría llevado a una exposición nacional y el pase a un mercado de mayor audiencia.
Lara Blackwood atravesó como un vendaval los pasillos tubulares del ala principal de investigación de GenIntron, como si se tratase de la suerte en busca de su destino.
El pasadizo de casi mil metros y relucientes baldosas era uno de los tres que había en el complejo de instalaciones. Cada uno estaba flanqueado por laboratorios y segmentados cada treinta metros por las puertas neumáticas de cámaras estancas.
La primera impresión era la de estar en el interior de un vagón de metro cuyo extremo final se extendiese hasta un punto sin fin. El diseño había ganado varios premios y había sido atesorado en dos famosos museos de Nueva York.
—¡Espera! —Woodruff, que iba tras ella, la llamó, ya que sus grandes y decididas zancadas cada vez la alejaban más de él, y corrió un poco para alcanzarla.
—No hagas nada de lo que te puedas arrepentir.
Lara se detuvo y se dio la vuelta con tanta rapidez que el banquero chocó con ella.