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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Terror, #Ciencia Ficción

El ojo de fuego (2 page)

Los reportajes habían atraído a estos doctores
gaijin
. En sí, esto ya era un insulto, una muestra de su falta de confianza en su capacidad, en la capacidad de toda la raza japonesa. Matones corpulentos, blancos, racistas, que asumían de forma automática que aquella gente menuda de piel amarilla no podía manejar los problemas por sí misma, y por lo tanto les imponían su desagradable «ayuda». Iwamoto se sentía furioso. ¡Y sus malos modales! Llegaron sin avisar; le pusieron en una situación embarazosa al no darle ninguna oportunidad para recibirles con corrección.

¡Estos
ketojin
, estos norteamericanos eran tan arrogantes!

Rezó una breve oración para dar las gracias porque, al menos, no eran japoneses los que les imponían su ayuda. Esto habría creado una
on
, una obligación, una deuda que él y el hospital se verían obligados a devolver. Por fortuna, los
gaijin
no tenían valor ni virtud. Los que no tenían virtud no podían crear on y tampoco se les podía dispensar la cortesía o la protección debida a los verdaderos hijos de Yamato. Iwamoto sabía que su obligación era librarse de estas dos plagas lo más rápido posible, y mantenerlos alejados para que no entorpeciesen el proceso de traslado que se efectuaba de forma tan eficiente.

Avanzaron unos pasos, caminando en silencio, al tiempo que daban un amplio rodeo alrededor de un hombre que hacía arcadas de forma convulsiva al final de la calle.

—Siento que no vayan a estar cómodos —dijo Iwamoto, esperanzado, mientras caminaba delante de ellos y detenía de nuevo su avance—. Nuestras instalaciones sanitarias están bastante colapsadas.

—No hay problema —dijo uno de los
gaijin
—. Somos militares. Estamos acostumbrados a las incomodidades.

—Forman parte de las normas —bromeó el segundo, mientras se dirigía hacia otra dirección.

Iwamoto sintió vergüenza cuando salió disparado para alcanzarle. ¿Cómo podían ser tan insensibles e ignorar su angustia? ¿Cómo podían pasar por alto una comunicación tan obvia?

Iwamoto les bloqueó el paso, reunió toda su determinación y lo intentó de nuevo.

—Como ven, nuestras instalaciones y nuestros equipos son limitados. Siento que…

—Hemos traído los nuestros —dijeron los dos
gaijin
casi al mismo tiempo. Uno de ellos dio unas palmadas a la gran bolsa de lona para dar énfasis a sus palabras; luego se dio la vuelta y caminó de nuevo en otra dirección.

La desesperación inundó de calor y acidez la garganta de Iwamoto cuando tuvo que ir tras ellos otra vez.

Un trueno retumbó en la distancia; los persistentes vientos azotaban los árboles y envolvían el inmenso edificio del hospital con sus ráfagas caóticas.

Mirando al cielo con esperanza, Iwamoto maniobró de nuevo para situarse delante de ellos y se detuvo. En lugar de hablar de inmediato, hizo una pausa para estudiar el tiempo con atención. Los dos caucásicos alzaron la vista un momento y luego lo miraron cuando habló.

—Estos primeros tifones pueden ser serios —dijo—. Puede ser peligroso para ustedes permanecer aquí. —Miró expectante uno y otro rostro blanco—. Tal vez su propia gente les necesite en el Campo Zama.

Los
gaijin
movieron la cabeza sincrónicamente, como si sus cuellos estuviesen unidos por engranajes. Casi con la misma precisión se dieron la vuelta y reanudaron la inspección.

Iwamoto dejó escapar un audible sonido sibilante cuando inspiró aire por sus labios fruncidos, y los estrechó de nuevo. El viejo médico ya estaba sin aliento cuando les volvió a cerrar el paso, esta vez a pocos metros de la entrada del hospital.

—Es una enfermedad repugnante —dijo Iwamoto—. Las manchas, la podredumbre, las secreciones sangrientas, los hedores.

Ahora, el acre antiséptico enmascaraba la mayor parte de la fetidez nauseabunda que momentos antes había golpeado a los caucásicos, como un puño retorciéndose en sus estómagos, tan pronto como bajaron del tren, en la estación de Shin-Otsuka.

—Mire, doctor, ya nos hemos enfrentado a esto antes —dijo el teniente coronel Denis Yaro, doctor en Medicina, especialista en enfermedades infecciosas del noveno cuerpo del Ejército de Tierra de Estados Unidos, destacado en el cercano Campo Zama en la Prefectura de Kanagawa.

—Ya somos mayorcitos. No será la primera vez que nos ensuciemos nuestras bonitas batas blancas. Lo que sucede es que creemos que es una situación bastante importante y nos gustaría muchísimo ayudarle a llegar al fondo de esta extraña cepa de muermo, si es que realmente se trata de eso, pero si usted no quiere que estemos aquí, ¿por qué no ha salido y simplemente nos lo ha dicho?

«Lo he hecho», Iwamoto pensó para sí. «Pero sois demasiado estúpidos para escucharme».

—Tranquilízate, Denis —le advirtió Jim Condon. El doctor Condon era otro teniente coronel, epidemiólogo y especialista en medicina interna, cuyas oficinas colindaban a las de Yaro en las instalaciones del Cuerpo Médico.

Habían ido hasta allí, violando órdenes específicas dadas a todos los médicos de Zama de que se mantuviesen alejados de la zona, como voluntarios; en parte, porque querían ayudar y, en parte, porque Yaro esperaba atrapar una muestra de una enfermedad totalmente nueva, no diagnosticada, que pudiese convertirse en un artículo publicable.

Iwamoto luchó para controlar su enfado. Cuando habló, lo hizo con un tono formal, forzado.

—El patógeno aún no ha sido identificado —continuó el doctor—. No parece ser ninguna bacteria, ningún virus o siquiera un prión o una ameba unicelular o cualquier otro organismo conocido. Por ello parece que no existe inmunidad natural y, como resultado, ninguno de los pacientes ha sobrevivido, por ahora.

A Condon y Yaro les pareció atisbar una ligera mirada de satisfacción.

—Los fragmentos genéticos que hemos podido identificar en esta primera fase muy preliminar de la investigación indican que podrían ser idénticos a la variante desconocida A-087, que mató a los habitantes de aquel pequeño asentamiento en la costa noreste de Cheju-do.

Yaro asintió con la cabeza. Condon vio el brillo en los ojos de su colega. Tan sólo dos semanas antes, más de novecientas personas en Cheju-do, una pequeña isla en el mar de la China Oriental, unas cincuenta millas al sur de la punta de la República de Corea, habían sido exterminadas antes de que pudiese llegar ayuda alguna de la península. Nadie sabía de dónde había llegado la enfermedad, pero asoló el asentamiento y, luego, diez días después pareció autodestruirse.

—También deberían saber ustedes —dijo Iwamoto—, que está claro que es un biotipo y que es más probable que exista en un estado portador específicamente restringido a la raza coreana. Creo…

—¡Portadores! ¡Raza! —el tono de Yaro era despectivo—. Usted sabe tan bien como yo que no existe tal cosa como la raza coreana.

Iwamoto retrocedió y tropezó al alejarse del alto hombre blanco, pero recuperó el equilibrio con rapidez.

—Todo eso son cuestiones de poder y política, y no de ciencia —continuó Yaro, con su voz profunda y enojada—. Pero el uso de estas palabras, el uso que hace usted, doctor, y el que hizo en la televisión han sido un desastre para la comunidad coreana que vive en Japón. Las consecuencias de todas aquellas entrevistas no se pueden pasar por alto. Está contando a todo el mundo lo que quieren escuchar: que los coreanos son portadores de esta sucia enfermedad porque son racialmente inferiores.

—No puedo admitir sus implicaciones de que yo…

—Mire, gilipollas, yo estaba viendo la televisión cuando le contó a un entrevistador que era como si los dioses hubiesen inventado la enfermedad perfecta para personificar a una raza de personas despreciadas casi universalmente por toda la nación japonesa.

—Cálmate, Denis —Jim puso una mano sobre el brazo de su colega—. Déjalo.

Pero Yaro avanzó otro paso hacia Iwamoto.

—Son unos malditos hipócritas nazis. Usted y sus compatriotas. Ocuparon Corea, forzaron a la gente a la esclavitud, secuestraron a las mujeres coreanas y las encerraron en burdeles del ejército para ser utilizadas como «chicas de confort» que los soldados violaban día tras días. Un montón de gente, que se llamaban a sí mismos «doctores», utilizaban a los coreanos como provechosos animales de laboratorio para experimentos médicos japoneses.

Cuando Yaro avanzó, Iwamoto tropezó con sus propios pies y cayó bruscamente sobre el bien cuidado césped.

—Ya basta, doctor —dijo Condon con firmeza, mientras sujetaba a Yaro por los hombros y tiraba de él para hacerle retroceder.

Iwamoto se puso lentamente en pie y se sacudió el polvo. Jim Condon se interpuso entre los dos hombres.

—Si es en verdad cierto que se trata sólo de una enfermedad coreana, entonces no representa ninguna amenaza para mi colega ni para mí, ¿verdad doctor? ¿Por qué debería preocuparnos? —preguntó.

Al ver que Yaro ya no era una amenaza inmediata, Iwamoto sintió que la encendida ira subía desde lo más profundo de sus entrañas. Cerró los ojos un momento, intentando canalizar sus emociones. Miró profundamente hacia su interior para evitar ser provocado por el
keto
, pero fue en vano; después ya ofrecería oraciones para eliminar la vergüenza de haber perdido el control.

—¡Por supuesto que es una enfermedad coreana, locos de ojos redondos! ¡Tenemos el genotipo! ¡Por eso no tiene nada que ver con ustedes! ¡Nada en absoluto! ¡Son coreanos! Los perros que esos animales comen tienen más valor que ellos, ¿lo entienden? Atenderlos va más allá de la dignidad de la profesión médica.

El arranque de ira de Iwamoto los dejó atónitos, como si les hubiesen dado un bofetón en la cara. Durante una prolongada pausa, el silencio creció pesado e incómodo. Por fin, Condon llenó el vacío. En voz baja, con un tono frío con la furia apenas reprimida dijo:

—Doctor, en nuestro país, incluso los perros reciben atención médica.

—Sí, y en su país también duermen con los
kurombo
, negros, así que ¿qué más se puede decir? —Iwamoto escupió como si incluso las palabras hubiesen contaminado su boca.

—Muchísimas gracias por ampliar nuestra visión del mundo. Pero nosotros, doctor, hemos venido para descubrir cómo curar a los perros.

Yaro temblaba de ira. Condon le obligó a dar media vuelta, le alargó la bolsa que había soltado y lo condujo hasta una familia de seis personas que estaban echadas sobre una vieja lona, unas diez yardas más allá.

—¡No existe cura; tan sólo muerte! ¡Hagan lo que les dé la gana! ¡Están perdiendo el tiempo! ¡Sólo muerte! ¡Sólo muerte! —oyeron que Iwamoto gritaba tras ellos.

A unos cuarenta y cinco metros, un alto joven japonés, vestido de pies a cabeza de blanco hospital, sostenía una tablilla con un sujetapapeles e iba de un devastado grupo familiar a otro, tomando notas y alguna foto de vez en cuando. Las lágrimas empapaban el borde superior de su máscara quirúrgica.

Cuando las palabras de Iwamoto resonaron por los terrenos inmaculadamente ajardinados del hospital y llegaron hasta los oídos de Akira Sugawara, el japonés alto y joven, que estaba junto al cuerpo de una niña coreana de cuatro años y sus apenados padres, se dio la vuelta y miró cómo el doctor Iwamoto se alejaba de los altos
gaijin
.

«¿Qué es este infierno?», se preguntó Sugawara de nuevo. Una extraña gravedad aprisionaba su corazón y le creaba un peso tan profundo que estaba seguro de que le arrancaría el órgano de cuajo y se lo llevaría al centro de la tierra.

«¿Qué es este infierno?». «¿Y por qué su tío le había enviado a documentarlo?».

Capítulo 2

La descarga de tomates
flavr savr
, genéticamente modificados, empezó con lentitud, como siempre, golpeando con rojos y húmedos proyectiles el gran y pesado Suburban. Los
flavr savr
provenían de la ingente multitud que se alineaba a ambos lados de la calle, pavimentada con ladrillos; una calle nueva que se había abierto, invirtiendo mucho dinero, y que atravesaba por el oeste el campo de Maryland, en Bethesda. La calle tenía su propia salida a la carretera y conducía directamente a las puertas de GenIntron Corporation.

La muchedumbre que se alineaba por la calle salió corriendo y se amontonó contra las cintas a rayas que formaban una barrera para frenar a la multitud cuando se aproximó el Suburban de color burdeos oscuro metálico. Los policías antidisturbios, apostados a lo largo de las barreras con la gente allí situada, miraban con nerviosismo a la multitud y, seguidamente, al Suburban que se aproximaba, para mirarse después entre sí. La policía conminó a la muchedumbre para que retrocediera tras las barreras y, mientras, alargaban las manos hacia los revólveres de servicio, las porras, las granadas de gas lacrimógeno, las radios. El ruido de las hélices de un helicóptero resonaba por la calle.

Los que no lanzaban tomates movían los brazos, haciendo gestos mientras pedían: «No más
frankenfoods
», alimentos frankenstein, que se sumaban a las numerosas pancartas en las que se pedía el fin de la manipulación genética, las pruebas genéticas, los alimentos genéticamente manipulados, y los productos farmacéuticos y las vacunas genéticamente modificados. Las pancartas más destacadas de todas eran las más brillantes y caras que rezaban: «Quitad las manos de nuestros genes», una operación bien organizada dirigida por Elliot Sporkin, un biotécnico demagogo que no sabía nada sobre ciencia, pero sí todo sobre cómo hacer una carrera provechosa, aprovechándose de los miedos del populacho científicamente analfabeto.

Dentro del gran todoterreno Chevrolet, el paisaje de postal que ofrecía el campo y la suave luz de la mañana que pintaba la montaña de un color rosado y cálido, bajo el cielo azul, que veían sus ocupantes desapareció con rapidez bajo un rojo impresionista cuando la lluvia de tomates llegó a su punto culminante.

Sin pensar conscientemente en ello, Lara Blackwood accionó el limpiaparabrisas y echó un vistazo a la multitud; reconoció a muchos de los mismos rostros iracundos y distorsionados por el odio que la insultaban día tras día. Justo delante de ella avanzaba una escolta policial, dos motoristas y una furgoneta adicional llena de policías antidisturbios para la reunión anual de aquel día. Aceleró en dirección a la entrada fuertemente custodiada de GenIntron. Lara pisó el acelerador para seguir su paso. La luz del sol matutina pintaba deslumbrantes arco iris en su negro pelo corto y hacía brillar como ascuas azul marino los zafiros en forma de estrella que llevaba engarzados en los pendientes, regalo de su padre, que se los trajo de una misión en Cachemira, hacía más de veinte años.

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