—Nosotros dos le daremos una desagradable sorpresa a Capricornio —dijo bajito, mientras una sonrisa anidaba en cada una de sus arrugas—. ¡Me pondré a trabajar ahora mismo! ¡Oh, sí! Recibirá lo que tanto ansía: tú le traerás leyendo a la Sombra. Pero su viejo amigo habrá cambiado, de eso me encargo yo. Yo, Fenoglio, el maestro de las palabras, el mago de la tinta, el brujo del papel. Yo he creado a Capricornio y lo borraré de la faz de la tierra como si nunca hubiera existido… lo que, he de reconocerlo, habría sido muchísimo mejor. ¡Pobre Capricornio! Le sucederá lo mismo que al mago que le hizo a su sobrino esa mujer de flores. Conoces el cuento, ¿verdad?
Meggie no apartaba la vista del lugar que había ocupado el soldadito de plomo. Lo echaba de menos.
—No —murmuró—. ¿Qué mujer de flores?
—Es una historia muy antigua. Te contaré la versión abreviada. La larga es más bonita, pero pronto amanecerá. Bueno… Érase una vez un mago llamado Gwydion que tenía un sobrino al que quería más que a nada en el mundo, pero su madre había echado una maldición al chico.
—¿Por qué?
—Eso nos llevaría demasiado lejos. El caso es que lo había maldecido. En cuanto tocase a una mujer, moriría. Al mago aquello le partió el corazón. ¿Por qué su sobrino predilecto tenía que estar condenado para siempre a la soledad más desoladora? No. ¿Qué clase de mago sería él? Se encerró, pues, durante tres días y tres noches en su laboratorio y creó una mujer de flores, con reina de los prados, con retama y con flores de roble para ser exactos. Nunca había existido una mujer más hermosa, y el sobrino de Gwydion se enamoró de ella en el acto. Pero Blodeuwedd, que así se llamaba, fue su perdición. Se enamoró de otro y juntos asesinaron al sobrino del mago.
—¡Blodeuwedd! —Meggie saboreó el nombre como si fuese una fruta exótica—. Qué triste. ¿Y qué le sucedió a ella? ¿También la mató el mago como castigo?
—No. Gwydion la transformó en un búho, y desde entonces el canto de los búhos suena como el llanto de las mujeres hasta el día de la fecha.
—¡Qué bonito! Qué triste y qué bonito —musitó Meggie. ¿Por qué las historias tristes eran siempre tan bonitas? En la vida real era diferente—. Bueno, ahora conozco la historia de la mujer de flores —comentó—. Pero ¿qué tiene que ver eso con Capricornio?
—Bueno, Blodeuwedd no hizo lo que se esperaba de ella. Y así obraremos nosotros: tu voz y mis palabras, unas palabras hermosas y nuevecitas, se encargarán de que la Sombra de Capricornio no haga lo que se espera de ella.
Fenoglio parecía tan satisfecho como una tortuga que ha encontrado una hoja fresca de lechuga y, encima, en un lugar por completo inesperado.
—¿Y qué va a hacer exactamente?
Fenoglio frunció el ceño. Su satisfacción se había esfumado.
—Estoy trabajando en eso todavía —dijo irritado dándose golpecitos en la frente—. Justo aquí. Y requiere tiempo.
Fuera se alzaron voces masculinas. Procedían del otro lado del muro. Meggie saltó fuera de la cama a toda velocidad y corrió hacia la ventana abierta. Oyó pasos presurosos, de alguien que tropezaba y huía… y después tiros. Se asomó tanto a la ventana que estuvo a punto de caerse, pero, como es lógico, no logró ver nada. El ruido parecía provenir de la plaza de la iglesia.
—¡Eh, eh, ten cuidado! —cuchicheó Fenoglio sujetándola por los hombros.
Se escucharon más tiros. Los hombres de Capricornio se gritaban algo unos a otros. Sus voces sonaban furiosas, excitadas. ¿Por qué no podía entender sus palabras? Miró a Fenoglio muerta de miedo. A lo mejor él había entendido algo de todo ese griterío, alguna palabra, algún nombre…
—Sé lo que estás pensando, pero seguro que no era tu padre —la tranquilizó—. No está tan loco como para introducirse de noche en la guarida de Capricornio —la apartó con suavidad de la ventana.
Las voces se extinguieron y la noche volvió a quedar en calma, como si nada hubiera sucedido.
Meggie trepó de nuevo a su litera con el corazón palpitante. Fenoglio la ayudó.
—¡Haz que mate a Capricornio! —susurró—. ¡Haz que la Sombra lo mate! —Ella misma se asustó de sus palabras.
Pero no las retiró.
Fenoglio se frotó la frente.
—Sí, creo que tendré que hacerlo —murmuró.
Meggie cogió el jersey de su padre y lo apretó contra ella. En algún lugar de la casa se oyeron portazos y pisadas aproximándose. Después volvió a reinar el silencio. Un silencio amenazador. «Un silencio sepulcral», pensó Meggie. Esa frase ya no se le iba de la cabeza.
—¿Qué ocurrirá si la Sombra tampoco te obedece a ti? —preguntó—. Como en el cuento de la mujer de flores. ¿Qué pasará entonces?
—Es preferible no pensarlo —contestó Fenoglio muy despacio.
—¿Por qué, oh por qué habré dejado mi agujero-hobbit? —decía el pobre señor Bolson, mientras se sacudía hacia arriba y hacia abajo sobre la espalda de Bombur.
J. R. R. Tolkien
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El hobbit
Al oír los disparos, Elinor se levantó de un salto tan repentino en medio de la oscuridad que tropezó con su propia manta y cayó cuan larga era sobre una hierba que parecía rastrojo. Cuando se apoyó en ella para incorporarse, le pinchó las manos.
—¡Ay, Dios mío, Dios mío, los han cogido! —balbució, mientras trastabillaba de un lado a otro en plena noche buscando el maldito vestido que el muchacho había robado para ella.
Estaba tan oscuro que apenas acertaba a distinguir sus propios pies.
—Eso es lo que han conseguido —musitaba—. ¿Por qué no me llevasteis con vosotros, malditos estúpidos? Habría podido montar guardia, me habría encargado de vigilar.
Cuando al fin encontró el vestido y se lo metió por la cabeza con manos temblorosas, se quedó petrificada.
Qué silencio. Un silencio mortal.
«¡Los han matado a tiros! —decía una vocecita en su interior—. Por eso reina este silencio. Están muertos. Tiesos. Yacen sangrando en esa plaza, delante de la casa, los dos, ay, Dios mío. ¿Qué hacer?» Empezó a sollozar. «Vamos, Elinor, déjate de llantos. ¿A qué viene esto? Ve a buscarlos, deprisa…»
Echó a andar a trompicones. ¿Era la dirección correcta?
—¡Tú no puedes venir con nosotros, Elinor! —le había dicho Mortimer.
Tenía un aspecto tan distinto con el traje que Farid había robado para él que parecía uno de los secuaces de Capricornio, pero al fin y al cabo ése era el objetivo de la mascarada. El chico le había conseguido hasta una escopeta.
—¿Por qué? —había replicado ella—. Incluso me pondré ese ridículo vestido.
—Una mujer llamaría la atención, Elinor. Tú misma lo viste. Allí ninguna mujer vaga por la calle en plena noche. Sólo los centinelas. Pregúntale al chico.
—¡Ni lo sueñes! ¿Por qué no me robó un traje? En ese caso podría haberme disfrazado de hombre.
Ellos no habían sabido responderle.
—Elinor, por favor, necesitamos a alguien que se quede junto a nuestras cosas.
—¿Nuestras cosas? ¿Te refieres a esta mugrienta mochila de Dedo Polvoriento? —le soltó una patada de rabia.
¡Qué listos se creían! Pero su mascarada había sido inútil. ¿Quién los habría reconocido? ¿Basta, Nariz Chata, el cojo?
—Regresaremos al amanecer, Elinor. Con Meggie.
¡Mentiroso! Ella percibió en su voz que ni él mismo se lo creía. Elinor tropezó con la raíz de un árbol, agarró con las manos algo espinoso y se dejó caer de rodillas sollozando. Asesinos. Asesinos e incendiarios. ¿Qué iba a hacer ella con semejante gentuza? Ojalá lo hubiera sabido cuando Mortimer se presentó de improviso ante su puerta pidiéndole que escondiera el libro. ¿Por qué no se negó? ¿No había pensado en el acto que el comecerillas les causaría problemas? Pero el libro… Claro, el libro. Como es natural, había sido una tentación irresistible…
«¡Se han llevado a esa marta apestosa! —pensó mientras se incorporaba—. Pero a mí no. Y ahora están muertos.»
«Acudamos a la policía.» ¡Cuántas veces lo había repetido! Pero la respuesta de Mortimer había sido siempre la misma. «No, Elinor, Capricornio haría desaparecer a Meggie en cuanto el primer policía pusiera el pie en el pueblo. Y la navaja de Basta es más rápida que todos los policías del mundo entero, te lo aseguro.» Y mientras hablaba en su entrecejo se formó aquella arruguita vertical. Conocía lo suficiente a Mortimer para saber su significado.
¿Qué iba a hacer ahora? Estaba tan sola…
«¡No seas tan quejica, Elinor! —se reprochó—. Tú siempre has estado sola, ¿lo has olvidado? Pon tu mente a trabajar. Tienes que ayudar a la niña, al margen de lo que le haya sucedido a su padre. Tienes que sacarla de ese pueblo tres veces maldito; ya nadie puede hacerlo salvo tú. ¿O es que quieres que acabe convertida en una de esas criadas acoquinadas que apenas se atreven a levantar la cabeza y se limitan a fregar y a cocinar para sus finos señores? A lo mejor de vez en cuando podría leerle algo en voz alta a Capricornio, siempre que a éste le apeteciera, y después, con el paso del tiempo… se convertiría en una mujercita preciosa y…»
Elinor se sintió mal.
—Necesito una escopeta —susurró—, o un cuchillo, un cuchillo grande y afilado… Irrumpiré con él en casa de Capricornio. ¿Quién va a reconocerme con este vestido indescriptible?
Mortimer siempre había creído que Elinor sólo se las apañaba con el mundo situado entre las pastas de un libro, ¡pero ella le enseñaría de lo que era capaz!
«¿Cómo? —susurró una voz en su interior—. Él se ha ido, Elinor, se ha ido igual que tus libros…»
Soltó un sollozo tan fuerte que ella misma, asustada, se tapó la boca con la mano. Una rama se quebró bajo sus pies, y detrás de una ventana del pueblo de Capricornio se apagó la luz. Tenía razón. El mundo era terrible, cruel, despiadado, ominoso como un mal sueño. No era un buen lugar para vivir. Los libros eran el único sitio en el que había hallado compasión, consuelo, felicidad… y amor. Los libros amaban a todo aquel que los abría, dispensaban recogimiento y amistad sin exigir nada a cambio, nunca se marchaban, nunca, aunque los tratasen mal.
Amor, verdad, belleza, sabiduría y consuelo ante la muerte.
¿Quién lo había dicho? Algún otro chalado por los libros cuyo nombre no acertaba a recordar, pero sí sus palabras. Las palabras son inmortales… salvo que llegue alguien y las queme. Pero incluso entonces…
Siguió avanzando a trompicones. La luz lívida del pueblo de Capricornio se proyectaba sobre la noche como agua lechosa. Tres de los asesinos cuchicheaban en la plaza del aparcamiento, entre los coches.
—¡Hablad, sí, hablad! —murmuró Elinor—. Fanfarronead con vuestras manos manchadas de sangre y vuestros corazones negros como el carbón. Lamentaréis haberlos matado.
¿Qué era mejor? ¿Introducirse enseguida a hurtadillas o esperar al alba? Ambas opciones eran una locura, no llegaría ni a la próxima esquina. Uno de los tres hombres miró en torno suyo y, durante unos segundos, Elinor pensó que acabaría descubriendo su presencia. Retrocedió dando un traspié y resbaló, pero logró asirse a una rama antes de volver a perder el equilibrio. Entonces oyó un rumor a su espalda y antes de que pudiera volverse, una mano le tapó la boca. Intentó gritar, pero no pudo, tan fuerte apretaban sus labios aquellos dedos.
—Con que estabas aquí. ¿Sabes cuánto tiempo llevo buscándote?
Era imposible. Estaba segura de que jamás volvería a oír esa voz.
—¡Disculpa, pero sabía que gritarías! ¡Ven! —Mortimer retiró la mano de su boca y le hizo una seña para que lo siguiera.
Ella no estaba segura de qué habría preferido: si echarle los brazos al cuello o darle una paliza.
Cuando los árboles ocultaron las casas del pueblo de Capricornio, se detuvo.
—¿Por qué no te has quedado en el campamento? Mira que andar dando tropezones en la oscuridad… ¿Sabes los peligros que entraña?
Era el colmo. Elinor jadeaba todavía, tan deprisa había caminado él.
—¿Peligros? —era difícil hablar en voz baja sintiéndose tan furiosa—. ¿Hablas tú de peligros? ¡He oído los disparos y los gritos! ¡Pensaba que estabais muertos! ¡Que os habían agujereado, cosido a balazos…!
Él se pasó la mano por la cara.
—Qué va, ninguno de ellos tiene buena puntería —comentó—. Por fortuna.
A Elinor le habría gustado sacudirle un sopapo por afectar tal indiferencia.
—¿Ah, sí? ¿Y qué me dices del chico?
—Está bien, excepto un rasguño en la frente. Cuando sonaron los tiros, la marta se le escapó y él la siguió. Mientras lo hacía, recibió un disparo de rebote. Lo he dejado arriba, en el campamento.
—¿La marta? ¿Vuestra única preocupación es esa marta feroz y maloliente? ¡Esta noche he envejecido diez años! —Elinor levantó la voz, pero enseguida bajó el tono—. Me he puesto este horrible vestido —silabeó—. Os vi ante mis ojos heridos y cubiertos de sangre… ¡Sí, hombre, y tú tan tranquilo! —le espetó furiosa—. Es un milagro que no hayáis muerto. No debí hacerte caso. Tendríamos que haber acudido a la policía… Esta vez no les quedará más remedio que creernos, nosotros…
—Ha sido pura mala suerte, Elinor —la interrumpió Mo—. Créeme. El tal Cockerell estaba de guardia delante de la casa. Los demás no me habrían reconocido.
—¿Y qué pasará mañana? ¡A lo mejor entonces será Basta o Nariz Chata! ¿De qué le servirás a tu hija muerto?
Mortimer le dio la espalda.
—Pero estoy vivo, Elinor —replicó—. Y sacaré a Meggie de ahí antes de que protagonice una ejecución.
Cuando llegaron a su campamento, Farid ya dormía. El pañuelo ensangrentado que Mortimer le había atado alrededor de la cabeza se asemejaba al turbante que llevaba cuando surgió de detrás de las columnas de la iglesia de Capricornio.
—Parece más grave de lo que es en realidad —susurró Mo—. Pero, créeme, si no llego a sujetarlo habría perseguido a esa marta por medio pueblo. Y de no habernos pillado, seguro que además se habría introducido a escondidas en la iglesia para buscar a Dedo Polvoriento.
Elinor se limitó a asentir y se envolvió en su manta. La noche era tibia, en otras zonas seguramente la habrían calificado de apacible.
—¿Cómo les disteis esquinazo? —preguntó.
Mortimer se sentó junto al muchacho. Sólo entonces vio Elinor que llevaba consigo la escopeta que Farid había robado para él. Se la descolgó del hombro para depositarla a su lado sobre la hierba.
—No nos han seguido durante mucho tiempo —respondió—. Además, ¿para qué? Ellos saben que regresaremos. No tienen más que esperar.