Quienes son de verdad Dedo Polvoriento, Capricornio o Lengua de Brujo lo sabrá la joven Meggie por las respuestas que encuentre en un viejo pueblo de las montañas de Liguria... y también en un libro. Cuando Mo, el padre de Meggie, saluda a un extraño visitante que aparece en su casa, la niña siente que aquella persona emana un peligro, quizá una gran amenaza contra su padre... y entonces huyen al sur, a la casa de tía Elinor, propietaria de una de las mas fascinantes bibliotecas que uno pueda imaginar. Meggie descubrirá que los forasteros que misteriosamente aparecen y desaparecen, como aquel visitante nocturno, llaman a su padre Lengua de Brujo, ya que tiene el don de dar vida a los personajes de los libros cuando lee en voz alta. Esta nueva novela de Cornelia Funke es magia, es mágica y es fantástica: es un viaje al mundo de los libros, una gran novela de aventuras y una declaración de amor a los grandes textos universales que cautivan a los lectores. Y también, una lucha feroz entre ficción y realidad, y entre bien y mal.
Cornelia Funke
Corazón de tinta
ePUB v1.0
CyberXaz24.06.11
Para Anna,
Que abandonó
El Señor de los Anillos
Para leer este libro.
(¿Qué más se puede pedir a una hija?)
Y para Elinor,
Que me prestó su nombre, a pesar de que
no lo necesitaba, para una reina elfa.
La luna brillaba en el ojo del caballo balancín y en el ojo del ratón cuando Tolly lo sacó de debajo de la almohada para contemplarlo. El reloj hacía tictac, y en medio del silencio él creyó oír unos piececitos descalzos corriendo por el suelo, luego risas contenidas y cuchicheos y un sonido como si estuvieran pasando las páginas de un libro grande.
Lucy M. Boston
,
Los niños de Green Knowe
Aquella noche llovía. Era una lluvia fina, murmuradora. Incluso años y años después, a Meggie le bastaba cerrar los ojos para oír sus dedos diminutos tamborileando contra el cristal. En algún lugar de la oscuridad ladraba un perro y Meggie no podía conciliar el sueño, por más vueltas que diera en la cama.
Guardaba debajo de la almohada el libro que había estado leyendo. La tapa presionaba su oreja, como si quisiera volver a atraparla entre las páginas impresas.
—Vaya, seguro que es comodísimo tener una cosa tan angulosa y dura debajo de la cabeza —le dijo su padre la primera vez que descubrió un libro debajo de su almohada—. Admítelo, por las noches te susurra su historia al oído.
—A veces —contestó Meggie—. Pero sólo funciona con los niños pequeños. —Como premio Mo le pellizcó la nariz.
Mo. Meggie siempre había llamado así a su padre.
Aquella noche —en la que tantas cosas comenzaron y cambiaron para siempre— Meggie guardaba debajo de la almohada uno de sus libros predilectos, y cuando la lluvia le impidió dormir, se incorporó, se despabiló frotándose los ojos y sacó el libro de debajo de la almohada. Cuando lo abrió, las páginas susurraron prometedoras. Meggie opinaba que ese primer susurro sonaba distinto en cada libro, dependiendo de si sabía lo que le iba a relatar o no. Sin embargo, ahora lo fundamental era disponer de luz. En el cajón de su mesilla de noche escondía una caja de cerillas. Su padre le había prohibido encender velas por la noche. El fuego no le gustaba.
—El fuego devora los libros —decía siempre, pero al fin y al cabo ella tenía doce años y era capaz de controlar un par de velas.
A Meggie le gustaba leer a la luz de las velas. En el antepecho de la ventana tenía tres fanales y tres candeleros. Cuando estaba aplicando la cerilla ardiendo a una de las mechas negras, oyó pasos en el exterior. Asustada, apagó la cerilla de un soplido —¡con qué precisión lo recordaba todavía muchos años después!—, se arrodilló ante la ventana mojada por la lluvia y miró hacia fuera. Entonces lo vio.
La oscuridad palidecía a causa de la lluvia y el extraño era apenas una sombra. Sólo su rostro brillaba hacia Meggie desde el exterior. El pelo se adhería a su frente mojada. La lluvia chorreaba sobre él, pero no le prestaba atención. Permanecía inmóvil, los brazos cruzados contra el pecho, como si de ese modo pretendiera entrar en calor. El desconocido no apartaba la vista de su casa desde el otro lado.
«¡Tengo que despertar a Mo», pensó Meggie. Pero se quedó sentada, con el corazón palpitante, los ojos clavados en la noche, como si el extraño le hubiera contagiado su inmovilidad. De pronto, el desconocido giró la cabeza y a Meggie le dio la impresión de que la miraba de hito en hito. Se deslizó fuera de la cama con tal celeridad que el libro abierto cayó al suelo. Echó a correr descalza y salió al oscuro pasillo. En la vieja casa hacía fresco, a pesar de que estaba finalizando el mes de mayo.
En la habitación de su padre aún había luz. Él solía permanecer despierto hasta bien entrada la noche, leyendo. Meggie había heredado de él la pasión por los libros. Cuando después de una pesadilla buscaba refugio a su lado, nada le hacía conciliar el sueño mejor que la tranquila respiración de su padre junto a ella y el ruido que producía al pasar las páginas. Nada ahuyentaba más deprisa los malos sueños que el crujido del papel impreso.
Pero la figura que estaba ante la casa no era un sueño, era real.
El libro que Mo leía aquella noche tenía las tapas de tela azul pálido. Meggie también se acordaría de eso más adelante. ¡Qué cosas tan triviales se quedan adheridas a la memoria!
—¡Mo, hay alguien en el patio!
Su padre levantó la cabeza y la miró con aire ausente, como siempre que interrumpía su lectura. Solía costarle unos momentos encontrar el camino desde el otro mundo, desde el laberinto de las letras.
—¿Que hay alguien? ¿Estás segura?
—Sí. Está mirando fijamente nuestra casa.
Su padre apartó el libro.
—¿Qué has estado leyendo antes de dormirte?
¿El Dr. Jekyll y Mr. Hyde?
Meggie frunció el ceño.
—¡Por favor, Mo! Ven conmigo.
No la creía, pero la siguió. Meggie tiraba de él con tanta impaciencia que en el pasillo se golpeó los dedos de los pies con un montón de libros. ¿Con qué si no? Los libros se amontonaban por toda la casa. No sólo estaban en las estanterías como en otras casas, no, en la suya se apilaban debajo de las mesas, sobre las sillas, en los rincones de las habitaciones. Había libros en la cocina, en el lavabo, encima del televisor, en el ropero, en montoncitos, en grandes montones, gordos, delgados, viejos, nuevos… Los libros recibían a Meggie con las páginas abiertas sobre la mesa del desayuno en un gesto imitador, ahuyentaban el aburrimiento en los días grises… y a veces tropezaba con ellos.
—¡Está ahí quieto, sin más! —susurró Meggie mientras arrastraba a su padre hasta su habitación.
—¿Tiene la cara peluda? En ese caso podría ser un hombre lobo.
—¡Calla de una vez! —Meggie lo miró con severidad, a pesar de que las bromas de su padre disipaban su miedo. Ella misma creía ya que aquella figura en medio de la lluvia era obra de su imaginación… hasta que volvió a arrodillarse delante de su ventana—. ¡Ahí! ¿Lo ves? —musitó.
Su padre miró hacia el exterior, a través de las gotas de lluvia que caían, pero no dijo nada.
—¿No juraste que jamás vendría un ladrón a nuestra casa porque no hay nada que robar? —susurró Meggie.
—Ése no es un ladrón —respondió su padre, pero su rostro estaba tan serio cuando se apartó de la ventana que el corazón de Meggie latió más deprisa—. Vete a la cama, Meggie —le aconsejó—. Esa visita es para mí.
Y antes de que Meggie pudiera preguntarle qué demonios de visita era aquella que se presentaba en mitad de la noche, abandonó la habitación. La niña lo siguió, inquieta. Desde el pasillo oyó cómo soltaba la cadena de la puerta de entrada, y al llegar al vestíbulo vio a su padre plantado en el umbral.
La noche irrumpió, oscura y húmeda, y el fragor de la lluvia tronó amenazador.
—¡Dedo Polvoriento! —gritó Mo en dirección a la oscuridad—. ¿Eres tú?
¿Dedo Polvoriento? ¿Qué nombre era ése? Meggie no recordaba haberlo oído jamás, y sin embargo le resultaba familiar, como un recuerdo lejano que no acabase de tomar forma.
Al principio en el exterior persistía el silencio. Sólo se oía el rumor, los cuchicheos y susurros de la lluvia, como si la noche hubiera adquirido voz de repente. Pero luego unos pasos se aproximaron a la casa, y el hombre que permanecía en el patio surgió de la oscuridad. Su largo abrigo se le pegaba a las piernas, empapado por la lluvia, y cuando el desconocido irrumpió en la luz que se escapaba de la casa, durante una fracción de segundo Meggie creyó ver sobre su hombro una cabecita peluda que se asomaba para fisgonear fuera de su mochila y volvía a desaparecer en el acto en su interior.
Dedo Polvoriento se pasó la manga por la cara mojada y tendió la mano a Mo.
—¿Qué tal te va, Lengua de Brujo? —preguntó—. Hace ya mucho tiempo.
Mo, vacilante, estrechó la mano que le tendía.
—Sí, mucho —respondió mientras acechaba más allá del visitante, como si estuviese esperando que otra figura surgiese de la noche.
—Entra, que vas a pillar una pulmonía. Meggie dice que llevas un buen rato ahí fuera.
—¿Meggie? Ah, sí, claro.
Dedo Polvoriento siguió a Mo al interior de la casa. Examinó a Meggie con tanto detenimiento que, de pura timidez, la niña no sabía dónde fijar la vista. Al final se limitó a clavar sus ojos en el desconocido.
—Ha crecido.
—¿Te acuerdas de ella?
—Por supuesto.
Meggie observó que su padre cerraba dando dos vueltas a la llave.
—¿Qué edad tiene ahora? —inquirió sonriendo Dedo Polvoriento.
Era una sonrisa extraña. Meggie no acertó a decidir si era sardónica, condescendiente o simplemente tímida. Ella no se la devolvió.
—Doce —contestó Mo.
—¿Doce? ¡Cielo santo!
Dedo Polvoriento se apartó de la frente el pelo empapado. Le llegaba casi hasta los hombros. Meggie se preguntó de qué color sería cuando estuviese seco. Alrededor de la boca, de labios finos, los cañones de la barba eran rojizos como la piel del gato callejero al que Meggie dejaba a veces una tacita de leche delante de la puerta. También brotaban en sus mejillas, ralos como la barba incipiente de un joven. No lograban ocultar las cicatrices, tres largas cicatrices pálidas que suscitaban la impresión de que en algún momento habían roto y recompuesto la cara de Dedo Polvoriento.
—Doce años —repitió—. Claro. Por entonces contaba… tres, ¿no es cierto?
Mo asintió.
—Ven, te daré algo que ponerte. —Arrastró a su visitante consigo, lleno de impaciencia, como si de repente tuviera prisa por ocultarlo a los ojos de Meggie—. Y tú… —dijo lanzando a su hija una mirada por encima del hombro—, tú vete a dormir, Meggie.
Acto seguido, sin más palabras, cerró tras de sí la puerta del taller.
Meggie se quedó allí, frotándose los pies fríos uno contra otro. «Vete a dormir.» A veces, cuando se había hecho demasiado tarde, su padre la tiraba en la cama como si fuera un saco de patatas. Otras, después de cenar, la perseguía por toda la casa hasta que ella, sin aliento por la risa, se ponía a salvo en su habitación. Y algunas se sentía tan cansado, que se tendía en el sofá y su hija le preparaba un café antes de acostarse. Pero nunca, nunca la había mandado a la cama como hacía un momento.