La niña permanecía allí sentada, en el duro banco, hechizada, sin hartarse de ver cómo se acercaba una vez más la botella a la boca para escupir sin cesar fuego al rostro negro de la noche.
Más tarde Meggie no supo decir por qué había apartado sus ojos de las antorchas remolineantes y de las chispas que centelleaban para fijarlos en la casa y en sus ventanas. Quizá la presencia de la maldad se perciba en la piel como un calor o un frío repentinos… pero tal vez sus ojos captaron la luz que se filtró de repente por las contraventanas de la biblioteca, cayendo sobre los rododendros que presionaban sus hojas contra la madera.
Creyó oír voces, más altas que la música de Dedo Polvoriento, voces de hombre, y la acometió un miedo atroz, tan tenebroso y desconocido como la noche en la que Dedo Polvoriento había aparecido fuera, en el patio de su casa.
Al levantarse de un salto, a Dedo Polvoriento se le escapó de las manos una antorcha ardiendo y cayó sobre la hierba. El apagó deprisa el fuego a pisotones, antes de que se propagara. Luego siguió la mirada de la niña y alzó también la vista hacia la casa sin decir palabra.
Meggie echó a correr. Mientras se apresuraba hacia el edificio, la gravilla rechinaba bajo sus zapatos. La puerta estaba entreabierta, en el vestíbulo no había luz, pero Meggie oyó voces altas que resonaban por el pasillo que conducía a la biblioteca.
—¿Mo? —gritó, y el miedo la invadió de nuevo, clavando el pico corvo en su corazón.
También la puerta de la biblioteca estaba abierta. Meggie se disponía a entrar cuando dos manos vigorosas la agarraron por los hombros.
—¡Silencio! —siseó Elinor arrastrándola hasta su alcoba. Meggie observó que al cerrar la puerta con llave sus dedos temblaban.
—¡Suelta eso! —Meggie tiraba de la mano de Elinor, intentando girar la llave de nuevo. Deseaba gritar que tenía que ayudar a su padre, pero Elinor, tapándole la boca con la mano, la arrastró lejos de la puerta, por más puñetazos y patadas que Meggie soltaba en todas direcciones. Elinor era fuerte, mucho más fuerte que ella.
—¡Son demasiados! —le susurró mientras Meggie intentaba morderle los dedos—. Cuatro o cinco tipos grandes, y van armados. —Arrastró consigo a la pataleante Meggie hasta la pared, junto a la cama—. ¡Me he propuesto cien veces comprarme uno de esos malditos revólveres! —susurró mientras apretaba el oído contra la pared—. ¡Qué digo cien, mil veces!
—¡Pues claro que está aquí! —Meggie oyó la voz incluso sin necesidad de pegar la oreja a la pared. Era áspera, como la lengua de un gato—. ¿Quieres que traigamos a tu hijita del jardín para que nos lo enseñe? ¿O quizá prefieres encargarte de ello tú mismo?
Meggie intentó de nuevo apartar la mano de Elinor de su boca.
—¡Cálmate de una vez! —le siseó Elinor al oído—. Sólo conseguirás ponerlo en peligro. ¿Me oyes?
—¿Mi hija? ¿Qué sabéis vosotros de mi hija? —ésa era la voz de Mo.
A Meggie se le escapó un sollozo. Los dedos de Elinor volvieron a posarse sobre su rostro.
—He intentado llamar a la policía —le cuchicheó al oído—, pero no hay línea.
—Oh, nosotros sabemos lo que necesitamos saber. —Ahí estaba de nuevo la otra voz—. De modo que contesta: ¿dónde está el libro?
—¡Os lo daré! —La voz de su padre sonaba fatigada—. Pero os acompañaré, porque deseo recuperar el libro en cuanto Capricornio ya no lo necesite más.
Os acompañaré… ¿A qué se refería con esas palabras? Su padre no podía marcharse por las buenas. Meggie quiso acercarse a la puerta, pero Elinor la sujetó. La niña intentó apartarla de un empujón, pero Elinor la rodeó con sus poderosos brazos y volvió a presionar los dedos contra sus labios.
—Mejor que mejor. De todos modos teníamos que llevarte con nosotros —dijo una segunda voz que sonaba tosca y ampulosa—. No puedes imaginarte lo mucho que ansia Capricornio escuchar tu voz. Tiene una gran confianza en tus habilidades.
—Sí, el sustituto que encontró para ocupar tu puesto es un chapucero terrible —decía de nuevo la voz de gato—. Fíjate en Cockerell. —Meggie oyó ruido de pies en el suelo—. Cojea, y la cara de Nariz Chata también tenía mejor aspecto. A pesar de que nunca ha sido una belleza.
—Déjate de charlas, que no disponemos de toda la eternidad. Basta. ¿Qué tal si nos llevamos también a su hija? —otra voz diferente: sonaba como si alguien le tapase la nariz al hablante.
—¡No! —replicó Mo con tono áspero—. Mi hija se queda aquí, o no os entregaré el libro jamás.
Uno de los hombres se echó a reír.
—Oh, sí, Lengua de Brujo, claro que lo harás, pero no te preocupes. No se nos dijo que la llevásemos con nosotros. Una niña sólo nos retrasaría y Capricornio lleva ya demasiado tiempo esperándote. De manera que ¿dónde está el libro?
Meggie apretó la oreja contra la pared con tanta fuerza que se hizo daño. Oyó pasos y luego como si corriesen algo.
Elinor, a su lado, contenía el aliento.
—¡No es mal escondite! —dijo la voz de gato—. Guárdalo, Cockerell, y vigílalo bien. Tú primero, Lengua de Brujo. Andando.
Se marcharon. Meggie, desesperada, intentó retorcerse para librarse del brazo de Elinor. Oyó cerrarse la puerta de la biblioteca, alejarse los pasos, hasta que se apagaron. Después se hizo el silencio. Elinor la soltó al fin.
Meggie se precipitó hacia la puerta, la abrió sollozando y corrió por el pasillo hacia la biblioteca.
Estaba vacía. Ni rastro de su padre.
Los libros estaban bien ordenados en sus estantes, sólo se veía un hueco, ancho y oscuro. Meggie creyó percibir entre los libros, bien escondida, una trampilla abierta.
—¡Increíble! —oyó que decía Elinor a sus espaldas—. Es cierto, sólo buscaban ese libro.
Meggie la apartó de un empellón y corrió por el pasillo.
—¡Meggie! —gritó Elinor—. ¡Espera!
Mas ¿a qué iba a esperar? ¿A que los extraños se marcharan con su padre? Oyó a Elinor correr tras ella. Sus brazos quizá fueran más fuertes, pero las piernas de Meggie eran más veloces.
El vestíbulo seguía en tinieblas. La puerta de entrada estaba abierta de par en par y una corriente de aire frío salió al encuentro de Meggie cuando, sin aliento, se sumergió en la noche dando trompicones.
—¡Mo! —gritó.
Creyó ver faros de coche encendiéndose. Allí, donde el camino se perdía entre los árboles, un motor se puso en marcha. Meggie corrió hacia ese lugar. Tropezó en la gravilla, húmeda por el rocío, y se produjo una herida en la rodilla. La sangre recorrió, cálida, su pantorrilla, pero no le prestó atención y continuó su carrera cojeando y sollozando hasta que llegó abajo, ante la descomunal puerta de hierro.
Pero la carretera estaba vacía.
Y su padre había desaparecido.
Es mejor tener mil enemigos fuera de casa
que uno dentro.
Proverbio árabe
Dedo Polvoriento se ocultaba tras el tronco de un castaño cuando Meggie pasó corriendo ante él. La vio detenerse junto a la puerta y mirar fijamente la carretera. La oyó gritar con voz atiplada el nombre de su padre. Sus gritos se perdieron en la oscuridad, apenas más fuertes que el canto de un grillo en aquella noche inmensa y negra. Y de improviso, se hizo un silencio sepulcral y Dedo Polvoriento vio la delgada figura de Meggie petrificada, como si nunca más fuese capaz de volver a moverse. Parecía que sus fuerzas la habían abandonado y que la siguiente ráfaga de aire la arrastraría.
Permaneció inmóvil tanto tiempo que en cierto momento Dedo Polvoriento cerró los ojos para no verla. Pero de repente la oyó llorar y su cara ardió por la vergüenza, como si el viento proyectase contra ella el fuego con el que acababa de jugar hacía un rato. Se quedó allí sin proferir palabra, con la espalda apretada contra el tronco del árbol, esperando a que la niña regresara a la casa. Pero Meggie seguía sin moverse.
Por fin, cuando tenía las piernas completamente entumecidas, Meggie se volvió como una marioneta a la que han cortado algunos hilos y regresó a la casa. Al pasar junto a Dedo Polvoriento, ya no lloraba, sólo se pasaba la mano por los ojos para enjugarse las lágrimas, y durante un instante terrible él se sintió apremiado a correr hacia ella para consolarla y explicarle por qué se lo había contado todo a Capricornio. Pero para entonces Meggie ya había pasado de largo. La niña apretó el paso, como si recuperase las fuerzas. El ritmo de su carrera aumentó hasta desaparecer entre los árboles negros como ala de cuervo.
Dedo Polvoriento salió de detrás del árbol, se echó la mochila a la espalda, cogió las dos bolsas con sus pertenencias y caminó presuroso hacia la puerta aún abierta.
La noche se lo tragó como a un zorro ladrón.
—Cariño —dijo ella al fin—, ¿estás seguro de que no te importa ser un ratón el resto de tu vida?
—No me importa en absoluto —afirmé—. Da igual quién seas o qué aspecto tengas mientras alguien te quiera.
Roald Dahl
,
Las brujas
A su regreso, Meggie encontró a Elinor en la puerta de entrada, intensamente iluminada. Se había puesto un abrigo encima del camisón. La noche era cálida, pero soplaba un viento frío procedente del lago. Qué desesperada parecía la niña… qué desvalida. Elinor recordó esa sensación. No la había peor.
—¡Se lo han llevado! —La rabia y la impotencia casi estrangulaban su voz. Meggie la miró con hostilidad—. ¿Por qué me sujetaste? ¡Podíamos haberle ayudado! —Tenía los puños cerrados, como si estuviera deseando pegarle.
Elinor también recordaba esa sensación. A veces te apetecía pegar al mundo entero, pero no servía de nada, de nada en absoluto. Eso no mitigaba el dolor.
—¡Deja de decir disparates! —replicó con tono áspero—. ¿Qué podíamos hacer? También te habrían llevado a ti. ¿Le habría gustado eso a tu padre? ¿Le habría servido de algo? No. Así que deja de comportarte como una estatua y entra en casa.
La niña, sin embargo, no se movió.
—¡Se lo llevan con Capricornio! —musitó, tan bajo que Elinor casi no logró entenderla.
—¿Con quién?
Meggie se limitó a menear la cabeza y se pasó la manga por el rostro humedecido por las lágrimas.
—La policía llegará enseguida —informó Elinor—. Les he avisado por el móvil de tu padre. Nunca he querido comprarme un chisme de esos, pero ahora creo que lo haré. Ellos cortaron el cable.
Meggie seguía inmóvil. Temblaba.
—¡De todos modos hace mucho que se han ido! —musitó.
—¡Por Dios, ya verás como no le sucede nada! —Elinor se ciñó más el abrigo. El viento arreciaba. Traería lluvia, con toda seguridad.
—¿Y tú por qué lo sabes? —la voz de Meggie temblaba de rabia.
«Cielo santo, si las miradas matasen —pensó Elinor—, ahora estaría más tiesa que una momia.»
—¡Porque quiso irse con ellos voluntariamente! —contestó malhumorada—. Tú también lo oíste, ¿no?
La niña agachó la cabeza. Claro que lo había oído.
—Cierto —musitó—. Le preocupa más el libro que yo.
Elinor no supo qué responder. Su padre siempre había defendido con firmeza la opinión de que había que ocuparse más de los libros que de los hijos. Y cuando de repente murió, ella y sus dos hermanas tuvieron la impresión durante años de que él continuaba en la biblioteca quitándole el polvo a sus libros, como solía hacer siempre. Sin embargo, el padre de Meggie era distinto.
—¡Qué desatino, pues claro que se preocupa por ti! —exclamó—. No conozco a ningún padre que esté ni la mitad de loco por su hija que el tuyo. Ya lo verás, pronto regresará. ¡Y ahora, entra de una vez! —tendió la mano a Meggie—. Te prepararé leche caliente con miel. ¿No se da algo parecido a los niños desgraciadísimos?
Pero Meggie ni siquiera se fijó en la mano. De repente se dio la vuelta y echó a correr. Como si se le hubiera ocurrido una idea.
—¡Eh, espera! —Elinor, despotricando, embutió los pies en sus zapatos de jardín y salió tras ella dando traspiés.
Esa boba corría hacia la parte posterior de la casa, al lugar donde el comefuegos le había ofrecido su función. Pero, como es lógico, la pradera estaba vacía. Sólo las antorchas consumidas seguían hincadas en el suelo.
—Vaya, el señor tragacerillas también parece haberse ido, —dijo Elinor—. Desde luego, en casa no está.
—A lo mejor los ha seguido. —La niña se acercó a una de las antorchas consumidas y acarició su cabeza carbonizada—. ¡Justo! Vio lo que pasaba y los ha seguido —miró a Elinor, esperanzada.
—Seguro. Así ha debido de suceder.
Elinor se esforzó de verdad por no parecer sarcástica. «¿Cómo crees que los siguió? ¿A pie?», continuó diciéndose a sí misma. Pero en lugar de expresarlo en voz alta, puso una mano sobre los hombros de Meggie. Dios santo, la niña seguía tiritando.
—¡Vamos! —le dijo—. Pronto llegará la policía y por el momento nosotras, a decir verdad, no podemos hacer nada. Ya lo verás, tu padre aparecerá dentro de unos días, y a lo mejor tu amigo que escupe fuego estará con él. Pero hasta entonces tendrás que quedarte conmigo.
Meggie se limitó a asentir y se dejó conducir hasta la casa sin oponer resistencia.
—Me queda otra condición —dijo Elinor cuando llegaron ante la puerta de entrada.
Meggie la miró llena de desconfianza.
—Mientras estemos aquí solas las dos, ¿podrías dejar de mirarme continuamente como si estuvieras deseando envenenarme? ¿O quizás es pedir demasiado?
En la cara de Meggie apareció furtivamente una sonrisa desvalida.
—Creo que no —contestó.
Los dos policías que aparecieron en el patio cubierto de gravilla hicieron muchas preguntas, pero ni Elinor ni Meggie acertaron a responderlas. No, Elinor no había visto nunca a esos hombres. No, no habían robado dinero ni tampoco ninguna otra cosa de valor, salvo un libro. Los dos hombres cruzaron una mirada divertida mientras Elinor les contaba lo sucedido. Malhumorada, les dio una conferencia sobre el valor de libros raros, pero aquello sólo empeoró la situación. Cuando Meggie dijo por fin que, si descubrían a un tal Capricornio, seguro que encontrarían a su padre, ambos la miraron como si la niña hubiera afirmado con absoluta seriedad que a su padre se lo había llevado el lobo feroz. A continuación, se marcharon. Elinor condujo a Meggie hasta su cuarto. Esa tonta volvía a tener los ojos llenos de lágrimas y Elinor no tenía ni la menor idea de cómo consolar a una niña de doce años, así que se limitó a decir: