—Sí, quizá lo sería para unos dedos tan torpes como los tuyos, Elinor —susurró mientras abría la puerta—. Pero a los míos les gusta jugar con fuego, y eso los ha hecho ágiles y muy habilidosos.
El afecto que sentía por la hija de Lengua de Brujo era un obstáculo más serio, y sus remordimientos de conciencia tampoco le facilitaban precisamente la labor. Sí, a Dedo Polvoriento le remordía la conciencia cuando se deslizó dentro de la habitación de Meggie… a pesar de que no se proponía nada malo. No pretendía en modo alguno robarle el libro, aunque Capricornio, como es natural, seguía queriéndolo: el libro y la hija de Lengua de Brujo, ésa era la nueva misión que le había asignado. Pero eso tenía que esperar. Esa noche Dedo Polvoriento acudía por un motivo diferente. Esa noche llevaba a la habitación de Meggie algo que le corroía el corazón desde hacía años.
Se detuvo junto a la cama y observó a la niña dormida, meditabundo. No le había costado delatar a su padre a Capricornio, pero con la niña las cosas transcurrían de otra forma. A Dedo Polvoriento su rostro le recordaba otro, aunque la pena aún no había dejado sombras oscuras en el de la niña. Qué curioso, cada vez que ella le miraba, él sentía el ansia de demostrarle que no merecía la desconfianza en sus ojos. Siempre había en ellos un poso de desconfianza, incluso cuando le sonreía. A su padre lo miraba de forma muy distinta… como si él pudiera preservarla de todo lo malo y siniestro del mundo. ¡Qué estúpida, qué idea tan estúpida! Nadie podría protegerla de eso.
Dedo Polvoriento se pasó la mano por las cicatrices de su rostro y frunció el ceño. Tenía que ahuyentar todos esos pensamientos inútiles y llevarle a Capricornio lo que ansiaba, la niña y el libro. Mas no esa noche.
Gwin
se agitaba encima de su hombro, intentando quitarse el collar. Le gustaba menos que la cadena de perro que Dedo Polvoriento había sujetado al collar. Quería salir de caza, pero Dedo Polvoriento no la soltó. La última noche, mientras hablaba con los hombres de Capricornio, la marta se le había escapado. Basta aún aterrorizaba al pequeño diablo peludo. Dedo Polvoriento lo comprendía de sobra.
Meggie dormía como un tronco, la cara apretada contra un jersey gris. Seguro que pertenecía a su padre. Murmuraba algo en sueños, pero Dedo Polvoriento no logró entenderlo. De nuevo los remordimientos de conciencia conmovieron su corazón, pero ahuyentó esa molesta sensación. No le serviría para nada, ni ahora ni más tarde. La niña le traía sin cuidado, y con su padre ya estaba en paz. Sí, en paz. No tenía razón alguna para sentirse un infame malvado de lengua viperina.
Buscando, acechó a su alrededor en la oscura habitación. ¿Dónde diablos guardaba el libro? Al lado de la cama de la niña había una caja lacada en rojo. Dedo Polvoriento levantó la tapa. Al inclinarse hacia delante, la cadena de
Gwin
provocó un suave tintineo.
La caja estaba repleta de libros, libros maravillosos. Dedo Polvoriento sacó la linterna de debajo del abrigo y alumbró el interior.
—¡Caramba! —musitó—. ¡Pero qué beldades! Parecéis unas damas espléndidamente ataviadas para el baile de algún príncipe.
Seguramente Lengua de Brujo había vuelto a encuadernar cada uno de ellos después de que los dedos infantiles de Meggie hubieran estropeado las viejas tapas. Claro, allí estaba su distintivo: la cabeza de un unicornio. Cada libro la llevaba sobre su vestido, y cada uno estaba encuadernado en un tono diferente. La caja encerraba todos los colores del arco iris.
El libro que buscaba Dedo Polvoriento estaba abajo del todo, parecía sencillo, con sus pastas verde plateado, casi un mendigo entre los demás engalanados señores.
Dedo Polvoriento no se asombraba de que Lengua de Brujo le hubiera dado a ese libro un ropaje tan insignificante. Seguro que el padre de Meggie lo odiaba tanto como lo amaba Dedo Polvoriento. Lo sacó con cuidado de entre los demás. Hacía casi nueve años que lo había tenido en sus manos por última vez. Por entonces aún exhibía una encuadernación de cartón y una envoltura protectora de papel que estaba rota por debajo.
Dedo Polvoriento levantó la cabeza. Meggie suspiró y se dio la vuelta. Qué desgraciada parecía. Seguro que le asaltaba una pesadilla. Sus labios temblaban y sus manos aferraban el jersey como si buscase un asidero en algo… o en alguien. Sin embargo, en los malos sueños uno casi siempre se encuentra solo, terriblemente solo. Dedo Polvoriento recordó muchas pesadillas, y por un instante estuvo tentado de alargar la mano para despertar a Meggie. Pero estaba hecho un botarate más blandengue que la mantequilla.
Dio la espalda a la cama. Ahuyentó de sus ojos, de su mente, la figura de la niña. Después abrió el libro a toda prisa, antes de que cambiara de idea. Le costaba respirar. Pasó las primeras páginas, leyó, siguió pasando páginas y más páginas. Pero a medida que las pasaba sus dedos se tornaban más vacilantes hasta que cerró el libro de golpe. La luz de la luna se filtraba por entre las rendijas de los postigos. No tenía ni idea de cuánto tiempo llevaba así, los ojos perdidos en ese laberinto de letras. Todavía era un lector muy lento…
—¡Cobarde! —susurró—. ¡Oh, pero qué cobarde eres, Dedo Polvoriento! — se mordió los labios hasta hacerse daño—. ¡Venga, hombre! — musitó—. Ésta es quizá la última ocasión, majadero. En cuanto el libro caiga en poder de Capricornio, seguro que ya no te permitirá echarle una ojeada.
Abrió de nuevo el libro, pasó las hojas hasta la mitad… y volvió a cerrarlo de golpe con tal fuerza que Meggie se sobresaltó en sueños y escondió la cabeza debajo de la manta. Dedo Polvoriento aguardó inmóvil junto a la cama hasta que la respiración de la niña se apaciguó; después, con un profundo suspiro, se agachó nuevamente junto a su caja del tesoro y depositó el libro junto a los demás.
Cerró la tapa con absoluto sigilo.
—¿Lo has visto? —le susurró a la marta—. No me atrevo y punto. ¿No preferirías buscarte un señor más valeroso? Piénsatelo bien.
El animal chilló bajito junto a su oído, pero en el caso de que eso fuera una respuesta, Dedo Polvoriento no logró entenderla.
Permaneció unos instantes observando la respiración tranquila de Meggie, al cabo de los cuales volvió a deslizarse hacia la puerta.
—Qué más da —murmuró de nuevo en el pasillo—. ¡Quién sabe cómo acabará todo…!
Acto seguido subió a la buhardilla que le había asignado Elinor y se tumbó en la cama estrecha alrededor de la cual se apilaban cajas y cajas de libros. Pero no logró conciliar el sueño hasta el amanecer.
El Camino sigue y sigue
desde la puerta.
El Camino ha ido muy lejos,
y si es posible he de seguirlo
recorriéndolo con pie decidido
hasta llegar a un camino más ancho
donde se encuentran senderos y cursos.
¿Y de ahí adónde iré? No podría decirlo.
J. R. R. Tolkien
,
El Señor de los Anillos
A la mañana siguiente, después de desayunar, Elinor desplegó un mapa arrugado sobre la mesa de la cocina.
—Así que a trescientos kilómetros al sur de aquí —dijo lanzando una mirada de desconfianza a Dedo Polvoriento—. Entonces enséñenos el lugar exacto en el que tenemos que buscar al padre de Meggie.
La niña miró a Dedo Polvoriento con el corazón palpitante. Se le notaban profundas ojeras, como si la noche anterior hubiera dormido fatal. Titubeante, se acercó a la mesa y se frotó la barbilla sin afeitar. Acto seguido se inclinó sobre el mapa, lo contempló durante un instante interminable y puso al fin el dedo encima.
—Aquí —anunció—. Justo aquí está el pueblo de Capricornio.
Elinor se puso a su lado y miró por encima de su hombro.
—Liguria —dijo—. Aja. ¿Y cómo se llama ese pueblo, si me es lícito preguntarlo? ¿Capricornia?
Observaba la cara de Dedo Polvoriento como si quisiera repasar sus cicatrices con la vista.
—No tiene nombre. —Dedo Polvoriento respondió a la mirada de Elinor con franca aversión—. Debió de tenerlo en un pasado remoto, pero ya se había olvidado antes de que Capricornio se instalase allí. Usted no lo encontrará en este mapa ni en ningún otro. Para el resto del mundo el pueblo sólo es un montón de casas derruidas al que conduce una carretera indigna de ese nombre.
—Hum… —Elinor se inclinó un poco más sobre el mapa—. Nunca he estado en esa región. En cierta ocasión visité Génova. Allí le compré a un librero de libros antiguos un ejemplar muy bello de
Alicia en el País de las Maravillas,
bien conservado y por la mitad de su valor —escudriñó con la mirada a Meggie—. ¿Te gusta
Alicia en el País de las Maravillas?
—No mucho —respondió la niña clavando sus ojos en el mapa.
Elinor meneó la cabeza ante tamaña insensatez y volvió a dirigirse a Dedo Polvoriento.
—¿A qué se dedica ese tal Capricornio cuando no está robando libros o raptando padres? —preguntó—. Si no he entendido mal a Meggie, usted lo conoce muy bien.
Dedo Polvoriento rehuyó su mirada y siguió con el dedo el curso de un río que serpenteaba, azul, por la zona verde y marrón pálida.
—Bueno, somos del mismo pueblo —explicó—. Pero aparte de eso, tenemos poco en común.
Elinor le dirigió una mirada penetrante como si quisiera taladrar su frente.
—Es extraño —dijo ella—. Mortimer quería poner
Corazón de tinta
a salvo de ese Capricornio. Entonces, ¿por qué trajo el libro a mi casa? ¡De ese modo Mortimer prácticamente cayó en sus manos!
Dedo Polvoriento se encogió de hombros.
—Bueno, a lo mejor consideraba su biblioteca el escondite más seguro.
En la cabeza de Meggie se agitó un recuerdo, primero muy vago, pero después, de repente, se acordó de todo con absoluta claridad, como si fuese la ilustración de un libro. Vio a Dedo Polvoriento plantado junto a su autobús, a la puerta de su casa, y casi le pareció estar oyendo su voz…
Lo miró espantada.
—¡Tú le dijiste a Mo que Capricornio vivía en el norte!, —exclamó—. El volvió a preguntártelo expresamente y dijiste que estabas completamente seguro.
Dedo Polvoriento se miraba las uñas.
—Bueno, eso… eso también es cierto —contestó sin mirar a Meggie ni a Elinor.
Se limitaba a examinar sus uñas. Al final se las frotó contra el jersey, como si necesitara eliminar alguna horrible mancha.
—No me creéis —dijo con voz ronca, sin mirar a nadie—. Ninguna de las dos me creéis. Yo… lo comprendo, pero no he mentido. Capricornio tiene dos cuarteles generales y algunos otros escondrijos secundarios, por si en alguna parte el suelo se torna resbaladizo bajo sus pies o alguno de sus hombres necesita desaparecer durante cierto tiempo. Por lo general, pasa los meses cálidos arriba, en el norte, y sólo en octubre viaja al sur. Este año, sin embargo, es obvio que también pretende pasar abajo el verano. ¡Yo qué sé! ¿Habrá tenido problemas con la policía en el norte? ¿Existe alguna cuestión en el sur de la que desea ocuparse en persona? —su voz sonaba ofendida, casi como la de un chico al que se ha acusado sin razón—. ¡Sea lo que sea, sus hombres se han dirigido al sur con el padre de Meggie, lo comprobé con mis propios ojos, y cuando está en el sur, Capricornio resuelve los asuntos importantes siempre en ese pueblo! Allí se siente seguro, más seguro que en ningún otro lugar. Allí nunca ha tenido problemas con la policía y puede comportarse como un reyezuelo, como si el mundo le perteneciera. Él dicta allí las leyes, determina el curso de los acontecimientos, y hace y deshace a su antojo, de eso se han encargado sus hombres. Creedme, son expertos en esa labor.
Dedo Polvoriento sonrió. Era una risa amarga. «¡Si vosotras supierais! —parecía decir—. Pero no sabéis nada, ni entendéis nada.»
Meggie sintió cómo aquel miedo negro, provocado no por lo que decía Dedo Polvoriento, sino por lo que callaba, volvía a atenazarla.
Elinor también pareció percibirlo.
—¡Por todos los santos, no se exprese con tanto misterio! —su voz áspera le cortó las alas al pánico—. Se lo preguntaré otra vez: ¿a qué se dedica el tal Capricornio? ¿Con qué se gana la vida?
Dedo Polvoriento se cruzó de brazos.
—De mi boca no saldrá ni un solo dato más. Pregúnteselo usted misma. El mero hecho de llevarla a su pueblo me puede costar el cuello, pero ya no pienso mover ni un dedo y menos hablarle de los negocios de Capricornio. —Sacudió la cabeza—. ¡De ninguna manera! Se lo advertí al padre de Meggie, le aconsejé que le llevara el libro a Capricornio por su propia voluntad, pero se negó a escucharme. De no haberle advertido, los secuaces de Capricornio habrían dado mucho antes con él. ¡Pregúntele a la niña! Ella estaba delante cuando le previne. De acuerdo, no le conté todo lo que sabía. Bueno, ¿y qué? Hablo de Capricornio lo menos posible, evito incluso pensar en él y, créame, cuando lo conozca, hará usted lo mismo.
Elinor arrugó la nariz, como si semejante suposición fuera demasiado ridícula para perder el tiempo en ella.
—Seguro que tampoco podrá decirme por qué persigue ese libro con tanto ahínco, ¿verdad? ¿Es un coleccionista?
Dedo Polvoriento recorrió con el dedo el borde de la mesa.
—Sólo le diré lo siguiente: ansia el libro, y en consecuencia debería entregárselo. En cierta ocasión presencié cómo sus hombres pasaron cuatro días y sus noches ante la casa de un hombre, sólo porque a Capricornio le gustaba su perro.
—¿Y lo consiguió? —preguntó Meggie en voz baja.
—Por supuesto —respondió Dedo Polvoriento mirándola meditabundo—. Créeme, nadie duerme a pierna suelta si los hombres de Capricornio montan guardia delante de su puerta y se pasan la noche mirando su ventana… o la de sus hijos. Casi siempre consigue lo que desea a los dos días como mucho.
—¡Demonios! —exclamó Elinor—. Con mi perro no se habría quedado.
Dedo Polvoriento volvió a examinarse las uñas y sonrió.
—¡No sonría de ese modo! —le bufó Elinor—. ¡Recoge un par de cosas! —ordenó a Meggie—. Partiremos dentro de treinta minutos. Ya va siendo hora de que recuperes a tu padre. Aunque no me guste entregarle a cambio el libro a ese como—se—llame. Odio que los libros caigan en malas manos.
A pesar de que Dedo Polvoriento prefería el autobús de Mo, utilizaron la furgoneta de Elinor.
—Tonterías, jamás he viajado en un cacharro así —dijo Elinor poniendo en los brazos de Dedo Polvoriento una caja de cartón llena de provisiones para el viaje—. Además, Mortimer dejó el autobús cerrado con llave.