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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (16 page)

—Por lo que sé, en este magnífico siglo es todo igual que en el anterior —respondió Basta—. Y este jovenzuelo tiene la edad perfecta para ser nuestro aprendiz. Yo era aún más joven —abrió la puerta de un empellón. Tras ella, la oscuridad era más negra que la noche.

Basta introdujo de un empujón primero a Meggie, luego a Elinor, y cerró de un portazo.

Meggie oyó girar la llave en la cerradura. Basta farfulló algo y el chico rió. Luego sus pasos se alejaron. La niña alargó las manos hacia un lateral hasta que las puntas de sus dedos rozaron un muro. Sus ojos eran inútiles como los de un ciego, ni siquiera era capaz de percibir dónde se encontraba Elinor. Pero la oyó despotricar en algún lugar situado a su izquierda.

—¿No hay en este agujero al menos un miserable interruptor de la luz? Maldita sea mi estampa, me siento como si hubiera aterrizado en una de esas malditas, insufribles y mal escritas novelas de aventuras, en las que los malos llevan antifaz y lanzan cuchillos.

A Elinor le encantaba maldecir, Meggie ya se había apercibido de ello, y cuanto más se enfadaba más maldiciones mascullaba.

—¿Elinor? —la voz procedía de algún lugar de la oscuridad.

Alegría, susto, sorpresa, todas esas sensaciones provocó esa única palabra.

Meggie casi tropezó con sus propios pies al volverse con un gesto brusco.

—¿Mo?

—¡Oh, no, Meggie! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—¡Mo! —Meggie, al dirigirse hacia el lugar de donde procedía la voz de su padre, tropezó en la oscuridad. Una mano la cogió del brazo y unos dedos recorrieron su rostro.

—¡Vaya, por fin! —Colgada del techo lucía una bombilla desnuda y Elinor, satisfecha, apartó los dedos de un interruptor polvoriento—. La luz eléctrica es verdaderamente un invento fabuloso —comentó—. Al menos es un claro progreso en comparación con otros siglos, ¿no os parece?

—¿Qué hacéis aquí, Elinor? —preguntó Mo mientras estrechaba a su hija contra él—. ¿Cómo has podido permitir que la trajeran aquí?

—¿Que cómo he podido permitirlo? —a Elinor casi se le quebró la voz—. Yo no solicité interpretar el papel de niñera de tu hija. Sé cómo cuidar libros, pero con los niños, maldita sea, las cosas cambian. ¡Además estaba muy preocupada por ti! Quería salir en tu busca. ¿Y qué hace la tonta de Elinor en lugar de quedarse cómodamente en su casa? No puedo permitir que la niña vaya sola, pensé. ¡Pero esto es lo que he conseguido con mi nobleza! He tenido que escuchar maldades, permitir que me pusieran una escopeta delante del pecho y ahora, para colmo, soportar encima tus reproches…

—¡Está bien, está bien! —Mo apartó un poco a su hija y la contempló de los pies a la cabeza.

—¡Estoy bien, Mo! —le informó Meggie, aunque con la voz un poco temblorosa—. En serio.

Mo asintió y miró a Elinor.

—¿Le habéis traído el libro a Capricornio?

—Claro. Tú también se lo habrías dado si yo… —Elinor se ruborizó y miró sus zapatos polvorientos.

—Si tú no lo hubieras cambiado —concluyó Meggie. Y cogiendo la mano de su padre, la estrechó con fuerza. Le parecía increíble tenerlo de nuevo a su lado, sano y salvo excepto por el arañazo sangriento de su frente, que casi desaparecía bajo su pelo oscuro—. ¿Te han pegado? —Y, preocupada, deslizó su dedo índice por la sangre reseca.

Mo no pudo evitar una sonrisa, a pesar de que con toda seguridad no le apetecía.

—Oh, no es nada. Estoy bien. No te preocupes.

Meggie pensó que no le había respondido, pero no insistió.

—¿Cómo habéis llegado hasta aquí? ¿Es que Capricornio volvió a enviaros a sus hombres?

Elinor negó con la cabeza.

—No hizo falta —contestó con amargura—. Ese amigo de lengua babosa, hipócrita y adulador se encargó de eso. Menuda serpiente metiste en mi casa. Primero te traicionó a ti, y después le sirvió en bandeja a ese tal Capricornio el libro y a tu hija. «La niña y el libro», acabamos de oírle decir al propio Capricornio, ésa fue la misión del comecerillas. Y él la ha cumplido a plena satisfacción.

Meggie se pasó por los hombros el brazo de su padre y ocultó el rostro en su costado.

—¿La niña y el libro? —Mo volvió a estrechar a su hija contra él—. Claro. Ahora, Capricornio estará seguro de que haré cuanto me pida. —Se dio media vuelta y caminando despacio se encaminó a la paja depositada en un rincón. Con un suspiro se sentó encima, apoyó la espalda contra el muro y cerró los ojos unos instantes—. Bueno, ahora Dedo Polvoriento y yo estamos en paz —anunció—. A pesar de todo, me pregunto qué le pagará Capricornio por tamaña traición. Lo que desea Dedo Polvoriento no puede dárselo.

—Estamos en paz. ¿A qué te refieres? —Meggie se sentó a su lado—. ¿Y qué tienes que hacer tú por Capricornio? ¿Qué quiere de ti, Mo?

La paja estaba húmeda, no era un buen sitio para dormir, pero seguía siendo preferible al desnudo suelo de piedra.

Mo calló durante un instante que pareció eterno. Contempló las paredes desnudas, la puerta cerrada, el suelo sucio.

—Creo que es hora de contarte la historia entera —dijo por fin—. A pesar de que en realidad no deseaba referírtela en un lugar tan desolador como éste, ni antes de que fueras algo más mayor…

—¡Ya tengo doce años, Mo!

¿Por qué creen los adultos que los niños soportan mejor los secretos que la verdad? ¿Es que no saben nada de las tétricas historias que uno urde para explicarse los secretos? Sólo muchos años después, cuando la propia Meggie tuvo hijos, comprendió que existen verdades que llenan el corazón de desesperación y que no agrada hablar de ellas, y menos aún a tus hijos, salvo que se disponga de un escudo contra la desesperanza.

—Siéntate, Elinor —dijo Mo ladeándose un poco—. Es una larga historia.

Elinor suspiró y se instaló con mucha parsimonia en la paja húmeda.

—Todo esto no es real —murmuraba—. Todo esto no puede ser real.

—Eso mismo pienso yo desde hace nueve años, Elinor —repuso Mo. Ya continuación comenzó su relato.

POR AQUEL ENTONCES

Sostuvo en alto el libro.

—Te lo leeré en alto. Como distracción.

—¿En él también hay deporte?

—Esgrima. Luchas. Tortura. Veneno. Amor verdadero. Odio. Venganza. Gigantes. Cazadores. Malas personas. Buenas personas. Mujeres bellísimas. Serpientes. Arañas. Dolores. Muerte. Hombres valientes. Hombres cobardes. Hombres fuertes como osos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasiones. Milagros.

—Suena bien —repliqué.

William Goldman
,
La princesa prometida

—Tú acababas de cumplir tres años, Meggie —comenzó Mo—, aún recuerdo cómo celebramos tu cumpleaños. Yo te había regalado un libro de estampas. El de la serpiente de mar que tiene dolor de muelas y se enrosca en un faro…

Meggie asintió. Aún continuaba en su caja y había recibido ya en dos ocasiones un vestido nuevo.

—¿Celebramos? —preguntó.

—Tu madre y yo —Mo se quitó unas briznas de paja del pantalón—. Por entonces, yo era incapaz de pasar de largo ante una librería. La casa donde vivíamos era muy pequeña… la llamábamos la caja de zapatos, la ratonera, le dábamos muchos nombres… Ese día yo había comprado otra caja llena de libros en una librería de viejo. A Elinor —sonrió dirigiéndole una mirada— algunos le habrían encantado. El libro de Capricornio figuraba entre ellos.

—¿Era suyo? —Meggie miró asombrada a su padre, pero éste negó con la cabeza.

—No, no, aunque… Bueno, vayamos por partes. Tu madre, al ver los libros nuevos, suspiró y preguntó dónde íbamos a meterlos, pero acabó desempaquetándolos, conmigo claro. En aquella época yo siempre le leía en voz alta por las noches.

—¿Que le leías en voz alta?

—Sí. Todas las noches. A tu madre le encantaba. Aquella noche escogió
Corazón de tinta.
A ella siempre le han gustado las novelas de aventuras, llenas de esplendor y de seres tenebrosos. Era capaz de enumerar todos los nombres de los caballeros del rey Arturo y lo sabía todo de Beowolf y Grendel, de los dioses antiguos y de héroes no tan antiguos. También le gustaban las historias de piratas, pero lo que prefería por encima de todo era que apareciese un caballero, un dragón o al menos un hada. Además, siempre se ponía de parte de los dragones. Éstos, por lo visto, brillaban por su ausencia en
Corazón de tinta,
que en cambio rebosaba esplendor y tinieblas y hadas y duendes… Los duendes también le gustaban mucho a tu madre: los brownies, los bookas, los fenoderes, los folletti con sus alas de mariposa, los conocía a todos. Total, que te entregamos un montón de libros ilustrados, nos instalamos cómodamente a tu lado sobre la alfombra e inicié la lectura.

Meggie apoyó la cabeza en el hombro de su padre y clavó la vista en la pared desnuda. Se vio a sí misma sobre el blanco sucio con el aspecto que conocía por las fotos antiguas: pequeña, con las piernas regordetas, el pelo rubio muy claro (se había oscurecido desde entonces), hojeando grandes libros ilustrados con sus cortos deditos. Cuando Mo le relataba algo, siempre sucedía lo mismo: Meggie veía imágenes, imágenes vivientes.

—La historia nos gustó —prosiguió su padre—. Era emocionante, estaba bien escrita y poblada de los seres más extraños. A tu madre le gustaba que un libro la condujera a lo desconocido, y el mundo en el que la sumergía
Corazón de tinta
era por completo de su agrado. A veces resultaba demasiado tenebroso, y cada vez que se ponía demasiado emocionante, tu madre se colocaba el índice sobre los labios y yo leía más bajo, aunque confiábamos en que estuvieses demasiado ocupada con tus propios libros como para escuchar una historia sombría cuyo sentido no habrías comprendido. Fuera había oscurecido hacía rato, me acuerdo como si fuera ayer, era otoño y el aire se colaba por las ventanas. Habíamos encendido el fuego, la caja de cerillas no disponía de calefacción central, pero sí de una chimenea en cada habitación, y yo comencé el capítulo séptimo. Entonces ocurrió…

Su padre enmudeció. Miraba ensimismado, como si se hubiera perdido en sus propios pensamientos.

—¿Qué? —susurró Meggie—. ¿Qué pasó, Mo?

Su padre la miró.

—Que salieron —dijo—. Aparecieron ahí de repente, en la puerta que daba al pasillo, como si hubieran entrado desde el exterior. Cuando se giraron hacia nosotros se oían crujidos… como si alguien desdoblase un trozo de papel. Yo aún tenía sus nombres en los labios: Basta, Dedo Polvoriento, Capricornio. Basta agarraba a Dedo Polvoriento por el pescuezo como a un perro joven al que sacudes por haber hecho algo prohibido. Por entonces a Capricornio ya le gustaba vestir de rojo, pero era nueve años más joven y no estaba tan delgado como en la actualidad. Llevaba una espada, yo nunca había visto una de cerca. Basta también portaba otra al cinto, y una navaja, mientras que Dedo Polvoriento… —Mo sacudió la cabeza—. Bueno, él, como es lógico, sólo llevaba consigo a la marta con cuernos, gracias a cuyas habilidades se ganaba la vida. No creo que ninguno de los tres comprendiera lo sucedido. Yo mismo tardé mucho tiempo en comprenderlo. Mi voz los había arrancado del relato como si fueran marcapáginas que alguien ha olvidado entre las hojas. ¿Cómo iban a comprenderlo?

Basta apartó de sí con tal rudeza a Dedo Polvoriento que éste se cayó y Basta intentó desenfundar la espada, pero sus manos, pálidas como el papel, evidentemente carecían de la fuerza necesaria. La espada se deslizó entre sus dedos y cayó sobre la alfombra. La hoja parecía tener sangre reseca adherida, pero quizá se debiera simplemente al fuego que se reflejaba en ella. Capricornio permanecía quieto escudriñando a su alrededor. Parecía mareado, se tambaleaba como un oso amaestrado que ha dado vueltas demasiado rato. Seguro que eso nos salvó, al menos así lo ha afirmado siempre Dedo Polvoriento. Si Basta y su señor hubieran estado en posesión de toda su fuerza, seguro que nos habrían matado. Pero aún no habían llegado por completo a este mundo, y yo cogí esa horrenda espada que yacía sobre la alfombra, en medio de mis libros. Era pesada, mucho más pesada de lo que imaginaba. Con ese chisme debía de tener una pinta ridícula. Es probable que lo aferrase como una aspiradora o un palo, pero cuando Capricornio se me acercó tambaleándose y yo le presenté el acero, se detuvo. Yo balbuceaba, intentaba explicarle lo sucedido, a pesar de que ni yo mismo lo entendía, pero Capricornio se limitaba a clavar en mí sus ojos pálidos como el agua mientras Basta, a su lado, la mano en su navaja, parecía esperar a que su señor le ordenase rebanarnos el pescuezo a todos nosotros.

—¿Y el comecerillas? —también la voz de Elinor sonaba ronca.

—Seguía tendido en la alfombra, como desmayado y sin proferir el menor sonido. A mí no me preocupaba. Si abres una cesta y salen dos serpientes y un lagarto, tú te ocupas primero de las serpientes, ¿no?

—¿Y mi madre? —preguntó Meggie en susurros, no estaba acostumbrada a pronunciar esa palabra.

Mo la miró.

—¡No la descubría por ningún sitio! Tú continuabas arrodillada entre tus libros, observando estupefacta a los desconocidos, plantados con sus pesadas botas y sus armas. Yo sentía un miedo atroz por vosotras, pero para mi alivio, ni Basta ni Capricornio te prestaban la menor atención. «¡Se acabó la charla!», dijo finalmente Capricornio mientras yo me enredaba cada vez más en mis propias palabras. «Me trae sin cuidado cómo he venido a parar a este miserable lugar, llévanos de vuelta ahora mismo, maldito brujo, o Basta te cortará tu lengua parlanchina.» Sus palabras no sonaban muy tranquilizadoras que digamos y yo ya había leído lo suficiente en los primeros capítulos sobre ambos para saber que Capricornio no bromeaba. Sentí vahídos, y sumido en la desesperación me devané los sesos para hallar el modo de poner fin a esa pesadilla. Levanté el libro, quizá si leía de nuevo ese pasaje… Lo intenté. Mis palabras salían atropelladas mientras Capricornio me miraba de hito en hito y Basta extraía la navaja del cinto. Nada sucedió. Los dos seguían ahí, en mi casa, y no parecían dispuestos a regresar a su relato. De repente me asaltó la certeza de que iban a matarnos. Dejé caer el libro, ese libro infausto, y recogí la espada que había dejado sobre la alfombra. Basta intentó anticiparse, pero fui más rápido. Tenía que sujetar ese maldito chisme con las dos manos, todavía recuerdo la frialdad de la empuñadura. No me preguntéis cómo, pero logré expulsar a Basta y a Capricornio al pasillo. Mientras tanto se rompieron muchas cosas, tan violentos mandobles di con la espada, y tú te echaste a llorar. Yo deseaba volverme hacia ti para decirte que todo aquello no era más que una pesadilla, pero estaba ocupadísimo manteniendo lejos de mí la navaja de Basta y la espada de Capricornio. Ha sucedido, me repetía sin cesar, ahora estás metido en medio de un relato, como siempre has deseado, y es espantoso. El miedo tiene un sabor completamente distinto cuando no se lee sobre él, Meggie, e interpretar el papel de héroe no resultaba ni la mitad de divertido de lo que me figuraba. Esos dos seguro que me habrían matado si no hubieran sentido todavía una cierta debilidad en las piernas. Capricornio vociferaba, los ojos casi se le salían de las órbitas por la rabia. Basta maldecía y amenazaba y me propinó un feo corte en el brazo, pero después la puerta de casa se abrió de repente y ambos desaparecieron en la noche, tambaleándose como beodos. Yo casi no logro echar el cerrojo, tanto temblaban mis dedos. Apoyado en la puerta, agucé los oídos, pero lo único que capté fueron los latidos desbocados de mi propio corazón. Después te oí llorar en el salón y recordé que aún quedaba el tercero. Regresé dando trompicones, empuñando todavía la espada, y encontré a Dedo Polvoriento en medio de la habitación. No portaba armas, sólo la marta encima de su hombro, y, cuando me dirigí hacia él, retrocedió, la cara pálida como un cadáver. Debí ofrecer un aspecto espantoso, la sangre corría por mi brazo y todo mi cuerpo temblaba, no habría podido decir si de miedo o de ira. «¡Por favor!», musitó él, «¡por favor, no me mates! No tengo nada que ver con ellos, sólo soy un pobre saltimbanqui, un escupefuegos inofensivo. Puedo demostrártelo.» «Vale, vale, está bien. Sé que eres Dedo Polvoriento», le contesté. Entonces él se inclinó lleno de respeto ante mí, ante el mago omnisciente que lo conocía todo de él y le había arrancado de su mundo como a una manzana de un árbol. La marta bajó por su brazo, saltó a la alfombra y corrió hacia ti. Tú dejaste de llorar y alargaste la mano hacia ella. «Cuidado, muerde», advirtió Dedo Polvoriento y la espantó alejándola. Yo no le prestaba atención. De repente noté la calma que reinaba en la habitación. Lo silenciosa y vacía que estaba. Vi el libro tirado en la alfombra, abierto, tal como yo lo había dejado, y el cojín en el que se había sentado tu madre. Pero ella no estaba. ¿Dónde se había metido? Grité su nombre una y otra vez. Recorrí todas las habitaciones. Pero había desaparecido.

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