«Oh, sí, por descontado que sí», pensó la niña. Se acordó del zapato pequeño y también de la pluma. Era de color verde esmeralda, como las plumas de
Polynesia,
el papagayo del doctor Dolittle.
—Sí, bueno, pero las cosas también podrían haber transcurrido peor.
Era típico de Elinor. Como si no fuera ya bastante malo estar lejos del mundo encerrados en una casa en ruinas, rodeados de hombres vestidos de negro con caras de aves de presa y cuchillos al cinto. Pero era obvio que Elinor podía concebir algo peor.
—Imagínate que Long John Silver apareciera de pronto en tu salón, dispuesto a asestar un golpe mortífero con su muleta de madera —le dijo en susurros—. Creo que prefiero a Capricornio. ¿Sabes una cosa? Cuando regresemos a casa, a la mía quiero decir, te daré uno de esos libros encantadores,
Winnie el osito,
por ejemplo, o quizá Wilde—Kerle. En realidad yo nada tendría que objetar a un monstruo así. Te dejaré mi sillón más cómodo, te prepararé un café, y después leerás en voz alta. ¿De acuerdo?
Mo soltó una risita ahogada y por un momento la preocupación desapareció de su rostro.
—No, Elinor, no lo haré. A pesar de que resulta muy tentador. Me juré a mí mismo que no volvería a leer en voz alta. A saber quién desaparece la próxima vez. Y puede que incluso el libro del oso
Winnie
oculte un malvado al que hemos pasado por alto. ¿Qué sucedería si sacara al propio Pu? ¿Qué haría él aquí sin sus amigos y sin el bosque de las ciento sesenta mañanas? Su ingenuo corazón se partiría en pedazos, como le ha sucedido a Dedo Polvoriento.
—¡Qué va! —replicó Elinor con un gesto de impaciencia—. ¿Cuántas veces tendré que decirte que ese bastardo no tiene corazón? Pero en fin… Pasemos a otra cuestión cuya respuesta me interesa mucho. —Elinor bajó la voz y Meggie tuvo que esforzarse muchísimo por entenderla—. En realidad, ¿quién era el tal Capricornio en su historia? Seguramente el malo, claro, pero ¿no podría saber algo más de él?
Sí, también a Meggie le habría gustado conocer más datos de Capricornio, pero de repente el laconismo de su padre aumentó.
—Cuanto menos sepáis de él, mejor —se limitó a contestar.
Acto seguido enmudeció. Elinor insistió un rato, pero Mo eludió todas sus preguntas. Parecía no tener ninguna gana de hablar de Capricornio. Sus pensamientos vagaban por otros parajes muy distintos, Meggie lo veía reflejado en su cara. En cierto momento, Elinor se adormiló enroscada sobre el frío suelo, como si quisiera darse calor a sí misma. Mo continuó sentado, la espalda apoyada contra la pared.
Sus ojos contemplaron a Meggie cuando volvió a dormirse. Apareció en sus sueños como una luna oscura. Abría la boca y salían de ella figuras saltarinas: gordas, delgadas, grandes, chicas, que se alejaban dando saltos formando una larga hilera. Pero en la nariz de la luna, apenas más que una sombra, bailaba la figura de una mujer… y de repente la luna esbozó una sonrisa.
Era un auténtico placer contemplar cómo algo era devorado, cómo se volvía negro y se convertía en
algo distinto.
[…] le habría encantado colocar una salchicha ensartada en las brasas mientras los libros, aleteando como blancas palomas, morían pasto de las llamas delante de la casa. Mientras, los remolinos de chispas pulverizaban los libros y un viento ennegrecido por el incendio los dispersaba.
Ray Bradbury
,
Fahrenheit 451
Antes de amanecer, la bombilla que con su luz pálida les había ayudado a pasar la noche comenzó a temblar. Mo y Elinor dormían justo al lado de la puerta cerrada, pero Meggie yacía con los ojos abiertos en medio de la oscuridad y sintió que el miedo brotaba de los muros fríos. Oía la respiración de Elinor y de su padre deseando tan sólo una vela… y un libro que mantuviera a raya al miedo. Un miedo que parecía estar en todas partes, un ser maligno, incorpóreo, que había esperado a que se apagara la bombilla para aproximarse furtivamente a ella en la oscuridad y estrecharla entre sus gélidos brazos. Meggie se incorporó, respirando con dificultad y se arrastró a cuatro patas hasta su padre. Se enroscó a su lado, igual que hacía antes, en su más tierna infancia, y esperó a que la luz de la mañana se filtrase por debajo de la puerta.
Con la luz llegaron dos de los hombres de Capricornio. Mo acababa de incorporarse, cansado, y Elinor se frotaba la espalda dolorida mientras soltaba imprecaciones, cuando oyeron los pasos.
No era Basta. Uno de los hombres, grande como un armario, daba la impresión de que un gigante le había aplastado la cara con el pulgar. El segundo, bajo y enjuto, con barba de chivo sobre un mentón huidizo, no paraba de juguetear con su escopeta mientras los observaba con hostilidad, como si se muriera de ganas por pegar un tiro en el acto a los tres a la vez.
—¡Vamos, vamos! ¡Fuera todos! —les gritó enfurecido cuando salieron dando trompicones y parpadeando a la clara luz del día.
Meggie intentó recordar si también había oído esa voz en la biblioteca de Elinor, pero no estaba segura. Capricornio tenía muchos secuaces.
Era una mañana cálida y hermosa. El cielo, de un azul sin nubes, se curvaba sobre el pueblo de Capricornio, y en un rosal silvestre que crecía entre las viejas casas gorjeaban unos pinzones como si en el mundo no hubiera nada amenazador salvo unos pocos gatos hambrientos. Cuando salieron al exterior, Mo agarró el brazo de su hija. Elinor tuvo que ponerse primero sus zapatos, y cuando el hombre de la barba de chivo intentó arrastrarla sin miramientos por no ser lo bastante rápida, ella apartó sus manos de un empellón y lo cubrió con una avalancha de insultos. Su actitud provocó la risa de ambos hombres, por lo que a continuación Elinor apretó los labios y se conformó con dirigirles miradas hostiles.
Los hombres de Capricornio tenían prisa. Los condujeron de vuelta por el mismo camino por el que Basta los había traído la noche anterior. El de la cara plana iba delante, el de la barba de chivo detrás, con la escopeta montada. Aunque arrastraba la pierna al andar, no dejaba de azuzarlos como si quisiera demostrar que a pie era más rápido que ellos.
El pueblo de Capricornio parecía sumido en un extraño abandono incluso de día, y esa impresión no sólo se debía a las numerosas casas vacías que a la luz del sol parecían más tristes si cabe. Por las calles apenas se veía un alma, salvo unos cuantos chaquetas negras, como los había bautizado Meggie en secreto, o chicos flacos que corrían tras ellos como perrillos. En dos ocasiones, Meggie vio pasar presurosa a una mujer. No vio ningún niño jugando o corriendo detrás de su madre, sólo gatos, negros, blancos, de un rojo herrumbroso, moteados, atigrados, en las cálidas cornisas de los muros, en los umbrales de las puertas y en los dinteles del tejado. Entre las casas del pueblo de Capricornio reinaba el silencio y los acontecimientos parecían desarrollarse con absoluto sigilo. Los hombres con escopetas eran los únicos que no se ocultaban. Holgazaneaban a la puerta y en las esquinas de las casas, cuchicheando entre ellos y apoyados amorosamente en sus armas. No había flores delante de las casas, como Meggie había visto en los pueblos de la costa. En lugar de eso, los tejados se habían desplomado y los arbustos en flor crecían asomando por los huecos vacíos de las ventanas. Algunos exhalaban un perfume tan embriagador que mareaba a Meggie.
Cuando llegaron a la plaza de la iglesia, Meggie pensó que los dos hombres los conducirían hasta la casa de Capricornio, pero la dejaron a la izquierda y los llevaron directamente al enorme pórtico de la iglesia. En el campanario parecía como si el viento y la intemperie hubieran roído con saña la obra de mampostería. La campana colgaba oxidada bajo el tejado puntiagudo, y apenas un metro más abajo una semilla arrastrada hasta allí por el viento se había convertido en un árbol delgado que ahora se aferraba a las piedras de color arena.
Sobre el pórtico de la iglesia se veían ojos pintados, estrechos ojos rojos, y a ambos lados de la entrada feos diablos de piedra de la altura de un hombre enseñaban los dientes como perros agresivos.
—Bienvenidos a la casa del diablo —dijo el hombre de la barba de chivo con una reverencia burlona antes de abrir la pesada puerta.
—¡Deja eso, Cockerell! —le increpó el de la cara plana y escupió tres veces a los polvorientos adoquines que pisaba—. Esas cosas traen desgracia.
El de la barba de chivo se limitó a reír y palmeó la oronda barriga de uno de los diablos de piedra.
—Venga, ya, Nariz Chata. Estás peor que Basta. No falta mucho para que tú también te cuelgues una hedionda pata de conejo al cuello.
—Soy cauteloso —gruñó Nariz Chata—. Se cuentan unas cosas…
—Sí. ¿Y quién las ha inventado? Nosotros, alcornoque.
—Algunas ya existían antes.
—Pase lo que pase —susurró Mo a Elinor y Meggie mientras los dos hombres discutían—, dejadme hablar a mí. Aquí una lengua mordaz puede ser peligrosa, creedme. Basta siempre tiene muy a mano su navaja, y además la utiliza.
—No es Basta el único que tiene navaja, Lengua de Brujo —le dijo Cockerell introduciendo a Mo en la oscura iglesia de un empujón.
Meggie corrió deprisa tras él.
El interior de la iglesia estaba fresco y en penumbra. Por unas cuantas ventanas muy altas penetraba la luz de la mañana y dibujaba manchas pálidas en paredes y columnas. En el pasado seguramente fueron grises como las baldosas del suelo, pero ahora en la iglesia de Capricornio predominaba un color. Las paredes, las columnas, incluso el techo, todo era rojo, rojo bermejo como la carne cruda o la sangre reseca, y durante un instante a Meggie le embargó la sensación de que se adentraba en el interior de un monstruo.
Junto a la entrada, en un rincón, se veía la estatua de un ángel; tenía un ala rota y uno de los hombres de Capricornio había colgado su chaqueta negra de la otra. De su cabeza salían unos cuernos demoníacos, como los que los niños se sujetan en el pelo por carnaval, entre los que flotaba todavía el aura. El ángel debió de estar emplazado algún día sobre el zócalo de piedra, delante de la primera columna, pero tuvo que dejar sitio a otra figura. Su rostro delgado, cerúleo, contemplaba a Meggie desde arriba. El escultor no conocía bien su oficio, la cara estaba pintada como la de una muñeca de plástico, con extraños labios rojos y ojos azules que carecían del horror de los ojos incoloros con los que el verdadero Capricornio observaba el mundo. La estatua en cambio era como mínimo el doble de alta que su modelo, y todo aquel que pasara ante ella tenía que echar la cabeza hacia atrás para contemplar la palidez de su rostro.
—¿Se puede hacer eso, Mo? —preguntó Meggie en voz baja—. ¿Exponerse a uno mismo en una iglesia?
—¡Oh, ésa es una costumbre muy antigua! —contestó Elinor en susurros—. Las estatuas de las iglesias rara vez son las de los santos. Porque la mayoría de los santos no podía pagar a ningún escultor. En la catedral de…
Cockerell le propinó un empujón tan rudo en la espalda, que ella trastabilló.
—¡Andando! —gruñó—. Y la próxima vez que paséis ante él, os inclinaréis, ¿entendido?
—¿Inclinarnos? —Elinor intentó detenerse, pero Mo la obligó a seguir—. ¡Es imposible tomarse en serio un teatrucho como éste! —exclamó, indignada.
—Si no cierras el pico —le respondió Mo en voz baja—, te vas a enterar de lo seriamente que se habla aquí, ¿entendido?
Elinor observó el rasguño de su frente, y calló.
En la iglesia de Capricornio no había bancos como los que Meggie había visto en otras iglesias, sino dos largas mesas de madera con asientos a ambos lados de la nave. Encima había platos sucios, tazas manchadas de café, tablas de madera con restos de queso, cuchillos, embutidos, cestos de pan vacíos. Varias mujeres, ocupadas en retirarlo todo, levantaron brevemente la vista cuando Cockerell y Nariz Chata pasaron por delante de ellas con sus tres prisioneros; a continuación volvieron a concentrarse en su trabajo. A Meggie le parecieron pájaros que hundían la cabeza entre los hombros para que no se la cortasen.
Además de faltar los bancos, la iglesia de Capricornio también carecía de altar. Aún se distinguía su antiguo emplazamiento, en el que ahora se veía un sillón situado al final de la escalera que antaño desembocaba en el altar, una pieza pesada, tapizada en rojo, con abultadas tallas en patas y brazos. Cuatro peldaños bajos conducían hasta el sillón, Meggie no acertó a saber por qué los contó. Una alfombra negra los cubría, y en el peldaño superior, a escasos pasos del sillón, se sentaba Dedo Polvoriento, el pelo rubio rojizo alborotado como siempre, sumido en sus pensamientos, mientras dejaba que
Gwin
subiera por su brazo estirado.
Cuando Meggie recorrió el pasillo central en compañía de Mo y de Elinor, alzó brevemente la cabeza.
Gwin
se le subió al hombro y enseñó sus dientecitos afilados semejantes a esquirlas de cristal, como si se apercibiese de la aversión que la niña sentía hacia su señor. Meggie sabía ahora por qué la marta tenía cuernos y su gemelo se pavoneaba en la página de un libro. Ahora lo sabía todo: por qué a Dedo Polvoriento este mundo le parecía demasiado frenético y ruidoso, por qué no entendía nada de coches y por qué tantas veces miraba como si se encontrara en otro lugar completamente distinto. Sin embargo, no sentía ni un ápice de compasión por él, como sí le sucedía a Mo. Su rostro surcado de cicatrices sólo le recordaba que le había mentido, que la había inducido con artimañas a acompañarle, como el cazador de ratas del cuento. Había jugado con ella igual que con su fuego o con sus pelotitas de colores: «ven conmigo, Meggie»; «por aquí, Meggie»; «confía en mí, Meggie». Le habría gustado subir los peldaños de un salto y golpearlo en la boca, en su boca de embustero.
Dedo Polvoriento pareció adivinar sus pensamientos. Esquivó sus ojos y, en lugar de mirar a Mo o a Elinor, hundió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una cajita de cerillas. Con aire ausente, extrajo una, la encendió y, tras contemplar la llama sumido en sus cavilaciones, la atravesó con el dedo, casi como una caricia, hasta que se quemó la yema.
Meggie apartó la vista. Prefería no verlo. Deseaba olvidar que él estaba ahí. A su izquierda, al pie de la escalera, había dos bidones de hierro, de un marrón herrumbroso, que contenían astillas recién cortadas, apiladas unas sobre otras. Meggie se estaba preguntando cuál sería su finalidad, cuando resonaron pasos en la iglesia. Basta caminaba por el pasillo central con una lata de gasolina en la mano. Cockerell y Nariz Chata le cedieron el paso, enfurruñados, cuando pasó ante ellos.