—¡Y ahora, ocupémonos de ti, Lengua de Brujo! —dijo Capricornio estirando las piernas.
Llevaba zapatos negros. Contempló el cuero brillante rebosante de satisfacción y se quitó de la punta del zapato un jirón de papel carbonizado.
—Hasta ahora, Basta, yo y el lastimoso Dedo Polvoriento somos la única prueba de que puedes extraer de las pequeñas letras negras cosas muy asombrosas. Ni siquiera tú mismo pareces confiar en tu don, si damos crédito a tus palabras… Pero, como ya he dicho, no es mi caso. Al contrario, creo que eres un maestro en tu especialidad, y ardo de impaciencia por comprobar al fin tu pericia. ¡Cockerell! —Su voz sonó irritada—. ¿Dónde está el lector? ¿No te dije que lo trajeras aquí?
Cockerell se acarició, nervioso, la barba de chivo.
—Aún estaba ocupado escogiendo los libros —balbució—, pero lo traeré enseguida —y con una reverencia apresurada se alejó renqueando.
Capricornio comenzó a tamborilear con los dedos en el brazo de su sillón.
—Seguramente te habrán contado que me vi obligado a recurrir a los servicios de otro lector mientras te mantenías oculto de mí con tanto éxito —comentó a Mo—. Lo encontré hace cinco años, pero es un chapucero terrible. Basta con mirar el rostro de Nariz Chata —el aludido agachó la cabeza, abochornado, cuando todas las miradas confluyeron en él—. La cojera de Cockerell también hay que agradecérsela a él. Y tendrías que haber visto a las chicas que sacó para mí leyendo sus libros. Contemplarlas era una pesadilla. Al final sólo le permitía leer en voz alta cuando tenía ganas de divertirme con sus engendros, y busqué a mis hombres en este mundo. Sencillamente me los traje cuando aún eran jóvenes. En casi todos los pueblos hay algún chico solitario al que le gusta jugar con fuego —dijo contemplando sonriente las uñas de sus dedos igual que un gato que se examinara las garras con gesto de satisfacción—. Encargué al lector que escogiese los libros adecuados para ti. El pobre diablo es un verdadero experto en libros, vive de ellos como uno de esos gusanos pálidos que se alimentan de papel.
—¿Ah, sí, y qué debo traerte con la lectura de sus libros? —la voz de Mo destilaba amargura—. ¿Unos cuantos monstruos, unos cuantos espantajos humanos que hagan juego con esos de ahí? —señaló con la cabeza hacia Basta.
—¡Por los clavos de Cristo, no le des ideas! —susurró Elinor dirigiendo a Capricornio una mirada de preocupación.
Pero éste se limitó a limpiar unas motas de ceniza del pantalón con una sonrisa.
—No, gracias, Lengua de Brujo —contestó—. Tengo hombres de sobra, y por lo que respecta a los monstruos, quizás abordemos el asunto más tarde. De momento nos las arreglamos muy bien con los perros que Basta ha adiestrado y con las serpientes de esta región. Como obsequios mortíferos, son ideales. No, Lengua de Brujo, hoy exijo oro como prueba de tus poderes. No te puedes imaginar lo codicioso que soy. La verdad es que mis hombres hacen todo lo posible por exprimir cuanto ofrece esta comarca. — Al oír estas palabras, Basta acarició su navaja con ternura—. Pero no alcanza en modo alguno para comprar todas las cosas maravillosas de este mundo infinito. Vuestro mundo tiene muchísimas páginas, Lengua de Brujo, casi una infinidad, y yo desearía escribir mi nombre en todas y cada una de ellas.
—¿Y con qué letras pretendes escribirlo? —preguntó Mo—. ¿Las cortará Basta en el papel con su navaja?
—Oh, Basta no sabe escribir —respondió Capricornio con tono de indiferencia—. Ninguno de mis hombres sabe escribir ni leer. Se lo he prohibido. Solamente hice que me lo enseñaran a mí, una de mis criadas. Sí, creo que me encuentro en una situación óptima para estampar mi sello en este mundo, y si algún día hay algo que escribir, el lector se encargará de ello.
Las puertas de la iglesia se abrieron de golpe, como si Cockerell aguardase esa señal. El hombre que traía con él hundía la cabeza entre los hombros y seguía a Cockerell sin mirar a su derecha ni a su izquierda. Era bajo y delgado y de una edad similar a la de Mo, pero encorvaba la espalda como un viejo y bamboleaba los miembros al andar como si no supiera qué hacer con ellos. Llevaba gafas que continuamente se subía con un gesto nervioso mientras caminaba; por encima de su nariz la montura estaba forrada de cinta adhesiva, como si se le hubiera roto en numerosas ocasiones. Con el brazo izquierdo estrechaba un montón de libros contra su pecho, tan fuerte como si le dispensaran protección contra las miradas que confluían sobre él desde todos los ángulos, y contra el inquietante lugar hasta el que lo habían conducido.
Cuando ambos llegaron por fin al pie de la escalera, Cockerell propinó a su acompañante un codazo en el costado y éste se inclinó con tal premura que dos de los libros se le cayeron al suelo. Tras recogerlos a toda prisa, volvió a inclinarse ante Capricornio por segunda vez.
—¡Te esperábamos, Darius! —exclamó Capricornio—. Espero que hayas encontrado lo que te encargué.
—Oh, sí, sí —tartamudeó Darius mientras lanzaba a Mo una mirada casi devota—. ¿Es él?
—Sí. Muéstrale los libros que has elegido.
Darius asintió y se inclinó, esta vez ante Mo.
—Todas estas son historias donde aparecen grandes tesoros —balbució—. Encontrarlas no ha sido tan fácil como pensaba, pues finalmente —en su voz resonaba un levísimo reproche—no hemos hallado demasiados libros en este pueblo. Y por más que insisto no me traen ninguno nuevo, y cuando lo hacen, no sirve para nada. Pero de todos modos… aquí están. Creo que la selección te satisfará a pesar de todo. —Y arrodillándose en el suelo ante Mo, comenzó a extender sus libros sobre las losas de piedra, uno al lado del otro, hasta que todos los títulos quedaron a la vista.
Meggie sintió una punzada al leer el primero:
La isla del tesoro.
Miró intranquila a su padre. «¡Ese, no! —pensó—. Ése no, Mo.» Pero su padre ya había elegido otro:
Las mil y una noches.
—Creo que éste es el adecuado —opinó—. Seguro que hay bastante oro en su interior. Pero te lo repito: no sé qué sucederá. Nunca ocurre cuando yo quiero. Sé que todos me consideráis un mago, pero no lo soy. La magia procede de los libros, y yo conozco tan poco de su funcionamiento como tú o cualquiera de tus hombres.
Capricornio se reclinó en su butaca y examinó a Mo con rostro inexpresivo.
—¿No te cansas de contarme siempre lo mismo, Lengua de Brujo? —inquirió, aburrido—. Puedes repetirlo cuanto se te antoje, que no lo creeré. En el mundo cuyas puertas hemos cerrado hoy para siempre, tuve que vérmelas a veces con magos y con brujas, y enfrentarme con harta frecuencia a su terquedad. Basta te ha descrito con mucho énfasis cómo solemos quebrar nosotros la terquedad. Mas en tu caso, esos métodos dolorosos seguro que no serán necesarios ahora que tu hija es nuestra invitada —y tras estas palabras, Capricornio echó un breve vistazo a Basta.
Mo quiso sujetar a Meggie, pero Basta se le adelantó. De un tirón la atrajo a su lado y, colocándose detrás de ella, rodeó su cuello con el brazo.
—A partir de hoy, Lengua de Brujo —prosiguió Capricornio con indiferencia, como si hablara del tiempo—, Basta se convertirá en la sombra personal de tu hija. Eso la protegerá a ciencia cierta de serpientes y perros fieros, pero, como es natural, no del mismo Basta, que sólo se mostrará amable con ella mientras yo diga. Y esto dependerá a su vez de lo satisfecho que me dejen tus servicios. ¿Me he expresado con claridad?
Mo miró primero a Capricornio y después a su hija. Esta se esforzaba con toda su alma por aparentar serenidad y convencer a su padre de que no había motivos de preocupación, al fin y al cabo ella siempre había sabido mentir mucho mejor que él. Pero en esta ocasión él no se lo creyó. Sabía que el miedo de su hija era tan grande como el que ella percibía en los ojos de él.
«¡A lo mejor esto también es un simple cuento! —pensaba Meggie desesperada—, y dentro de nada alguien cerrará el libro de golpe por lo terrible y abominable que es, y Mo y yo nos encontraremos de nuevo en casa y le prepararé un café…» Cerró los ojos con fuerza como si de ese modo pudiera hacer realidad sus pensamientos, pero cuando los entreabrió, parpadeando, Basta seguía detrás de ella y Nariz Chata se frotaba su nariz aplastada mientras contemplaba a Capricornio con su mirada perruna.
—De acuerdo —dijo Mo fatigado en medio del silencio—. Te leeré en voz alta. Pero Meggie y Elinor saldrán de aquí.
Meggie sabía perfectamente en qué pensaba: en su madre y en quién desaparecería en esta ocasión.
—Bobadas. Se quedarán aquí, por supuesto. —La voz de Capricornio ya no sonaba tan indiferente—. Y tú empieza de una vez, antes de que ese libro se convierta en polvo entre tus dedos.
Mo cerró los ojos unos instantes.
—De acuerdo, pero Basta mantendrá la navaja en su funda —dijo con voz ronca—. Porque como se le ocurra tocar uno solo de los cabellos de Meggie o de Elinor, te juro que os leeré la peste a ti y a tus hombres.
Cockerell miró a Mo asustado y hasta el rostro de Basta se ensombreció. Capricornio, sin embargo, se limitó a echarse a reír.
—Te recuerdo que estás hablando de una enfermedad contagiosa, Lengua de Brujo —le advirtió—. Y que no se detiene en modo alguno ante las niñas pequeñas. Así que, déjate de amenazas hueras y empieza a leer. Ahora mismo. En el acto. En primer lugar me gustaría escuchar algo de ese libro.
Señaló el que Mo había apartado a un lado.
La isla del tesoro.
El caballero Trelawney, el doctor Livesey y los demás gentiles hombres me han pedido que relate los pormenores de lo que aconteció en la isla del tesoro, del principio al final y sin omitir nada excepto la posición de la isla […]; cojo, pues, la pluma en el año de gracia de 17… y me remonto a la época en que mi padre regentaba la posada del almirante Benbow, y el viejo lobo de mar con la cara tostada y marcada con un chirlo de sable vino a hospedarse bajo nuestro techo.
Robert L. Stevenson
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La isla del tesoro
Así fue cómo Meggie, por primera vez después de nueve años, oyó leer a su padre en voz alta dentro de una iglesia, y todavía muchos años después, en cuanto abría alguno de los libros que él leyó aquella mañana, el olor a papel quemado hería su nariz.
Meggie también recordaría más tarde que en la iglesia de Capricornio hacía frío, a pesar de que en el exterior seguro que el sol ya estaba alto y calentaba cuando Mo inició la lectura. Se sentó sencillamente en el suelo, con las piernas cruzadas, un libro en el regazo y los demás a su lado. Meggie se arrodilló junto a él antes de que Basta pudiera sujetarla.
—¡Vamos, todos a la escalera! —ordenó Capricornio a sus hombres—. Nariz Chata, coge a la mujer. Sólo Basta se quedará donde está.
Elinor se resistió, pero Nariz Chata se limitó a agarrarla por el pelo y la arrastró con él. Los hombres de Capricornio se sentaron en los peldaños, uno al lado del otro, a los pies de su señor. Elinor, entre ellos, parecía una paloma con las plumas erizadas en medio de una bandada de cornejas rapaces.
El único que parecía perdido era el lector delgado, que había tomado asiento al final de la negra fila y seguía tocándose las gafas sin parar.
Mo abrió el libro que tenía en su regazo y, frunciendo el ceño, empezó a pasar las hojas, como si buscase entre esas páginas el oro que tenía que extraer para Capricornio leyendo en voz alta.
—¡Cockerell, rebánale la lengua a cualquiera que ose hacer ruido, por leve que sea, mientras lee Lengua de Brujo! —ordenó Capricornio, y Cockerell extrajo el cuchillo del cinto y recorrió la fila con la mirada, como si estuviese escogiendo a su primera víctima. En la iglesia pintada de rojo se hizo un silencio sepulcral, y Meggie creyó oír la respiración de Basta a sus espaldas. Pero a lo mejor se debía al miedo.
A juzgar por su expresión, los hombres de Capricornio no parecían sentirse a gusto dentro de su pellejo y observaban a Mo con una mezcla de hostilidad y miedo. Meggie lo entendía de sobra. A lo mejor uno de ellos desaparecía muy pronto dentro del libro que con tanta indecisión hojeaba su padre. ¿Les habría contado Capricornio lo que podía suceder? ¿Lo sabría él mismo? ¿Qué ocurriría si los temores de su padre se confirmaban y desaparecía ella misma? ¿O Elinor?
—Meggie, agárrate a mí como puedas, ¿vale? —le dijo su padre en voz baja como si hubiera adivinado sus pensamientos.
Ella asintió y se aferró con una mano a su jersey. ¡Como si eso sirviera de algo!
—Creo que he encontrado el pasaje adecuado —dijo Mo en medio del silencio.
Lanzó una última mirada a Capricornio, se giró de nuevo hacia Elinor, carraspeó… e inició la lectura.
Todo desapareció. Las paredes rojas de la iglesia, los rostros de los hombres de Capricornio y hasta el mismo Capricornio en su sillón. Ya sólo quedaba la voz de Mo y las imágenes que se iban formando a partir de las letras como un tapiz en el telar. Si Meggie hubiera podido odiar más aún a Capricornio, lo habría hecho ahora. Al fin y al cabo, era el culpable de que su padre no le hubiera leído en voz alta ni una sola vez a lo largo de todos esos años. ¡Qué no hubiera sido capaz de traer por arte de magia a su habitación con su voz, que confería un sabor diferente a cada palabra y una melodía distinta a cada frase! Hasta Cockerell se olvidó de su cuchillo y de las lenguas que debía cortar, y escuchaba atento con la mirada perdida. Nariz Chata miraba arrobado al infinito, como si un barco pirata con las velas desplegadas cruzase por una de las ventanas de la iglesia. Todos callaban.
No se oía el menor ruido excepto la voz de Mo, que despertaba a la vida letras y palabras.
Sólo uno de los presentes parecía inmune al embrujo. Con rostro inexpresivo y sus pálidos ojos fijos en Mo, Capricornio permanecía sentado, esperando el melodioso tintineo de las monedas, en cajas de madera húmeda pesadas por el oro y la plata.
No necesitó esperar mucho tiempo. Ocurrió mientras Mo leía lo que Jim Hawkins, un muchacho apenas mayor que Meggie, vio dentro de una cueva oscura cuando vivió sus terribles aventuras:
Monedas de oro inglesas, francesas, españolas, portuguesas, jorges, luises, doblones y dobles guineas, monedas y cequíes, con las efigies de todos los reyes de Europa de los últimos cien años, extraños ejemplares orientales con marcas que parecían briznas de cuerda o trocitos de telaraña, monedas redondas y cuadradas, y perforadas en el centro como para llevarlas colgadas del cuello…, creo que casi todas las variedades de moneda que existen en el mundo se encontraban representadas en aquella colección; y en cuanto a su número, estoy seguro de que eran tantas como las hojas del otoño, de modo que me dolía la espalda de estar agachado, y los dedos, de contarlas.