Pero pese al cuidado con que alargó la mano hacia ella, el hada retrocedió volando hasta la ventana… y Basta abrió la puerta.
—¿Eh, de dónde ha salido ésta? —preguntó mientras se quedaba inmóvil en el umbral—. Hacía años que no veía uno de esos seres voladores.
Meggie y Fenoglio callaron. Sobraban las palabras.
—No os figuréis que vais a libraros de contestar. —Basta se quitó la chaqueta, la cogió con la mano izquierda y caminó despacio hacia la ventana—. Tú ponte en la puerta por si se me escapa —ordenó al guardián—. Si la dejas pasar, te rebano las orejas.
—¡Déjala! —Meggie se deslizó deprisa fuera de la cama, pero Basta fue más rápido.
Lanzó su chaqueta y la luz de Campanilla se extinguió como la de una vela ante un soplido. Cuando la chaqueta cayó al suelo la tela negra se contraía débilmente. Basta la levantó con cuidado, la sujetó cerrándola igual que un saco y se detuvo con ella ante Meggie.
—¡Vamos, tesoro, suéltalo! —le dijo con voz tranquila, pero amenazadora—. ¿De dónde ha salido esta hada?
—¡No lo sé! —balbuceó Meggie sin mirarle—. De… de repente apareció ahí.
Basta echó un vistazo al guardián.
—¿Has visto alguna vez por estos contornos algo parecido a un hada? —preguntó.
El guardián levantó el periódico con unas sangrientas alas de polilla adheridas, y lo estrelló contra el marco de la puerta mientras esbozaba una amplia sonrisa.
—No, pero si la viera, sabría qué hacer con ella —contestó.
—Sí, esos seres diminutos son pertinaces como los mosquitos. Pero por lo visto dan suerte. —Basta volvió a dirigirse a Meggie—. ¡Venga, suéltalo de una vez! ¿De dónde ha salido? No volveré a preguntártelo.
Sin poder evitarlo, los ojos de Meggie se dirigieron al libro que había dejado caer Fenoglio. Basta siguió su mirada y recogió el libro.
—¡Hay que ver! —murmuró mientras contemplaba el dibujo de la portada.
El ilustrador había reflejado a Campanilla a la perfección. En la realidad era algo más pálida que en el dibujo y también una chispa más pequeña, pero a pesar de todo Basta la reconoció. Tras soltar un suave silbido entre dientes, colocó el libro delante de las narices de Meggie.
—¡Y ahora no me vengas con el cuento de que la ha traído el viejo leyendo! —dijo—. Has sido tú. Me apuesto mi navaja. ¿Te enseñó tu padre o has heredado ese don de él? Bueno, da igual. —Se introdujo el libro en la pretina del pantalón y agarró a Meggie por el brazo—. Ven, vamos a contárselo a Capricornio. A decir verdad sólo venía a buscarte para que te encontraras con un viejo conocido, pero seguro que a Capricornio le alegrará conocer unas novedades tan emocionantes.
—¿Ha venido mi padre? —Meggie se dejó conducir fuera de la habitación sin oponer resistencia.
Basta sacudió la cabeza y la observó con sorna.
—¡No, aún no ha aparecido! —informó—. Es evidente que aprecia más su propio pellejo que el tuyo. Si yo fuera tú, estaría que trino con él.
Meggie percibía dos sensaciones al mismo tiempo: desilusión, aguzada como un pincho, y alivio.
—Admito que también a mí me ha decepcionado —prosiguió Basta—. Al fin y al cabo me había apostado el cuello a que vendría, pero ahora ya no lo necesitamos para nada, ¿no es cierto? — Sacudió su chaqueta, y Meggie creyó oír un quedo tintineo desesperado.
—¡Encierra de nuevo al viejo! —ordenó Basta al guardián—. ¡Y ay de ti como te encuentre roncando a mi regreso!
Después arrastró a Meggie por el pasillo.
—¿Y tú? —quiso saber Lobosch—. Tú, Krabat, ¿no tienes miedo?
—Más de lo que imaginas —respondió Krabat—. Y no sólo por mí.
Otfried Preussler
,
Krabat
Meggie cruzó con Basta la plaza de la iglesia con su propia sombra pisándole los talones como un espíritu de mal agüero. La luz chillona de los reflectores convertía la luna en un farolillo veneciano que ha cumplido con creces su tiempo de servicio.
En el interior de la iglesia no había ni la mitad de luz. La lívida estatua de Capricornio miraba hacia abajo desde las tinieblas, casi tragada por las sombras, y entre las columnas reinaba una oscuridad total, como si la noche se hubiera refugiado allí huyendo de los reflectores. Sobre el asiento de Capricornio colgaba una lámpara solitaria. El se reclinaba aburrido en su sillón, vestido con una bata de seda que brillaba como el plumaje de un pavo. También en esta ocasión estaba la Urraca tras él, aunque a la escasa luz apenas se percibían sus facciones pálidas y su vestido negro. En uno de los bidones situados al pie de la escalinata ardía un fuego. El humo hizo que a Meggie le escocieran los ojos, y la luz convulsa que arrojaban las llamas bailoteaba en las paredes y columnas como si la iglesia entera fuese pasto de las llamas.
—¡Colocad el trapo ante la ventana de sus hijos como última advertencia! —La voz de Capricornio llegó a oídos de Meggie a pesar de que no hablaba alto—. Empapadlo en gasolina hasta que gotee —ordenó a Cockerell que estaba con otros dos hombres al pie de la escalera—. Cuando el olor hiera la nariz de ese majadero por la mañana, a lo mejor comprende de una vez que se me ha agotado la paciencia.
Cockerell aceptó la orden con una inclinación de cabeza, giró sobre sus talones e hizo señas a los otros dos para que le siguieran. Sus rostros estaban ennegrecidos por el hollín y los tres llevaban una pluma roja de gallo en el ojal.
—Ah, la hija de Lengua de Brujo —gruñó con sorna Cockerell al pasar cojeando por delante de Meggie—. Así que tu padre todavía no ha venido a buscarte, ¿eh? No parece que su añoranza sea muy grande que digamos.
Los otros dos rieron, y Meggie no pudo evitar que la sangre se agolpara en su rostro.
—¡Bueno, por fin! —exclamó Capricornio cuando Basta se detuvo con la niña ante la escalinata—. ¿Por qué habéis tardado tanto?
En el rostro de la Urraca se dibujó algo parecido a una sonrisa. Había adelantado un poco el labio inferior, lo que otorgaba a su rostro enjuto una expresión de enorme satisfacción. Esa satisfacción inquietaba a Meggie mucho más que la expresión sombría que solía exhibir la madre de Capricornio.
—El guardián no encontraba la llave —respondió Basta irritado—. Y después encima tuve que capturar esto.
Al levantar la chaqueta, el hada volvió a agitarse. Sus intentos desesperados por liberarse abombaban la tela.
—¿Y eso qué es? —La voz de Capricornio sonaba impaciente—. ¿Acaso te dedicas ahora a capturar murciélagos?
Basta apretó los labios enojado, pero se contuvo. Sin decir palabra introdujo la mano debajo de la tela negra y con un juramento ahogado sacó al hada.
—¡Que el diablo se lleve a estas criaturas voladoras! —renegó—. Había olvidado por completo sus poderosos mordiscos.
Campanilla aleteaba desesperada con un ala, pues Basta la sujetaba con los dedos de la otra. Meggie no era capaz de mirar. Le avergonzaba lo indecible haber sacado de su libro a ese ser diminuto y frágil.
Capricornio observó al hada con expresión de hastío.
—¿De dónde ha salido ésa? ¿Y de qué variedad es? Nunca había visto a ninguna con esas alas.
Basta se sacó el libro de Peter Pan del cinturón y lo depositó sobre los peldaños.
—Creo que procede de aquí —explicó—. Mira el dibujo de la tapa, dentro también hay imágenes suyas. Y ahora, adivina quién la ha sacado leyendo.
Y mientras colocaba una mano sobre el hombro de Meggie, apretó tan fuerte a Campanilla con la otra que el hada boqueó intentando respirar. Intentó sacudirse sus dedos, pero Basta la agarró con más fuerza todavía.
—¿La pequeña? —La voz de Capricornio revelaba incredulidad.
—Sí, y por lo visto es tan buena como su padre. ¡Fíjate en esta hada! —Basta agarró a Campanilla por sus delgadas piernas y la levantó en el aire—. Parece perfecta, ¿no crees? Es capaz de volar, de despotricar y de tintinear, en fin, de todo lo que saben hacer estas estúpidas criaturas.
—Interesante, sí señor, muy interesante.
Capricornio se levantó de su sillón, se ciñó más fuerte el cinturón de su bata y descendió por las escaleras hasta detenerse junto al libro que Basta había dejado sobre los peldaños.
—Así que es cosa de familia —murmuró mientras se agachaba para coger el libro. Examinó la tapa con el ceño fruncido—.
Peter Pan
—leyó—. Pero si éste es uno de los libros que más estimaba mi antiguo lector. Sí, lo recuerdo, me lo leyó una vez. Tenía que sacar para mí a uno de esos piratas, pero le salió fatal. Peces apestosos es lo que trajo a mi dormitorio y… un gancho de abordaje oxidado. ¿No le obligamos a comerse los peces como castigo?
Basta se echó a reír.
—Sí, pero lamentó mucho más que tú ordenases quitarle los libros. Este debió de esconderlo.
—Sí, seguramente.
Capricornio se acercó a Meggie con expresión meditabunda. A ella le habría encantado morderle los dedos cuando le colocó la mano bajo la barbilla y le giró la cara obligándola a contemplar sus pálidos ojos.
—¿Te fijas en cómo me mira, Basta? —inquirió sarcástico—. Tan testaruda como siempre, igual que su padre. Sería mejor que reservaras esa mirada para él, pequeña. Seguro que estás muy furiosa con tu padre, ¿verdad? Bueno, de ahora en adelante su paradero me importará un bledo. Desde hoy te tengo a ti. Serás mi nueva lectora porque tienes un talento formidable, pero tú… tú tienes que odiarle por haberte dejado en la estacada, ¿a que sí? No te avergüences de ello. El odio puede dar alas. Yo tampoco quise nunca a mi padre.
Cuando Capricornio le soltó por fin la barbilla, Meggie giró la cabeza. Su rostro ardía de vergüenza y de rabia. Aún sentía sus dedos en la piel como una mancha.
—¿Te ha contado Basta la razón por la que te ha traído aquí a una hora tan intempestiva?
—Al parecer tengo que encontrarme con alguien.
Meggie intentó que su voz sonara firme y serena, pero no lo consiguió. El sollozo que pugnaba por salir de sus labios se convirtió en un susurro.
—¡Cierto!
Capricornio hizo una seña a la Urraca. Con una inclinación de cabeza, ésta bajó las escaleras y desapareció en la oscuridad, detrás de las columnas. Poco después sonó un crujido por encima de la cabeza de Meggie, y cuando ésta, asustada, alzó la vista hacia el techo, vio descender algo de la oscuridad: una red, no, dos redes, como las que había visto en las barcas de pesca, quedaron colgando a unos cinco metros del suelo, justo por encima de Meggie. En ese momento se dio cuenta de que había personas dentro de las toscas mallas, igual que pájaros atrapados en las redes de un árbol frutal. Meggie se mareaba al mirar hacia lo alto, así que ¿cómo se sentirían los que se bamboleaban allí arriba, sujetos sólo por un par de cabos?
—Bueno, qué, ¿reconoces a tu viejo amigo? —Capricornio hundió las manos en los bolsillos de su bata.
Basta seguía sujetando con sus dedos a Campanilla, como si fuera una muñequita rota. El único sonido que se oía era su vacilante tintineo.
—¡Sí! —Era imposible pasar por alto la satisfacción que rezumaba la voz de Capricornio—. Esto es lo que les sucede a los sucios traidores que roban llaves y liberan prisioneros.
Meggie no se dignó mirarle siquiera. Sólo tenía ojos para Dedo Polvoriento. Porque se trataba de Dedo Polvoriento.
—Hola, Meggie —le gritó él desde arriba—. Estás muy pálida.
Se notaba su tremendo esfuerzo por aparentar despreocupación, pero Meggie percibió el miedo en su voz. Ella era una experta en voces.
—Tu padre te envía muchos saludos. Me ha encargado que te diga que vendrá muy pronto a buscarte. Y no lo hará solo.
—¡Si sigues así, comefuego, acabarás convirtiéndote en un verdadero narrador de cuentos! — le gritó Basta—. Pero esa historia ni siquiera la pequeña se la tragará. Tienes que inventar algo mejor.
Meggie miraba a Dedo Polvoriento de hito en hito. Deseaba tanto creerle…
—Eh, Basta, suelta de una vez a la pobre hada —gritó a su viejo enemigo—. Mándamela aquí arriba, que llevo demasiado tiempo sin ver ninguna.
—¡Qué más quisieras! No, ésta me la quedo —respondió Basta tocando con un dedo la diminuta nariz de Campanilla—. He oído decir que las hadas mantienen lejos la desgracia si las colocas en tu habitación. A lo mejor la meto en una de esas botellas de vino grandes. Tú siempre has sido un gran amigo de las hadas. ¿Qué diablos comen? ¿Moscas?
Campanilla empujaba con los brazos sus dedos y, desesperada, intentaba liberar su otra ala. Lo consiguió, pero Basta seguía sujetándola por las piernas y, por más que aleteaba, no conseguía liberarse. Al final renunció con un pequeño tintineo. Apenas lucía más que una vela a punto de consumirse.
—¿Sabes por qué he mandado traer a la niña, Dedo Polvoriento? —gritó Capricornio a su prisionero—. Ella tenía que convencerte de que nos contaras algo sobre su padre y su paradero… suponiendo que sepas algo al respecto, cosa que dudo. Pero ahora ya no necesito esa información. La hija ocupará el lugar del padre. Ha llegado justo en el momento oportuno. Para castigarte se nos ha ocurrido algo muy especial. ¡Algo impresionante, inolvidable! Al fin y al cabo es lo que merece un traidor, ¿no crees? ¿Adivinas ya dónde quiero ir a parar? ¿No? Entonces, deja que te eche una mano. Mi nueva lectora nos leerá en tu honor
Corazón de tinta.
A fin de cuentas es tu libro favorito, aunque por supuesto no se puede afirmar que te gustará el ser que ella ha de traer a este mundo. Su padre me habría traído hace mucho tiempo a ese viejo amigo si tú no le hubieras ayudado a escapar, pero su hija se encargará ahora de esa tarea. ¿Te imaginas a qué amigo me refiero?
Dedo Polvoriento apoyó contra la red su mejilla surcada por las cicatrices.
—Oh, sí. Es inolvidable para mí —dijo en voz tan baja que Meggie a duras penas logró entenderle.
—¿Qué hacéis hablando del castigo del escupefuego? —la Urraca había vuelto a surgir de entre las columnas—. ¿Acaso os habéis olvidado de nuestra muda palomita Resa? Su traición ha sido por lo menos tan grave como la de él —y alzó una mirada rebosante de desprecio hacia la segunda red.
—¡Claro, claro, por supuesto! —La voz de Capricornio sonaba apesadumbrada—. Es un derroche, pero inevitable.
Meggie no pudo distinguir el rostro de la mujer que se bamboleaba en la segunda red detrás de Dedo Polvoriento. Sólo vio el pelo rubio oscuro, un vestido azul y unas manos delgadas que se aferraban a las cuerdas.