Darius la miró compasivo.
—¡Qué más quisiera! —musitó—. De verdad. Pero la Urraca… —Se tapó la boca con los dedos como si lo hubieran pillado en falta—. Oh, perdón, me refiero al ama de llaves, a la señora Mortola, claro está… Tienes que leer para ella en voz alta. Yo me he limitado a escoger el texto.
La Urraca. Meggie recordó sus ojos de pájaro. «¿Qué pasaría si me mordiese la lengua? —pensaba la niña—. Bien fuerte…» Ya le había sucedido un par de veces sin querer y en una de ellas se le hinchó tanto que tuvo que pasarse dos días hablando por señas con su padre. Miró a Fenoglio en demanda de ayuda.
—¡Hazlo! —le dijo éste para su sorpresa—. Léele en alto a la vieja, pero con una condición: que te permita quedarte con el soldado de plomo. Cuéntale cualquier cosa… que quieres jugar con él porque te aburres como una ostra… Y luego pídele otra cosa más: unas cuantas hojas de papel y un bolígrafo. Dile que te apetece dibujar. ¿Entendido? Si acepta, ya veremos.
Meggie no entendió una palabra, pero antes de que pudiera preguntar qué se proponía Fenoglio, se abrió la puerta y la Urraca entró en la estancia.
Al verla, el lector se puso de pie con un salto tan repentino que tiró de la mesa el plato de Meggie.
—¡Oh, perdón, perdón! —balbució mientras recogía los fragmentos con sus dedos huesudos; con el último se hizo un corte tan grande en el pulgar que la sangre goteó sobre el entarimado.
—¡Levántate, cabeza hueca! —le ordenó Mortola con tono grosero—. ¿Le has enseñado el libro que tiene que leer?
Darius asintió y contempló, apenado, el corte en su dedo.
—Bien, entonces lárgate. Puedes ayudar a las mujeres en la cocina. Hay que pelar gallinas.
Darius torció el gesto, asqueado, pero desapareció con una reverencia por el pasillo, no sin antes lanzar otra mirada compasiva a Meggie.
—Bueno —dijo la Urraca esbozando una impaciente inclinación de cabeza—. Empieza a leer… y esfuérzate.
Meggie trajo al soldadito de plomo. Fue como si sencillamente cayera del techo.
Fue una caída terrible. Quedó clavado de cabeza entre los adoquines, con la pierna estirada y la bayoneta hacia abajo.
La Urraca lo cogió antes que Meggie y lo escudriñó como si fuera un objeto de madera pintada mientras miraba a la niña con ojos de espanto. Acto seguido lo introdujo en el bolsillo de su chaqueta de lana toscamente tejida.
—Por favor, ¿puedo quedármelo? —balbució Meggie cuando la Urraca llegaba a la puerta.
Fenoglio se situó tras ella, como si quisiera cubrirle las espaldas, pero la Urraca se limitó a dirigir a Meggie una mirada gélida de pájaro.
—A usted… a usted no le sirve para nada —continuó tartamudeando Meggie—, y yo me aburro. Por favor…
La Urraca la miró sin mover ni un solo músculo de su cara.
—Te lo devolveré cuando lo haya visto Capricornio —dijo antes de desaparecer.
—¡El papel! —exclamó Fenoglio—. ¡Te has olvidado del papel y del bolígrafo!
—Lo siento —murmuró Meggie.
No se había olvidado, simplemente no se había atrevido a pedir más cosas a la Urraca. Sentía un nudo en la garganta.
—Bueno, entonces tendré que conseguirlo por otros medios —musitó Fenoglio—. El problema es cómo.
La niña se acercó a la ventana, apoyó la frente contra el cristal y miró abajo, al huerto, donde un par de criadas de Capricornio se afanaban en las tomateras. «¿Qué diría Mo si supiera que yo también puedo hacerlo? — pensaba—. ¿A quién has sacado leyendo, Meggie? ¿A la pobre Campanilla y al pertinaz soldadito de plomo?»
—Sí —musitó Meggie mientras dibujaba con el dedo una M invisible en el cristal.
Pobre hada, pobre soldadito, pobre Dedo Polvoriento y… de nuevo le vino a la memoria la mujer de cabellos oscurecidos.
—Resa —susurró.
Su madre se llamaba Teresa.
Se disponía a abandonar la ventana cuando vio por el rabillo del ojo que por encima del alféizar asomaba un hociquito peludo. Meggie retrocedió asustada, dando un traspié. ¿Trepaban las ratas por los muros de las casas? Pues claro que sí. Pero eso no era una rata, tenía la cabeza demasiado chata. Volvió a acercarse al cristal.
Gwin.
La marta, sentada sobre el estrecho alféizar, la observaba con ojos somnolientos.
—¡Basta! —murmuraba Fenoglio a su espalda—. Sí, Basta me conseguirá el papel. Es una idea.
Meggie abrió la ventana muy despacio, para que
Gwin
no se asustara y se precipitase al vacío. A esa altura, incluso una marta se rompería todos los huesos al estrellarse contra el empedrado del patio. Alargó muy despacio la mano hacia afuera. Al acariciar el lomo de
Gwin,
sus dedos temblaban. Luego agarró al animal antes de que le soltara un mordisco con sus diminutos dientes. Miró hacia abajo preocupada, pero ninguna criada había notado nada. Todas ellas se inclinaban sobre los bancales, con los vestidos empapados de sudor por el ardiente sol que caía sobre sus espaldas.
Debajo del collar de
Gwin
había una nota, sucia, con cien dobleces y atada con un trozo de cinta.
—¿Por qué has abierto la ventana? El aire exterior es aún más caliente. Nosotros… —Fenoglio se interrumpió y clavó los ojos en el animal que Meggie sostenía entre sus brazos, pasmado.
La niña se puso un dedo en la boca a modo de advertencia. Después apretó contra su pecho a la pataleante
Gwin
y sacó la nota que llevaba debajo del collar. La marta soltó un chillido amenazador mientras le lanzaba un bocado a los dedos. No le gustaba nada que la sujetasen mucho rato. Mordía incluso a Dedo Polvoriento cuando éste lo intentaba.
—¿Qué tienes ahí, una rata? —Fenoglio se acercó. Meggie soltó a la marta, que volvió a saltar enseguida al alféizar.
—¡Una marta! —exclamó Fenoglio atónito—. ¿De dónde ha salido?
Meggie miró asustada hacia la puerta, pero evidentemente el guardián no había oído nada. Fenoglio se tapó la boca con la mano y contempló a
Gwin
tan asombrado, que Meggie estuvo a punto de soltar una carcajada.
—¡Tiene cuernos! —susurró él.
—Claro, porque tú la creaste así —le contestó Meggie en susurros.
Gwin
seguía sentada en el alféizar, mirando, molesta, al sol. En realidad no le gustaba la luz diurna, se pasaba el día durmiendo. ¿Cómo había llegado hasta allí?
Meggie asomó la cabeza por la ventana, pero abajo, en el patio, solamente estaban las criadas. Retrocedió deprisa al centro de la habitación y desdobló la nota.
—¿Alguna noticia? —Fenoglio se inclinó sobre su hombro—. ¿Es de tu padre?
Meggie asintió. Reconoció la letra enseguida, aunque no era tan regular como de costumbre. El corazón empezó a bailarle en el pecho. Siguió las letras con mirada nostálgica como si fueran un camino al final del cual la esperaba su padre.
—Pero ¿qué demonios dice ahí? ¡No entiendo ni gota! —exclamó Fenoglio en voz baja.
Meggie sonrió.
—Es letra élfica —cuchicheó—. Mo y yo la empleamos en secreto desde que leí
El Señor de los Anillos,
pero él parece desentrenado. Ha cometido muchas faltas.
—Bueno, ¿y qué dice?
Meggie se lo leyó.
—Farid… ¿Quién es ése?
—Un chico. Mo lo trajo leyendo
Las mil y una noches,
pero ésa es otra historia. Tú lo viste, estaba con Dedo Polvoriento cuando éste huyó de ti.
Meggie volvió a doblar la nota y acechó por la ventana. Una de las criadas se había incorporado. Mientras se limpiaba la tierra de las manos, miraba hacia el alto muro, como si soñase con alejarse volando por encima de él. ¿Quién habría traído a
Gwin?
¿Mo? ¿O la marta había encontrado sola el camino hasta allí? Esta posibilidad era muy remota. Seguro que no andaba correteando de día sin que alguien la hubiera ayudado.
Meggie se guardó la nota en la manga de su vestido.
Gwin
continuaba sentada en el alféizar. Estiró el cuello somnolienta y olfateó el muro. A lo mejor olía las palomas que a veces se posaban en la ventana.
—Dale pan para que no se escape —rogó Meggie a Fenoglio en voz baja. Luego, corrió hacia la cama y cogió su mochila.
¿Dónde estaba el lápiz? Porque ella tenía uno. Lo encontró. Estaba casi gastado, reducido a una miserable punta. Pero ¿de dónde iba a sacar el papel? Extrajo uno de los libros de Darius de debajo del colchón y separó con cuidado el papel de la guarda. Nunca había arrancado una hoja de un libro. Pero ahora no quedaba otro remedio.
Arrodillada en el suelo, empezó a escribir con la misma letra entrelazada con la que Mo había redactado su nota. Habría trazado las letras incluso dormida: «Estamos bien. ¡Yo también sé, Mo! He sacado leyendo a Campanilla, y mañana, cuando oscurezca, tengo que traer a la Sombra de
Corazón de tinta
para Capricornio, para que mate a Dedo Polvoriento». De Resa no dijo nada. Tampoco le comentó que creía haber visto a su madre, ni que a ésta, si dependía de Capricornio, le quedaban apenas dos días de vida. No se podía confiar una noticia de ese calibre a un trozo de papel, por muy grande que fuera.
Gwin
mordisqueaba con avidez el pan que le ofrecía Fenoglio. Meggie dobló el papel de la guarda y se lo ató al collar.
—¡Ten mucho cuidado! —susurró a
Gwin,
luego tiró el resto de pan al patio de Capricornio.
La marta descendió rauda por el muro, como si fuera lo más natural del mundo. Una de las criadas soltó un chillido cuando pasó corriendo entre sus piernas, y gritó algo a las otras mujeres. Seguramente temía por las gallinas de Capricornio, pero
Gwin
ya había desaparecido detrás del muro.
—¡Bien, muy bien, así que ya ha venido tu padre! —musitó Fenoglio mientras se colocaba a su lado junto a la ventana abierta—. Debe de andar por ahí fuera. Estupendo. Y te devolverán el soldadito de plomo. Todo va saliendo a pedir de boca, quién lo diría. —Se masajeó la punta de la nariz y parpadeó al contemplar la deslumbrante luz del sol—. Lo más inmediato —murmuró luego—es sacar provecho de la superstición de Basta. Cómo me alegro de haberle dotado de esa pequeña debilidad. ¡Una medida muy inteligente!
Meggie no entendía de qué hablaba, pero le daba igual. Sólo podía pensar en una cosa: «Mo está aquí».
—Jim, muchacho —dijo éste por fin, dirigiéndose a su pequeño amigo; hablaba despacio y con voz ronca, sin preocuparse de los escribientes ni de los bonzos—, ha sido un viaje muy corto. Siento que tengas que compartir mi suerte.
Jim tragó saliva.
—¡Pero somos amigos! —contestó en voz baja, mordiéndose el labio inferior para que no le temblara.
Michael Ende
,
Jim Botón y Lucas el maquinista
Dedo Polvoriento suponía que Capricornio dejaría que Resa y él se bamboleasen en las malditas redes hasta su ejecución, pero sólo pasaron allí una noche, que se les hizo eterna. A la mañana siguiente, apenas el sol dibujó manchas claras en las rojas paredes de la iglesia, Basta mandó que los bajaran. Durante unos segundos atroces, Dedo Polvoriento pensó que Capricornio había decidido eliminarlos con rapidez y discreción, y cuando volvió a sentir el suelo firme bajo sus pies no supo si el temblor de sus rodillas se debía al miedo o a la noche pasada en la red. En cualquier caso, apenas podía mantenerse en pie.
Basta lo tranquilizó por el momento, aunque seguro que no era su intención.
—Me habría gustado dejarte ahí arriba bamboleándote un rato más —comunicó a Dedo Polvoriento mientras sus hombres lo sacaban de la red—. Pero, por alguna razón, Capricornio ha decidido encerraros en la cripta el resto de vuestra miserable vida.
Dedo Polvoriento se esforzó con toda su alma por ocultar su alivio. La muerte aún no estaba cerca.
—Seguro que a Capricornio le molesta tener oyentes cuando discute con vosotros sus sucios planes —comentó—. O quizá desea simplemente que subamos al cadalso por nuestro propio pie.
Una noche más en la red y Dedo Polvoriento ni siquiera habría sabido si tenía piernas. Le dolían tanto los huesos después de esa noche que, cuando Basta los condujo a la cripta, se movía como un anciano. Resa tropezó un par de veces en la escalera. Ella parecía sentirse peor, pero no se quejó, y cuando Basta la sujetó por el brazo después de resbalar en un escalón, se soltó y le dirigió una mirada tan gélida que el secuaz de Capricornio la dejó proseguir sola.
La cripta, situada debajo de la iglesia, era un lugar húmedo y frío, incluso cuando el sol, como ese día, derretía las tejas en los tejados. En las entrañas de la vieja iglesia olía a moho y a cagadas de ratón, y a otras cosas cuyo nombre Dedo Polvoriento prefería ignorar. Poco después de su llegada al pueblo abandonado, Capricornio había provisto de rejas las estrechas cámaras en cuyos sarcófagos de piedra dormían el sueño eterno sacerdotes olvidados.
—¿Hay algo más adecuado que obligar a los condenados a muerte a dormir encima de los sarcófagos? —había comentado entonces con una sonrisa. Tenía un sentido del humor muy peculiar.
Basta los empujó con impaciencia por los últimos peldaños. Tenía prisa por salir a la luz del día, alejarse de los muertos y de sus espíritus. Al colgar su linterna de un gancho y abrir la reja de la primera celda, su mano temblaba. Allí abajo no había luz eléctrica. Tampoco calefacción u otros adelantos de este mundo, sólo sarcófagos mudos y ratones que correteaban veloces por las desconchadas losas de piedra.
—¿Qué, no te apetece hacernos compañía? —preguntó Dedo Polvoriento cuando Basta los introdujo en la celda de un empellón. Tuvieron que encoger la cabeza. Casi no podían mantenerse erguidos bajo las viejas bóvedas—. Podríamos contarnos historias de fantasmas, he conocido algunas nuevas.
Basta gruñó como un perro.
—¡Para ti no necesitaremos sarcófago, dedo sucio! —exclamó mientras cerraba la reja.
—¡Cierto! Una urna quizás, un frasco de mermelada, pero seguro que sarcófago no. —Dedo Polvoriento se apartó un paso de la reja, quedando fuera del alcance de la navaja de Basta—. ¡Veo que llevas otro amuleto! —gritó. Basta ya casi había alcanzado la escalera—. ¿Otra pata de conejo? ¿No te he dicho que esos chismes atraen a las Damas Blancas? En nuestro viejo mundo se las podía ver, pero aquí esa ventaja práctica ha desaparecido. A pesar de todo siguen estando aquí, con sus cuchicheos y sus dedos helados.
Basta seguía en la escalera, los puños apretados, dándole la espalda. Dedo Polvoriento siempre se asombraba de lo fácil que resultaba aterrorizarlo con unas cuantas palabras.