Farid llevaba consigo la mochila de Dedo Polvoriento con todo lo necesario para provocar un fuego rápido y devorador. Lengua de Brujo transportaba la leña que habían reunido por si las llamas no hallaban suficiente alimento entre las piedras. Además, contaban con las provisiones de gasolina de Capricornio. Farid todavía conservaba su olor en la nariz desde la noche en que lo habían encerrado. Los bidones apenas se vigilaban, pero quizá no los necesitasen.
Era una noche sin viento: las llamas arderían sin prisa pero sin pausa. Farid recordaba muy bien la advertencia de Dedo Polvoriento: «Jamás prendas fuego si hay viento. El viento se meterá dentro y el fuego te olvidará, pues el soplo del aire, avivándolo, lo abatirá sobre ti y te morderá hasta consumir tu carne hasta los huesos».
Pero esa noche el viento dormía y el aire inmóvil llenaba las callejuelas igual que el agua caliente un cubo.
Confiaban en encontrar desierta la plaza situada ante la casa de Capricornio, pero cuando avanzaron, cautelosos, desde una de las callejas situadas enfrente, se toparon con media docena de sus secuaces plantados delante de la iglesia.
—¿Qué hacen éstos aquí? —susurró Farid mientras Lengua de Brujo lo arrastraba hasta la sombra protectora de una puerta—. Si la fiesta está a punto de empezar…
De casa de Capricornio salieron dos criadas, cada una con una pila de platos. Los transportaban a la iglesia, donde al parecer se celebraría el banquete después de la ejecución. Los hombres silbaron al pasar las criadas. Una de las mujeres estuvo a punto de dejar caer la vajilla cuando uno de ellos intentó levantarle la falda con el cañón de la escopeta. Era el mismo tipo que había reconocido a Lengua de Brujo la última noche que se habían acercado a escondidas hasta allí. Farid se llevó la mano a la frente, todavía sangrante, y profirió contra él las peores maldiciones que conocía. Le deseó que contrajera la peste bubónica, la sarna… ¿por qué tenía que estar precisamente allí? Aunque pasasen a su lado sin que los reconociera… ¿cómo iban a prender el fuego mientras los demás seguían patrullando por esa zona?
—¡Tranquilo! —le susurró Lengua de Brujo—. Ya se irán. Primero tenemos que averiguar si Meggie ha abandonado la casa.
Farid asintió y contempló la enorme vivienda situada al otro lado. Detrás de dos ventanas se veía luz, pero eso no significaba nada.
—Bajaré a escondidas hasta la plaza para comprobar si la niña se encuentra allí —le susurró a Lengua de Brujo.
A lo mejor habían sacado ya a Dedo Polvoriento de la iglesia, o tal vez lo hubiesen encerrado en la jaula que habían instalado y podía decirle en voz baja que habían traído a su mejor amigo, el fuego, para que lo salvara.
La noche inundaba de sombras numerosos rincones entre las casas, a pesar de aquellas enormes lámparas brillantes, y Farid se disponía a marcharse protegido por ellas cuando la puerta de la casa de Capricornio se abrió y salió la vieja con cara de buitre. Tiraba de la hija de Lengua de Brujo. Con aquel largo vestido blanco, casi no la reconoció. Tras ellas apareció en el umbral el hombre que les había disparado, empuñando la escopeta. Miró a su alrededor, luego sacó del bolsillo un manojo de llaves, cerró la puerta y con un ademán indicó a uno de los hombres apostados delante de la iglesia que se acercara. Sin duda le ordenó que vigilase la casa. Eso significaba que uno de los guardianes se quedaría allí mientras los demás acudían a la fiesta.
Farid notó cómo todos los músculos de Lengua de Brujo, que estaba a su lado, se tensaban… a punto de echar a correr hacia su hija, tan pálida como su vestido. Farid le agarró el brazo previniéndole, pero Lengua de Brujo parecía haberse olvidado de él. ¡Abandonar la protección de las sombras sería una imprudencia!
—¡No! —Farid, preocupado, tiró de él hacia atrás… en la medida de sus fuerzas, pues al fin y al cabo apenas le llegaba al hombro.
Por suerte los hombres de Capricornio no miraban en aquella dirección, sino que seguían con la vista a la vieja mientras cruzaba la plaza tan deprisa que la niña tropezó un par de veces con el bajo del vestido.
—¡Qué pálida está! —musitó Lengua de Brujo—. Cielos, ¿has visto qué miedo tiene? A lo mejor mira hacia aquí y podemos hacerle una seña…
—¡No! —Farid seguía sujetándolo con ambas manos—. Tenemos que prender el fuego. Eso es lo único que la ayudará. ¡Por favor, Lengua de Brujo, pueden verte!
—Deja ya de llamarme Lengua de Brujo. Me pone fuera de mí.
La vieja desapareció con Meggie entre las casas. Nariz Chata las seguía, embutido en un traje negro, caminando pesadamente como un oso, seguido por todos los demás. Desaparecieron riendo en el callejón, rebosantes de alegría anticipada por lo que la noche les deparaba: muerte adobada con terror… y la llegada de nuevas atrocidades al pueblo maldito.
Sólo seguía allí el centinela apostado ante la casa de Capricornio. Con expresión sombría siguió con la vista a los demás, dio una patada a una cajetilla de tabaco vacía y golpeó el muro con el puño. Él sería el único que se perdería la diversión. El centinela de la torre de la iglesia podía al menos presenciarla desde lejos, pero él…
Ellos habían contado con la presencia de un centinela montando guardia ante la casa. Farid había explicado a Lengua de Brujo cuál era la mejor manera de librarse de él, y Lengua de Brujo había asentido, ratificando que así lo harían. Cuando los pasos de los hombres de Capricornio se extinguieron y sólo llegaba a sus oídos el barullo procedente del aparcamiento, abandonaron las sombras y, fingiendo que salían en ese momento del callejón, caminaron codo con codo hacia el centinela. Éste los miró con desconfianza, se apartó del muro donde se apoyaba y descolgó la escopeta de su hombro. El arma les inquietó. Farid volvió a tocarse la frente sin querer, pero al menos el guardián no era uno de los hombres que podían reconocerlos, como el cojo, Basta, o cualquier otro de los perros sanguinarios de la guardia personal de Capricornio.
—¡Eh, échanos una mano! —le gritó Lengua de Brujo sin prestar atención a la escopeta—. Esos cretinos han olvidado el sillón de Capricornio. Tenemos que trasladarlo ahí abajo.
El centinela sostenía la escopeta delante del pecho.
—¿No me digas? Lo que faltaba. El peso de ese cachivache te parte el espinazo. ¿De dónde venís? —escudriñaba el rostro de Lengua de Brujo como si quisiera recordar si lo había visto antes. A Farid no le prestaba la menor atención—. ¿Sois del norte? He oído que por allí tenéis la diversión asegurada…
—Cierto, así es. —Lengua de Brujo se acercó tanto al centinela que éste retrocedió—. Y ahora acompáñanos, ya sabes que a Capricornio no le gusta esperar.
El centinela asintió malhumorado.
—Vale, vale, de acuerdo —rezongó mirando hacia la iglesia—. De todos modos es absurdo montar guardia. ¿Qué se creen? ¿Que el escupefuego va a deslizarse hasta aquí para robar el oro? Ese tipo siempre ha sido un cobarde, y hace mucho que habrá puesto pies en polvorosa…
Lengua de Brujo le golpeó en la cabeza con la culata de la escopeta mientras el guardián miraba hacia la iglesia, y a continuación lo arrastró detrás de la casa de Capricornio, donde las tinieblas eran negras como el carbón.
—¿Has oído lo que ha dicho? —Farid ataba al centinela inconsciente una cuerda alrededor de las piernas; de nudos sabía más que Lengua de Brujo—. ¡Dedo Polvoriento ha escapado! ¡Sólo podía referirse a él! Ha dicho que ha puesto pies en polvorosa.
—Sí, lo he oído. Y me alegro tanto como tú, pero mi hija aún sigue aquí.
Lengua de Brujo le puso la mochila en los brazos y acechó a su alrededor. La plaza seguía tan tranquila y abandonada como si no quedara ni un alma en el pueblo salvo ellos. El centinela del campanario no daba señales de vida. Seguro que aquella noche el campo de fútbol vivamente iluminado centraría toda su atención.
Farid sacó dos antorchas de la mochila de Dedo Polvoriento y la botella de alcohol de quemar. «¡Se les ha escapado! —pensaba—. ¡Se les ha escapado de entre las manos!» Estuvo a punto de soltar una carcajada.
Lengua de Brujo regresó corriendo a la vivienda de Capricornio, atisbó por las ventanas y al final rompió una. Para ello, se quitó la chaqueta y la apretó contra el vidrio con el fin de amortiguar el ruido de los cristales al quebrarse. De la plaza del aparcamiento subían carcajadas y música.
—¡Las cerillas! ¡No las encuentro! —Farid rebuscó entre las pertenencias de Dedo Polvoriento hasta que Lengua de Brujo le arrebató la mochila de las manos.
—¡Trae! —susurró—. Tú ve preparando las antorchas.
Farid obedeció. Empapó el algodón en el alcohol de olor acre con sumo cuidado. «Dedo Polvoriento volverá a buscar a
Gwin
—pensaba—, y entonces me llevará con él…» De uno de los callejones salían voces masculinas. Durante unos instantes atroces les pareció que se aproximaban, pero luego volvieron a apagarse, engullidas por la música procedente del aparcamiento que inundaba la noche como un olor hediondo.
Lengua de Brujo seguía buscando las cerillas.
—¡Qué asco! —maldijo entre dientes sacando la mano de la mochila.
Tenía excrementos de marta adheridos al pulgar. Se los limpió contra el muro más próximo, volvió a hundir la mano en la mochila y arrojó a Farid una caja de cerillas. Acto seguido sacó otra cosa más… el librito que Dedo Polvoriento guardaba en un bolsillo lateral que estaba cosido a la mochila. Farid lo había hojeado en numerosas ocasiones. Contenía dibujos pegados, dibujos recortados de hadas y brujas, de duendes, ninfas y árboles viejísimos… Lengua de Brujo los miró mientras Farid embebía la segunda antorcha. Luego contempló la fotografía introducida entre las páginas, la foto de la criada de Capricornio que esa noche pagaría con la muerte su ayuda a Dedo Polvoriento. ¿Se habría escapado ella también? Lengua de Brujo clavaba los ojos en la foto como si no hubiera nada más en el mundo.
—¿Qué pasa? —Farid acercó la cerilla a la antorcha goteante. La llama se inflamó, siseante y hambrienta. ¡Qué bonita era! Farid se chupó el dedo y lo deslizó a través de ella—. ¡Vamos, cógela! —Tendió la antorcha a Lengua de Brujo; era preferible que la tirara él por la ventana, a fin de cuentas era más alto.
Pero Lengua de Brujo continuaba mirando la foto, petrificado.
—Es la mujer que ayudó a Dedo Polvoriento —explicó Farid—. Y también la han apresado. Creo que está enamorado de ella. ¡Toma! —Alargó de nuevo la antorcha a Lengua de Brujo—. ¿A qué esperas?
Lengua de Brujo lo miró como si acabara de despertar de un profundo sueño.
—Vaya, vaya, conque enamorado, ¿eh? —murmuró mientras cogía la antorcha.
Luego se introdujo la foto en el bolsillo de la pechera de su camisa, echó otro vistazo a la plaza vacía y arrojó la antorcha al interior de la casa de Capricornio por el cristal roto.
—¡Aúpame! ¡Quiero ver cómo arde!
Lengua de Brujo le complació. La habitación parecía un despacho. Farid vio papel, un escritorio y un cuadro de Capricornio en la pared. Eso significaba que allí había alguien que sabía escribir. La antorcha cayó ardiendo entre las hojas escritas y comenzó a relamerse y a chasquear la lengua, crepitando de dicha por aquella mesa tan opípara. Después cobró fuerza, saltó de la mesa a las cortinas de la ventana y ascendió devorando con avidez la tela oscura. Todo el cuarto se tiñó de rojo y amarillo. Por los cristales rojos brotó humo que escoció los ojos de Farid.
—¡Tengo que irme!
Lengua de Brujo volvió a ponerlo bruscamente sobre sus pies. La música había enmudecido. De repente se hizo un silencio sepulcral. Lengua de Brujo echó a correr hacia el callejón que desembocaba en la plaza del aparcamiento.
Farid lo siguió con la mirada. Él tenía otro cometido. Aguardó a que las llamas salieran por la ventana y entonces empezó a gritar:
—¡Fuego! ¡Fuego en casa de Capricornio! —su voz resonaba en la plaza vacía.
Con el corazón desbocado corrió hasta la esquina de la enorme casa y miró al campanario de la iglesia. El guardián se había puesto en pie de un salto. Farid encendió la segunda antorcha y la tiró delante del portón de la iglesia. El aire empezó a oler a humo. El centinela se quedó petrificado, se volvió y al fin tocó la campana.
Farid se marchó corriendo en pos de Lengua de Brujo.
Y entonces dijo él:
—Pereceré, de eso no hay duda; ¡no existe otro camino para liberarme de esta angosta prisión!
Anónimo
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Alí Babá y los cuarenta ladrones
Elinor opinaba que estaba dando muestras de auténtica valentía. Bien es verdad que aún no sabía lo que se le avecinaba —caso de que su sobrina conociese más detalles, no se los había revelado—, pero no cabía la menor duda de que no era nada bueno.
Tampoco Teresa dio a los hombres que la sacaron de la cripta la alegría de contemplar sus lágrimas. De todos modos no podía maldecirlos o insultarlos. Su voz había desaparecido como una prenda inservible. Por suerte había conservado al menos las dos notas, unos objetos arrugados y sucios, demasiado pequeños para atesorar todas las palabras acumuladas a lo largo de nueve años, pero menos es nada. Las había llenado hasta los bordes con una letra diminuta, hasta que ya no cupo una sola palabra más. No quiso contar nada de sí misma o de las experiencias que había vivido y, cuando Elinor se lo pedía susurrando, rechazaba su pretensión con un gesto de impaciencia. No, lo que anhelaba era plantear preguntas, preguntas y más preguntas… sobre su hija y su marido. Y Elinor le contestaba al oído, en voz muy baja, para que Basta no se enterase de que las dos mujeres condenadas a morir con él se conocían desde que la más joven había aprendido a andar entre aquellas estanterías infinitas y por entonces abarrotadas.
Basta no se encontraba bien. Siempre que lo miraban veían sus manos aferradas a los barrotes de la verja, los nudillos blancos bajo la piel tostada por el sol. En una ocasión Elinor creyó oír sus sollozos, pero cuando los sacaron de las celdas tenía el rostro inexpresivo como el de un cadáver. En cuanto los encerraron en aquella jaula indescriptible se acurrucó en un rincón y se quedó inmóvil como una muñeca con la que ya no juega nadie.
La jaula olía a perros y a carne cruda, y de hecho parecía una perrera. Algunos de los hombres de Capricornio pasaban los cañones de sus escopetas por los barrotes de color grisáceo antes de sentarse en los bancos dispuestos para ellos. Basta, sobre todo, tuvo que sufrir tales mofas y escarnios que ni siquiera diez hombres los habrían soportado. El hecho de que no moviera ni un solo músculo denotaba su honda desesperación.