Lengua de Brujo recogió a toda prisa las antorchas y
Gwin
lanzó una tarascada a los dedos de Farid cuando éste la embutió con rudeza en la mochila.
—¿Adónde, Farid, adonde? —susurró Lengua de Brujo.
—¡Sígueme! —el muchacho se echó la mochila al hombro y lo arrastró hacia los carbonizados restos del muro.
Trepó por las piedras ennegrecidas, allí donde una vez hubo una ventana, saltó a la hierba agostada situada detrás del muro y se agachó. La plancha de metal que arrastró a un lado estaba deformada por el fuego y tapizada de canastillo de oro. Sus diminutas flores ocultaban la chapa. Farid había descubierto la plancha al saltar sobre ella durante las largas horas que había pasado allí con Dedo Polvoriento, con el silencioso y siempre huraño Dedo Polvoriento. Había saltado del muro a la hierba para ahuyentar el silencio y el aburrimiento, y al hacerlo, había descubierto la oquedad bajo la plancha. Le llamó la atención que debajo sonase a hueco. Quizás aquel agujero subterráneo fuese en sus orígenes un lugar para guardar las provisiones que se echan a perder con facilidad, pero al menos una vez ya había servido también de escondrijo.
Lengua de Brujo retrocedió asustado al rozar el esqueleto en la oscuridad. Parecía demasiado pequeño para pertenecer a un adulto; yacía en aquella reducida estancia subterránea, acurrucado como si se hubiera tumbado a dormir. A lo mejor no le inspiraba miedo a Farid por la calma que emanaba. Si allí abajo había un espíritu —y eso lo creía a machamartillo—, sería una figura triste y pálida de la que no había por qué asustarse.
Estaban muy apretados cuando Farid volvió a correr la plancha sobre el agujero. Lengua de Brujo era grande, casi demasiado para aquel reducto, pero su cercanía resultaba tranquilizadora aunque su corazón latía casi tan deprisa como el de Farid. Mientras permanecían acurrucados tan juntos, el chico sentía los latidos mientras ambos aguzaban los oídos.
Las voces se aproximaron, pero se escuchaban confusas, la tierra las amortiguaba como si procedieran de otro mundo. En una ocasión, un pie pisó la chapa, y Farid clavó los dedos en el brazo de Lengua de Brujo. No volvió a soltarlo hasta que se hizo el silencio sobre sus cabezas. Transcurrió una eternidad hasta que confiaron en el silencio, un tiempo tan interminable que Farid volvió un par de veces la cabeza creyendo que el esqueleto se movía.
Cuando Lengua de Brujo levantó con cautela la chapa y atisbo fuera, los visitantes habían desaparecido. Los grillos cantaban incansables, y desde el muro carbonizado levantó el vuelo un pájaro asustado.
Se lo habían llevado todo, sus mantas, el jersey de Farid en el que se había introducido por la noche como un caracol en su concha, incluso las vendas manchadas de sangre que Lengua de Brujo había ceñido alrededor de su frente la noche que estuvieron a punto de matarlos a tiros.
—¿Qué importa? —dijo Lengua de Brujo cuando se encontraron junto a su hoguera apagada—. Esta noche no necesitaremos nuestras mantas. —Y después, pasándole la mano a Farid por sus negros cabellos, añadió—: ¿Qué haría yo sin ti, maestro en sigilos, cazador de conejos, descubridor de escondrijos?
Farid se miró los dedos de sus pies descalzos y sonrió.
Y cuando ella expresó una dudosa esperanza de que Campanilla se alegrara de verla, nuevamente dijo él:
—¿Quién es Campanilla?
—¡Pero Peter! —dijo ella extrañada. Mas, aun después de habérselo explicado, él no la pudo recordar.
—Hay tantas como ella —dijo el niño—, que supongo que ya no existirá.
Y de fijo que tendría razón, ya que las hadas no viven mucho tiempo, pues como son tan pequeñitas un corto espacio de tiempo les parece largo.
James M. Barrie
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Peter Pan
Los hombres de Capricornio buscaban a Dedo Polvoriento en el lugar equivocado, pues no había salido del pueblo. Ni siquiera lo había intentado. Dedo Polvoriento se había guarecido en casa de Basta.
Estaba situada en un callejón, justo detrás del patio de Capricornio, rodeada de viviendas vacías donde sólo moraban gatos y ratas. A Basta no le gustaban los vecinos, ni la compañía ajena, salvo que se tratase de Capricornio. Dedo Polvoriento estaba convencido de que Basta habría dormido en el umbral de la puerta de Capricornio si éste se lo hubiera permitido, pero ninguno de sus hombres residía en la casa principal. Se limitaban a montar guardia. Comían en la iglesia y dormían en una de las numerosas casas vacías del pueblo, esa regla era inviolable. La mayoría se mudaban continuamente, pues en cuanto salían goteras, se trasladaban a otra. Sólo Basta residía en el mismo lugar desde su llegada al pueblo. Dedo Polvoriento sospechaba que había escogido aquella vivienda porque junto al umbral crecía hierba de san juan. Al fin y al cabo ninguna otra planta tenía tanta fama de mantener alejado el mal… prescindiendo, claro está, del que anidaba en el corazón de Basta.
Era una casa de piedra gris, como casi todas las del pueblo, con los postigos de las ventanas pintados de negro, que Basta mantenía casi siempre cerrados y en los que había trazado signos que en su opinión mantenían alejada la desgracia, igual que las flores amarillas de la hierba de san juan. A veces Dedo Polvoriento creía que el constante miedo de Basta al mal de ojo y a las desgracias repentinas se debía a que temía su propio carácter tenebroso y deducía de ello que el resto del mundo debía de ser de la misma condición.
Dedo Polvoriento podía considerarse afortunado por haber conseguido llegar hasta la casa de Basta. En cuanto salió a trompicones de la iglesia, cayó en medio de una pandilla de secuaces de Capricornio. Como es natural lo reconocieron en el acto. De eso se había encargado Basta para siempre jamás. Dedo Polvoriento aprovechó su desconcierto para desaparecer por una de las callejuelas. Por fortuna Dedo Polvoriento conocía todos los rincones del pueblo maldito. Primero intentó abrirse paso hasta el aparcamiento para alcanzar desde allí las colinas, pero de pronto recordó la casa vacía de Basta. Pasó a duras penas por los agujeros de los muros, atravesó sótanos arrastrándose y se agachó tras las barandillas de balcones nunca utilizados. Cuando se trataba de ocultarse, ni siquiera
Gwin
le aventajaba, y ahora le vino como anillo al dedo esa extraña curiosidad suya que le había impulsado siempre a investigar los rincones recoletos y olvidados de cualquier lugar.
Llegó a la casa de Basta sin aliento. Ésta era seguramente la única persona del pueblo de Capricornio que cerraba con llave la puerta, pero la cerradura no supuso el menor obstáculo. Dedo Polvoriento se escondió en el desván hasta que se apaciguaron los latidos de su corazón, aunque allí el entarimado de madera estaba tan podrido que temía que se rompiera a cada paso. En la cocina halló suficiente comida; el hambre le roía ya como un gusano las paredes del estómago. Ni él ni Resa habían probado bocado desde que los habían metido en las redes, de modo que llenarse la barriga con las provisiones de Basta constituyó un doble placer.
Cuando se hubo saciado, abrió una rendija en una de las contraventanas para oír si se aproximaban pasos, pero el único sonido que llegó a sus oídos fue un tintineo débil y casi inaudible. Reparó entonces en el hada que Meggie había traído con su lectura a ese mundo carente de hadas.
La encontró en el dormitorio de Basta. Allí no había más que una cama y una cómoda sobre la que se alineaban con pulcritud ladrillos cubiertos de hollín. Por el pueblo corría el rumor de que Basta, aunque le temía al fuego, se traía una piedra de cada una de las casas que Capricornio mandaba incendiar. No cabía duda de que la historia era cierta. Sobre uno de los ladrillos había un jarro de cristal del que salía una lucecita mate, casi tan tenue como la que desprenden las luciérnagas. El hada yacía en el fondo, enrollada como una mariposa que acaba de salir del capullo. Basta había colocado un plato sobre la boca de la jarra, pero aquella criatura frágil no parecía disponer de fuerzas suficientes para volar.
Cuando Dedo Polvoriento retiró el plato, el hada ni siquiera levantó la cabeza. Dedo Polvoriento introdujo la mano en la cárcel de cristal y sacó con cuidado al ser diminuto. Sus miembros eran tan delicados que tuvo miedo de partírselos con los dedos. Las hadas que él conocía tenían otro aspecto, eran más pequeñas pero más vigorosas, con la piel de color violeta y cuatro alas tornasoladas. Ésta tenía el mismo color que una persona muy pálida, y sus alas no se parecían a las de una libélula, sino más bien a las de una mariposa. Su comida favorita ¿sería la misma que la de las hadas que él conocía? Merecía la pena intentarlo, pues parecía a punto de morir.
Dedo Polvoriento cogió la almohada de la cama de Basta, la colocó sobre la lustrosa mesa de la cocina (todo en casa de Basta estaba limpio e inmaculado como su camisa) y acostó encima al hada. Acto seguido llenó un platito de leche y lo depositó sobre la mesa, junto a la almohada. El hada abrió inmediatamente los ojos… Así pues, en lo referente al olfato finísimo y a la preferencia por la leche, no parecían existir diferencias con las hadas que él conocía. Dedo Polvoriento hundió el dedo en la leche y dejó caer una gota sobre los labios del hada, que la lamió como un gatito hambriento. Fue dejando caer una gota tras otra en su boca hasta que se incorporó y agitó débilmente las alas. Su rostro había vuelto a adquirir cierto color, pero Dedo Polvoriento no entendió ni palabra de lo que dijo al fin con su tenue tintineo, a pesar de que dominaba tres de los lenguajes de las hadas.
—Qué lástima —musitó mientras ella abría las alas y aleteaba hasta el techo con cierta inseguridad—. Porque no puedo preguntarte si puedes hacerme invisible o tan pequeño que seas capaz de transportarme hasta el lugar de la fiesta de Capricornio.
El hada lo miró desde arriba, tintineó algo incomprensible para sus oídos y se sentó en el canto de un armario de cocina.
Dedo Polvoriento se acomodó en la única silla que había en la estancia y la miró.
—A pesar de todo —dijo—, reconforta volver a ver al fin a alguien como tú. Si en este mundo el fuego tuviera algo más de sentido del humor y de vez en cuando asomase entre los árboles la cabeza de un duende o de un hombre de cristal… bueno, entonces quizá lograría acostumbrarme al resto, al ruido, a las prisas, a las aglomeraciones, a la omnipresencia de las personas… y a las noches más claras…
Permaneció un buen rato en la cocina de su más encarnizado enemigo, contemplando el revoloteo del hada por la estancia para inspeccionarlo todo (las hadas son curiosas, y evidentemente ésta no era una excepción). Sorbía leche sin parar y tuvo que llenarle el platito por segunda vez. En un par de ocasiones se aproximaron pasos, pero siempre pasaron de largo. Era magnífico que Basta no tuviera amigos. Por la ventana entraba un aire sofocante que lo adormeció, y la estrecha franja de cielo sobre las casas aún permanecería clara durante muchas horas. Tiempo suficiente para meditar si debía acudir o no a la fiesta de Capricornio.
¿Por qué ir? Podía buscar el libro más tarde, en cualquier momento, cuando en el pueblo se hubiera calmado la agitación y las aguas hubieran vuelto a su cauce. ¿Y qué le ocurriría a Resa? Pues que se la llevaría la Sombra. Eso no tenía remedio. Nadie podía remediarlo, ni siquiera Lengua de Brujo, suponiendo que estuviera de verdad tan loco como para intentarlo. Pero no sabía nada de ella, y por su hija no había que preocuparse. Al fin y al cabo, se había convertido en el juguete favorito de Capricornio. Él no permitiría que la Sombra le hiciera el menor daño.
«No, no iré —pensó Dedo Polvoriento—, ¿para qué? No puedo ayudarlos. Me ocultaré aquí durante algún tiempo. Mañana Basta habrá dejado de existir, lo cual no es poco. A lo mejor entonces me marcho para siempre lejos de aquí…» No. Sabía de sobra que no lo haría. Al menos mientras el libro continuase allí.
El hada había volado hasta la ventana. Atisbó, curiosa, el callejón.
—Olvídalo. ¡Quédate aquí! —le aconsejó Dedo Polvoriento—. Ese mundo de ahí fuera no es para ti, te lo aseguro.
Ella le dirigió una mirada inquisitiva. Después plegó las alas, se arrodilló en el alféizar y allí se quedó, como si no fuera capaz de optar entre la habitación asfixiante y la desconocida libertad que se le ofrecía ahí fuera.
Esto era lo más terrible. Que el limo de la tumba articulara gritos y voces, que el polvo gesticulara y pecara, que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la vida.
Robert L. Stevenson
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El Dr. Jekyll y Mr. Hyde
Fenoglio escribía sin parar, pero las hojas que ocultaba bajo el colchón no aumentaban demasiado. Una y otra vez las sacaba, tachaba cosas, rompía una y añadía otra.
—No, no, no —le oía Meggie despotricar en voz baja—. ¡No es así, no!
—Dentro de unas horas anochecerá —comentó la niña preocupada—. ¿Qué ocurrirá si no terminas?
—¡Ya he terminado! —le espetó enfurecido—. Ya he terminado una docena de veces, pero no estoy satisfecho. — Bajó la voz hasta convertirla en un susurro antes de seguir hablando—. Surgen tantas preguntas: ¿Qué pasará si la Sombra se abalanza sobre ti, o sobre mí, o sobre los prisioneros después de haber matado a Capricornio? Y… ¿matar a Capricornio es la única solución? ¿Qué ocurrirá después con sus hombres? ¿Qué hago con ellos?
—¿Pues qué vas a hacer? ¡La Sombra tiene que matarlos a todos! —susurró Meggie a su vez—. ¿Cómo si no regresaremos a casa o salvaremos a mi madre?
A Fenoglio le disgustó la contestación.
—¡Cielos, qué despiadada eres! —musitó—. ¡Matarlos a todos! ¿No te has fijado en lo jóvenes que son algunos? —Sacudió la cabeza—. No, a fin de cuentas no soy un asesino múltiple, sino un escritor. Supongo que se me ocurrirá una solución menos cruenta.
Y volvió a empezar a escribir… y a tachar… y a reescribir, mientras en el exterior el sol se hundía cada vez más en el horizonte, hasta que sus rayos dotaron a las cumbres de las colinas de un nimbo dorado.
Cada vez que se acercaban pasos fuera, en el pasillo, Fenoglio escondía debajo de su colchón todo lo que había escrito, pero a nadie le interesaba lo que el anciano garabateaba con tanto afán en los folios, pues Basta estaba encerrado en la cripta.
Los centinelas que montaban guardia aburridos delante de su puerta recibieron frecuentes visitas aquella tarde. Es evidente que también los hombres de las demás bases de Capricornio habían acudido al pueblo para presenciar la ejecución. Meggie pegó la oreja a la puerta para intentar captar sus conversaciones: se reían mucho y sus voces sonaban excitadas. Todos se alegraban de lo que les esperaba. Ni uno solo parecía sentir compasión por Basta; al contrario, el hecho de que el antiguo favorito de Capricornio fuera a morir esa noche parecía aumentar el atractivo del espectáculo. También hablaban de ella, por supuesto. La llamaban la pequeña bruja, la aprendiz de maga, pero no todos parecían convencidos de sus poderes.