—Tenemos que dirigirnos al sur —dijo Dedo Polvoriento—, hacia la costa. Lo único que puede salvarnos es mezclarnos con la gente. Allí abajo las noches son claras y nadie cree en el diablo.
Farid caminaba al lado de Meggie. El chico escudriñaba con tanto esfuerzo la noche como si fuera capaz de traer la mañana con sus ojos o descubrir en medio de tanta negrura a las personas de las que hablaba Dedo Polvoriento. Pero en la oscuridad no se distinguía una sola luz salvo la maraña de estrellas que titilaban, frías y lejanas, en el cielo. Por un momento le parecieron a Meggie ojos delatores y creyó oír sus cuchicheos: «¡Pero míralos, Basta, van corriendo por ahí abajo! ¡Vamos, atrápalos de una vez!».
Siguieron avanzando a trompicones, muy juntos, para no perderse. Dedo Polvoriento había sacado a
Gwin
de la mochila y cogió a la marta por la cadena antes de hacerla andar. Al animal no parecía gustarle demasiado. Dedo Polvoriento tenía que caminar todo el rato tirando de ella para sacarla de entre la maleza, alejándola de todos los olores prometedores que permanecían ocultos al olfato humano. Entre bufidos y chillidos malhumorados, mordía la cadena y daba tirones.
—¡Maldita sea, voy a acabar tropezando y cayéndome encima de esa bestezuela! —rezongó Elinor—. ¿No podría tener más consideración con mis pies desollados? Os aseguro que en cuanto estemos entre personas elegiré la mejor habitación de hotel que pueda pagar y dejaré reposar mis pobres pies encima de un gran almohadón mullido.
—¿Aún te queda dinero? —preguntó Mo incrédulo—. A mí me lo quitaron todo en el acto.
—Oh, Basta también me arrebató el monedero —informó Elinor—, pero soy una mujer precavida. Mi tarjeta de crédito está a buen recaudo.
—¿Existe algún lugar seguro ante Basta? —Dedo Polvoriento tiró de
Gwin
obligándola a bajar del tronco de un árbol.
—Por supuesto que sí —respondió Elinor—. Ningún hombre tiene prisa por registrar a mujeres gordas y viejas. Eso constituye una ventaja. Algunos de mis libros más valiosos los he… —Se interrumpió bruscamente y carraspeó cuando su mirada cayó sobre Meggie, pero la niña simuló que no había oído esa última frase o al menos no había comprendido su significado.
—Pues tampoco estás tan gorda —comentó—. Y lo de vieja me parece una exageración —¡cuánto le dolían los pies!
—Muchas gracias, tesoro —repuso Elinor—. Creo que te compraré a tu padre para que me digas esas cosas tan amables tres veces al día. ¿Cuánto pides por ella, Mo?
—Tendré que pensármelo —respondió el aludido—. ¿Qué te parecerían tres tabletas de chocolate diarias?
Mientras mantenían esta charla, las voces apenas más altas que un murmullo, se abrían paso con esfuerzo a través de la piel espinosa de las colinas. Su charla carecía de importancia porque los cuchicheos sólo tenían una finalidad: mantener a raya el miedo y el cansancio, que lastraba los miembros de todos ellos. Poco a poco se fueron alejando, con la esperanza de que Dedo Polvoriento supiera adonde los conducía. Meggie se mantuvo todo el rato pegadita a su padre. Su espalda le ofrecía al menos protección contra las ramas espinosas que se enganchaban sin cesar en su ropa y arañaban su rostro, como animales malignos que acechan en la oscuridad con garras puntiagudas como agujas.
En cierto momento desembocaron en un sendero y lo siguieron. Lo bordeaban cartuchos vacíos, tirados por cazadores que habían traído la muerte a esos parajes silenciosos. Por la tierra pisada era más fácil caminar, a pesar de que Meggie, de puro cansancio, era casi incapaz de levantar los pies. Cuando tropezó por segunda vez, muerta de sueño, contra los talones de su padre, éste se la cargó a la espalda y la llevó como había hecho tantas veces en el pasado, cuando ella aún era incapaz de seguir el ritmo de sus largas zancadas. «Pulga» la llamaba entonces, «niña pluma» o «Campanilla», por el hada de
Peter Pan.
Aún le daba esos apelativos en algunas ocasiones.
Fatigada, Meggie apoyó la cara en sus hombros e intentó pensar en Peter Pan para ahuyentar de su mente las serpientes o los hombres con navajas. Pero esta vez su propia historia era demasiado poderosa para que la inventada la desplazase de su mente.
Farid llevaba un buen rato silencioso. La mayoría del tiempo caminaba a trancas y barrancas detrás de Dedo Polvoriento. Parecía haberse aficionado a
Gwin,
pues cada vez que la cadena de la marta se enredaba en algo, Farid acudía presuroso a liberarla, aunque el animal chillara y le lanzase mordiscos a los dedos. Una vez clavó los dientes tan profundamente en el pulgar del chico, que empezó a sangrar.
—¿Sigues creyendo que esto es un sueño? —le preguntó sarcástico Dedo Polvoriento mientras Farid se limpiaba la sangre.
El chico no contestó. Se limitaba a contemplar su pulgar herido. A continuación se lo chupó y escupió.
—¿Y qué es si no? —inquirió.
Dedo Polvoriento miró a Mo, pero éste parecía tan sumido en sus pensamientos que no reparó en su mirada.
—¿Qué te parecería otro cuento? —le preguntó Dedo Polvoriento.
Farid se echó a reír.
—Otro cuento. Eso me gusta. Siempre me han gustado los cuentos.
—¿Ah, sí? ¿Y qué opinas de éste?
—Demasiadas espinas, y la verdad es que poco a poco bien podría amanecer, pero con todo y con eso, aún no he tenido que trabajar. Algo es algo.
Meggie no pudo contener la risa.
Un pájaro pió a lo lejos.
Gwin
se detuvo y levantó el hocico venteando. La noche pertenece a los ladrones. Siempre les ha pertenecido. En casa, protegido por la luz y fuertes muros, uno lo olvida con facilidad. La noche protege a los cazadores, permitiéndoles acercarse con sigilo a su presa. Meggie recordó las palabras de uno de sus libros favoritos:…
porque las horas nocturnas son horas de poder para colmillo, garra y pata.
Apoyó la cara en el hombro de su padre. «Tal vez fuese preferible que volviera a caminar —pensó—. Ya lleva mucho rato cargando conmigo.» Pero después se adormiló sobre su espalda.
Me imaginé que en aquel sendero que ahora se veía tan apacible habrían retumbado los gritos; e incluso llegué a creer que los oía todavía.
Robert L. Stevenson
,
La isla del tesoro
Cuando su padre se detuvo, Meggie se despertó. Habían alcanzado casi la cresta de la colina. Aún estaba oscuro, pero la noche palidecía y a lo lejos levantaba ya su falda para el nacimiento de una nueva mañana.
—Tenemos que descansar, Dedo Polvoriento —oyó decir Meggie a su padre—. El chico se tambalea, los pies de Elinor seguro que precisan un poco de reposo, y si quieres saber mi opinión, este lugar es tan bueno como cualquier otro.
—¿Qué pies? —preguntó Elinor dejándose caer al suelo con un gemido—. ¿Te refieres a esos muñones doloridos situados al final de mis piernas?
—Exacto —contestó Mo mientras la ayudaba a levantarse—. Pero todavía hay que caminar unos metros más. Descansaremos ahí enfrente.
A unos cincuenta metros a su izquierda, en la cima de la colina, se veía entre los olivos una casa, suponiendo que mereciese ese nombre. Meggie se descolgó por la espalda de su padre antes de emprender la ascensión. Los muros parecían construidos a toda prisa, como si alguien se hubiese limitado a apilar las piedras unas encima de otras, el tejado se había desplomado y en el lugar donde debía de haber existido una puerta, ahora bostezaba un agujero negro.
Mo necesitó agacharse mucho para atravesarlo. Las ripias rotas del tejado cubrían el suelo; en un rincón se veía un saco vacío, fragmentos de cerámica, quizá de un plato o de una fuente, y unos huesos, pulcramente roídos.
Mo suspiró.
—No es un sitio muy confortable, Meggie —le dijo—, pero imagínate que te encuentras en el escondite de los niños perdidos o…
—… en el barril de Huckleberry Finn —Meggie miró a su alrededor—. Creo que, pese a todo, prefiero dormir fuera.
Elinor entró. El alojamiento tampoco a ella pareció gustarle demasiado.
Mo le dio un beso a su hija y se encaminó hacia la puerta.
—¡Creedme, aquí dentro estamos más seguros! —aseveró.
Meggie lo miró intranquila.
—¿Adónde vas? Tú también necesitas dormir.
—¡Qué va, no estoy cansado! —No obstante, la expresión de su rostro desmentía sus palabras—. Ahora, a dormir, ¿de acuerdo? —Y acto seguido desapareció en el exterior.
Elinor apartó las ripias rotas con los pies.
—Ven —le dijo despojándose de la chaqueta y extendiéndola sobre el suelo—. Vamos a intentar instalarnos bien cómodas juntas. Tu padre tiene razón, nos imaginaremos que estamos en otro lugar. ¿Por qué las aventuras resultan mucho más divertidas cuando las lees? —murmuró mientras se tumbaba en el suelo.
Meggie se tendió, vacilante, a su lado.
—Al menos no llueve —constató Elinor con una mirada al techo derrumbado—. Y tenemos las estrellas por encima de nosotros, aunque ya palidecen. A lo mejor debería mandar que me abrieran un par de agujeros en el tejado de mi casa. —Con un ademán impaciente indicó a Meggie que apoyara la cabeza en su brazo—. Para que no te entren arañas en los oídos mientras duermes —precisó cerrando los ojos—. Ay, Señor —la oyó murmurar Meggie—. Creo que tendré que comprar un par de pies nuevos. Éstos no tienen salvación —y dichas estas palabras, se durmió…
Meggie, sin embargo, yacía con los ojos muy abiertos y los oídos prestos. Oyó a su padre hablar en voz baja con Dedo Polvoriento. ¿De qué? No logró entenderlo. En una ocasión creyó oír el nombre de Basta. Farid también se había quedado fuera. Pero del chico no se oía ni chispa.
Elinor empezó a roncar al cabo de pocos minutos. Meggie, sin embargo, no lograba conciliar el sueño por más que lo intentaba, así que se levantó con absoluto sigilo y salió al exterior. Su padre permanecía despierto. Sentado con la espalda apoyada en un árbol, contemplaba cómo la mañana ahuyentaba a la noche por encima de las colinas circundantes. Dedo Polvoriento se había alejado unos metros. Cuando Meggie abandonó la choza, él levantó fugazmente la cabeza. ¿Pensaría en el fuego y en los duendes? Farid yacía a su lado, enroscado como un perro, y
Gwin
se acurrucaba a sus pies mordisqueando algo, Meggie apartó deprisa la vista.
El alba se apoderaba de las colinas, conquistando una cima tras otra. Meggie descubrió casas a lo lejos, diseminadas como juguetes por las laderas verdes. En algún lugar de allí detrás debía de estar el mar. La niña colocó la cabeza en el regazo de su padre y alzó los ojos hacia su rostro.
—Aquí ya no nos encontrarán, ¿verdad? —preguntó.
—No, seguro que no —respondió su padre, pero la expresión de su rostro denotaba mucha más preocupación que su voz—. ¿Por qué no duermes con Elinor?
—Ronca —murmuró Meggie.
Su padre sonrió. Acto seguido volvió a acechar con el ceño fruncido pendiente abajo, al lugar por donde, oculto por jaras, aulagas y hierba alta, discurría el camino que los había conducido hasta allí.
Tampoco Dedo Polvoriento quitaba ojo del sendero. La visión de los dos hombres vigilantes tranquilizó a Meggie y pronto se sumió en un sueño tan profundo como el de Farid… como si ante la casa en ruinas la tierra no estuviera cubierta de zarzas, sino de edredones de pluma. Cuando su padre la despertó sacudiéndola y le tapó la boca con la mano, lo juzgó una pesadilla.
Su padre se puso un dedo sobre los labios a modo de advertencia. Meggie oyó crujidos en la hierba y los gañidos de un perro. Mo la ayudó a levantarse y los condujo a ella y a Farid hacia la protectora oscuridad de la choza. Elinor continuaba roncando. La luz que la mañana en ciernes derramaba sobre su rostro la hacía parecer una chica joven, pero en cuanto Mo la despertó, el cansancio, las preocupaciones y el miedo se abatieron sobre ella.
Mo y Dedo Polvoriento se situaron junto a la abertura de la puerta con la espalda pegada al muro, uno a la izquierda, otro a la derecha. Unas voces masculinas rompían el silencio de la mañana. Meggie creyó oír el jadeo de los perros y deseó disolverse en el aire, en aquel aire inodoro e invisible. Farid estaba a su lado, con los ojos abiertos como platos. Meggie reparó por vez primera en que eran casi negros. Nunca había visto unos ojos tan negros, de pestañas largas como las de una chica.
Elinor, apoyada en la pared de enfrente, se mordía los labios de miedo. Dedo Polvoriento hizo una señal a Mo, y antes de que Meggie comprendiera lo que ambos se proponían, salieron al exterior. Los olivos tras los que se ocultaron tenían el tronco corto y sus ramas enmarañadas pendían hasta el suelo, como si el peso de las hojas los abrumara. Un niño habría podido ocultarse con facilidad detrás de ellas, pero ¿ofrecían también protección suficiente para dos adultos?
Meggie acechaba por la abertura de la puerta, ahogada casi por los latidos de su propio corazón. Fuera, el sol iba ascendiendo en el cielo. La luz del día penetraba en cada valle, bajo cada árbol y, de repente, Meggie deseó que llegara de nuevo la noche. Mo se había arrodillado para que no se divisara su cabeza por encima de la maraña de ramas. Dedo Polvoriento se apretaba contra el tronco encorvado y allí, muy cerca, a veinte pasos a lo sumo de ambos, vieron a Basta ascendiendo por la ladera entre los cardos y las hierbas que le llegaban a la altura de la rodilla.
—¡Ésos estarán ya abajo, en el valle! — oyó Meggie que decía una voz gruñona, y al instante siguiente Nariz Chata apareció junto a Basta. Traían consigo dos perros de mala catadura. Meggie vio cómo sus poderosas cabezas olfateaban la hierba.
—¿Con los dos niños y la gorda? —Basta meneó la cabeza y escudriñó en torno suyo.
Farid atisbo por delante de Meggie… y, al divisar a los dos hombres, retrocedió como si algo le hubiera mordido.
—¿Basta? —Los labios de Elinor dibujaron su nombre sin pronunciarlo.
Meggie asintió y Elinor palideció más aún si cabe.
—Maldita sea, Basta, ¿cuánto tiempo pretendes seguir pateando estos parajes? — La voz de Nariz Chata resonó muy lejos en el silencio de las colinas—. Dentro de poco se animarán las serpientes, y tengo hambre. Contaremos que se han despeñado con el coche hasta el valle. Si le damos un empujón más a ese trasto, nadie descubrirá la mentira. Seguro que las serpientes, acabarán con ellos de todos modos. Y si no, se perderán, se morirán de hambre, sufrirán una insolación, qué sé yo. Sea como fuere, no volveremos a verlos jamás.