Cuando Dedo Polvoriento dejó que la antorcha ardiendo lamiera sus brazos desnudos, reinaba un silencio sepulcral. Mientras se inclinaba y los espectadores aplaudían, Farid les presentaba una pequeña escudilla de plata, que era lo único que desentonaba un poco en aquel lugar. Farid no parecía muy distinto a los chicos que haraganeaban en la playa y se daban codazos cuando pasaba una chica. Su piel quizá fuese algo más oscura y su pelo más negro, pero seguro que al verlo nadie se habría figurado que procedía de un relato en el que las alfombras volaban, las montañas se abrían y una lámpara satisfacía los deseos. Ya no vestía su atuendo azul hasta los pies, sino pantalón y camiseta. Con ellos parecía mayor. Dedo Polvoriento debía de haberle comprado ambas prendas, al igual que las zapatillas, con las que caminaba cauteloso, como si sus pies aún no se hubieran acostumbrado a ellas. Al descubrir a Meggie entre la multitud, esbozó una tímida inclinación de cabeza y se alejó a buen paso.
Dedo Polvoriento escupió una última bola de fuego al aire, cuyo tamaño hizo retroceder incluso a los espectadores más valientes; después apartó las antorchas y cogió las pelotas. Las lanzaba a tal altura que los espectadores tenían que echar la cabeza hacia atrás para no perderlas de vista. Acto seguido las atrapaba y volvía a proyectarlas hacia arriba con la rodilla. Subían rodando por sus brazos como si fuesen arrastradas por hilos invisibles, luego aparecían detrás de su espalda como si hubieran salido de la nada. Esos pequeños objetos bailarines saltaban contra su frente, contra su barbilla, con tanta facilidad, tan ingrávidos… Todo habría parecido simple, liviano, tan sólo un bonito juego… de no haber sido por la expresión de Dedo Polvoriento. Permanecía serio tras las pelotas remolineantes, como si aquellas manos danzarinas, aquella habilidad, aquella despreocupada ligereza no tuvieran nada que ver con él. Meggie se preguntó si aún le dolerían los dedos. Parecían enrojecidos, pero quizá se debía solamente al resplandor del fuego.
Cuando Dedo Polvoriento se agachó para guardar sus pelotas en la mochila, los espectadores se dispersaron poco a poco, hasta que al final sólo quedaron Mo y Meggie. Farid, en cuclillas sobre el empedrado, contaba el dinero que había reunido. Parecía satisfecho… como si llevase toda la vida haciendo lo mismo.
—¿Aún sigues aquí? —preguntó Mo.
—¿Por qué no?
Dedo Polvoriento recogía sus pertenencias, las dos botellas que ya había utilizado en el jardín de Elinor, las antorchas consumidas, la escupidera, cuyo contenido derramó con despreocupación sobre los adoquines de la calle. Había comprado una bolsa nueva, la vieja debía de haberse quedado en el pueblo de Capricornio. Meggie se acercó despacio a la mochila, pero
Gwin
no estaba dentro.
—Esperaba que te hubieras marchado hace tiempo a cualquier lugar donde Basta no pudiese encontrarte.
Dedo Polvoriento se encogió de hombros.
—Primero he de reunir algo de dinero. Además, prefiero este clima, la gente se para más. También se muestran generosos, ¿verdad, Farid? ¿Qué tal ha ido hoy la recaudación?
El chico se sobresaltó cuando Dedo Polvoriento se giró hacia él. Había dejado a un lado la escudilla con el dinero y se disponía a meterse en la boca una cerilla encendida. La apagó con los dedos a toda prisa. Dedo Polvoriento reprimió una sonrisa.
—Está empeñado en aprender a jugar con el fuego. Le he enseñado a entrenarse con pequeñas antorchas, pero es muy impaciente y tiene siempre los labios llenos de ampollas.
Meggie miró con disimulo a Farid. Aunque simulaba no prestarles atención mientras empaquetaba de nuevo en la bolsa los objetos de Dedo Polvoriento, la niña estaba segura de que oía cada palabra que pronunciaban. Dos veces captó su mirada sombría, y a la segunda, él se volvió tan bruscamente que estuvo a punto de caérsele una de las botellas de Dedo Polvoriento.
—Eh, eh, cuidadito con eso, ¿vale?
—Supongo que no existe ninguna otra razón para que continúes aquí —dijo Mo cuando Dedo Polvoriento se volvió hacia él.
—¿Qué quieres decir? —Dedo Polvoriento esquivó su mirada—. Ah, eso. Crees que podría regresar otra vez, por el libro. Me sobrevaloras. Soy un cobarde.
—Tonterías —replicó Mo, malhumorado—. Elinor regresa a casa hoy —le informó.
—Me alegro por ella. —Dedo Polvoriento observó con gesto inexpresivo el rostro de su interlocutor—. ¿Y tú? ¿No la acompañas?
Mo contempló las casas circundantes y meneó la cabeza.
—Antes quiero visitar a alguien.
—¿Aquí? ¿A quién? —Dedo Polvoriento se puso una camisa de manga corta, una prenda grande, floreada, que desentonaba un poco con su rostro surcado de cicatrices.
—A alguien que tal vez posea un ejemplar. Ya sabes…
El rostro de Dedo Polvoriento permaneció hierático, pero sus dedos lo delataron. De repente le costaba introducir los botones de su camisa en los ojales.
—¡No puede ser! —exclamó con voz ronca—. Seguro que a Capricornio no se le pasó por alto ninguno.
Mo se encogió de hombros.
—Quizás. A pesar de todo, lo intentaré. El hombre al que me refiero no es un librero corriente o de viejo. Seguro que Capricornio ni siquiera conoce su existencia.
Dedo Polvoriento acechó a su alrededor. Alguien cerró los postigos de una de las casas cercanas, y al otro lado de la plaza unos niños jugaban entre las sillas de un restaurante hasta que el camarero los expulsó. Olía a comida caliente y a los juegos de Dedo Polvoriento con el fuego, y entre los edificios no se divisaba a ningún hombre vestido de negro, excepto el camarero que colocaba las sillas con cara de aburrimiento.
—¿Y quién es ese misterioso desconocido? — Dedo Polvoriento bajó la voz hasta que se convirtió en un susurro.
—El hombre que escribió
Corazón de tinta.
Vive no lejos de aquí.
Farid se acercó despacio a ellos con la escudilla de plata que contenía el dinero.
—Gwin
no regresa —le comunicó a Dedo Polvoriento—. Y no nos queda nada para atraerla. ¿Compro unos huevos?
—No, ya se las arreglará sola. —Dedo Polvoriento recorrió con el dedo una de sus cicatrices—. Guarda el dinero que hemos recaudado en la bolsa de cuero, ya sabes, la de mi mochila —le dijo a Farid.
Su voz sonaba impaciente. Si su padre le hubiera hablado en ese tono, Meggie le habría dirigido una mirada llena de reproches, pero a Farid no pareció importarle. Solícito, se alejó de un salto.
—Creía que todo había acabado, que no había posible vuelta atrás, que nunca… —Dedo Polvoriento se interrumpió y alzó los ojos hacia lo alto.
Un avión con luces parpadeantes cruzaba el cielo nocturno. También Farid levantó la vista. Había guardado el dinero y estaba esperando junto a la mochila. Algo peludo corrió, veloz, por la plaza hacia él, se aferró con las garras a las perneras de su pantalón y trepó hasta su hombro. Sonriendo, Farid se llevó la mano al bolsillo del pantalón y ofreció a
Gwin
un pedazo de pan.
—¿Qué ocurriría si de verdad quedase un libro? —Dedo Polvoriento se apartó sus largos cabellos de la frente—. ¿Me concederías una segunda oportunidad? ¿Intentarías devolverme a mi mundo leyendo en voz alta? ¿Una sola vez? — En su voz latía tal añoranza que Meggie se conmovió.
Sin embargo, la expresión de su padre era de rechazo.
—¡No puedes volver, al menos a ese libro! — exclamó—. Ya sé que no quieres oír ni una palabra al respecto, pero así es. Acéptalo de una vez. A lo mejor puedo ayudarte algún día. Se me ha ocurrido una idea; es bastante disparatada, pero… —Se interrumpió meneando la cabeza y le dio una patada a una caja de cerillas vacía que estaba tirada sobre los adoquines.
Meggie lo miró desconcertada. ¿De qué idea hablaba? ¿Era cierto o intentaba tan sólo consolar a Dedo Polvoriento? En caso afirmativo, no había logrado su propósito. Dedo Polvoriento lo contemplaba con la vieja hostilidad.
—Te acompañaré —anunció. Al acariciarse la cicatriz, sus dedos dejaron un rastro de tizne en su rostro—. Te acompañaré a visitar a ese hombre, y después, ya veremos.
Tras ellos resonaron unas ruidosas carcajadas. Dedo Polvoriento se volvió.
Gwin
intentaba trepar a la cabeza de Farid, y el chico reía complacido al notar las puntiagudas garras de la marta sobre su cuero cabelludo.
—¡
Él
no siente nostalgia! —murmuró Dedo Polvoriento—. Se lo he preguntado. ¡Ni un ápice! Todo esto —señaló con la mano en torno suyo— le gusta. Hasta el ruido y el hedor de los coches. Se alegra de estar aquí. A él, por lo visto, le has hecho un favor —la mirada que dirigió a Mo al pronunciar esas palabras estaba tan cargada de reproches que Meggie aferró instintivamente la mano de su padre.
Gwin
había saltado del hombro de Farid y olfateaba los adoquines con curiosidad. Uno de los niños que jugaba entre las mesas se agachó y contempló, incrédulo, los diminutos cuernos. Sin embargo, antes de que alargase la mano hacia el animal, Farid se interpuso de un salto, agarró a la marta y volvió a colocársela en el hombro.
—¿Y dónde vive ese…? —Dedo Polvoriento se interrumpió en mitad de la frase.
—A cosa de una hora de aquí.
Dedo Polvoriento guardó silencio. En el cielo se veía el brillo intermitente de las luces de otro avión.
—A veces, por la mañana temprano, cuando ibas a lavarte a la fuente —musitó—, revoloteaban por encima del agua esas hadas diminutas, apenas mayores que vuestras libélulas y de una tonalidad azulada como las violetas. Les gustaba revolotear por el pelo, a veces hasta te escupían en la cara. No se mostraban muy amables, pero por la noche relucían como luciérnagas. A veces capturaba una y la encerraba en un frasco. Si la soltabas antes de dormirte, tenías unos sueños maravillosos.
—Capricornio afirmó que los duendes y los gigantes existen —dijo Meggie en voz baja.
Dedo Polvoriento la contempló pensativo.
—Sí, es cierto —admitió—. Duendes, mujercitas de musgo, gentes de cristal… A Capricornio ninguno de esos seres le gustaba demasiado. Le habría encantado matarlos a todos. Mandaba darles caza, él cazaba todo lo que pudiera huir.
—Debe de ser un mundo peligroso. — Meggie intentaba imaginárselo, los gigantes, los duendes… y las hadas. Mo le había regalado un libro sobre hadas.
Dedo Polvoriento se encogió de hombros.
—Sí, es peligroso, ¿y qué? También es peligroso éste, ¿o no?
Le dio bruscamente la espalda a Meggie, se acercó a su mochila y se la echó al hombro. A continuación hizo una seña al chico. Farid recogió la bolsa con las pelotas y las antorchas y le siguió, diligente. Dedo Polvoriento se aproximó de nuevo a Mo.
—¡No te atrevas a hablarle de mí a ese hombre! —exclamó—. No quiero verlo. Esperaré en el coche. Sólo quiero saber si le queda algún ejemplar, ¿entendido? Porque el de Capricornio no lo conseguiré jamás.
Mo se encogió de hombros.
—Como gustes…
Dedo Polvoriento contempló sus dedos enrojecidos y se acarició la piel tensa.
—Tal vez me contase de qué manera termina la historia —murmuró.
Meggie lo miró incrédula.
—¿Es que no lo sabes?
Dedo Polvoriento sonrió. A Meggie su sonrisa seguía sin gustarle. Siempre le parecía falsa.
—¿Qué hay de especial en eso, princesa? —preguntó en voz baja—. ¿Acaso lo sabes tú?
La niña no supo qué contestar.
Dedo Polvoriento le guiñó un ojo y se dio la vuelta.
—¡Mañana temprano estaré en el hotel! —exclamó.
Luego, se alejó sin volverse ni una sola vez. Farid lo seguía con la pesada bolsa, feliz como un perro vagabundo que por fin ha encontrado un amo.
Aquella noche la luna colgó del cielo redonda y anaranjada como una fruta. Mo descorrió las cortinas antes de irse a la cama para contemplarla: un farolillo veneciano en medio de las estrellas blanquecinas.
Ninguno de los dos lograba conciliar el sueño. Mo había comprado unos libros de bolsillo, de aspecto ajado como si hubieran pasado por muchas manos. Meggie leyó el de los malvados que le había regalado Elinor. Le gustaba, pero en cierto momento los párpados se le cerraron de sueño. Se durmió enseguida, con Mo a su lado leyendo sin parar, mientras fuera la luna de color naranja colgaba de un cielo extraño.
Cuando se despertó sobresaltada de un sueño caótico, Mo seguía erguido en la cama, el libro abierto en la mano. La luna hacía mucho que había continuado su camino y por la ventana sólo se divisaba la oscuridad de la noche.
—¿Es que no puedes dormir? —le preguntó Meggie incorporándose.
—Ay, ese estúpido perro me mordió el brazo izquierdo y ya sabes que suelo dormir de ese lado. Además, me rondan demasiadas cosas por la cabeza.
—A mí también —Meggie cogió de la mesilla de noche el libro de poemas que le había regalado Elinor. Acarició sus tapas, pasó la mano por el lomo abombado y siguió con el índice las letras que figuraban en la cubierta.
—¿Sabes una cosa, Mo? —dijo vacilante—. Creo que a mí también me gustaría ser capaz de hacerlo.
—¿Qué?
Meggie acarició nuevamente las tapas del libro. Creyó oírlo susurrar. Muy bajito.
—Leer así —contestó—. Leer como tú. De forma que todo cobre vida.
Su padre la miró.
—¡Estás loca! —le dijo—. Todos nuestros disgustos proceden de ahí.
—Lo sé.
Mo cerró su libro, el dedo entre las páginas.
—¡Léeme algo, Mo! —rogó su hija en voz baja—. Por favor, sólo una vez —le ofreció el libro de poemas—. Elinor me lo ha regalado. Afirmó que con él poco podía pasar.
—¿De veras? ¿Eso dijo? — Su padre abrió el libro—. ¿Y si a pesar de todo ocurre? — inquirió mientras hojeaba las suaves páginas.
Meggie acercó su almohada hasta colocarla pegadita a la de su padre.
—¿Es verdad que se te ha ocurrido una idea para devolver a Dedo Polvoriento a su mundo leyendo en voz alta? ¿O le has mentido?
—¡Qué disparate! Ya sabes que las mentiras no se me dan bien.
—Cierto —Meggie sonrió—. ¿Y en qué consiste?
—Te lo diré cuando sepa si funciona.
Mo continuaba hojeando el libro de Elinor. Con el ceño fruncido leía una página, pasaba la hoja y proseguía.
—¡Por favor, Mo! —Meggie se le acercó mucho—. Sólo una poesía. Una muy cortita. Por favor. Para mí.
Su padre suspiró.
—¿Una sola?
Meggie asintió.
En el exterior el ruido del tráfico había enmudecido. El mundo estaba tan silencioso como si fuese una mariposa que se hubiera fabricado un capullo para salir de él a la mañana siguiente, rejuvenecido y nuevecito.