—¡Por favor, Mo, lee! —suplicó Meggie.
Su padre comenzó a alimentar el silencio con palabras. Las extraía de las páginas, como si hubieran estado esperando su voz… Palabras largas y cortas, de nariz puntiaguda y blandas, palabras que ronroneaban y zureaban. Palabras que bailaban por la habitación, dibujaban imágenes cristalinas multicolores y cosquilleaban la piel. Meggie seguía escuchándolas incluso cuando se adormiló, a pesar de que su padre había cerrado el libro hacía rato. Eran palabras que le explicaban el mundo, la cara oscura y la luminosa, y levantaban un muro contra las pesadillas. Esa noche no le asaltó ninguna.
A la mañana siguiente un pájaro aleteaba sobre la cama de Meggie, de un color rojo anaranjado semejante a la luz de la luna de la noche anterior. Ella intentó cogerlo, pero voló hacia la ventana, tras la que le esperaba el cielo azul. Se estrelló contra el cristal invisible, chocó una y otra vez con su cabecita contra él hasta que su padre abrió la ventana y lo dejó escapar volando.
—Bueno, ¿aún sigues deseando hacerlo? — le preguntó su padre después de que Meggie siguiera con la vista al pájaro hasta que se confundió con el azul.
—Era maravilloso —musitó la niña.
—Sí, ¿pero le gustará esto? —preguntó Mo—. ¿Y quién lo habrá sustituido en su lugar de procedencia?
Meggie se quedó sentada junto a la ventana mientras su padre bajaba a pagar la cuenta. Recordaba con absoluta nitidez la última poesía que le había leído la noche anterior. Cogió el libro de su mesilla de noche, vaciló un momento… y lo abrió.
Hay un lugar donde la acera termina
antes de que empiece la calle
y allí crece la hierba, mullida y blanca,
y abrasa el sol, rojo, púrpura y caliente
y allí duerme el pájaro de la luna tras un largo viaje
en el fresco viento mentolado.
Meggie susurró las palabras de Shel Silverstein mientras las leía, pero ningún pájaro lunar salió volando de la lámpara. Y seguro que el olor a menta fue imaginación suya.
No sabéis quién soy como no hayáis leído un libro titulado
Las aventuras de Tom Sawyer,
pero eso no importa. Ese libro lo hizo el señor Mark Twain, y en él dijo la verdad poco más o menos. Exageró algunas cosas; pero, en general, dijo la verdad. Eso no es nada. Jamás he conocido a nadie que no mintiera alguna vez.
Mark Twain
,
Las aventuras de Huckleberry Finn
Cuando salieron del hotel, Dedo Polvoriento aguardaba ya en el aparcamiento en compañía de Farid. Sobre las cercanas colinas se cernían nubes de lluvia; un viento bochornoso las impulsaba poco a poco hacia el mar. Todo parecía gris aquel día, incluso las casas enfoscadas de colores y los arbustos floridos al borde de la playa. Mo tomó la carretera de la costa de la que había hablado Elinor, construida por los romanos, y la siguió en dirección poniente.
Durante todo el viaje el mar quedó a su izquierda, agua hasta el horizonte, a veces oculta por las casas, otras por los árboles. Aquella mañana, sin embargo, no parecía ni la mitad de invitador que el día en que Meggie llegó de las montañas en compañía de Elinor y de Dedo Polvoriento. El gris del cielo se reflejaba apático en las olas y la espuma se encrespaba como agua de fregar sucia. Meggie se sorprendía cada vez más al dirigir la vista hacia la derecha, hacia las colinas entre las que se escondía el pueblo de Capricornio. En una ocasión creyó incluso percibir la torre pálida de la iglesia en un pliegue oscuro, y el corazón se le encogió a pesar de saber que era muy improbable que se tratase de la iglesia de Capricornio. Sus pies aún recordaban con precisión aquel camino interminable.
Mo conducía más deprisa de lo habitual, mucho más deprisa. Era evidente que ardía de impaciencia por llegar a su destino. Una hora después, se desviaron de la carretera de la costa para tomar una ruta estrecha y sinuosa que atravesaba un valle de casas grisáceas. Los invernaderos tapizaban las colinas, los cristales encalados en blanco orientados al sol, que ese día se ocultaba detrás de las nubes. Cuando la carretera ascendió, ambos lados recobraron el verdor. Los prados silvestres suplantaron a los muros y los olivos se encorvaban al borde de la carretera. Ésta se bifurcó un par de veces y Mo se vio obligado a consultar el mapa que había adquirido. Al fin vislumbraron el nombre que buscaban en un letrero de la carretera.
Se adentraron en un pueblecito, compuesto por una plaza, un par de docenas de casas y una iglesia muy parecida a la del pueblo de Capricornio. Cuando Meggie descendió del coche, divisó el mar allí abajo. Incluso desde lejos se percibía la cresta espumosa de las olas, tan agitadas estaban las aguas en ese día gris. Mo aparcó en la plaza, justo al lado del monumento a los muertos de dos guerras pasadas. Para ser un lugar tan pequeño, la lista de nombres era larga; a Meggie le pareció que contenía casi tantos como casas albergaba el pueblo.
—¡Tranquilo, deja el coche abierto, yo lo vigilaré! —exclamó Dedo Polvoriento cuando Mo se dispuso a cerrar el vehículo.
Tras echarse la mochila al hombro, cogió a la adormilada
Gwin
por la cadena y se sentó en los peldaños de acceso al monumento. Farid se sentó a su lado sin mediar palabra. Meggie, sin embargo, siguió a su padre.
—¡Recuerda que prometiste no hablar nada de mí! —le gritó Dedo Polvoriento cuando se alejaban.
—¡Sí, sí, de acuerdo! —respondió Mo.
Farid estaba jugando de nuevo con las cerillas, Meggie le pilló haciéndolo cuando giró la cabeza. Ya había aprendido a apagar en la boca el palito ardiendo, pero a pesar de todo Dedo Polvoriento le arrebató las cerillas y Farid se miró las manos vacías con aire desdichado.
Debido a la profesión de su padre Meggie había conocido a numerosas personas que amaban los libros, los vendían, los coleccionaban, los imprimían o, como su progenitor, los preservaban de la destrucción. Sin embargo nunca había conocido a nadie que escribiera las frases, que llenase las páginas. En algunos de sus libros preferidos desconocía el nombre de sus autores, y no digamos su aspecto. Ella solamente se había fijado en los personajes que salían a su encuentro desde las palabras, nunca en la persona que los había inventado. Mo tenía razón: a los escritores te los imaginas casi siempre muertos o muy, muy viejos. Sin embargo, el hombre que les abrió la puerta después de que Mo llamase dos veces al timbre no era ninguna de las dos cosas. Bueno, viejo sí que era, bastante, al menos a los ojos de Meggie, sesenta años como mínimo o tal vez más. Su cara estaba arrugada como la de una tortuga, pero su pelo era negro sin el menor matiz grisáceo (más tarde averiguaría que se lo teñía), y tampoco denotaba fragilidad. Al contrario, se plantó con tal decisión ante ellos en el umbral de la puerta que a Meggie se le paralizó la lengua en el acto.
A Mo por suerte no le sucedió lo mismo.
—¿Señor Fenoglio? —preguntó.
—¿Sí?
Su expresión de desagrado se incrementó. Sus arrugas denotaban rechazo. Pero a Mo no pareció impresionarle.
—Mortimer Folchart —se presentó—. Esta es mi hija Meggie. Me ha traído hasta aquí uno de sus libros.
Un niño pequeño apareció junto a Fenoglio en la puerta. Contaría unos cinco años. Una niña se deslizó al otro lado del dintel. La pequeña examinó con curiosidad primero a Mo y luego a Meggie.
—Pippo ha sacado el chocolate del pastel —la oyó susurrar Meggie mientras alzaba la vista hacia Mo, preocupada.
Cuando éste le guiñó un ojo, desapareció con una risita ahogada tras la espalda de Fenoglio, que seguía con cara de pocos amigos.
—¿Todo el chocolate? —gruñó—. Voy enseguida. Ve a decirle a Pippo que le costará un disgusto.
La niña asintió y salió corriendo; era obvio que le regocijaba ser la portadora de tan malas noticias. El chico aferraba la pierna de Fenoglio.
—Se trata de un libro muy concreto —prosiguió Mo—.
Corazón de tinta.
Usted lo escribió hace mucho tiempo y por desgracia ya es imposible adquirirlo.
Meggie se admiraba de que a su padre no se le quedasen las palabras pegadas a los labios con la sombría mirada que se posaba sobre él.
—Ah, ése. ¿Y bien? —Fenoglio se cruzó de brazos; la niña reapareció a su izquierda.
—Pippo se ha escondido —susurró.
—De nada le servirá —constató Fenoglio—. Siempre doy con él.
La niña volvió a salir disparada. Meggie oyó cómo dentro de la casa llamaba a gritos al ladrón de chocolate.
Fenoglio se dirigió de nuevo a Mo.
—¿Qué desea? Si pretende hacerme unas cuantas preguntas sesudas sobre el libro, olvídelo. No tengo tiempo para eso. Además, como usted mismo acaba de decir, lo escribí hace una eternidad.
—No, no tengo preguntas al respecto, salvo una. Me gustaría saber si posee algún ejemplar y puedo adquirirlo.
La hostilidad del viejo cedió.
—¡Vaya! El libro ha debido de embelesarle de veras. A pesar de que… —Su rostro volvió a ensombrecerse—. ¿No será usted uno de esos locos que coleccionan libros raros precisamente por su escasez, eh?
Mo no pudo evitar una sonrisa.
—¡No! —respondió—. Me encantaría leerlo. Eso es todo.
Fenoglio apoyó un brazo en el marco de la puerta y contempló la casa de enfrente, como si le preocupase que estuviera a punto de derrumbarse. El callejón en el que vivía era tan estrecho, que Mo habría podido abarcarlo estirando los brazos. Muchas de las casas habían sido construidas con piedras toscas de color gris arenoso, similares a las del pueblo de Capricornio, pero aquí había flores delante de las ventanas y en las escaleras, y muchos de los postigos parecían recién pintados. Delante de una de las viviendas se veía un cochecito de niño, y en otra una motocicleta. Por las ventanas abiertas salían voces al callejón. «En otro tiempo —pensó Meggie—, el pueblo de Capricornio debió de ser igual.»
Una anciana pasó a su lado y observó a los forasteros con desconfianza. Fenoglio la saludó con una inclinación de cabeza, murmuró una escueta frase y aguardó a que desapareciera tras la puerta verde de una casa.
—Corazón de tinta
—murmuró—. De eso hace mucho tiempo. Me extraña que usted pregunte precisamente por él.
La niña regresó. Tiró de la manga de Fenoglio y le cuchicheó algo al oído. La cara de tortuga de Fenoglio se deformó en una sonrisa. A Meggie le gustó más.
—Sí, ahí se esconde siempre, Paula —informó a la niña en voz baja—. A lo mejor puedes aconsejarle que pruebe a buscar un escondrijo mejor.
Paula salió corriendo por tercera vez, no sin antes dirigir a Meggie una intensa mirada de curiosidad.
—Bien, pasen ustedes —les rogó Fenoglio.
Les hizo una seña para que entraran. Los precedió por un pasillo estrecho y oscuro cojeando, pues el niño seguía colgado de su pierna como un monito. Luego abrió de un empujón la puerta de la cocina donde se veía un pastel en ruinas sobre la mesa. La costra marrón estaba agujereada como la encuadernación de un libro roído por la carcoma desde hacía años.
—¡Pippo! —Fenoglio gritó tan fuerte que hasta Meggie se sobresaltó a pesar de no sentirse culpable de nada—. Sé que me estás oyendo. Te lo advierto: por cada agujero de este pastel te haré un nudo en la nariz. ¿Entendido?
Meggie escuchó una risita. Parecía proceder del armario situado junto a la nevera. Fenoglio partió un pedazo del pastel agujereado.
—Paula, dale un trozo a esta niña —ordenó—, si no le molestan los agujeros, claro.
Paula salió de debajo de la mesa y miró interrogante a Meggie.
—No me molestan —respondió ésta.
Paula, con un cuchillo formidable, cortó un pedazo de pastel igual de formidable y se lo puso sobre el mantel.
—Pippo, saca un plato rosa —dijo Fenoglio, y por la puerta del armario asomó una mano con un plato en los dedos manchados de chocolate.
Meggie lo cogió presurosa antes de que se cayera al suelo, y colocó el trozo de pastel encima.
—¿Usted también? —preguntó Fenoglio a Mo.
—Preferiría el libro —respondió Mo, muy pálido.
Fenoglio se quitó de la pierna al pequeño y se sentó.
—Rico, búscate otro árbol —le aconsejó. Luego miró a Mo, pensativo—. No puedo dárselo —anunció—. No me queda ni un solo ejemplar. Los robaron. Los cedí para una exposición de libros infantiles antiguos ahí al lado, en Génova. Entre ellos figuraba una edición especial profusamente ilustrada, otro con una dedicatoria firmada por el ilustrador, los dos ejemplares pertenecientes a mis hijos con todas sus anotaciones garabateadas (yo les pedía siempre que subrayasen lo que más les gustaba), y finalmente mi ejemplar personal. Todos fueron robados dos días después de inaugurarse la exposición.
Mo se pasó la mano por la cara, como si de ese modo pudiera borrar la decepción.
—¡Robados! —exclamó—. Claro.
—¿Claro? —Fenoglio entornó los ojos y contempló a Mo lleno de curiosidad—. Eso tiene usted que explicármelo. No le dejaré abandonar esta casa antes de que me cuente por qué se interesa por ese libro concreto. Le azuzaré a los niños, y no es nada agradable.
Mo intentó esbozar una sonrisa, pero no lo consiguió del todo.
—El mío también me lo robaron —dijo al fin—. Y era otro ejemplar muy especial.
—Asombroso. —Fenoglio enarcó las cejas que se asemejaban a orugas velludas posadas encima de sus ojos—. Vamos, cuente, cuente.
Había desaparecido de su rostro cualquier asomo de hostilidad. La curiosidad había tomado las riendas, la pura curiosidad. Meggie descubrió en los ojos de Fenoglio la misma hambre insaciable de cuentos que la invadía a ella al contemplar cualquier libro nuevo.
—No hay mucho que referir. —Meggie notó en la voz de su padre que no tenía intención de revelar la verdad al anciano—. Soy restaurador de libros. Vivo de ellos. Encontré el suyo hace unos años en una librería de viejo. Pretendía encuadernarlo de nuevo para venderlo a continuación, pero me gustó tanto que me lo quedé. Ahora me lo han robado e intento comprar otro, pero en vano. Finalmente, una amiga que es una gran experta en conseguir libros raros me sugirió que lo intentase con el propio autor. Fue ella la que me proporcionó su dirección. Por ese motivo he viajado hasta aquí.
Fenoglio limpió de la mesa unas migas de pastel.
—Muy bien —comentó—. Pero la historia no acaba ahí.
—¿Qué quiere decir?
El viejo contempló el rostro de Mo hasta que éste giró la cabeza para atisbar por la estrecha ventana de la cocina.