A última hora de la tarde llegaron Pippo, Paula y Rico, y Meggie callejeó con ellos por el pueblo. Compraron en la tienda que Mo había visitado esa mañana, se sentaron juntos en un muro situado a las afueras del pueblo, observaron a las hormigas arrastrando agujas de pino piñonero y semillas de flores por las piedras rugosas, y contaron los barcos que surcaban el lejano mar.
Así transcurrió el segundo día. De vez en cuando, Meggie se preguntaba dónde se habría metido Dedo Polvoriento, si Farid seguiría a su lado, y qué sería de Elinor, si se extrañaría al ver que no llegaban.
No podía responder a ninguna de esas preguntas, y Meggie tampoco conseguía averiguar a qué se dedicaba Fenoglio tras la puerta de su despacho.
«Está mordiendo su lápiz —informó Paula una vez que consiguió esconderse debajo de su escritorio—. Muerde su lápiz y camina de un lado a otro.»
—Mo, ¿cuándo iremos a casa de Elinor? —preguntó Meggie la segunda noche, al darse cuenta de que su padre seguía sin conciliar el sueño; se sentó al borde de la cama de él, que chirriaba igual que la suya.
—Pronto —contestó—. Pero ahora sigue durmiendo.
—¿La echas de menos? —Meggie no supo por qué hizo esa pregunta tan inesperada. De repente afloró a sus labios y salió sin poderlo remediar.
Su padre tardó mucho en responder.
—A veces —contestó al fin—. Por la mañana, a mediodía, por la tarde, por la noche. Casi siempre.
Meggie notó cómo los celos hundían sus diminutas garras en su corazón. Conocía esa sensación; la asaltaba cada vez que Mo tenía una nueva novia. Pero ¿sentirse celosa de su propia madre?
—Háblame de ella —le rogó en voz baja—. Pero no se te ocurra contarme historias inventadas como solías hacer antes.
A veces ella había buscado una madre adecuada en sus libros, pero en sus obras favoritas apenas aparecía alguna: ¿Tom Sawyer? No tenía madre. ¿Huck Finn? Tampoco. ¿Peter Pan, los niños perdidos? No había ninguna madre a la vista. Jim Botón, huérfano de madre… y en los cuentos tan sólo hallaba madrastras malvadas, madres descastadas, celosas… la lista era interminable. Antes eso solía consolar a Meggie. Carecer de madre no parecía un fenómeno muy desacostumbrado, al menos en sus relatos preferidos.
—¿Qué puedo contarte? —Su padre miró por la ventana. Fuera volvían a pelearse los gatos. Sus gritos sonaban como los de los niños pequeños—. Tú te pareces a ella más que a mí, por fortuna. Ella se ríe como tú, y se muerde un mechón de pelo mientras lee, justo igual que tú. Es corta de vista, pero demasiado presumida para llevar gafas…
—Lo comprendo.
Meggie se sentó a su lado. El brazo ya casi no le dolía, el mordisco del perro de Basta casi se había curado. Sin embargo quedaría una cicatriz, clara como la que el cuchillo de Basta le había dejado nueve años atrás.
—¿Cómo que lo comprendes? A mí me gustan las gafas —repuso su padre.
—Pues a mí no. ¿Y qué más…?
—Le gustan las piedras planas redondeadas y pulidas que acarician la mano. Siempre lleva una o dos en el bolsillo. Además tiene la costumbre de colocarlas encima de sus libros, sobre todo de los de bolsillo, porque no le gusta que se levanten las tapas. Pero tú siempre cogías las piedras y las hacías rodar por el suelo de madera.
—Y se enfadaba.
—¡Qué va! Te hacía cosquillas en tu cuellecito regordete hasta que las soltabas —Mo se volvió hacia ella—. ¿De verdad que no la echas de menos, Meggie?
—No lo sé. Sólo cuando estoy furiosa contigo.
—O sea, más o menos una docena de veces al día.
—¡Qué tontería! —Meggie le dio un codazo en el costado.
Escucharon juntos los ruidos nocturnos. La ventana estaba entreabierta; en el exterior reinaba el silencio. Los gatos habían enmudecido, seguro que se dedicaban a lamerse sus heridas. Delante de la tienda solía sentarse uno con una oreja desgarrada. Por un instante, Meggie creyó oír el rumor lejano del mar, pero tal vez se tratase de la cercana autopista.
—¿Dónde crees que ha ido Dedo Polvoriento?
La oscuridad la envolvía como un paño suave. «Echaré de menos el calor —pensó—. Sí, en serio.»
—No lo sé —respondió su padre con voz ausente—. Confío en que muy lejos, pero no estoy seguro.
No, Meggie tampoco lo estaba.
—¿Crees que el chico sigue con él? —Farid, le gustaba su nombre.
—Supongo que sí. Lo seguía como un perro.
—Porque le quiere. ¿Crees que Dedo Polvoriento le querrá también?
Su padre se encogió de hombros.
—No sé qué o a quién quiere Dedo Polvoriento.
Meggie reclinó la cabeza contra su pecho, como acostumbraba hacer en casa cuando él le contaba un cuento.
—Sigue deseando poseer el libro, ¿verdad? —le dijo en susurros—. Basta lo cortará en lonchas con su navaja como lo pille. Seguro que hace mucho tiempo que tiene una navaja nueva.
Fuera, alguien caminaba por la estrecha callejuela. Una puerta se abrió y se cerró de golpe. Se oyeron los ladridos de un perro.
—Si tú no existieras —dijo Mo—, yo también volvería.
—Te han informado mal —le dijo Buttercup—. No hay ninguna aldea en varios kilómetros a la redonda.
—Entonces nadie os oirá gritar —replicó el siciliano, y le saltó encima con pasmosa agilidad.
William Goldman
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La princesa prometida
A la mañana siguiente, a eso de las diez, Elinor telefoneó a Fenoglio. Meggie estaba arriba, con Mo, observando cómo libraba a un libro de su encuadernación enmohecida con exquisito cuidado, igual que si estuviese liberando de una trampa a un animal herido.
—¡Mortimer! —gritó Fenoglio desde la escalera—. Tengo al teléfono a una mujer histérica gritándome al oído cosas incomprensibles. Afirma ser amiga tuya.
Mo dejó a un lado el libro desnudo y bajó. Fenoglio le tendió el auricular con expresión sombría. La voz de Elinor escupía furia y desesperación en el tranquilo despacho. A Mo le costó trabajo formarse una idea clara de lo que ella gritaba, rabiosa, en su oído.
—¿Cómo sabía él…? Ah, sí, claro… —le oía decir Meggie—. ¿Quemados? ¿Todos? —Se pasó la mano por la cara y miró a su hija, pero ésta tuvo la sensación de que sus ojos la traspasaban—. Está bien —murmuró—. Sí, seguro, a pesar de que me temo que aquí tampoco te creerán una palabra. Y en cuanto a lo sucedido a tus libros, la policía de aquí no tiene competencias… Sí, de acuerdo. Por supuesto… iré a recogerte. Claro…
A continuación, colgó.
Fenoglio no podía disimular su curiosidad. Venteaba una nueva historia.
—¿Qué ha pasado? —preguntó con impaciencia mientras Mo permanecía hierático, con la vista clavada en el teléfono.
Era sábado. Rico colgaba como un monito de la espalda de Fenoglio, pero los otros dos niños aún no habían hecho acto de presencia.
—Mortimer, ¿qué te ocurre? ¿Es que no vas a contarnos nada? ¡Mira a tu padre, Meggie! Se ha quedado petrificado.
—Era Elinor —dijo Mo—. La tía de la madre de Meggie. Ya te he hablado de ella. Los hombres de Capricornio han irrumpido en su casa. Han sacado los libros de sus estantes, los han diseminado por toda la casa y los han utilizado como felpudos. Y los de su biblioteca… —vaciló un momento antes de continuar—, los más valiosos, los han amontonado y los han quemado en el jardín. Lo único que ha encontrado Elinor en su biblioteca ha sido un gallo muerto.
Fenoglio descolgó a su nieto de su espalda.
—¡Rico, ve a ver a los gatitos! —le ordenó—. Esto no es para tus oídos. —Rico protestó, pero su abuelo lo empujó sin miramientos fuera de la habitación y cerró la puerta tras él—. ¿Por qué estás tan seguro de que Capricornio está detrás de todo esto? —preguntó volviéndose de nuevo hacia Mo.
—¿Quién si no? Además el gallo rojo, por lo que acierto a recordar, es su distintivo. ¿Has olvidado tu propia narración?
Fenoglio calló agobiado.
—No lo recuerdo —murmuró.
—Y Elinor, ¿cómo está? —Meggie aguardaba con el corazón desbocado la respuesta de su padre.
—Por suerte aún no había llegado a casa, se tomó tiempo para regresar. Gracias a Dios. Pero puedes figurarte cómo se siente. Sus libros más hermosos, Dios mío…
Fenoglio recogía de la alfombra unos soldados de juguete con dedos torpes.
—Sí, a Capricornio le encanta el fuego —dijo con voz ronca—. Si de verdad ha sido él, ya puede alegrarse vuestra amiga de que no la quemara también a ella.
—Se lo diré. —Mo cogió una caja de cerillas depositada sobre el escritorio de Fenoglio, la abrió y volvió a cerrarla muy despacio.
—¿Y qué ha ocurrido con mis libros? —preguntó Meggie temerosa—. Mi caja… La escondí debajo de la cama.
Mo volvió a depositar las cerillas sobre el escritorio.
—Ésa es la única buena noticia —informó—. A tu caja no le ha pasado nada. Continúa debajo de la cama. Elinor lo ha comprobado.
Meggie soltó un suspiro de alivio. ¿Habría incendiado Basta los libros? No, el fuego le daba miedo. Meggie recordaba perfectamente cómo Dedo Polvoriento le había tomado el pelo con eso. Pero en resumidas cuentas daba igual cuál de los chaquetas negras hubiese sido el autor. Los tesoros de Elinor se habían volatilizado, y ni siquiera Mo sería capaz de devolvérselos.
—Elinor viene hacia aquí en avión, tengo que ir a recogerla —informó su padre—. Se le ha metido en la cabeza azuzar a la policía contra Capricornio. Le he comentado que, en mi opinión, no existe la menor probabilidad de éxito. Aunque pudiera demostrar que fueron sus hombres los que irrumpieron en su casa, ¿cómo piensa probar que la orden la dio él? Pero, en fin, ya conoces a Elinor.
Meggie asintió con expresión sombría. Sí, conocía a Elinor… y la comprendía a la perfección.
Fenoglio se echó a reír.
—¡La policía! ¡A Capricornio no le asusta la policía! —exclamó—. El dicta sus propias normas, sus propias leyes…
—¡Cállate de una vez! ¡Esto no es uno de esos libros que escribes! —le interrumpió Mo con tono desabrido—. Te parecerá muy divertido inventarte un personaje como Capricornio, pero, créeme, no tiene la menor gracia encontrártelo. Me voy al aeropuerto, dejo aquí a Meggie. Cuida bien de ella.
Antes de que a su hija le diese tiempo a protestar, salió por la puerta. Meggie corrió tras él, pero Paula y Pippo venían por la calle hacia ella. La sujetaron y la arrastraron con ellos. Querían jugar al sacamantecas, a la bruja, al monstruo de seis brazos… personajes de las historias de su abuelo que poblaban su mundo y sus juegos. Cuando Meggie consiguió por fin sacudirse sus manitas, hacía rato que su padre se había ido. El sitio que ocupaba el coche alquilado estaba vacío y Meggie se encontró en la plaza, sola con el monumento a los muertos y unos cuantos viejos que contemplaban el mar con las manos hundidas en los bolsillos de los pantalones.
Indecisa se acercó lentamente a los escalones del monumento y se sentó. No le apetecía perseguir por la casa a los nietos de Fenoglio o jugar con ellos al escondite. Prefería esperar sentada el regreso de Mo. El viento cálido que había soplado por el pueblo la noche anterior, dejando un rastro de fina arena sobre los alféizares de las ventanas, había seguido su camino. El ambiente era más fresco que en días pasados. Sobre el mar, el cielo aún estaba claro, pero desde las colinas se acercaban unos nubarrones grises, y cada vez que el sol desaparecía tras ellos sobre los tejados del lugar se proyectaba una sombra que hacía estremecer a Meggie.
Un gato se deslizó hacia ella, con las patas rígidas y el rabo muy tieso. Era un animalito gris, pequeño y flaco, lleno de garrapatas y con unas costillas que se dibujaban como estrías bajo el fino pelaje. Meggie lo atrajo en voz baja hasta que introdujo la cabeza bajo su brazo y ronroneó pidiéndole caricias. Parecía un gato sin dueño; no llevaba collar, ni mostraba un solo gramo de grasa que proclamara la existencia de algún propietario cuidadoso. Meggie le rascó las orejas, la barbilla, el lomo, mientras miraba la calle, que descendía por el pueblo y desaparecía detrás de las casas tras describir una curva cerrada.
¿Qué distancia habría hasta el aeropuerto más cercano? Meggie apoyó su rostro en las manos. En el cielo se iban acumulando nubes cada vez más amenazadoras, que se acercaban poco a poco, densas y preñadas de lluvia.
El gato frotaba el lomo contra su rodilla, y mientras los dedos de Meggie acariciaban su piel sucia, una nueva pregunta acudió de pronto a su mente. ¿Qué pasaría si Dedo Polvoriento no se había limitado a informar a Capricornio del emplazamiento de la casa de Elinor? ¿Y si también le había contado dónde estaba la suya y de Mo? ¿Hallarían otro montón de ceniza en el patio? No quería ni pensarlo. «¡Él no lo sabe! —murmuraba—. No sabe una palabra. Dedo Polvoriento no se lo ha contado.» Musitaba estas frases sin parar, a modo de conjuro.
En cierto momento notó una gota de lluvia en la mano, luego otra. Alzó la vista hacia el cielo. Ya no se distinguía ni una manchita azul. ¡Qué deprisa cambiaba el tiempo a orillas del mar! «Bueno, pues esperaré en la casa», se dijo. A lo mejor quedaba un poco de leche para el gato. El pobre animalito apenas pesaba más que un pañuelo seco. Meggie tuvo miedo de romperle algún hueso al cogerlo.
La casa estaba oscura como una cueva. Mo había cerrado los postigos esa mañana para que el sol no calentara el ambiente. Cuando penetró en el fresco dormitorio mojada por la lluvia fina y pulverulenta, Meggie tiritaba. Depositó al gato sobre la cama deshecha, se puso el jersey de su padre, que le quedaba demasiado grande, y corrió a la cocina. La bolsa de leche estaba casi vacía, pero mezclada con un poco de agua caliente alcanzó justo para un platito.
Meggie le puso la leche junto a la cama y el gato se acercó tan deprisa que casi tropezó con sus propias patas. Fuera, la lluvia arreciaba. La niña oía las gotas estrellándose contra los adoquines. Se aproximó a la ventana y abrió los postigos. La franja de cielo entre los tejados estaba tan oscura como si el sol estuviera a punto de ponerse. Meggie caminó despacio hasta el lecho de su padre y se sentó encima. El gato seguía lamiendo el platito, pasaba la lengua con avidez por el esmalte con dibujo de flores para no perder ni una gota de aquel manjar. Meggie oyó pasos fuera, en el callejón, y a continuación unos golpes en la puerta. ¿Quién sería? Era imposible que Mo hubiera regresado. ¿Se habría olvidado algo? El gato había desaparecido; seguro que se había escondido debajo de la cama.