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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (36 page)

—Sí —contestó—. La suerte nos sonríe.

El día de su llegada, el coche de Capricornio estaba en el aparcamiento, pero por la tarde dos de sus chicos habían empezado a abrillantar la pintura plateada hasta que se reflejaron en ella, y poco antes de oscurecer se había marchado en él. Capricornio solía ordenar que lo llevaran de paseo en coche a los pueblos costeros, o a una de sus bases, como solía llamarlas a pesar de que muchas veces eran míseras chozas en medio del bosque con uno o dos hombres aburridos. Capricornio, al igual que Dedo Polvoriento, no sabía conducir un vehículo, pero algunos de sus hombres dominaban ese arte, aunque casi ninguno poseía carné de conducir, pues para eso era preciso saber leer.

—Sí, esta noche volveré a deslizarme a hurtadillas hasta allí —anunció Dedo Polvoriento—. No permanecerá fuera mucho tiempo y seguro que Basta también regresará pronto.

A su llegada el coche de Basta no estaba en el aparcamiento. ¿Continuarían él y Nariz Chata amarrados en las ruinas?

—¡Bien! ¿Cuándo nos ponemos en marcha? —A juzgar por el tono, Farid ardía de impaciencia por salir a la carrera—. ¿En cuanto se ponga el sol? Entonces se reunirán todos en la iglesia para cenar.

Dedo Polvoriento espantó una mosca de sus prismáticos.

—Iré solo. Tú te quedarás aquí a cuidar de nuestras pertenencias.

—¡No!

—Sí. Porque será peligroso. Quiero visitar a alguien, y para eso tendré que introducirme a escondidas en el patio situado detrás de la casa de Capricornio.

El chico lo miró asombrado. Sus ojos negros a veces daban la impresión de haber presenciado demasiadas cosas.

—¿Qué, te asombra, verdad? —Dedo Polvoriento reprimió una sonrisa—. ¿A que no te figurabas que tengo amigos en casa de Capricornio?

El chico se encogió de hombros y contempló el pueblo. Un vehículo penetró en el aparcamiento, un camión polvoriento.

Sobre la plataforma abierta se veían dos cabras.

—¡Algún campesino se ha desprendido de sus cabras! —murmuró Dedo Polvoriento—. Muy inteligente por su parte entregarlas, pues de lo contrario esta noche a más tardar se habría encontrado una nota pegada en la puerta de su establo.

Farid lo miró inquisitivo.

—«Mañana cantará el gallo rojo», diría la nota.

Es la única frase que los hombres de Capricornio saben escribir. En ocasiones se limitan a colgar un gallo muerto encima de la puerta. Eso lo entiende todo el mundo.

—¿Un gallo rojo? —El chico sacudió la cabeza—. ¿Es una maldición o algo por el estilo?

—¡No! ¡Demonios, vuelves a parecerte a Basta! —Dedo Polvoriento se rió en voz baja.

Los hombres de Capricornio descendieron del vehículo. El más bajo de ellos transportaba dos bolsas de plástico repletas, el otro tiró de las cabras obligándolas a descender de la plataforma.

—El gallo rojo es el símbolo del fuego con el que incendian sus establos o sus olivos. A veces el gallo también canta debajo del tejado o, si alguien se ha mostrado demasiado obstinado, en la habitación de los niños. Casi todo el mundo posee algo por lo que, en el fondo de su corazón, siente gran apego.

Los hombres arrastraron a las cabras hasta el pueblo. Uno de ellos era Cockerell. Dedo Polvoriento lo reconoció por su cojera. Siempre se había preguntado si Capricornio estaba al corriente de esos pequeños negocios o si sus hombres trabajaban también de vez en cuando en su propio beneficio.

Farid atrapó un saltamontes y lo observaba en el hueco de la mano entreabriendo los dedos.

—A pesar de todo iré —insistió.

—De eso, nada.

—¡No tengo miedo!

—Peor aún.

Después de la fuga de sus prisioneros, Capricornio había mandado instalar proyectores delante de la iglesia, en el tejado de su casa y en el aparcamiento. Eso no facilitaba precisamente el anonimato. La primera noche Dedo Polvoriento se había deslizado por el pueblo tras haber ennegrecido con hollín su cara surcada por las cicatrices, pues sus facciones eran muy fáciles de reconocer.

Capricornio había reforzado asimismo los centinelas que montaban guardia, seguramente debido a los tesoros proporcionados por Lengua de Brujo. Como es natural, habían desaparecido hacía mucho en los sótanos de su casa, a buen recaudo en las pesadas cajas de caudales que Capricornio había mandado instalar allí abajo. No le gustaba gastar su oro. Lo atesoraba como los dragones de los cuentos. A veces se adornaba los dedos con un anillo o colgaba un collar del cuello de la criada que le gustase en ese momento. O enviaba a Basta a comprarle una nueva escopeta de caza.

—¿A quién quieres ver?

—Eso a ti no te importa.

El chico soltó al saltamontes. El insecto se alejó saltando apresuradamente sobre sus desgarbadas patas de color verde oliva.

—Es una mujer —le informó Dedo Polvoriento—. Una de las criadas de Capricornio. Ya me ha ayudado en un par de ocasiones.

—¿Es la de la foto de la mochila?

Dedo Polvoriento bajó los prismáticos.

—¿Y tú cómo sabes lo que contiene mi mochila?

El chico se encogió de hombros, como alguien que está acostumbrado a recibir palos por cada palabra inoportuna.

—Buscaba las cerillas.

—Si vuelvo a pillarte hurgando en mi mochila, le diré a
Gwin
que te arranque los dedos de un mordisco.

El chico sonrió.

—Gwin
nunca me muerde.

Tenía razón. La marta sentía pasión por él.

—¿Y dónde se ha metido ese animal veleidoso? —Dedo Polvoriento atisbo entre las ramas—. Llevo sin verlo desde ayer.

—Creo que ha descubierto una hembra —Farid hurgaba con una rama entre las hojas secas.

Abundaban por debajo de los árboles y de noche delatarían a cualquiera que intentase acercarse furtivamente a su campamento.

—Si esta noche no me llevas contigo —dijo el chico sin mirar a Dedo Polvoriento—, te seguiré a escondidas.

—Como se te ocurra hacerlo, te zurraré la badana.

Farid agachó la cabeza y se miró los dedos de sus pies desnudos con rostro inexpresivo. Después contempló los restos de los muros tras los que habían instalado su campamento.

—Y ahora ¡no me vengas otra vez con lo del espíritu de la anciana! —exclamó Dedo Polvoriento malhumorado—. ¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? El peligro reside ahí enfrente, en esas casas. Si tienes miedo a la oscuridad, enciende una hoguera en la hondonada.

—Los espíritus no le temen al fuego —la voz del chico apenas era un susurro.

Dedo Polvoriento descendió de su atalaya suspirando. La verdad es que el chico era casi tan supersticioso como Basta. No temía las maldiciones, ni a las escaleras ni a los gatos negros, pero veía espíritus por doquier, y no sólo el de la anciana, que dormía enterrada en alguna zona de aquella dura tierra. No, Farid veía además otros espíritus, un tropel de ellos: criaturas malvadas, casi todopoderosas, que arrancaban el corazón del pecho a pobres chicos mortales para comérselo. Sencillamente se negaba a creer a Dedo Polvoriento cuando afirmaba que no habían llegado con él, que los había dejado atrás, en un libro, junto con los bandidos que le habían golpeado y pateado. Si se quedaba allí, solo, esa noche, seguramente se moriría de miedo.

—Bien, entonces acompáñame —accedió Dedo Polvoriento—. Pero no se te ocurra rechistar, ¿entendido? Porque esos de ahí abajo no son espíritus, sino hombres de carne y hueso armados con navajas y escopetas.

Farid, agradecido, lo rodeó con sus escuálidos brazos.

—¡Vale, vale, ya está bien! —rezongó Dedo Polvoriento con aspereza mientras lo apartaba—. Vamos, enséñame si has aprendido a sostenerte sobre una mano.

El chico obedeció en el acto. Con la cara muy colorada se balanceó primero sobre el brazo derecho, luego sobre el izquierdo, estirando sus piernas desnudas hacia arriba. Tres segundos después, aterrizó entre las duras hojas de una jara, pero volvió a incorporarse en el acto y lo intentó de nuevo.

Dedo Polvoriento se sentó debajo de un árbol.

Ya iba siendo hora de librarse del chico. Pero ¿cómo? A un perro podías espantarlo a pedradas, pero a un chico… ¿Por qué no se habría quedado con Lengua de Brujo? A él se le daban mejor los cuidados. Y al fin y al cabo, él lo había traído. Pero no, el chico había preferido seguirle a él.

—Voy a intentar encontrar a
Gwin
—dijo Dedo Polvoriento, levantándose.

Farid trotó detrás de él sin decir palabra.

DE NUEVO ALLÍ

Ella habló con el rey con la secreta esperanza de que prohibiese a su hijo la excursión. Pero el monarca dijo:

—Bueno, amor mío, es cierto que las aventuras son de gran utilidad incluso para los más pequeños. Las aventuras pueden conquistar el corazón de una persona, aunque más tarde no tenga el más remoto recuerdo de haberlas vivido.

Eva Ibbotson
,
El secreto del andén 13

La verdad es que el pueblo de Capricornio no parecía un lugar peligroso aquel día gris y velado por la lluvia en que Meggie volvió a verlo. Las míseras casas sobresalían entre el verdor de las colinas. Ningún rayo de sol embellecía su decrepitud, y a Meggie le resultó casi increíble que fuesen las mismas casas que tan ominosas le habían parecido la noche de su huida.

—¡Qué interesante! —susurró Fenoglio cuando Basta se adentró con el coche en el aparcamiento—. ¿Sabes que este lugar se parece muchísimo a uno de los escenarios que inventé para
Corazón de tinta?
Bueno, no tiene castillo, pero el paisaje de los alrededores es casi el mismo, y la vetustez del pueblo también se aproxima mucho. ¿Sabes que
Corazón de tinta
se desarrolla en una época muy similar a nuestra Edad Media? Bueno, como es lógico añadí algunas cosas, las hadas y los gigantes, por ejemplo, y omití otras, pero…

Meggie no siguió escuchándole. Le venía a la memoria la noche en que huyeron de los cobertizos de Capricornio. Entonces confiaba en no volver a ver jamás el aparcamiento, ni la iglesia, ni esas colinas.

—¡Vamos, muévete! —gruñó Nariz Chata abriendo de golpe la puerta del coche—. Supongo que recordarás el camino, ¿no?

Claro que Meggie lo recordaba, aunque en ese momento todo le parecía distinto. Fenoglio escudriñaba aquellas calles estrechas con ojos de turista.

—¡Yo conozco este pueblo! —dijo en voz baja a Meggie—. Es decir, he oído hablar de él. Se cuenta más de una historia triste al respecto. La del terremoto acaecido en el siglo pasado, y después, en la última guerra…

—¡Reserva tu lengua para más tarde, escritorzuelo! —le interrumpió Basta—. No me gustan los cuchicheos.

Fenoglio le lanzó una mirada de irritación y enmudeció. Ya no abrió la boca hasta que se encontraron delante de la iglesia.

—Vamos, abrid la puerta. ¿A qué esperáis? —gruñó Nariz Chata.

Meggie y Fenoglio abrieron el pesado portón de madera. El aire fresco que azotó sus rostros desprendía el mismo olor rancio que el día en que ella se había adentrado en la iglesia en compañía de su padre y de Elinor. El interior apenas había cambiado. Ese día nublado las paredes rojas parecían aún más amenazadoras, y la expresión de la cara de muñeca de la estatua de Capricornio más maligna que nunca. Los bidones donde habían ardido los libros seguían en el mismo sitio, pero el sillón de Capricornio emplazado en lo alto de la escalera había desaparecido. Dos de sus hombres se disponían en ese momento a subir las escaleras con uno nuevo. Los acompañaba la vieja con pinta de urraca, a la que Meggie recordaba con desazón, dándoles indicaciones con tono impaciente.

Basta empujó a un lado a dos mujeres arrodilladas en el pasillo central que fregaban el suelo, y caminó pavoneándose hacia la escalera del altar.

—¿Dónde está Capricornio, Mortola? —gritó a la vieja desde lejos—. Traigo novedades para él. De suma importancia.

La vieja ni siquiera giró la cabeza.

—¡Más a la derecha, cretinos! —ordenó a los dos hombres que se esforzaban con el pesado sillón—. Lo veis, ya queda poco.

Después se volvió hacia Basta con cara de aburrimiento.

—Esperábamos antes tu regreso —le reprochó.

—¿Qué quieres decir? —La voz de Basta subió de tono, pero Meggie reparó en su inseguridad. Parecía tenerle miedo a la vieja—. ¿Sabes cuántos pueblos hay en esta costa maldecida por Dios? Además, ni siquiera estábamos seguros de que Lengua de Brujo se hubiera quedado en la región. Pero yo confío en mi olfato y he cumplido mi misión —concluyó señalando con la cabeza a Meggie.

—¿Ah, sí? —La mirada de la Urraca soslayó a Basta para posarse en el grupo formado por Meggie, Fenoglio y Nariz Chata—. Sólo veo a la chica y a un viejo. ¿Dónde está su padre?

—No estaba, pero vendrá. La pequeña es el mejor cebo.

—¿Y cómo va a saber que ella está aquí?

—Le he dejado un aviso.

—¿Desde cuándo sabes escribir?

Meggie vio cómo los hombros de Basta se tensaban por la irritación.

—He dejado mi nombre, no hacen falta más palabras para revelarle el paradero de su preciosa hijita. Comunica a Capricornio que voy a encerrarla en una de las jaulas. —Y tras estas palabras dio media vuelta y regresó muy ufano junto a Meggie y a Fenoglio.

—¡Capricornio no está y no sé cuándo volverá! —le gritó Mortola mientras se alejaba—. Pero hasta su vuelta, aquí mando yo, y opino que en los últimos tiempos no estás cumpliendo tus encargos según lo esperado.

Basta se volvió como si le hubiera mordido una serpiente, pero Mortola prosiguió su parlamento sin inmutarse.

—Primero permites que Dedo Polvoriento te robe unas llaves; después pierdes nuestros perros y nos obligas a buscarte por las montañas, y ahora esto. Dame tus llaves —la Urraca extendió la mano.

—¿Cómo? —Basta palideció como un chico castigado a recibir una tunda delante de toda la clase.

—Me has entendido de sobra. Voy a quedarme con las llaves: las de las mazmorras, las de la cripta y la del depósito de gasolina. Entrégamelas.

Basta permaneció inmóvil.

—¡No tienes ningún derecho! —silabeó—. Me las confió Capricornio y sólo él puede quitármelas —concluyó dándose la vuelta.

—¡Y te las quitará! —vociferó Mortola—. Espera tu informe en cuanto vuelva. A lo mejor él entiende mejor que yo por qué no has traído a Lengua de Brujo.

Basta guardó silencio. Tras agarrar a Meggie y a Fenoglio por el brazo, los arrastró hasta la puerta de entrada. La Urraca vociferó algo más, pero Meggie no lo entendió. Basta ni siquiera se molestó en girar la cabeza.

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