Capricornio no se dignó mirar a la niña. Sólo tenía ojos para el anciano que lo había inventado.
—¡Bueno, habla de una vez aunque no tengas nada que decir! No eres el primero que intenta salvar el pellejo en esta iglesia recurriendo a una sarta de mentiras, pero si continúas diciendo tonterías ordenaré a Basta que te ponga una bonita y pequeña víbora alrededor del cuello. Siempre guardo un par de ejemplares en casa para ocasiones como ésta.
A Fenoglio tampoco le impresionó sobremanera esta amenaza.
—De acuerdo —dijo lanzando una mirada en torno suyo, como si lamentara la carencia de público—. ¿Por dónde empiezo? Primero una precisión fundamental: un narrador de historias jamás escribe todo lo que sabe de sus personajes. Los lectores no necesitan enterarse de todo. Es preferible que algunas cosas sigan siendo un secreto que el narrador comparte con sus criaturas. Por ejemplo, siempre supe de él —señaló a Basta—que era un chico muy desdichado antes de que tú lo recogieras. ¿Cómo son esas bellas palabras de un libro admirable?
Es sumamente fácil convencer a los niños de que son odiosos.
Basta estaba convencido de ello. No es que tú le abrieses los ojos, ¡qué va! ¿Por qué ibas a hacerlo? Pero de repente había alguien hacia el que su corazón sentía apego, alguien que le decía lo que tenía que hacer… Había encontrado un dios, Capricornio, y aunque tú también lo tratabas mal, ¿quién dice que todos los dioses son benévolos? La mayoría son severos y crueles, ¿no es cierto? Yo no describí todo esto en el libro. Sabía que era suficiente. Pero olvidemos a Basta y centrémonos en ti.
Capricornio no apartaba la vista de Fenoglio. Su rostro estaba tan hierático como si estuviera tallado en madera.
—Capricornio.
Al pronunciar ese nombre, en la voz de Fenoglio se percibió un deje de ternura. Miraba por encima del hombro de Capricornio, como si hubiera olvidado que aquel de quien hablaba estaba justo delante de él y había abandonado su mundo, un mundo oculto entre las dos tapas de un libro.
—Como es lógico, tiene también otro nombre, pero ni siquiera él mismo lo recuerda. Se llama Capricornio desde que tenía quince años, por el signo del zodíaco bajo el que nació. Capricornio, el hermético, el impenetrable, el insaciable, el que gusta de poner una vela a Dios y otra al diablo, según convenga. Pero ¿tiene madre el diablo? —por primera vez, Fenoglio volvió a mirar cara a cara a Capricornio—. Tú la tienes.
Meggie alzó la vista hacia la Urraca. Esta se había acercado al borde de la escalinata, las manos huesudas cerradas, pero Fenoglio hablaba muy bajito.
—Tú has propalado por ahí que ella provenía de noble estirpe —continuó—. Sí, a veces incluso te complace contar que era hija de un rey. Tu padre, según tus afirmaciones, fue armero en la corte de su padre. Una bonita historia, de veras. ¿Quieres que te cuente mi versión?
Por primera vez Meggie vio reflejarse en el rostro de Capricornio algo parecido al temor, un temor sin nombre, infinito, y tras él, como una gigantesca sombra negra, se elevó el odio. Meggie estaba segura: en ese instante a Capricornio le habría encantado matar a golpes a Fenoglio, pero el miedo lo atenazaba, aumentando su odio más aún si cabe.
¿Lo percibiría también Fenoglio?
—Sí, venga, relata tu historia. ¿Por qué no? —Los ojos de Capricornio permanecieron fijos como los de una serpiente.
Fenoglio esbozó una sonrisa picara, semejante a la de sus nietos.
—Bien, sigamos. Lo del armero desde luego es mentira.
A Meggie le daba la impresión de que el anciano se divertía de lo lindo. Se comportaba como si estuviera jugando con un gatito joven. ¿Tan poco sabía de su propia criatura?
—El padre de Capricornio era un sencillo herrador —prosiguió Fenoglio sin dejarse intimidar por la frialdad y la rabia que percibía en los ojos de Capricornio—. Mandaba jugar a su hijo con carbones ardiendo y a veces lo golpeaba casi con la misma fuerza que al hierro que forjaba. En lugar de compadecerse de él, lo molía a palos en cuanto lloraba y decía: «No puedo hacerlo» o «No lo consigo». «¡La fuerza es lo que cuenta!», fue la idea que inculcó a su hijo. «Sólo el más fuerte dicta las reglas, de manera que procura dictarlas tú.» También para la madre de Capricornio ésa era la única verdad irrefutable del mundo. Y le contaba a su hijo, un día sí y otro también, que alguna vez llegaría a ser el más fuerte. Ella no era una princesa, sino una criada de manos y rodillas ásperas que seguía a su hijo como una sombra, incluso cuando él comenzó a avergonzarse de ella y se inventó una nueva madre y un nuevo padre. Su madre lo admiraba por su crueldad, le gustaba ver el miedo que provocaba a su alrededor. Y amaba su corazón negro como la tinta. Sí, tu corazón es una piedra, Capricornio, una piedra negra, tan compasivo como un trozo de carbón, y tú te sientes muy, pero que muy orgulloso de ello.
Capricornio volvía a jugar con el botón de su puño, lo giraba y lo contemplaba absorto en sus pensamientos, fingiendo que concentraba toda su atención en el pequeño trozo de metal y no en las palabras de Fenoglio. Cuando el anciano enmudeció, Capricornio estiró con cuidado la manga de la chaqueta sobre su muñeca y se quitó una pelusa de la manga. Parecía haber ahuyentado de sí la furia, el odio y el miedo. Ninguno de esos sentimientos se vislumbraba ya en su mirada indiferente, pálida.
—Una historia realmente sorprendente, viejo —dijo en voz baja—. Me gusta. Mientes muy bien y por eso te mantendré aquí. Por el momento. Hasta que me harte de tus historias.
—¿Mantenerme aquí? —Fenoglio se irguió más tieso que una vela—. ¡No tengo la menor intención de permanecer aquí! ¿Qué…?
Pero Capricornio le tapó la boca con la mano.
—Ni una palabra más —le dijo en un murmullo—. Basta me ha informado de la existencia de tus tres nietos. Si me causas disgustos o cuentas tus mentiras a mis hombres, le pediré a Basta que envuelva unas cuantas víboras jóvenes en papel de regalo y las ponga delante de la puerta de tus nietos. ¿Me he expresado con claridad, viejo?
Fenoglio dejó caer la cabeza como si Capricornio lo hubiera desnucado con esas frases masculladas en voz baja. Cuando alzó de nuevo la cabeza, el miedo anidaba en cada arruga de su rostro.
Capricornio deslizó las manos en los bolsillos de su pantalón, sonriendo satisfecho.
—¡Ay! Siempre hay algo a lo que vuestros blandísimos corazones sienten apego —dijo—. Hijos, nietos, hermanos, padres, perros, gatos, canarios… Campesinos, terratenientes, policías incluso, todos tienen familia, o al menos un perro. ¡No tienes más que fijarte en su padre! —Capricornio señaló tan de repente a Meggie, que ésta se sobrecogió—. Vendrá a pesar de saber que no volveré a dejarlo marchar ni a él ni a su hija. Y sin embargo vendrá. Este mundo es maravilloso, ¿no te parece?
—Sí —murmuró Fenoglio—. Maravilloso.
Y por primera vez observó a su criatura no con admiración, sino con aversión. A Capricornio eso pareció agradarle aún más.
—¡Basta! —llamó haciéndole señas de que se acercara. El aludido se aproximó caminando con acentuada lentitud. Todavía tenía cara de ofendido—. Lleva al viejo a la habitación donde tuvimos encerrado a Darius —le ordenó Capricornio—. Y aposta un centinela delante de la puerta.
—¿Quieres que lo lleve a tu casa?
—Sí, ¿por qué no? Al fin y al cabo afirma que es mi padre. Además, sus historias me divierten.
Basta se encogió de hombros y agarró del brazo a Fenoglio. Meggie miró asustada al anciano. Enseguida se quedaría completamente sola entre unos muros sin ventanas, encerrada en la cuadra de Capricornio. Fenoglio la cogió de la mano antes de que Basta lograra llevárselo.
—Deja que la niña se quede conmigo —rogó a Capricornio—. No puedes volver a encerrarla en ese agujero, más sola que la una.
Capricornio le dio la espalda con indiferencia.
—Como desees. De todos modos su padre pronto llegará.
«Sí, Mo vendrá.» Meggie no pensaba en otra cosa mientras Fenoglio se la llevaba pasándole el brazo por los hombros como si de verdad pudiera protegerla de Capricornio, de Basta y de todos los demás. Pero no podía. ¿Podría su padre? Claro que no. «¡Por favor! —pensó Meggie—. ¡A lo mejor no encuentra el camino! No puede presentarse aquí.» Y sin embargo era lo que más deseaba del mundo.
Faber olisqueó el libro.
—¿Sabía que los libros huelen a nuez moscada o a alguna otra especia de una tierra lejana? De niño me encantaba olerlos.
Ray Bradbury
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Fahrenheit 451
Farid descubrió el coche.
Cuando subía por la carretera, Dedo Polvoriento yacía bajo los árboles. Intentaba reflexionar, pero desde que conocía el regreso de Capricornio los pensamientos se atropellaban en su mente. Capricornio había vuelto y él todavía ignoraba dónde buscar el libro. Las hojas dibujaban sombras sobre su cara, el sol lo pinchaba con blancos alfileres calientes a través de las ramas y notaba su frente febril. Basta y Nariz Chata también estaban allí, por supuesto, ¿qué se figuraba? ¿Que permanecerían lejos para siempre?
—¿Por qué te inquietas, Dedo Polvoriento? —susurró dirigiéndose a la zona superior del follaje—. No tendrías que haber vuelto aquí. Sabías que era peligroso. — Oyó aproximarse pasos, unos pasos precipitados.
—¡Un coche gris! —Farid jadeaba cuando se arrodilló en la hierba a su lado, tan deprisa había corrido—. ¡Creo que es Lengua de Brujo!
Dedo Polvoriento se levantó de un salto. El chico sabía lo que decía. Era capaz de diferenciar esos apestosos escarabajos de hojalata. El nunca lo había conseguido.
Siguió, presuroso, a Farid hasta el lugar desde el que se divisaba el puente. A partir de éste, la carretera que conducía al pueblo de Capricornio se convertía en una serpiente perezosa. No les quedaba mucho tiempo si querían interceptar el paso a Lengua de Brujo. Bajaron la cuesta a toda velocidad. Farid fue el primero en saltar sobre el asfalto. Dedo Polvoriento siempre se había sentido orgulloso de su agilidad, pero el chico lo superaba, era veloz como un corzo, con las piernas igual de delgadas. Para entonces jugaba con el fuego como con un cachorro de perro, tan embobado que Dedo Polvoriento le recordaba de vez en cuando con una cerilla ardiendo los abrasadores dientes de ese perro.
Lengua de Brujo frenó en seco al ver a Dedo Polvoriento y a Farid parados en la carretera. Parecía exhausto, como si llevase muchas noches durmiendo mal. Elinor iba a su lado. ¿De dónde venía? ¿No había regresado a su casa, a aquel mausoleo abarrotado de libros?
Al divisar a Dedo Polvoriento, el rostro de Lengua de Brujo se ensombreció de golpe y descendió del coche.
—¡Claro! —vociferó mientras se encaminaba hacia él—. ¡Tú le contaste dónde estábamos! ¿Quién si no? ¿Qué te ha prometido Capricornio esta vez?
—¿Pero qué dices? —Dedo Polvoriento retrocedió—. ¡Yo no he contado nada a nadie! Pregúntale al chico.
Lengua de Brujo no le dedicó a Farid ni una breve ojeada. La devoralibros también había bajado y permanecía junto al vehículo con cara de pocos amigos.
—¡El único que ha contado algo aquí has sido tú! —balbució Dedo Polvoriento—. Tú le hablaste al viejo de mí, a pesar de prometerme que no lo harías.
Lengua de Brujo se detuvo. Qué fácil era provocarle remordimientos de conciencia.
—Deberíais ocultar el coche bajo los árboles —Dedo Polvoriento señaló hacia el borde de la carretera—. En cualquier momento puede pasar por aquí uno de los hombres de Capricornio y no les gusta nada toparse con coches desconocidos por esta zona.
Lengua de Brujo se volvió y miró carretera abajo.
—No se te ocurra creerle —bramó Elinor—. Pues claro que os delató él, ¿quién si no? Ese hombre miente en cuanto abre la boca.
—Basta se ha llevado a Meggie. —Las palabras de Lengua de Brujo sonaban inexpresivas, distintas de otras veces, como si junto con su hija le hubieran arrebatado también su timbre de voz—. Además, ayer por la mañana, mientras me dirigía al aeropuerto para recoger a Elinor, secuestraron a Fenoglio. Desde entonces estamos buscando este maldito pueblo. No tenía ni idea de la cantidad de puebluchos abandonados que hay por estas colinas. Sólo cuando atravesamos la barrera estuve seguro de que al fin nos encontrábamos en la ruta correcta.
Dedo Polvoriento calló y miró al cielo. Unos cuantos pájaros se dirigían al sur, negros como los secuaces de Capricornio. El no los había visto traer a la niña, pero al fin y al cabo tampoco se había pasado el día entero con la vista clavada en el aparcamiento.
—Basta ha permanecido ausente varios días. Me figuré que os estaba buscando —dijo—. Tienes suerte de que no te pillase también a ti.
—¿Suerte? —Elinor continuaba junto al coche—. ¡Dile que se aparte del camino! —gritó a Mortimer—. ¡O le atropellaré yo misma! Ha estado conchabado desde el principio con esos asquerosos incendiarios.
Lengua de Brujo seguía observando a Dedo Polvoriento como si no acertara a decidir si creerle o no.
—Los hombres de Capricornio han irrumpido en casa de Elinor —informó al fin—. Han quemado en el jardín todos los libros de su biblioteca.
Dedo Polvoriento sintió una momentánea pizca de satisfacción. ¿Qué se había creído esa chiflada por los libros? ¿Que Capricornio se olvidaría de ella por las buenas? Se encogió de hombros y miró a Elinor con rostro inexpresivo.
—Era de esperar —afirmó.
—¿Que era de esperar?
A Elinor casi se le quebró la voz y cargó contra Dedo Polvoriento con la belicosidad de un bullterrier. Farid se interpuso en su camino, pero lo apartó tan rudamente que cayó sobre el asfalto caliente.
—Al chico quizá puedas liarlo con el fuego y con tus pelotas de colores, comecerillas —increpó a Dedo Polvoriento—, pero eso no funciona conmigo. ¡Los libros de mi biblioteca han quedado reducidos a un contenedor de cenizas! La policía se mostró asombradísima de la maestría de los incendiarios. «Al menos no han prendido fuego a su casa, señora Loredan. Ni siquiera su jardín ha sufrido daños, excepto esa zona de césped quemada.» ¿Y qué me importa a mí la casa? ¿Qué me importa el maldito césped? ¡Han reducido a cenizas mis libros más valiosos!
Dedo Polvoriento vio las lágrimas en sus ojos a pesar de que ella giró deprisa la cabeza hacia un lado, y de pronto sintió brotar en su interior algo parecido a la compasión. A lo mejor Elinor se le parecía más de lo que pensaba: también su patria se componía de papel y de tinta de imprenta. Era, pues, similar a la suya. Seguro que ella se sentía tan extraña en el mundo real como él. Pero no dejó que Elinor percibiera su compasión, la ocultó tras la burla y la indiferencia, del mismo modo que ella escondía su desesperación tras la rabia.