—¿Quién es? —gritó Meggie.
—Meggie —llamó una voz infantil.
Pues claro, Paula o Pippo. Sí, seguro que era Pippo. A pesar de la lluvia quizá deseaban que los acompañase a observar a las hormigas. De debajo de la cama asomó una zarpa gris que tiró del cordón de su zapato. Meggie salió al corto pasillo.
—¡Ahora no tengo tiempo para jugar! —gritó a través de la puerta cerrada.
—¡Por favor, Meggie! —suplicó la voz de Pippo.
Meggie abrió la puerta con un suspiro… y se encontró frente a frente con Basta.
—Caramba, pero ¿a quién tenemos aquí? —preguntó con tono amenazador mientras sus dedos se cerraban alrededor del delgado cuello de Pippo—. ¿Qué tienes que decir a esto, Nariz Chata? No tiene tiempo para jugar.
Basta empujó con rudeza a Meggie obligándola a retroceder y entró con Pippo. Como es natural, acompañado por Nariz Chata. Su orondo trasero casi no cabía por la puerta.
—¡Suéltalo! —increpó Meggie a Basta con voz temblorosa—. Le estás haciendo daño.
—¿De veras? —Basta bajó la vista hacia la pálida cara de Pippo—. No es muy amable por mi parte después de habernos revelado tu paradero —y al pronunciar las últimas palabras apretó con más fuerza el cuello de Pippo—. ¿Sabes cuánto tiempo permanecimos en esa choza mugrienta? —le siseó a Meggie.
La niña retrocedió.
—¡Muuuuuucho! —Basta alargó la palabra y acercó tanto su cara de zorro a la de Meggie que ella se vio reflejada en sus ojos—. ¿No es verdad, Nariz Chata?
—Las malditas ratas estuvieron a punto de devorar los dedos de mis pies —gruñó el gigante—. Me encantaría retorcerle la nariz a esta pequeña bruja hasta dejársela del revés.
—Quizá más tarde. —Basta empujó a Meggie hasta el oscuro dormitorio—. ¿Dónde está tu padre? —preguntó—. Este pequeño —soltó el cuello de Pippo y le atizó un golpe tan fuerte en la espalda que lo proyectó contra la niña—nos ha dicho que se ha marchado. ¿Adónde?
—A comprar —Meggie contuvo la respiración, aterrorizada—. ¿Cómo nos has encontrado? —susurró.
«Dedo Polvoriento», se respondió en su mente. Claro. ¿Quién si no? Pero ¿por qué los habría traicionado esta vez?
—Dedo Polvoriento —contestó Basta como si le hubiera leído el pensamiento—. No hay muchos chalados en este mundo que vagabundeen por ahí, escupan fuego y tengan una marta domesticada, y además con cuernos. Así que nos bastó preguntar un poco por ahí, y en cuanto descubrimos su rastro dimos también con el de tu padre. Seguro que ya os habríamos hecho una visita si este cretino —le dio un codazo tan fuerte en el estómago a Nariz Chata que éste profirió un gruñido de dolor— no os hubiera perdido de vista en el trayecto hacia aquí. Hemos registrado una docena de pueblos, nos hemos desollado los labios preguntando y los talones a fuerza de andar hasta que por fin llegamos aquí y uno de los viejos que se pasan el día mirando al mar recordó las cicatrices de Dedo Polvoriento. Y ése, ¿dónde anda? ¿Se ha ido también a la compra? —Basta esbozó una mueca sarcástica.
Meggie negó con la cabeza.
—Se ha marchado —respondió con voz inexpresiva—. Ya hace mucho.
Así pues, Dedo Polvoriento no los había traicionado. Al menos esta vez. Y había escapado de las manos de Basta. Meggie estuvo a punto de sonreír.
—¡Habéis quemado los libros de Elinor! —exclamó mientras estrechaba contra ella a Pippo, que seguía mudo por el miedo—. Eso lo lamentaréis.
—¿De veras? —Basta exhibió una sonrisa maligna—. ¿Se puede saber por qué? Seguro que Cockerell se divirtió una barbaridad haciéndolo. Y ahora, basta de charlas, no disponemos de toda la eternidad. Este chico —Pippo retrocedió ante Basta como si su índice fuera un cuchillo— nos ha contado un par de cosas muy curiosas acerca de un abuelo que escribe libros, y de un libro que interesa mucho a tu padre.
Meggie tragó saliva. Pippo imbécil. Imbécil, charlatán e indiscreto Pippo.
—¿Te ha comido la lengua el gato? —inquirió Basta—. ¿O tengo que volver a apretar el flaco pescuezo al pequeño?
Pippo se echó a llorar con la cara apretada contra el jersey de Mo, que Meggie aún llevaba puesto. La niña le acarició el pelo rizado para consolarle.
—¡El libro en el que estás pensando ya no lo tiene su abuelo! —replicó furiosa a Basta—. ¡Vosotros se lo robasteis hace ya mucho tiempo!
Su voz destilaba odio y sus propios pensamientos la ponían enferma. Deseaba patear a Basta, pegarle, clavarle su cuchillo en la barriga, la navaja nuevecita que llevaba al cinto.
—Robado, hay que ver qué cosas pasan —Basta dirigió una sonrisa sardónica a Nariz Chata—. De eso preferimos convencernos con nuestros propios ojos, ¿verdad?
Nariz Chata asintió con aire ausente y miró en torno suyo.
—¿Eh, oyes eso?
Debajo de la cama se oían arañazos. Nariz Chata se arrodilló, apartó la sábana que colgaba y hurgó debajo del lecho con el cañón de su escopeta. El gato gris salió de su escondite bufando, y cuando Nariz Chata intentó agarrarlo, le clavó las garras en su horrenda cara. Nariz Chata se puso de pie con un alarido de dolor.
—¡Voy a retorcerle el pescuezo! —vociferó—. ¡Voy a abrirlo en canal!
Se abalanzó sobre el gato y Meggie quiso interponerse en su camino pero Basta se le adelantó.
—¡Quieto! —rugió a Nariz Chata mientras el gato gris desaparecía debajo del armario—. Es de mal agüero matar gatos. ¿Cuántas veces más tendré que repetírtelo?
—¡Majaderías! ¡Supersticiones tontas! Ya he retorcido el pescuezo a un montón de bestias de ésas —repuso enfurecido Nariz Chata mientras se apretaba la mano contra la mejilla ensangrentada—. ¿Acaso por eso he tenido menos suerte que tú? Hay que reconocer que a veces enloqueces a la gente con tu cháchara. No pises esa sombra de ahí, que trae mala suerte… ¡Eh, que te has puesto primero la bota izquierda, mala suerte…! ¡Ahí ha bostezado uno! ¡Demonios, mañana estaré muerto!
—¡Cállate! —rugió Basta—. Si aquí alguien se va de la lengua, eres tú. Lleva a los niños a la puerta.
Pippo se aferró a Meggie cuando Nariz Chata los empujó hacia el pasillo.
—¿A qué viene ese llanto? —le gruñó—. Ahora vamos a visitar a tu abuelo.
Mientras caminaban a trompicones detrás de Nariz Chata, Pippo no soltó la mano de Meggie ni una sola vez. Se aferraba a ella con tanta fuerza que sus uñas cortas se clavaban en la carne de Meggie. «¿Por qué no me escucharía Mo? —pensaba—. Ojalá nos hubiéramos marchado a casa…»
Continuaba lloviendo con fuerza. Las gotas corrían por la cara de Meggie y resbalaban por su espalda. Las callejuelas estaban vacías y no se veía ni un alma que pudiera ayudarlos. Basta los seguía pegado a ellos. La niña lo oía maldecir la lluvia en voz baja. Cuando llegaron a casa de Fenoglio, Meggie tenía los pies empapados y Pippo los rizos pegados a la cabeza. «¡A lo mejor no está en casa!», se dijo Meggie esperanzada. Se estaba preguntando qué haría Basta en esa eventualidad cuando la puerta pintada de rojo se abrió y Fenoglio apareció en el umbral.
—¿Acaso habéis perdido el juicio? ¿A quién se le ocurre corretear por la calle con este tiempo? —gritó furioso—. Ahora mismo me disponía a salir en vuestra busca. Pasad, pero deprisita.
—¿Podemos pasar nosotros también?
Basta y Nariz Chata se habían colocado justo al lado de la puerta, con la espalda pegada a la pared, para que Fenoglio no los descubriera, pero en ese momento Basta apareció detrás de Meggie y le puso las manos sobre los hombros. Mientras Fenoglio lo miraba asombrado, Nariz Chata se adelantó y puso el pie en la puerta abierta. Pippo, ágil como una comadreja, pasó disparado a su lado y desapareció en el interior de la vivienda.
—¿Quién está ahí? —Fenoglio dirigió a Meggie una mirada de reproche como si los dos desconocidos hubieran venido por voluntad suya—. ¿Son amigos de tu padre?
Meggie se limpió la lluvia de la cara y le devolvió la mirada.
—En realidad ¡tú deberías conocerlos mejor que yo! —contestó.
—¿Conocerlos? —Fenoglio la miró sin comprender. Después escudriñó a Basta… y se quedó petrificado—. ¡Por el amor de Dios! —murmuró—. ¡Esto es imposible!
Tras su espalda asomó Paula.
—Pippo está llorando —anunció—. Se ha escondido en el armario.
—¡Ve con él! —le ordenó Fenoglio sin quitar la vista de encima a Basta—. Enseguida voy.
—¿Cuánto tiempo hemos de permanecer todavía aquí fuera, Basta? —gruñó Nariz Chata—. ¿Hasta que encojamos?
—¡Basta! —repitió Fenoglio sin apartarse.
—Sí, así me llamo, viejo. —Los ojos de Basta se estrechaban siempre que se reía—. Estamos aquí porque tienes algo que nos interesa, un libro…
Claro. Meggie estuvo a punto de soltar una carcajada. ¡Él no se enteraba de nada! Basta ignoraba quién era Fenoglio. ¿Y por qué iba a saberlo? ¿Por qué iba a saber que ese anciano había creado con tinta y papel su rostro, su navaja y su maldad?
—¡Déjate de rollos! —gruñó Nariz Chata—. Que me está entrando el agua en las orejas.
Apartó a Fenoglio de un manotazo como si fuera un moscardón y entró en la vivienda pasando a su lado. Basta lo siguió con Meggie. En la cocina, Pippo seguía sollozando dentro del armario. Paula, delante de la puerta cerrada, le hablaba para tranquilizarlo. Cuando Fenoglio irrumpió en la cocina con aquellos desconocidos, se volvió y observó preocupada a Nariz Chata. Tenía el rostro sombrío, como de costumbre, y es que sencillamente no parecía estar hecho para la sonrisa.
Fenoglio se sentó a la mesa y le hizo una seña a Paula para que fuera con él.
—Bueno, ¿dónde está?
Basta buscó con la mirada en torno suyo, pero Fenoglio estaba demasiado absorto en la contemplación de sus dos criaturas para responder. Era Basta el que atraía todo su interés, como si no diera crédito a lo que estaba viendo.
—Ya te lo he dicho: ¡aquí ya no queda ninguno! —contestó Meggie.
Basta se comportó como si no la hubiera oído y le hizo una seña impaciente a Nariz Chata.
—¡Búscalo! —ordenó, y Nariz Chata obedeció refunfuñando.
Meggie lo oyó subir armando ruido por la estrecha escalera de madera que conducía al desván.
—¡Vamos, habla de una vez, pequeña bruja! ¿Cómo disteis con el viejo? —Basta le propinó un empujón en la espalda—. ¿Cómo supisteis que aún conservaba un ejemplar?
Meggie dirigió una mirada de advertencia a Fenoglio, pero por desgracia tenía la lengua tan suelta como Pippo.
—¿Que cómo dieron conmigo? ¡Yo escribí el libro! —proclamó el anciano henchido de orgullo.
A lo mejor esperaba que Basta cayese en el acto de hinojos ante él, pero éste se limitó a torcer los labios en una sonrisa compasiva.
—¡No faltaba más! —replicó sacando su navaja del cinturón.
—¡Lo escribió de verdad! —exclamó Meggie, incapaz de contenerse.
Quería ver en la cara de Basta el mismo miedo que hizo palidecer a Dedo Polvoriento cuando se enteró de la existencia de Fenoglio, pero Basta se limitó a reír y empezó a tallar muescas en la mesa de la cocina de Fenoglio.
—¿Y quién se inventó esa historia? —preguntó—. ¿Tu padre? ¿Crees que tengo cara de tonto, eh? Todo el mundo sabe que las historias impresas son viejísimas y que fueron escritas por personas desconocidas que llevan mucho tiempo muertas y enterradas.
Clavó la hoja de la navaja en la madera, volvió a sacarla y la hundió por segunda vez. Por encima de sus cabezas, Nariz Chata caminaba ruidosamente de un lado a otro.
—Muertas y enterradas, interesante. —Fenoglio se sentó a Paula en el regazo—. ¿Has oído eso, Paula? Este joven cree que todos los libros han sido escritos en un pasado remoto, por personas muertas que captaron las historias en algún lugar prodigioso. ¿A lo mejor las recogieron del aire?
Paula no pudo contener una risita. En el armario reinaba el silencio. Seguramente Pippo escuchaba detrás de la puerta conteniendo la respiración.
—Yo no le veo la gracia —Basta se incorporó como una serpiente a la que hubieran pisado la cola.
Fenoglio no se fijó en él. Contemplaba sus manos sonriendo, como si recordase el día en que habían comenzado a escribir la historia de Basta. Acto seguido miró a su personaje.
—Tú… llevas siempre manga larga, ¿verdad? —le preguntó—. ¿Quieres que te diga por qué?
Basta entornó los ojos y lanzó un vistazo al techo.
—¡Maldita sea!, ¿por qué necesitará ese idiota tanto tiempo para encontrar un libro?
Fenoglio lo contemplaba con los brazos cruzados.
—Muy sencillo: no sabe leer —musitó—. Y tú tampoco, ¿o has aprendido mientras tanto? Ni uno solo de los hombres de Capricornio sabe leer, ni siquiera el mismo Capricornio.
Basta clavó tan hondo la navaja en el tablero de la mesa, que le costó trabajo sacarla.
—Pues claro que sabe leer, ¿de qué hablas? —se inclinó con gesto amenazador encima de la mesa—. No me gusta tu cháchara, viejo. ¿Qué pasaría si te hago unas cuantas arrugas más en tu cara?
Fenoglio sonreía. A lo mejor pensaba que Basta no podía causarle daño porque lo había inventado. Meggie no estaba tan segura de ello.
—Llevas manga larga —prosiguió Fenoglio despacio, como si quisiera darle tiempo a Basta para entender sus palabras—porque a tu señor le gusta jugar con fuego. Te quemaste los dos brazos, hasta los hombros, cuando incendiaste la casa de un hombre que se había atrevido a negarle su hija a Capricornio. Desde entonces, el fuego lo prende otro y tú te limitas a jugar con la navaja.
Basta saltó tan bruscamente que Paula se escurrió del regazo de Fenoglio y se escondió debajo de la mesa.
—¡Conque te gusta jugar al sabelotodo! —gruñó mientras colocaba la navaja debajo de la barbilla de Fenoglio—. Pero sólo has leído ese maldito libro. Bueno, ¿y qué?
Fenoglio le miró a los ojos. El cuchillo bajo su barbilla no parecía asustarle ni la mitad que a Meggie.
—Lo sé todo sobre ti, Basta —le dijo—. Sé que darías tu vida por Capricornio y que día tras día anhelas una alabanza suya. Sé que eras más joven que Meggie cuando sus hombres te recogieron y que desde entonces lo consideras una especie de padre. Pero ¿quieres que te revele algo? Capricornio te considera un estúpido y te desprecia por ello. Os desprecia a todos vosotros, sus leales hijos, a pesar de que él en persona se ha encargado de que sigáis siendo tontos. Y denunciaría sin vacilar a la policía a cualquiera de vosotros con tal de que le reportase alguna utilidad. ¿Te queda claro?
—¡Cierra tu sucia boca, viejo! —la navaja de Basta se situó amenazadoramente cerca del rostro de Fenoglio; por un instante Meggie pensó que le iba a rajar la nariz—. Tú no sabes nada de Capricornio. Sólo lo que has leído en tu estúpido libro. Creo que ahora debería cortarte el cuello.