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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (49 page)

«Y Elinor estará presente», se juró a sí misma. Jamás quería volver a sentirse como aquella noche, tan abandonada por todo y por todos.

—¿Qué os proponéis hacer a continuación? —quiso saber.

—Farid ha sugerido que provoquemos un incendio. Hasta ahora lo he juzgado demasiado peligroso, pero el tiempo se acaba.

¿Un incendio? A Elinor le pareció que esa palabra le quemaría la lengua. Desde que había encontrado sus libros reducidos a ceniza, la visión de una simple cerilla la sumía en un estado de pánico.

—Dedo Polvoriento ha enseñado al chico algunas cosas al respecto; además, hasta el mayor tarugo sabe prender una hoguera. Si pegamos fuego a la casa de Capricornio…

—¿Te has vuelto loco? ¿Qué pasará si se propaga a las colinas?

Mo agachó la cabeza y acarició con la mano el cañón de la escopeta.

—Lo sé —reconoció—. Pero no veo otra posibilidad. El fuego provocará agitación, los hombres de Capricornio estarán ocupados apagándolo y aprovecharé la confusión para intentar acercarme a Meggie. Farid se ocupará de Dedo Polvoriento.

—¡Es una locura!

Esta vez Elinor no pudo evitarlo, su voz subió de tono. Farid murmuró algo en sueños, se llevó la mano, inquieto, a la venda de su cabeza y luego se giró hacia el otro lado.

Mo le enderezó la manta y volvió a apoyarse en el tronco del árbol.

—A pesar de todo lo haremos así, Elinor —le comunicó—. Me he devanado los sesos hasta creer que iba a volverme loco. No existe otra salida. Y si nada de esto sirve, le prenderé fuego también a su maldita iglesia. Fundiré su oro y reduciré su maldito pueblo a cenizas. Quiero recuperar a mi hija.

Elinor ya no replicó. Se tumbó y simuló dormir, aunque no logró pegar ojo. Al romper el día, convenció a Mortimer de que se tumbase a dormir un rato y le confiara la vigilancia a ella. Poco tiempo después se quedó dormido. En cuanto su respiración se tornó tranquila y regular, Elinor se despojó del estúpido vestido, se puso su ropa, se peinó sus desgreñados cabellos y le escribió una nota. «Voy a buscar ayuda. Volveré a eso del mediodía. Por favor, no hagas nada hasta mi regreso. Elinor.»

Puso la nota en su mano entreabierta para que la encontrase al despertar. Cuando se deslizaba junto al chico, comprobó que la marta había regresado. Enroscada al lado del muchacho, se lamía las patas. Cuando Elinor se inclinó sobre Farid para enderezarle el vendaje, clavó en Elinor sus ojos negros. Jamás podría encariñarse con esa bestezuela inquietante, pero el chico la adoraba como a un perro. Se incorporó de nuevo, suspirando.

—Cuida de los dos, ¿entendido? —susurró, y después emprendió el camino.

Su automóvil seguía en el mismo lugar, oculto bajo los árboles. Era un buen escondite, ella misma pasó de largo una vez, tropezando, tan espeso era el follaje. El motor se encendió en el acto. Elinor, preocupada, acechó unos momentos, pero no se oía nada salvo el canto de los pájaros que saludaban el día alborozados, como si fuera el último.

El pueblo más cercano, por el que Mortimer y ella habían pasado, distaba apenas media hora en coche. Allí seguro que hallaría una comisaría de policía.

LA URRACA

Pero le despertaron con palabras, esas armas agudas, deslumbradoras.

T. H. White
,
El libro de Merlín

Aún era muy temprano cuando Meggie oyó la voz de Basta fuera, en el pasillo. No había probado el desayuno que le había traído una de las criadas. Le había preguntado qué había sucedido esa noche, qué significaban los disparos, pero la criada se había limitado a mirarla despavorida y sacudió la cabeza antes de salir a toda prisa. Seguro que la consideraba una bruja.

Fenoglio tampoco había desayunado. Escribía sin descanso. Llenaba hoja tras hoja, rompía lo que había escrito, comenzaba de nuevo, dejaba un folio al lado y empezaba con el siguiente, fruncía el ceño, lo arrugaba… y volvía a empezar. Llevaba horas así y lo único que había preservado de la destrucción eran tres hojas. Sólo tres. Al sonar la voz de Basta las ocultó deprisa bajo su colchón y empujó con el pie las arrugadas debajo de la cama.

—¡Rápido, Meggie, ayúdame a recogerlas! —susurró—. No debe encontrar ni una sola de esas páginas.

Meggie obedeció, pero sólo pensaba en una cosa: «¿A qué viene Basta? ¿Desea comunicarme algo? ¿Quiere verme la cara cuando me comunique que ya no necesito esperar más tiempo a Mo?».

Al abrirse la puerta, Fenoglio ya se había sentado nuevamente a la mesa, con una hoja vacía ante sí en la que garabateaba deprisa unas frases.

Meggie contuvo la respiración, como si de ese modo pudiera refrenar también las palabras… esas palabras que estaban a punto de brotar de la boca de Basta para destrozarle el corazón.

Fenoglio soltó el bolígrafo y se situó a su lado.

—¿Qué sucede? —preguntó.

—Vengo a buscarla —anunció Basta—. Mortola desea verla —su voz sonaba enojada, como si considerase indigno de su rango cumplir un cometido tan banal.

¿Mortola? ¿La Urraca? Meggie miró a Fenoglio. ¿Qué significaría eso? Pero el anciano se limitó a encogerse de hombros, desconcertado.

—La palomita tiene que echar un vistazo a lo que leerá esta noche —explicó Basta—. Para que no tartamudee como Darius y lo eche todo a perder. —Con gesto impaciente indicó a Meggie que se acercase—. Vamos, ven de una vez.

Meggie dio un paso hacia él, pero después se detuvo.

—Antes quiero saber qué ha pasado esta noche —dijo—. He oído disparos.

—¡Ah, ya! —Basta sonrió; sus dientes eran casi tan blancos como su camisa—. Creo que tu padre pretendía visitarte, pero Cockerell no le ha permitido la entrada.

Meggie seguía petrificada. Basta la cogió del brazo y la arrastró con rudeza. Fenoglio intentó seguirlos, pero Basta le dio con la puerta en las narices. El anciano gritó, pero Meggie no consiguió entenderle. Le zumbaban los oídos y escuchaba el curso acelerado de su propia sangre en las venas.

—Logró escapar, si eso te consuela —dijo Basta mientras la empujaba hacia la escalera—. Aunque bien pensado, eso no significa gran cosa. Los gatos también suelen hacerlo cuando Cockerell les dispara, pero al final acaban encontrándolos muertos en cualquier esquina.

Meggie le propinó una patada en la espinilla con toda su fuerza. A continuación echó a correr escalera abajo. Basta no tardó en alcanzarla. Con el rostro desfigurado por el dolor, la agarró por el pelo y tiró de ella hasta situarla a su lado.

—¡No vuelvas a intentarlo, tesoro! —silabeó—. Puedes estar contenta de ser la atracción principal de nuestra fiesta de esta noche, porque de lo contrario te retorcería tu escuálido pescuezo ahora mismo.

Meggie no volvió a intentarlo. Aunque hubiera querido, ya no tenía la menor posibilidad. Basta no volvió a soltarle el pelo. Tiró de ella como si de un perro desobediente se tratara. El dolor hizo que se le saltaran las lágrimas, pero giró la cara para que Basta no la viera.

La condujo al sótano. Ella aún no había pisado nunca esa zona de la casa de Capricornio. El techo era aún más bajo que el de la cuadra donde los habían encerrado al principio a Mo, a Elinor y a ella. Las paredes estaban encaladas en blanco como en los pisos superiores, y también había muchas puertas. La mayoría parecían no haberse abierto desde hacía mucho tiempo. De algunas colgaban pesados candados. Meggie recordó las cajas de caudales de las que había hablado Dedo Polvoriento, y el oro que Mo había traído para Capricornio en la iglesia. «¡No le han acertado! —pensó—. Seguro que no. El cojo tiene mala puntería.»

Al final se detuvieron delante de una puerta. Había sido fabricada con una madera diferente a la de las demás; sus vetas tenían la belleza de la piel de un tigre. A la luz de las bombillas desnudas que iluminaban el sótano la madera despedía un brillo rojizo.

—¡Créeme! —susurró Basta a Meggie antes de llamar a la puerta—. Como te permitas con Mortola las mismas frescuras que conmigo, te meterá en una de las redes de la iglesia hasta que roas las cuerdas de hambre. Comparado con su corazón, el mío es blando como uno de esos animalitos de tela que les ponen en la cama a las niñas pequeñas para que se duerman —su aliento mentolado rozó la cara de Meggie.

Jamás comería algo que oliera a menta.

La habitación de la Urraca era tan grande que se habría podido organizar un baile dentro de ella. Las paredes, rojas como los muros de la iglesia, casi no se veían, pues estaban cubiertas de fotos en marcos dorados de casas y de personas. Se apiñaban en la pared igual que una multitud en una plaza demasiado pequeña. En el centro, ribeteado en oro como los demás, pero mucho más grande, pendía un retrato de Capricornio. Fuera quien fuese su autor, era tan poco ducho en su arte como el que había esculpido la estatua de la iglesia. En el cuadro el rostro de Capricornio era más redondo y blando que en la realidad, y su extraña boca femenina parecía una fruta exótica debajo de una nariz algo corta y ancha. El pintor sólo había captado con fidelidad sus ojos. Unos ojos inexpresivos como en la vida real que contemplaban a Meggie desde lo alto como un hombre a una rana a la que se dispone a abrir en canal para averiguar lo que esconde dentro. En el pueblo de Capricornio había aprendido que no existe nada más pavoroso que un rostro despiadado.

La Urraca estaba sentada con extraña rigidez en un sillón de orejas de terciopelo verde, emplazado justo debajo del retrato de su hijo. Daba la impresión de no tener costumbre de hacerlo, de ser una mujer perpetuamente atareada y a la que desagradaba la calma. Pero a lo mejor obligaba a veces a su cuerpo a adaptarse a ese sillón desproporcionado que parecía descomunal para su figura enjuta… Meggie observó que las piernas de la vieja estaban hinchadas por encima de los pies. Se abombaban de manera informe por debajo de las afiladas rodillas. Al reparar en su mirada, la Urraca se estiró el borde de la falda.

—¿Le has contado por qué está aquí?

Le costaba trabajo levantarse. Meggie vio cómo se apoyaba con la mano en una mesita apretando los labios. A Basta esa muestra de debilidad pareció gustarle, y en sus labios se dibujó una sonrisa hasta que la Urraca se apercibió y la borró con una mirada gélida. Con un ademán impaciente indicó a la niña que se aproximara. Al comprobar que Meggie no se movía, Basta le dio un empujón en la espalda.

—Ven, quiero enseñarte algo.

La Urraca se dirigió, con pasos lentos pero firmes, hacia una cómoda que parecía demasiado pesada para sus patas de elegante curvatura. Sobre la cómoda, entre dos lámparas de color amarillo pálido, reposaba un cofre de madera, adornado a su alrededor con un dibujo de diminutos agujeros.

Cuando la Urraca levantó la tapa, Meggie retrocedió asustada. El cofre contenía dos serpientes, delgadas como lagartijas y apenas más largas que su antebrazo.

—Mantengo siempre bien calentita mi habitación para que estas dos no se adormezcan demasiado —explicó la Urraca mientras abría el cajón superior de la cómoda para sacar un guante.

Era de cuero negro fuerte y tan tieso que tuvo que esforzarse para introducir su delgada mano en él.

—Tu amigo Dedo Polvoriento le jugó una mala pasada a la pobre Resa encargándole que buscara el libro —prosiguió mientras introducía la mano en el cofre y agarraba con firmeza a una de las serpientes por detrás de su cabeza plana.

—¡Vamos! ¿A qué esperas? —le dijo con tono rudo a Basta tendiéndole el ofidio que se retorcía.

Meggie percibió su resistencia, aunque él acabó aproximándose para coger la serpiente. Mantuvo lejos de sí su cuerpo escamoso que giraba y se retorcía.

—Como verás, a Basta no le gustan mis serpientes —constató la Urraca con una sonrisa—. Nunca le han gustado, pero eso carece de importancia. Por lo que sé, Basta nunca ha sentido apego a nada, salvo a su navaja. Además, cree que las serpientes traen desgracia, lo que, por supuesto, es un completo disparate.

Mortola entregó a Basta la segunda serpiente. Cuando la víbora abrió la boca, Meggie vio los diminutos dientes del veneno. Por un momento, Basta casi le dio pena.

—Bueno, ¿qué me dices? ¿No es un buen escondite? —preguntó la Urraca metiendo la mano por tercera vez en el cofrecillo.

En esta ocasión sacó un libro. Meggie no necesitó reconocer las tapas de colores para saber cuál era.

—Suelo guardar objetos valiosos en este cofre —prosiguió la Urraca—. Nadie sabe nada de él ni de su contenido, salvo Basta y Capricornio. La pobre Resa es una mujer valiente y buscó el libro por numerosas dependencias, pero no descubrió mi cofre. Y sin embargo las serpientes le gustan, aunque ya le han mordido alguna vez, conozco a pocas personas que no les tengan miedo. ¿No es verdad, Basta? —La Urraca se quitó el guante y le dirigió una mirada sarcástica—. A Basta le gusta atemorizar con una serpiente a las mujeres que lo rechazan. Con Resa, sin embargo, cosechó un fracaso rotundo. ¿Por qué? Basta, ¿no te la colocó ella delante de la puerta?

El aludido calló. Las serpientes seguían retorciéndose en sus manos. Una había enroscado la cola alrededor de su brazo.

—¡Mételas dentro! —le ordenó la Urraca—. Pero con cuidado. —Luego volvió al sillón con el libro—. ¡Siéntate! —le dijo a Meggie señalando el escabel situado junto al sillón.

Meggie obedeció. Miró a su alrededor con disimulo. La habitación de Mortola le parecía uno de esos arcones del tesoro repleto hasta los bordes. Había de todo en exceso… demasiados candelabros de oro, demasiadas lámparas, alfombras, cuadros, demasiados jarrones, figuras de porcelana, flores de seda, campanitas doradas.

La Urraca le dirigió una mirada burlona. Estaba allí sentada con su insignificante vestido negro como un cuco aposentado en el nido de otro pájaro.

—Una habitación soberbia para una criada, ¿verdad? —afirmó henchida de orgullo—. Capricornio sabe lo útil que le resulto.

—¡Te deja vivir en el sótano! —respondió Meggie—. A pesar de ser su madre.

¿Por qué no podrá uno tragarse las palabras… cazarlas y devolverlas enseguida a la garganta? La Urraca la contempló con tal odio, que Meggie sentía ya sus dedos huesudos en la garganta. Mortola, sin embargo, continuaba sentada, mirándola fijamente con sus ojos inexpresivos de pájaro.

—¿Quién te ha contado eso? ¿El viejo brujo? —preguntó la Urraca con aspereza.

Meggie apretó los labios y miró a Basta. Seguramente ocupado en devolver al cofre la segunda serpiente, no había escuchado una sola palabra. ¿Conocería el pequeño secreto de Capricornio? Antes de que pudiera seguir reflexionando sobre el particular, Mortola depositó el libro en su regazo.

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