—Si te desato, te irás. —Farid miró inseguro a Lengua de Brujo.
—De ninguna manera. ¿Piensas acaso que voy a dejar a mi hija ahí abajo? ¿Con Basta y Capricornio?
Basta y Capricornio. Sí, así se llamaban. El hombre de la navaja y el hombre de los ojos pálidos como el agua. Un ladrón y un asesino… Farid lo sabía todo sobre él. Dedo Polvoriento le había referido muchas cosas cuando se sentaban de noche junto al fuego. Habían intercambiado historias tenebrosas, a pesar de que ambos añoraban las luminosas.
Ahora la suya se tornaba más lóbrega cada día.
—Es mejor que vaya solo. —Farid clavó tan fuerte el palo en la tierra que se partió—. Estoy acostumbrado a deslizarme por pueblos extraños, por palacios, por casas ajenas… era mi tarea, antes. Tú ya lo sabes.
Lengua de Brujo asintió.
—Siempre me enviaban a mí —prosiguió Farid—. ¿Quién teme a un chico delgado? Podía fisgonear por todas partes sin levantar sospechas. Cuándo cambiaban las guardias. Cuál era el mejor camino para huir. Dónde vivía el hombre más rico del lugar. Si todo iba bien, me entregaban suficiente comida. Si las cosas se torcían, me apaleaban como a un perro.
—¿Quiénes? —preguntó Elinor.
—Los ladrones —respondió Farid.
Los dos adultos callaron. Dedo Polvoriento aún no había regresado. Farid miraba hacia el pueblo, observando cómo los primeros rayos del sol se proyectaban sobre los tejados.
—Bien. Quizá tengas razón —aventuró Lengua de Brujo—. Baja solo y averigua lo que necesitamos saber, pero antes suéltanos. Sólo así podremos ayudarte si ellos te atrapan. Además, tampoco me gustaría estar aquí sentado y atado cuando pase reptando la primera serpiente.
La mujer miró en torno suyo aterrorizada, como si ya estuviera oyendo crujidos entre las hojas secas. Farid, sin embargo, observaba pensativo el rostro de Lengua de Brujo, intentando averiguar si sus ojos también confiaban en él. Sus oídos lo hacían de todos modos. Al final, se levantó sin decir palabra, sacó del cinto la navaja que le había regalado Dedo Polvoriento y liberó a ambos.
—¡Ay, Dios mío, no me volveré a dejar atar en los días de mi vida! —exclamó Elinor mientras se frotaba brazos y piernas—. Noto el cuerpo insensible como si me hubiera convertido en una muñeca de trapo. ¿Qué tal te encuentras tú, Mortimer? ¿Todavía sientes tus pies?
Farid la miraba con curiosidad.
—Tú… no pareces su mujer. ¿Eres su madre? —preguntó señalando con la cabeza a Lengua de Brujo.
A Elinor le salieron más manchas que a una seta matamoscas.
—¡Por todos los santos, claro que no! ¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? ¿Tan vieja me crees? —Contempló su propio cuerpo y asintió—. Sí, seguramente. A pesar de todo, no soy su madre. Ni tampoco la de Meggie, por si se te ocurre insinuarlo. Todos mis hijos eran de papel y tinta, y ese de ahí —señaló el lugar donde, a través de los árboles, relucían los tejados del pueblo de Capricornio— ha mandado asesinar a muchos de ellos. Lo lamentará, te lo aseguro.
Farid la miró, dubitativo. No le cabía en la cabeza que Capricornio se asustara de una mujer, y menos aún de una que se quedaba sin aliento al ascender por una ladera y a la que le aterrorizaban las serpientes. No, si al hombre de los ojos pálidos le asustaba algo, debía de ser lo que asusta a la mayoría… la muerte. Elinor no tenía pinta de saber una palabra del oficio de matar. Y Lengua de Brujo tampoco.
—La chica… ¿Dónde está su madre? — le preguntó Farid titubeando.
Lengua de Brujo se acercó a la hoguera apagada y cogió un pedazo de pan tirado entre las piedras ennegrecidas por el hollín.
—Se marchó hace mucho tiempo —informó—. Meggie contaba apenas tres años. ¿Y la tuya?
Farid se encogió de hombros y alzó la vista hacia el cielo. Estaba tan azul como si la noche jamás hubiera existido.
—Ahora es preferible que me vaya —anunció mientras volvía a envainar el cuchillo y cogía la mochila de Dedo Polvoriento.
Gwin
dormía a pocos pasos, enroscada entre las raíces de un árbol. Farid cogió al animal y lo introdujo en la mochila. La marta protestó adormilada, pero Farid le rascó la cabeza y cerró la mochila.
—¿Por qué te llevas a la marta? —preguntó Elinor asombrada—. Su mal olor te delatará.
—Podría serme útil —respondió Farid, deslizando dentro de la mochila la punta del espeso rabo de
Gwin—.
Es lista. Más inteligente que un perro y por supuesto que un camello. Entiende lo que se le dice y a lo mejor encuentra a Dedo Polvoriento.
—Farid —Lengua de Brujo rebuscó en sus bolsillos hasta que extrajo un trozo de papel—. No sé si podrás averiguar dónde tienen presa a Meggie —dijo mientras garabateaba deprisa con un lápiz—, pero si es posible, ¿podrías encargarte de que reciba esta nota?
Farid cogió el trozo de papel y lo miró.
—¿Qué pone? —preguntó.
Elinor lo tomó entre sus dedos.
—Demonios, Mortimer, ¿qué significa esto? —preguntó.
Lengua de Brujo sonrió.
—Meggie y yo nos hemos intercambiado a menudo mensajes secretos con esta escritura, ella domina este arte mucho mejor que yo. ¿No la reconoces? Procede de un libro. He escrito: «Estamos muy cerca. No te preocupes. Iremos pronto a buscarte. Mo, Elinor y Farid». Meggie leerá el recado, pero nadie más.
—¡Ajajá! —murmuró Elinor mientras devolvía la nota a Farid—. Muy bien, si cae en manos equivocadas es mejor así, porque igual resulta que alguno de esos incendiarios sabe leer.
Farid dobló la nota hasta reducirla al tamaño de una moneda y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
—Regresaré cuando el sol esté encima de esa colina —informó—. De lo contrario…
—… iré yo a buscarte —concluyó Lengua de Brujo.
—Y yo también, por supuesto —añadió Elinor.
A Farid no le pareció buena idea, pero se calló.
Tomó el mismo camino que Dedo Polvoriento cuando desapareció la noche anterior, como si lo hubieran engullido los espíritus que acechan en la oscuridad.
Solamente el lenguaje nos protege del espanto de las cosas sin nombre.
Toni Morrison
,
Discurso de aceptación del premio Nobel 1993
Esa mañana Nariz Chata trajo a Meggie y Fenoglio para desayunar pan, unas cuantas aceitunas, una cesta con fruta y un plato lleno de bollitos dulces. Sin embargo, a Meggie la sonrisa con que les sirvió no le gustó ni un pelo.
—Todo para ti, princesa —gruñó dándole un pellizco en la mejilla con sus rechonchos dedos—. Para que tu vocecita cobre más fuerza. Desde que Basta ha ido contando por ahí lo de la ejecución reina un enorme revuelo. Bueno, no me canso de repetirlo: la vida no se reduce a colgar gallos muertos y matar gatos a tiros.
Fenoglio contempló a Nariz Chata asqueado, como si le resultara increíble que semejante criatura hubiera salido de su pluma.
—Sí, de veras. ¡Hace una eternidad que no disfrutamos de una bonita ejecución! —prosiguió Nariz Chata mientras retrocedía hasta la puerta—. Demasiada atención, se decía siempre. Y cuando alguien tenía que desaparecer… ¡Cuidado, cuidado, que parezca un accidente! ¿Es eso divertido? No. No era como antes, que había comida y bebida y baile y música en abundancia, como debe ser. Esta vez por fin lo haremos igual que en los viejos tiempos.
Fenoglio, al tomar un sorbo del café solo que había traído Nariz Chata, se atragantó.
—¿Cómo? ¿No te divierten esas cosas, viejo? — observó Nariz Chata sarcástico—. Créeme, las ejecuciones de Capricornio son muy especiales.
—¡A quién se lo dices! —murmuró Fenoglio con aire desdichado.
En ese momento llamaron a la puerta. Nariz Chata la había dejado entreabierta, y Darius, el lector, asomó la cabeza.
—¡Perdón! —dijo con un hilo de voz mirando a Nariz Chata con la inquietud de un pájaro que tiene que acercarse a un gato hambriento—. Yo… ejem… tengo que hacer que la niña lea algo. Órdenes de Capricornio.
—¿Ah, sí? Bueno, ojalá que esta vez saque algo útil con su lectura. Basta me enseñó el hada. Ni siquiera tiene polvo de hada, por más que la sacudas. —En la mirada que Nariz Chata dirigió a Meggie se mezclaban la antipatía y el respeto; a lo mejor la consideraba una especie de bruja—. Llama a la puerta cuando desees salir —gruñó mientras pasaba frente a Darius.
Éste asintió y permaneció inmóvil unos instantes antes de sentarse a la mesa, confundido, junto a Meggie y a Fenoglio. Miró con ansiedad la fruta hasta que Fenoglio le acercó la cesta. Vacilante, cogió un albaricoque. Se lo metió en la boca con enorme devoción, como si no esperase volver a catar en su vida algo tan exquisito.
—¡Cielos, un albaricoque! —se burló Fenoglio—. No es precisamente una fruta muy rara que digamos por estos pagos.
Darius escupió tímidamente el hueso en su mano.
—Siempre que me encerraban en esta habitación —explicó con voz insegura—, me daban tan sólo pan seco. También me quitaron mis libros, pero logré esconder algunos, y cuando el hambre arreciaba, contemplaba las ilustraciones. La más bonita era una de albaricoques. A veces me pasaba horas acurrucado mirando esas frutas pintadas mientras se me hacía la boca agua. Desde entonces, no puedo contenerme cuando los veo.
Meggie cogió otro albaricoque de la cesta y se lo puso entre sus flacos dedos.
—¿Te encerraban con frecuencia? —preguntó.
El hombrecillo enjuto se encogió de hombros.
—Cuando no sacaba algo perfecto con mi lectura —respondió elusivo—. Es decir, siempre. Llegó un momento en el que renunciaron al darse cuenta de que mi lectura no mejoraba precisamente debido al miedo que me daban. Al contrario… A Nariz Chata, por ejemplo —bajó la voz y dirigió una mirada nerviosa hacia la puerta—, a Nariz Chata lo saqué leyendo mientras Basta me amenazaba con su navaja. En fin… —se encogió de hombros, apesadumbrado.
Meggie lo miró llena de compasión. Después preguntó con voz vacilante:
—¿Y también has sacado leyendo a mujeres?
Fenoglio le dirigió una mirada inquieta.
—¡Claro que sí! —respondió Darius—. ¡Traje a Mortola! Ella afirma que más vieja y desvencijada, como una silla mal encolada, pero creo que en su caso no me equivoqué demasiado, de verdad. Por suerte Capricornio compartió mi opinión.
—¿Y más jóvenes? —insistió Meggie sin mirar ni a Fenoglio ni a Darius—. ¿Has sacado de algún libro a mujeres más jóvenes?
—¡Oh, no me acuerdo! —Darius suspiró—. Fue el mismo día en que traje a Mortola. Por aquel entonces Capricornio seguía viviendo en el norte, en una granja solitaria y medio derruida en las montañas, y en esa región escaseaban las chicas. Yo vivía no muy lejos de allí, en casa de mi hermana. Trabajaba de maestro, pero en mi tiempo libre a veces leía en voz alta… en librerías y colegios, en fiestas infantiles y a veces, en las cálidas noches de estío, incluso en alguna plaza o en un café. Me gustaba leer en voz alta… —su mirada se concentró en la ventana, como si desfilasen por ella esos días felices, olvidados hacía tanto tiempo—. Basta se fijó en mí cuando leía en la fiesta de un pueblo, creo que era
Doctor Dolittle,
y de repente apareció allí aquel pájaro. Al regresar a casa, Basta me cazó como a un perro callejero y me llevó con Capricornio. Al principio me hizo sacar oro leyendo, igual que a tu padre. —Sonrió a Meggie con tristeza—. Después tuve que traerle a Mortola y más tarde a sus criadas. Fue espantoso. —Darius se levantó las gafas con los dedos temblorosos—. Sentía un pánico atroz. En esas condiciones es imposible leer bien. Me obligó a intentarlo tres veces. ¡Ay, me daban tanta pena, no quiero hablar de eso! — Ocultó el rostro entre las manos, huesudas como las de un anciano.
Meggie creyó oír sus sollozos y durante unos momentos dudó si plantearle su próxima pregunta.
—Esa criada a quien llaman Resa ¿también apareció entonces? —inquirió con un nudo en la garganta.
Darius apartó las manos de su rostro.
—Sí, salió por pura casualidad, su nombre ni siquiera figuraba en el libro —contestó con la voz empañada por el llanto—. En realidad, Capricornio había solicitado otra, pero de pronto apareció Resa, y al principio pensé que esa vez no me había equivocado. Parecía tan bella, de una belleza tan irreal, con sus cabellos de oro y sus ojos tristes. Pero luego nos dimos cuenta de que era muda. Bueno, a Capricornio aquello no le importó, creo incluso que le agradó. — Rebuscó en el bolsillo de su pantalón y sacó un pañuelo arrugado—. ¡Lo cierto es que yo sabía hacerlo mejor! —se sorbió los mocos—. Pero ese eterno miedo… ¿Puedo? — con una sonrisa de pena Darius cogió otro albaricoque y le dio un mordisco. Luego se limpió el jugo de fruta de los labios con la manga, carraspeó y miró a Meggie. Tras los gruesos cristales de sus gafas, sus ojos parecían extrañamente grandes.
—En la… ejem… fiesta que proyecta Capricornio —dijo bajando la vista y pasando con timidez el dedo por el borde de la mesa—, tienes que leer en voz alta
Corazón de tinta,
como ya debes de saber. Hasta ese momento el libro se guarda en un lugar secreto. Sólo Capricornio lo conoce. Por eso no podrás verlo hasta la… ejem… celebración. Para la última prueba de tu talento que exige Capricornio, utilizaremos otro libro. Por suerte en este pueblo hay más libros, no muchos, pero en cualquier caso me han encomendado la tarea de elegir el adecuado. —Volvió a levantar la cabeza y dirigió a Meggie una tenue sonrisa—. Menos mal que esta vez no he tenido que buscar oro ni nada por el estilo. Capricornio sólo desea una prueba de tus habilidades, y por eso —colocó un librito encima de la mesa— he elegido éste.
Meggie se inclinó sobre la tapa.
—Cuentos completos
de Hans Christian Andersen —leyó en voz alta. Miró a Darius—. Son preciosos.
—Sí —suspiró éste—. Tristes, pero muy, muy bellos.
Él levantó la mano por encima de la mesa y abrió el libro por donde había unos cuantos tallos de hierba adheridos a las páginas amarillentas.
—Primero pensé en mi cuento favorito, el de la alondra, ¿lo conoces?
Meggie asintió.
—Sí, pero al hada que sacaste leyendo ayer no le va nada bien en el jarro donde Basta la ha encerrado —prosiguió Darius—. Se me ocurrió, pues, que acaso sea mejor intentarlo con el soldadito de plomo.
El soldadito de plomo. Meggie calló. El valiente soldado de plomo en su barquito de papel… Se lo imaginó plantado de repente junto a la cesta de fruta.
—¡No! —respondió la niña—. De ninguna manera. Ya se lo dije a Capricornio. No le traeré nada leyendo, ni siquiera como prueba. Dile que ya no soy capaz. Dile simplemente que lo he intentado y no he sacado nada del libro.