Capricornio exhaló un profundo suspiro.
—¡Ay, es una auténtica vergüenza! —dijo dirigiéndose a Dedo Polvoriento—. ¿Por qué tuviste que escogerla precisamente a ella? ¿No pudiste haber convencido a cualquier otra de que espiase para ti? Desde que Darius, ese tarugo, la trajo leyendo a este mundo, sentía auténtica debilidad por ella. Nunca me importó que eso le costara la voz. No, de veras que no. Supuse, tonto de mí, que por esa razón podía depositar toda mi confianza en ella. ¿Sabías que antes su pelo era como hilos de oro?
—Sí, lo recuerdo —respondió Dedo Polvoriento con voz ronca—. Pero se ha oscurecido en tu presencia.
—¡Idioteces! —Capricornio, irritado, frunció el ceño—. A lo mejor debíamos probar con polvo de hada. Espolvoreando polvo de hada por encima dicen que hasta el latón parece oro. ¿Funcionará también con el pelo de las mujeres?
—No merece la pena intentarlo —dijo la Urraca con tono burlón—. A no ser que quieras que esté bellísima el día de su ejecución.
—Bah. —De pronto Capricornio dio media vuelta y se dirigió hacia las escaleras.
Meggie apenas se fijó. Miraba hacia arriba, a la mujer desconocida. Las palabras de Capricornio habían penetrado muy hondo en su mente: cabellos como hilos de oro… el tarugo del lector… No, no, era imposible. Miraba fijamente hacia lo alto, entornando los ojos para distinguir mejor el rostro detrás de las cuerdas, pero las tinieblas lo ocultaban.
—Bien. —Con un profundo suspiro, Capricornio se hundió en su sillón—. ¿Cuánto tiempo precisaremos para los preparativos? No olvidemos que todo debe acontecer en el marco adecuado.
—Dos días. —La Urraca subió las escaleras y ocupó de nuevo su lugar tras él—. Suponiendo que quieras que asistan los hombres de las otras bases.
Capricornio frunció el ceño.
—Claro. ¿Por qué no? Ya va siendo hora de dar otro pequeño escarmiento. En los últimos tiempos la disciplina ha dejado mucho que desear. —Y al pronunciar estas palabras miró a Basta, que agachó la cabeza como si todos los errores de los días anteriores gravitaran como una losa sobre sus hombros—. Pasado mañana entonces… —prosiguió Capricornio—. En cuanto se haga de noche. Antes, Darius deberá intentar una prueba con la chica. Que lea algo en voz alta, sólo quiero asegurarme de que el hada no ha sido fruto de la casualidad.
Basta había vuelto a envolver a Campanilla en su chaqueta. A Meggie le habría gustado taparse los oídos con las manos para no escuchar el tintineo desesperado del hada. Apretó los labios para que dejaran de temblar y alzó la vista hacia Capricornio.
—¡No leeré para ti! —dijo, y su voz resonó en la iglesia como la voz de una extraña—. ¡Ni una sola palabra! ¡No te traeré oro leyendo y menos aún un… verdugo! —le espetó a Capricornio.
Éste se limitó a juguetear con el cinturón de su bata.
—¡Devolvedla a su habitación! —ordenó a Basta—. Es tarde. La niña necesita dormir.
Basta propinó a Meggie un empujón en la espalda.
—Vamos. Ya lo has oído. Muévete.
Meggie dirigió una postrera mirada a Dedo Polvoriento y luego recorrió el pasillo caminando delante de Basta con paso vacilante. Cuando se situó debajo de la segunda red, volvió a mirar hacia lo alto. El rostro de la mujer desconocida seguía en tinieblas, pero creyó distinguir sus ojos, su nariz fina… y, con un poco más de imaginación, su pelo rubio…
—¡Vamos, sigue! —le increpó Basta.
Meggie obedeció sin dejar de mirar hacia atrás.
—¡No lo haré! —vociferó cuando casi había alcanzado el pórtico—. ¡Lo prometo! No leeré para traer a nadie hasta aquí. Jamás!
—No prometas nada que no puedas cumplir —le dijo Basta en voz baja mientras abría el portón empujándolo.
Acto seguido, la obligó a salir de nuevo a la plaza intensamente iluminada.
Él se agachó y sacó a Sofrita del bolsillo de su chaleco. Allí estaba ella con su camisoncito y los pies descalzos. Temblando, miró en torno suyo hacia los jirones de niebla que los envolvían y los vapores que ondeaban fantasmagóricos.
—¿Dónde estamos? —preguntó ella.
—En el país de los sueños —dijo el GuRie—. En el lugar del que proceden los sueños.
Roald Dahl
,
Sofiíta y el gigante
Fenoglio estaba tumbado en la cama cuando Basta empujó a Meggie por la puerta.
—¿Qué le habéis hecho? —increpó a Basta mientras se levantaba a toda prisa—. ¡Está blanca como la tiza!
Pero Basta había vuelto a cerrar la puerta.
—¡Dentro de dos horas llegará el relevo! —oyó Meggie que le decía al guardián. Luego, se marchó.
Fenoglio apoyó las manos sobre los hombros de la niña y la miró preocupado.
—¿Y bien? ¡Cuéntame! ¿Qué querían de ti? ¿Has visto a tu padre?
Meggie negó con la cabeza.
—Han capturado a Dedo Polvoriento —informó—. Y a una mujer.
—¿A una mujer? Cielos, estás aturdida. —Fenoglio la condujo hasta la cama. Meggie se sentó a su lado.
—Creo que es mi madre —musitó la niña.
—¿Tu madre? —Fenoglio la miró estupefacto. Tenía unas profundas ojeras debido a la noche pasada en vela.
Meggie se alisó su vestido con aire ausente. La tela estaba sucia y arrugada. No era de extrañar, llevaba días durmiendo con él.
—Su pelo es más oscuro —balbució—. Y la foto que tiene Mo data de hace más de nueve años… Capricornio la ha metido dentro de una red, igual que a Dedo Polvoriento. Quiere ejecutarlos a ambos dentro de dos días y para ello tengo que sacar leyendo de
Corazón de tinta
a no sé quién, a ese amigo, como lo llama Capricornio, ya te lo conté. También pretendía que lo trajese Mo. Tú te negaste a revelarme quién era, pero ahora no te queda más remedio que hacerlo —dirigió una mirada suplicante a Fenoglio.
El anciano cerró los ojos.
—¡Válgame el cielo! —murmuró.
Fuera seguía estando oscuro. La luna colgaba justo delante de la ventana. Una nube semejante a un vestido hecho jirones pasó flotando a su lado.
—Te lo contaré mañana —le aseguró Fenoglio—. Te lo prometo.
—¡No! ¡Ahora!
Él la contempló meditabundo.
—No es una historia para contar de noche. Después tendrás pesadillas.
—¡Cuéntamela! —insistió Meggie.
Fenoglio suspiró.
—¡Ay, señor! Conozco esa mirada por mis nietos —dijo—. Está bien —la ayudó a subir a su cama, le colocó el jersey de su padre por debajo de la cabeza y le subió la manta hasta la barbilla—, te la contaré tal como figura en
Corazón de tinta
—musitó—. Me sé esas frases de memoria; por aquel entonces me sentía muy orgulloso de ellas… —carraspeó antes de susurrar las palabras en la oscuridad—.
Pero había uno al que la gente temía aún más que a los hombres de Capricornio. Lo llamaban la Sombra. Sólo aparecía cuando Capricornio lo convocaba. A veces era rojo como el fuego, otras grisáceo como la ceniza en que se convierte todo lo que devora. Salía flameando de la tierra como la llama de la madera. Sus dedos traían la muerte, incluso su aliento. Se alzaba ante los pies de su señor, mudo y sin rostro, como un perro que ventea su presa, esperando a que su señor le señalase la víctima.
— Fenoglio se pasó la mano por la frente y miró hacia la ventana. Tardó un rato en hablar, como si necesitase volver a evocar en su memoria las palabras escritas hacía tantos años—.
Se decía
—prosiguió al fin en voz baja—
que Capricornio había encargado a un duende o a los enanos, que son expertos en todo lo que procede del fuego y del humo, que creasen a la Sombra con la ceniza de sus víctimas. Nadie se sentía a salvo, pues se decía que Capricornio había ordenado matar a los creadores de la Sombra. Pero todos sabían una cosa: que era un ser inmortal, invulnerable y tan despiadado como su señor.
Fenoglio calló.
Meggie contemplaba la noche con el corazón desbocado.
—Sí, Meggie —prosiguió Fenoglio en voz muy queda—. Creo que tienes que traerle a la Sombra. Y que Dios nos asista si lo consigues. En este mundo abundan los monstruos; la mayoría son humanos, y desde luego mortales. No querría ser culpable de que un monstruo inmortal propague en el futuro el terror y el espanto en este planeta. A tu padre se le había ocurrido una idea cuando vino a verme, ya te lo he comentado, acaso sea nuestra única posibilidad, pero ignoro aún si funcionará. Necesito reflexionar, pues nos queda poco tiempo. Tú deberías dormir. ¿Qué has dicho? ¿Que todo tendrá lugar pasado mañana?
Meggie asintió.
—En cuanto oscurezca —musitó.
Fenoglio, cansado, se pasó la mano por la cara.
—No debes preocuparte por la mujer —le dijo—. No sé si te gustará oírlo, pero creo que es imposible que sea tu madre, por mucho que lo desees. ¿Cómo puede haber llegado hasta aquí?
—¡Darius! —Meggie hundió la cara en el jersey de Mo—. El mal lector. Capricornio lo dijo: él la trajo y eso le costó perder la voz. Ella ha vuelto, estoy segura, y Mo no sabe una palabra al respecto. Cree que sigue dentro del libro y…
—Bueno, si tienes razón, me gustaría que continuase en él —dijo Fenoglio suspirando mientras cubría los hombros de la niña con la manta—. Creo que te equivocas, pero piensa lo que te apetezca. Ahora, a dormir.
Meggie, sin embargo, no conseguía conciliar el sueño. Yacía con la cara vuelta hacia la pared, escuchando su interior. La preocupación y la alegría se mezclaban en su corazón como dos colores. En cuanto cerraba los ojos veía las redes y detrás de las cuerdas los dos rostros, el de Dedo Polvoriento y el otro, desvaído como una foto antigua. Pero por mucho que se esforzase en captar los detalles, volvía a desdibujarse una y otra vez.
Cuando al fin se durmió alboreaba, pero la noche no arrastra consigo los peores sueños. En ese período gris entre la noche y el día, las pesadillas crecen con enorme rapidez y tejen los segundos convirtiéndolos en una eternidad. En el sueño de Meggie se deslizaron gigantes de un solo ojo y arañas gigantes, cancerberos, brujas devoradoras de niños, todos los personajes pavorosos con los que se había topado alguna vez en el reino de las letras. Salían arrastrándose de la caja que su padre le había fabricado y se esforzaban por salir de las páginas de sus libros favoritos. Los monstruos brotaban incluso de los libros ilustrados que le había regalado su padre cuando las letras aún no tenían sentido para ella. Peludos y de colores chillones, bailoteaban por el sueño de Meggie y sonreían con sus bocas demasiado anchas, enseñando sus dientecitos afilados. Ahí estaba el gato sardónico de Cheshire que siempre le había dado tanto miedo, y por allí venían los wildekerle que le gustaban tanto a su padre que tenía un cuadro de ellos en su taller. ¡Qué dientes tan grandes exhibían! Dedo Polvoriento desaparecería entre ellos como el pan recién horneado. Pero justo cuando uno, el de los ojos grandes como platos, estiraba las garras, emergió de la nada gris una nueva figura, crepitante como una llama, gris como la ceniza y carente de rostro, agarró al wildekerle y lo desgarró convirtiéndolo en un montón de jirones de papel.
—¡Meggie!
Los monstruos se desvanecieron y el sol alumbró la cara de Meggie. Fenoglio estaba junto a su cama.
—Has soñado.
La niña se incorporó. A juzgar por su expresión, el anciano no debía de haber pegado ojo en toda la noche, pues parecía tener unas cuantas arrugas más. —¿Dónde está mi padre, Fenoglio? —le preguntó—. ¿Por qué no viene?
Porque aquellos ladrones solían acechar en los caminos y vagar por los pueblos y ciudades atormentando a sus habitantes. Y en cuanto habían saqueado una caravana o asaltado un pueblo, trasladaban su botín a aquel lugar apartado y oculto que estaba lejos de las miradas de los hombres.
Anónimo
,
Alí Babá y los cuarenta ladrones
Farid contempló, absorto, las tinieblas hasta que le dolieron los ojos, pero Dedo Polvoriento no regresaba. A veces, Farid creía percibir su rostro surcado por las cicatrices entre las ramas bajas. Otras le parecía oír sus pasos sigilosos por las hojas secas, pero siempre se equivocaba. Farid estaba acostumbrado a acechar en la oscuridad. Había pasado así muchas noches interminables, y de ese modo había aprendido a dar más crédito a sus oídos que a sus ojos. Antaño, en la otra vida, cuando el mundo a su alrededor no era verde, sino amarillo y marrón, sus ojos le habían dejado alguna que otra vez en la estacada, pero siempre había confiado en sus oídos.
No obstante, aquella noche, la más larga de todas las noches, Farid acechaba en vano. Dedo Polvoriento no regresaba. Cuando alboreaba sobre las colinas, Farid se acercó a los dos prisioneros, les dio agua, unos mendrugos de pan seco y unas aceitunas.
—¡Vamos, Farid, desátanos! —le rogó Lengua de Brujo cuando le introducía el pan entre los labios—. Dedo Polvoriento debería haber regresado hace mucho, y tú lo sabes.
Farid callaba. Sus oídos amaban la voz de Lengua de Brujo. Era la voz que lo había arrancado de su otra vida mísera, pero amaba más a Dedo Polvoriento, sin saber por qué… y Dedo Polvoriento le había encargado que vigilase a los prisioneros. Nada le había dicho de soltarlos.
—Escúchame, eres un chico inteligente —le dijo la mujer—. Así que utiliza la cabeza, ¿de acuerdo? ¿Quieres quedarte aquí sentado hasta que vengan los hombres de Capricornio y nos encuentren? Daremos un bonito espectáculo: un chico vigilando a dos personas atadas que no pueden mover ni un dedo para ayudarle. Se partirán de risa.
¿Cómo se llamaba? Elinor. Farid tenía dificultades para articular su nombre. Le pesaba en la lengua como si fuese de plomo. Le parecía el de una maga de un lugar remoto, muy remoto. Esa mujer le resultaba inquietante, lo miraba como un hombre, sin vergüenza, sin miedo, y su voz podía subir de tono y tornarse furiosa como la de un león…
—¡Tenemos que bajar al pueblo, Farid! —decía Lengua de Brujo—. Tenemos que averiguar el destino que ha corrido Dedo Polvoriento… y el paradero de mi hija.
Ah, claro, la niña… la niña de los ojos claros, esos pequeños trozos de cielo caídos y encerrados entre unas pestañas oscuras. Farid hurgaba en la tierra con un palo. Una hormiga pasó junto a los dedos de sus pies transportando una miga de pan más grande que ella misma.
—A lo mejor no nos entiende —aventuró Elinor.
Farid levantó la cabeza y le lanzó una mirada furibunda.
—¡Lo entiendo todo!
Lo había entendido desde el primer momento. Daba la impresión de que jamás había escuchado otro idioma. No pudo evitar pensar en la iglesia rojiza. Dedo Polvoriento le había explicado que había sido una iglesia. Farid nunca había visto antes un edificio semejante. También se acordaba del hombre de la navaja. En su antigua vida había visto muchos hombres similares. Les encantaban sus navajas y cometían atrocidades con ellas.