—¿Recuerdas cómo se llevan a sus víctimas? —prosiguió en voz baja—. Susurran tu nombre: «Bastaaa», y al momento notas un escalofrío y luego…
—¡Pronto susurrarán el tuyo, dedo sucio! —le interrumpió Basta con voz temblorosa—. Sólo el tuyo.
Acto seguido subió los peldaños a toda velocidad, como si las Damas Blancas lo persiguieran.
El eco de sus pasos se extinguió y Dedo Polvoriento se quedó solo… con el silencio, con la muerte y con Resa. Evidentemente eran los únicos presos. A veces Capricornio mandaba encerrar en la cripta a algún pobre diablo para asustarlo, pero la mayoría de los que iban a parar allí y escribían sus nombres sobre los sarcófagos desaparecían en una noche oscura y nadie volvía a verlos jamás.
Su despedida de este mundo sería bastante más espectacular.
«Mi última función, como quien dice —pensó Dedo Polvoriento—. Quién sabe si en esta ocasión compruebo que todo esto no es más que una pesadilla y que era preciso morir para volver a casa…» Una hipótesis grata, si hubiera sido capaz de creer en ella.
Resa se había sentado en el sarcófago. Era un sencillo féretro de piedra. La tapa estaba rota y el nombre que algún día había figurado encima era ya ilegible. A Resa la cercanía de los muertos no parecía atemorizarla.
A Dedo Polvoriento le sucedía lo contrario. No temía a los espíritus, ni a las Damas Blancas, como Basta. Si hubiera aparecido alguno lo habría saludado con educación. No. El temía a la muerte. Creía oír su respiración profunda allí abajo arrebatándole el aire. Sentía una tremenda opresión en el pecho como si se le hubiera sentado encima un animal enorme y horrible. A lo mejor no había sido tan malo estar allí arriba, en la red. Al menos podía respirar.
Notó que Resa lo miraba. Le hacía una seña para que se acercase a ella, golpeando la tapa del sarcófago. Vacilante, se sentó a su lado. Ella hundió la mano en el bolsillo de su vestido, sacó una vela y la sostuvo ante su rostro. Dedo Polvoriento no pudo evitar una sonrisa. Sí, claro que tenía cerillas. Ocultar a Basta y a esos estúpidos algo tan pequeño como unas cerillas era un juego de niños.
Resa echó unas gotas de cera sobre la tumba y pegó la vela tremolante. Le gustaban las velas encendidas y las piedras. Siempre llevaba ambas cosas en los bolsillos… además de otros objetos. Pero a lo mejor sólo había encendido la vela para él, sabedora de que el fuego le encantaba.
—Lo siento, habría debido buscar el libro solo —dijo pasando el dedo por la llama clara—. Perdóname.
Resa le tapó la boca. Seguramente su gesto significaba que no había nada que perdonar. Qué mentira tan simpática y muda. Ella volvió a apartar la mano y Dedo Polvoriento carraspeó.
—Tú… tú no lo encontraste, ¿verdad?
Eso carecía ya de importancia, pero le apetecía saberlo.
Resa negó con la cabeza y levantó los hombros como si lo lamentase.
—Bueno, me lo figuraba —repuso él con un suspiro.
Ese silencio le resultaba atroz, peor que miles de voces.
—¡Cuéntame una historia, Resa! —musitó aproximándose más a ella.
«Por favor —añadió en su mente—. Ahuyenta mi miedo. Me oprime el pecho. Trasladémonos a otro lugar mejor.»
Resa conocía infinidad de historias. Nunca le había revelado dónde las había aprendido, pero él lo sabía, como es natural. Sabía de sobra quién se las había leído antes, no en vano había reconocido el rostro femenino en cuanto lo vio en casa de Capricornio. Lengua de Brujo le había enseñado su fotografía en numerosas ocasiones.
Resa sacó un trozo de papel de sus insondables bolsillos. Ocultaba en ellos no sólo cadenas y piedras. Si él llevaba siempre algo para encender fuego, Resa siempre guardaba papel y lápiz, su lengua de madera lo denominaba ella; un cabo de vela, un lápiz y unos trozos de papel sucio… Era obvio que ninguno de esos objetos le había parecido a Capricornio tan peligroso como para quitárselo.
Cuando relataba una de sus historias, a veces se limitaba a escribir media frase para que Dedo Polvoriento la terminase. Así corría más y la narración tomaba a veces derroteros sorprendentes. Pero esta vez se negaba a contarle una, a pesar de que él la necesitaba más que nunca.
«¿Quién era esa niña?», escribió Resa.
Claro. Meggie. ¿Debía mentirle? ¿Por qué no? Pero no lo hizo, ni él mismo supo por qué.
—Es la hija de Lengua de Brujo. ¿Que cuántos años tiene? Doce, creo.
La respuesta apropiada. Lo vio en sus ojos. Eran los ojos de Meggie. Quizás algo más cansados.
—¿Que cómo es Lengua de Brujo? Creo que ya me lo preguntaste una vez. Él no tiene cicatrices como yo.
Dedo Polvoriento intentó esbozar una sonrisa, pero Resa permaneció seria. La luz de la vela titilaba sobre su rostro. «Tú conoces sus facciones mejor que las mías —pensó Dedo Polvoriento—, pero no te lo diré. Él me arrebató mi mundo, de modo que ¿por qué no podría quitarle yo la mujer?»
Resa se levantó y se puso la mano un poco más arriba de la cabeza.
—Sí. Es alto. Más que nosotros dos. —¿Por qué no le mentía?—. Sí, su pelo es oscuro, ¡pero ahora no me apetece hablar de él! — Se dio cuenta de la irritación que dejaba traslucir su voz—. ¡Por favor! —La atrajo de nuevo a su lado, cogiéndola de la mano—. Es mejor que me cuentes algo. La vela pronto se consumirá, y la luz que nos ha dejado Basta alcanzará para ver estos malditos sarcófagos, pero no para descifrar las letras.
Ella lo miró meditabunda, como si quisiera adivinar sus pensamientos, hallar las palabras que él callaba. Pero Dedo Polvoriento podía tornarse más hermético incluso que Lengua de Brujo, mucho más. Podía hacerse impenetrable: un escudo para proteger su corazón de miradas demasiado curiosas. ¿Qué importaba su corazón a los demás?
Resa volvió a inclinarse sobre el papel y empezó a escribir.
Calla, presta atención y escucha; porque esto acaeció y sucedió y aconteció y tuvo lugar, mi queridísimo querido, cuando los animales mansos eran salvajes. El perro era salvaje y el caballo era salvaje y la vaca era salvaje y la oveja era salvaje y el cerdo era salvaje —tan salvaje como quepa imaginar—, y todos ellos caminaban salvajes por los vastos bosques salvajes. Pero el más salvaje de todos los animales salvajes era el gato. Estaba solo y para él cualquier lugar era bueno.
Resa sabía siempre qué historia necesitaba él en cada momento. Era una extraña en ese mundo, igual que él. No le cabía en la cabeza que perteneciera a Lengua de Brujo.
—Bien —dijo Zoff—. He de decir lo siguiente: quien crea tener un plan mejor, que lo revele.
Michael de Larrabeiti
,
Los Borribles,
tomo 2:
«En el laberinto de los Wendel»
Cuando regresó Farid, Lengua de Brujo le estaba esperando. Elinor dormía bajo los árboles, el rostro enrojecido por el calor del mediodía, pero Lengua de Brujo seguía en el mismo sitio en el que lo había dejado Farid. Al verlo subir por la colina, respiró aliviado.
—Hemos oído disparos —le gritó a Farid—. Creía que no volveríamos a verte.
—Disparan a los gatos —respondió Farid dejándose caer sobre la hierba.
La preocupación de Lengua de Brujo le desconcertaba. No estaba acostumbrado a que se preocupasen por él. «¿Por qué has tardado tanto? ¿Dónde te habías metido?» A esos recibimientos estaba acostumbrado. Dedo Polvoriento, por lo general, se mostraba huraño, reservado e inabordable como una puerta cerrada a cal y canto. Lengua de Brujo, sin embargo, llevaba sus sentimientos escritos en la cara: preocupación, alegría, enfado, dolor, amor… por más que intentase ocultarlos. Ahora, por ejemplo, intentaba plantear la pregunta que sin duda le corroía desde la partida de Farid.
—Tu hija está bien —le informó—. Ha recibido tu nota, a pesar de que la han encerrado en el piso superior de la casa de Capricornio. Sin embargo,
Gwin
es una magnífica escaladora, superior incluso a Dedo Polvoriento.
Oyó el suspiro de alivio de Lengua de Brujo… Parecía haberle quitado un gran peso de encima.
—He recibido su respuesta. —Farid dejó salir a
Gwin
de la mochila, la agarró por el rabo y cogió del collar la nota de Meggie.
Lengua de Brujo desdobló el papel con sumo cuidado como si temiera difuminar las letras con sus dedos.
—Papel para guardas —murmuró—. Tiene que haberlo arrancado de un libro.
—¿Qué dice?
—¿Has intentado leerlo?
Farid negó con la cabeza y sacó un trozo de pan del bolsillo del pantalón.
Gwin
se había ganado un premio. La marta, sin embargo, había desaparecido. Debía de estar intentando recuperar el sueño diurno tan largamente añorado.
—¿No sabes leer, verdad?
—No.
—Bueno, pocos serían capaces de entender esta escritura. Es la misma que utilicé yo. Ya has visto que ni siquiera Elinor logró descifrarla. —Lengua de Brujo alisó el papel, era amarillo mate, como la arena del desierto, leyó… y alzó bruscamente la cabeza—. ¡Cielos! —murmuró—. Lo que faltaba.
—¿Qué ocurre? —El propio Farid mordió el pan que había guardado para la marta. Estaba duro, pronto tendría que robar más.
—¡Meggie también tiene el don! —Lengua de Brujo meneaba la cabeza con incredulidad mientras clavaba los ojos en el papel que sostenía en la mano.
Farid apoyó el codo en la hierba.
—Ya lo sé, está en boca de todos… Yo espié. Dicen que sabe hacer magia como tú, y que ahora Capricornio ya no necesita esperarte. Que ya no le haces falta.
Lengua de Brujo lo miró como si no le hubiera venido a las mientes esa idea.
—Cierto —murmuró—. Ahora nunca la dejará libre. Al menos por su propia voluntad.
Contempló las letras escritas por su hija. A Farid le parecían huellas de serpiente en la arena.
—¿Qué más dice?
—Que han capturado a Dedo Polvoriento y que mañana mismo por la noche tiene que leer para traer a alguien que lo matará. —Dejó caer el papel y se pasó la mano por el pelo.
—Sí, eso también lo oí. —Farid arrancó un tallo de hierba y lo desmenuzó en trocitos—. Al parecer lo han encerrado en la cripta de la iglesia. ¿Y qué más dice la nota? ¿No cuenta tu hija a quién tiene que traer para Capricornio?
Lengua de Brujo negó con la cabeza, pero Farid notó que sabía más de lo que le revelaba.
—Sé franco conmigo. ¿Es un verdugo, verdad? Alguien que sabe cortar cabezas.
Lengua de Brujo callaba como si no hubiera oído sus palabras.
—Ya he presenciado acontecimientos parecidos —explicó Farid—. Así que puedes contármelo con toda tranquilidad. Si el verdugo maneja bien la espada, todo sucede muy deprisa.
Lengua de Brujo lo miró, atónito, después negó con la cabeza.
—No es un verdugo —aclaró—. Al menos no tiene espada. Ni siquiera es humano.
Farid palideció.
—¿Que no es humano?
Lengua de Brujo sacudió la cabeza. Transcurrió un rato hasta que prosiguió.
—Lo llaman la Sombra —dijo con voz inexpresiva—. Ya no recuerdo con exactitud las palabras con las que se le describe en el libro, sólo sé que me lo imaginé como una figura de ceniza abrasadora, gris, ardiente, sin rostro.
Farid no le quitaba los ojos de encima. Por un instante deseó no haber preguntado.
—Ellos… todos ellos esperan ansiosos la ejecución —siguió contando atropelladamente—. Los chaquetas negras están de un humor excelente. También desean matar a la mujer que se reunió con Dedo Polvoriento. Porque intentó encontrar el libro para entregárselo.
Hundía en el suelo los dedos desnudos de los pies. Dedo Polvoriento había intentado acostumbrarlo a las zapatillas, por las serpientes, pero con ellas tenía la sensación de que al caminar alguien le agarraba los dedos de los pies, por eso acabó tirándolas al fuego.
—¿De qué mujer hablas? ¿Una de las criadas de Capricornio? —Lengua de Brujo le dirigió una mirada inquisitiva.
Farid asintió. Se frotó los dedos de los pies. Estaban llenos de picaduras de hormiga.
—Ella no habla, es muda como un pez. Dedo Polvoriento lleva una foto suya en la mochila. Al parecer esa mujer ya le ha ayudado en otras ocasiones. Además, creo que está enamorado de ella.
No le había resultado difícil echar un vistazo por el pueblo. Allí había muchos chicos de su edad. Se encargaban de lavar los coches a los chaquetas negras, limpiar sus botas y sus armas, llevar recados de amor… Él también había tenido que entregar cartas de amor, antaño, en su otra vida. Botas no había tenido que limpiar, pero armas sí… y había paleado excrementos de camello. Seguro que era más agradable sacar brillo a los coches.
Farid alzó la vista hacia el cielo. Pasaban nubes diminutas, blancas como plumas de garza, esponjosas cual flores de acacia. Ese cielo solía estar nublado. A Farid le gustaba. En el mundo del que procedía siempre estaba raso.
—Mañana mismo… —musitó Lengua de Brujo—. ¿Qué voy a hacer? ¿Cómo voy a sacarla de casa de Capricornio? A lo mejor consigo irrumpir a escondidas por la noche. Necesitaría uno de esos trajes negros…
—Te he traído uno. —Farid sacó de la mochila primero la chaqueta y después el pantalón—. Los robé de una cuerda de tender la ropa. ¡Y tengo un vestido para Elinor!
Lengua de Brujo le observó con tan indisimulada admiración que Farid se ruborizó.
—¡Eres un verdadero demonio! Quizá debería preguntarte a
ti
cómo puedo sacar a Meggie de ese pueblo.
Farid sonrió, avergonzado, y se miró los dedos de los pies. ¿Preguntarle a él? Nadie le había pedido todavía su opinión. Siempre había sido el perro sabueso, el espía. Eran otros los que urdían los planes: incursiones hostiles, ataques por sorpresa, acciones de venganza. Al perro no se le consultaba. Al perro se le pegaba si desobedecía.
—Nosotros sólo somos dos, y ahí abajo hay por lo menos veinte —le informó—. No será fácil…
Lengua de Brujo miró hacia su campamento y a la mujer que dormía bajo los árboles.
—¿Acaso no cuentas a Elinor? Pues haces mal. Es mucho más belicosa que yo y en estos momentos está muy, pero que muy furiosa.
Farid no pudo evitar una sonrisa.
—Bueno. Entonces, tres —rectificó—. Tres contra veinte.
—Sí, no suena bien, lo sé. —Lengua de Brujo se levantó suspirando—. Ven, contemos a Elinor tus averiguaciones —dijo, pero Farid permaneció sentado en la hierba.
Agarró una de las ramas secas. Una leña de primera calidad. Allí abundaba. En su antigua vida habrían tenido que recorrer grandes distancias para encontrar una leña como ésa. La habrían pagado a precio de oro. Farid contempló la madera, acarició con el dedo la corteza rugosa y miró hacia el pueblo de Capricornio.