—Podríamos recurrir al fuego —sugirió.
Lengua de Brujo le miró sin comprender.
—¿A qué te refieres?
Farid recogió los palos. Apiló aquellos vástagos que los árboles tiraban al suelo como si les sobrasen.
—Dedo Polvoriento me enseñó a domesticar el fuego, que es como
Gwin:
si no sabes cogerlo, muerde; pero si lo tratas bien, hace lo que tú quieras. Así me lo enseñó Dedo Polvoriento. Si lo utilizamos en el momento oportuno y en el lugar adecuado…
Lengua de Brujo se agachó, cogió una de las ramas y la acarició.
—¿Y cómo quieres volver a dominarlo una vez que le hayas dado rienda suelta? Hace mucho que no llueve. Antes de darte cuenta, arderán las colinas.
Farid se encogió de hombros.
—Sólo si el viento es desfavorable.
Lengua de Brujo negó con la cabeza.
—No —dijo decidido—. En estas colinas sólo jugaré con fuego si no se me ocurre otra idea. Esta noche entraremos a escondidas en el pueblo. Quizá consigamos sortear a los centinelas. Quizá se conozcan tan mal entre ellos que me tomen por uno de los suyos. A fin de cuentas ya conseguimos huir de sus garras una vez. Quizá lo logremos de nuevo.
—Demasiados quizás —dijo Farid.
—Lo sé —respondió Lengua de Brujo—. Lo sé.
—¡Mira! —volvió a exclamar—. ¡Escupo en el suelo y maldigo a ese hombre! Negra será su caída. Si ves al amo, dile lo que me has oído; dile que con ésta son ya mil doscientas diecinueve las veces que Jennet Clouston le maldice a él y a su casa, a sus establos y cuadras, hombres y huéspedes, amo y esposa, hijos e hijas… ¡Negra, negra será su caída!
Robert L. Stevenson
,
Secuestrado
Fenoglio sólo precisó un par de frases para convencer al centinela apostado delante de la puerta de que necesitaba hablar inmediatamente con Basta. El anciano era un mentiroso redomado. Urdía historias de la nada a mayor velocidad que una araña su red.
—¿Qué deseas, viejo? —preguntó Basta cuando apareció en el umbral; traía consigo el soldadito de plomo—. ¡Aquí tienes, pequeña bruja! —le dijo al entregárselo—. Yo lo habría tirado al fuego, pero ya nadie me hace caso.
El soldadito de plomo se estremeció al oír la palabra «fuego», su bigotito se erizó y sus ojos miraron con tal desesperación que Meggie se conmovió. Cuando lo encerró con gesto protector entre sus manos, creyó escuchar los latidos de su corazón. Recordó el final de su historia:
A su vez, el soldadito se fundió, quedando reducido a una pequeña masa informe; cuando, al día siguiente, la criada sacó las cenizas de la estufa, no quedaba de él más que un trocito de plomo.
—Sí, yo opino lo mismo, ¡ya nadie te hace caso! —Fenoglio contempló a Basta compasivo, como un padre a su hijo… y en cierto modo lo era—. Justo por esa razón deseaba hablar contigo —bajó la voz con aire de conspirador—. Te ofrezco un trato.
—¿Un trato? —Basta lo miró con una mezcla de miedo y orgullo.
—Sí, un trato —repitió Fenoglio en voz baja—. ¡Me aburro! Soy un escritorzuelo, como certeramente me calificaste, necesito papel para vivir igual que otros necesitan pan y vino o cualquier otra cosa. Tráeme papel, Basta, y te ayudaré a recuperar las llaves. Ya sabes, las que la Urraca te ha arrebatado.
Basta sacó su navaja. La abrió de golpe y el soldadito de plomo comenzó a temblar tanto que la bayoneta se le escurrió de sus diminutas manos.
—Explícate —le espetó Basta mientras se limpiaba las uñas con la punta de la navaja.
Fenoglio se inclinó hacia él.
—Te escribiré un pequeño sortilegio dañino. Uno que obligue a Mortola a guardar cama durante semanas y te dé tiempo a demostrarle a Capricornio que eres el auténtico dueño y señor de las llaves. Por supuesto, un embrujo de éstos no surte efecto enseguida, sino que necesita tiempo, pero créeme, una vez que actúa… —Fenoglio enarcó las cejas en un gesto sugerente.
Basta, sin embargo, arrugó la nariz, desdeñoso.
—Ya lo he intentado con arañas, con perejil y con sal. No hay quien pueda con la vieja.
—¡Perejil y arañas! —Fenoglio soltó una risita—. Eres tonto, Basta. No estoy hablando de magia para niños, sino de letras. Nada es más poderoso que las letras, tanto para bien como para mal, créeme. — Fenoglio bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. ¡También a ti te creé con letras, Basta! ¡A ti y a Capricornio!
Basta retrocedió. El odio es hermano del miedo y Meggie vio ambos sentimientos reflejados en el rostro de Basta. Pero aún captó algo más: creía al anciano. Creía cada una de sus palabras.
—¡Eres un hechicero! —balbució—. Tú y la niña. Habría que quemaros a los dos, igual que a esos malditos libros, y de paso, también a su padre. —Y escupió deprisa tres veces a los pies del anciano.
—Bah. ¿De qué te sirve escupir contra el mal de ojo? —se burló Fenoglio—. Lo de quemarnos no es una idea muy innovadora, pero tú nunca has sido muy amigo de las innovaciones. En fin, ¿cerramos el trato?
Basta miraba fijamente el soldadito de plomo hasta que Meggie lo ocultó detrás de la espalda.
—¡De acuerdo! —gruñó—. Pero revisaré todos los días lo que hayas garabateado, ¿entendido?
«¿Y cómo piensas hacerlo? —pensó Meggie—. Si no sabes leer…» Basta la miró como si hubiera adivinado sus pensamientos.
—Conozco a una de las criadas —contestó—. Ella me lo leerá, de manera que nada de trucos, ¿entendido?
—Seguro —Fenoglio asintió con energía—. Ah, sí, tampoco me vendría mal un bolígrafo. Negro, a ser posible.
Basta trajo el bolígrafo y un montón de folios blancos. Fenoglio se sentó a la mesa con expresión trascendente, colocó delante la primera hoja, la dobló y luego la partió en nueve trozos. En cada uno de ellos escribió cinco letras, llenas de florituras y casi ilegibles, pero siempre las mismas. Acto seguido dobló con pulcritud las notitas, escupió sobre cada una de ellas y se las entregó a Basta, explicándole dónde tenía que esconderlas.
—Tres de ellas donde duerme, tres donde come y tres donde trabaja. Y sólo así, tras tres días y tres noches, surtirán el efecto deseado. Pero si la condenada llegase a encontrar una de las notas, el sortilegio se volvería contra ti.
—¿Qué quieres decir? —Basta miraba las notas de Fenoglio como si fuesen portadoras de la peste.
—¡Pues que has de esconderlas donde no las encuentre! —respondió Fenoglio mientras lo conducía hacia la puerta.
—Como no surta efecto, viejo —gruñó Basta antes de cerrar la puerta a sus espaldas—, adornaré tu cara igual que la de dedo sucio —y dicho esto se marchó.
Fenoglio se apoyó contra la puerta sonriendo satisfecho.
—¡Pero no dará resultado! —cuchicheó Meggie.
—Bueno, ¿y qué? Tres días es mucho tiempo —contestó Fenoglio sentándose de nuevo a la mesa—. Espero que no los necesitemos. A fin de cuentas queremos impedir una ejecución mañana por la noche, ¿no?
El resto del día se lo pasó mirando al infinito o escribiendo como un poseso. Llenaba cada vez más folios blancos con su letra grande, consumido por la impaciencia.
Meggie no lo molestó. Sentada junto a la ventana con su soldadito de plomo, se limitó a mirar las colinas preguntándose en qué lugar de esa maleza de hojas y ramas se ocultaba su padre. El soldadito de plomo estaba a su lado, una pierna estirada hacia delante, contemplando con ojos asustados ese mundo que desconocía por completo. A lo mejor pensaba en la bailarina de papel de la que había estado tan enamorado, o tenía la mente en blanco. No pronunció palabra.
Los criados también traían flores cada mediodía. Enormes ramos de flores de roble y de retama y de reina de los prados, las más bellas y finas que podían recoger en el bosque y en el campo.
Evangeline Walton
,
Las cuatro ramas de Mabinogi
Fuera ya había oscurecido, pero Fenoglio continuaba escribiendo. Bajo la mesa yacían las hojas arrugadas o rotas. Eran muchas más que las que apartaba a un lado con suma cautela, como si las letras corriesen peligro de resbalar por el papel. Cuando una de las criadas, una moza bajita y delgada, les trajo la cena, Fenoglio ocultó los folios debajo de la manta de la cama. Basta no se presentó aquella noche. A lo mejor estaba demasiado atareado escondiendo las notas mágicas de Fenoglio.
Meggie no se acostó hasta que en el exterior estuvo todo tan negro que las colinas se fundieron con el cielo. Dejó la ventana abierta.
—¡Buenas noches! —susurró en dirección a la oscuridad, como si su padre pudiera escucharla.
Después cogió su soldadito de plomo, subió a su cama y lo colocó junto a su almohada.
—Créeme, tú has tenido más suerte que Campanilla —le dijo en voz muy baja—. Ella está con Basta porque él cree que las hadas dan buena suerte y, ¿sabes una cosa?, si algún día salimos de aquí, te prometo que crearé una bailarina para ti igual a la de tu historia.
Él tampoco ahora comentó nada. Se limitaba a mirarla con tristeza, y después asintió con un ademán casi imperceptible. «¿Habrá perdido la voz? —se preguntó Meggie—, ¿o es que nunca ha podido hablar?» La verdad es que su boca parecía no haberse abierto jamás. «Si tuviera el libro —se decía—, podría volver a leerlo, o intentaría traer a la bailarina.» Pero el libro se lo había confiscado la Urraca, junto con todos los demás.
El soldadito de plomo se apoyó contra la pared y cerró los ojos. «¡No, la bailarina le rompería el corazón!», pensó Meggie antes de quedarse dormida. Lo último que oyó fue el bolígrafo de Fenoglio deslizándose sobre el papel, de letra en letra, veloz como la lanzadera de un telar que va creando una imagen espléndida a partir de hilos negros…
Aquella noche Meggie no soñó con monstruos. Ni siquiera una araña pobló sus sueños. Estaba en su casa, eso lo sabía, aunque su cuarto era igual al de la casa de Elinor. También estaba Mo, y su madre. Sus facciones se parecían a las de Elinor, pero Meggie sabía que era la mujer que colgaba en la iglesia al lado de Dedo Polvoriento. En sueños se aprenden muchas cosas, sobre todo a desconfiar de tus propios ojos. Sabes las cosas sin más. Se disponía a sentarse al lado de su madre, en el viejo sofá situado entre las estanterías de Mo, cuando de pronto alguien susurró su nombre:
—¡Meggie!
Una y otra vez.
—¡Meggie!
Ella se negaba a oírlo, deseando que el sueño no tuviera fin, pero la voz siguió llamándola sin compasión. Meggie la conocía. Abrió los ojos a regañadientes.
Fenoglio estaba junto a su cama, los dedos negros de tinta, como la noche que se cernía fuera, más allá de la ventana abierta.
—¿Qué pasa? Quiero dormir.
Meggie le volvió la espalda. Quería recuperar su sueño. A lo mejor todavía seguía ahí, oculto detrás de sus párpados cerrados. A lo mejor aún conservaba una pizca de felicidad pegada a las pestañas, como polvo de oro. ¿Acaso en los cuentos los sueños no ocultaban a veces algo? El soldadito de plomo también dormía, la cabeza caída sobre el pecho.
—¡He terminado! —Fenoglio susurraba a pesar de que los tremebundos ronquidos del guardián penetraban a través de la puerta.
Sobre la mesa, a la luz trémula de la vela, se veía un delgado montón de hojas escritas.
Meggie se incorporó bostezando.
—Tenemos que intentarlo esta noche —musitó Fenoglio—. Hay que comprobar si es posible modificar los relatos con tu voz y mis palabras. Intentaremos devolver a tu soldadito a su mundo. — Cogió a toda prisa las páginas escritas y se las colocó en el regazo—. No es ventajoso probarlo con una historia que no ha salido de mi pluma, pero ¿qué le vamos a hacer? No tenemos nada que perder.
—¿Devolverlo a su mundo? ¡Me niego! —exclamó Meggie desilusionada—. Se morirá. El niño lo tira a la estufa y se funde. Y la bailarina se quema.
De la bailarina, en cambio, había quedado la estrella de oropel, carbonizada y negra.
—¡No, no! —Fenoglio golpeó, impaciente, las hojas que la niña tenía en el regazo—. He reescrito la historia y tiene un final feliz. Ésa era la idea de tu padre: ¡cambiar los relatos! A él sólo le interesaba traer de regreso a tu madre, reescribir
Corazón de tinta
para devolverla a su mundo. Pero si esa idea funcionase de verdad, Meggie, si se pudiera modificar una historia impresa añadiendo palabras, entonces tendríamos la posibilidad de cambiarlo todo: quién se va, quién viene, cómo termina, a quién hace feliz y a quién infeliz. ¿Lo entiendes? Es una simple prueba, Meggie. Pero si el soldadito de plomo desaparece, créeme, entonces también seremos capaces de cambiar
Corazón de tinta.
¿Cómo? Eso aún he de pensarlo, pero ahora lee. ¡Por favor! —Fenoglio sacó la linterna de bolsillo de debajo de la almohada y la puso en la mano de Meggie.
Vacilante, ella dirigió el rayo de luz sobre la primera página cubierta de apretadas letras. De repente notó los labios resecos.
—¿De verdad que acaba bien? —se pasó la lengua por los labios y miró al soldadito de plomo dormido. Le pareció escuchar unos suaves ronquidos.
—Sí, sí, he escrito un final tan feliz que resulta empalagoso. —Fenoglio asintió, impaciente—. Acude con la bailarina a un palacio y allí viven felices hasta el fin de sus días… Nada de corazones derretidos, ni papel quemado, sólo pura felicidad amorosa.
—Tu letra es muy difícil de entender.
—¿De veras? ¡Si me he esforzado muchísimo!
—Pues no lo parece.
El anciano suspiró.
—Bueno —accedió Meggie—. Lo intentaré.
«¡Cada letra, cada una de ellas, es fundamental! —pensó Meggie—. Haz que resuenen, haz que tamborileen, haz que cuchicheen, y susurren, y rueden…» Y comenzó la lectura.
A la tercera frase el soldadito de plomo se enderezó, poniéndose más tieso que una vela. Meggie lo vio por el rabillo del ojo. Por un momento estuvo a punto de perder el hilo, se atascó en una palabra y volvió a leerla. Después ya no se atrevió a mirar de nuevo al soldadito… hasta que Fenoglio le puso la mano encima del brazo.
—¡Se ha ido! —susurró—. ¡Meggie, se ha ido!
Tenía razón. La cama estaba vacía.
Fenoglio oprimió su brazo con tal fuerza que le hizo daño.
—¡Eres de verdad una pequeña maga! —musitó—. Pero yo tampoco he estado mal, ¿no te parece? No, desde luego que no.
Contempló, admirado, sus dedos embadurnados de tinta. Después palmoteo y bailó por la estrecha habitación como un oso viejo. Cuando volvió a detenerse junto a la cama de Meggie, estaba casi sin aliento.