Se acercó lentamente hacia las cajas que habían contenido los libros, ahora reducidos a ceniza y a unos cuantos jirones de papel quemado, e introdujo la mano en su interior.
—¡Sorpresa! —anunció sonriente mostrando un libro.
Era completamente distinto del que le habían traído Meggie y Elinor. Todavía tenía una sobrecubierta de papel, de colores, con un dibujo encima que de lejos Meggie no acertó a distinguir.
—¡Sí, aún me queda uno! —exclamó Capricornio mientras contemplaba, complacido, sus atónitos rostros—. Mi ejemplar de uso personal, cabría decir, y mañana, Lengua de Brujo, lo leerás en voz alta. Como ya dije, este mundo me encanta, pero dentro de ese libro queda un amigo de los viejos tiempos al que echo de menos. A tu sustituto jamás le he permitido ensayar su arte con él, me preocupaba demasiado que lo trajese sin cabeza o sin una pierna, pero ahora te tengo a ti… y tú eres una eminencia en tu especialidad.
Mo contemplaba el libro que Capricornio sostenía en su mano con tanta incredulidad como si esperase que se disolviera en el aire de un momento a otro.
—Descansa, Lengua de Brujo —le aconsejó Capricornio—. Cuida tu valiosa voz. Tendrás mucho tiempo para eso, pues he de marcharme y no regresaré hasta mañana a mediodía. ¡Devolvedlos a los tres a su alojamiento! —ordenó a sus hombres—. Dadles comida suficiente y unas mantas para pasar la noche. Ah, sí, y que Mortola se encargue de que le lleven té, que por lo visto obra milagros con la ronquera y la voz cansada. Darius, ¿no has asegurado siempre que lo mejor es el té con miel? —preguntó a su antiguo lector.
El interpelado asintió y miró a Mo lleno de compasión.
—¿A su alojamiento? ¿Se refiere usted acaso al cuchitril en que nos ha metido la última noche su hombre de la navaja? —El rostro de Elinor se tiñó de manchas rojas, Meggie no acertó a vislumbrar si de horror o de furia—. ¡Lo que está haciendo con nosotros es detención ilegal! ¡Qué va, secuestro! Sí, secuestro. ¿Sabe usted con cuántos años de cárcel está penado?
—¡Detención ilegal…! —Basta paladeó las palabras—. Suena bien. De veras.
Capricornio le sonrió. Luego contempló a Elinor como si la viese por vez primera.
—Basta, ¿nos sirve para algo esta dama? —inquirió.
—No, que yo sepa —respondió el interpelado sonriendo como un chico al que acaban de autorizar a destrozar un juguete.
Elinor palideció e intentó retroceder, pero Cockerell se interpuso en su camino sujetándola.
—¿Qué hacemos normalmente con las cosas inútiles, Basta? —preguntó Capricornio en voz baja.
El aludido seguía sonriendo.
—¡Acabad de una vez con eso! —increpó Mo a Capricornio—. Dejad inmediatamente de atemorizarla o no leeré ni una palabra más.
Capricornio le dio la espalda con expresión de aburrimiento. Y Basta sonrió.
Meggie vio cómo Elinor se tapaba los labios temblorosos con la mano. Rápidamente se situó a su lado.
—No es una inútil. Es una experta en libros, la mejor del mundo —dijo mientras apretaba la mano de Elinor.
Capricornio se volvió. La mirada de sus ojos produjo escalofríos a la niña: le pareció que alguien le pasaba los dedos gélidos por la espalda. Sus pestañas eran claras como las telarañas.
—Seguro que Elinor conoce más historias de tesoros que tu flaco lector —tartamudeó—. Sin la menor duda.
Elinor apretó los dedos de Meggie con tal fuerza que casi se los aplastó. Los suyos estaban húmedos por el sudor.
—Sí, claro que sí. Seguro —balbució con voz ronca—. Seguro que se me ocurren otras más.
—¡Vaya, vaya! —repuso Capricornio torciendo sus bien formados labios—. En fin, ya veremos.
Acto seguido hizo una señal a sus hombres, que empujaron a Elinor, Meggie y Mo por delante de ellos. Tras pasar junto a las mesas, la estatua de Capricornio y las columnas rojas, atravesaron la pesada puerta, que gimió al empujarla para abrirla.
La iglesia proyectaba su sombra sobre la plaza. Olía a verano y el sol lucía en un cielo sin nubes, como si nada hubiera ocurrido.
Kaa agachó la cabeza y la colocó suavemente sobre el hombro de Mowgli.
—Un corazón valiente y una lengua cortés —alabó—. Con eso llegarás lejos en la selva, niño humano. Pero ahora márchate enseguida con tus amigos. Échate a dormir, porque ya se está poniendo la luna y lo que viene a continuación no está destinado a tus ojos.
Rudyard Kipling
,
El libro de la selva
La verdad es que les trajeron comida en abundancia. Hacia el mediodía, una mujer les llevó pan y aceitunas, y al anochecer, pasta que olía a romero fresco. Eso no acortó las horas, que se les hicieron eternas, ni tampoco la barriga llena disipó el miedo a lo que podía depararles el día siguiente. Eso no lo habría logrado ni siquiera un libro, pero era inútil pensarlo. Allí no había libros, sino paredes sin ventanas y una puerta cerrada. Al menos del techo colgaba una bombilla nueva, así no tuvieron que matar el tiempo sentados a oscuras. Meggie escudriñaba sin cesar la rendija de debajo de la puerta para comprobar si se hacía de noche. Se imaginaba a los lagartos tumbados fuera al sol. Había visto unos cuantos en la plaza de la iglesia. El de color verde esmeralda que había salido serpenteando de entre las monedas ¿habría acertado a salir al exterior? ¿Qué habría sido del chico? Cada vez que Meggie cerraba los ojos, veía su cara de consternación.
Se preguntaba si a Mo le pasarían por la cabeza los mismos pensamientos. Desde que habían vuelto a encerrarlos apenas había pronunciado palabra. Se había dejado caer sobre el lecho de paja con la cara vuelta hacia la pared. Elinor no se mostraba más locuaz.
—¡Cuánta generosidad! —se había limitado a murmurar después de que Cockerell echase el cerrojo de la puerta tras ellos—. Nuestro anfitrión nos ha obsequiado con otros dos montones de paja mohosa.
Tras sentarse en un rincón con las piernas estiradas, empezó a examinar con expresión sombría primero sus rodillas y después la pared mugrienta.
—¿Mo? —preguntó Meggie cuando el silencio le resultó insoportable—. ¿Qué crees que harán con el chico? ¿Y cuál es ese amigo que tienes que sacar del libro para Capricornio?
—No lo sé, Meggie —contestó su padre sin volverse.
Lo dejó, pues, en paz, se construyó una cama de paja a su lado y caminó despacio a lo largo de las paredes desnudas. ¿Se encontraba el chico desconocido detrás de alguna de ellas? Pegó la oreja a la pared. No se oía el menor ruido. Alguien había grabado su nombre en el revoque: Ricardo Bentone, 19/5/96. Meggie recorrió las letras con el dedo. Dos palmos más allá halló un segundo nombre, y un tercero. Meggie se preguntó qué habría sido de ellos, de Ricardo, y de Ugo, y de Bernardo… «A lo mejor también yo debería grabar el mío —pensó la niña—, por si acaso…» Por precaución se negó a concluir la frase en su mente.
Detrás de ella, Elinor se estiró en su lecho de paja suspirando. Cuando Meggie se volvió hacia ella, le sonrió.
—¡Qué no daría yo ahora por un peine! —dijo apartando los cabellos de su frente—. Jamás habría osado imaginar que en una situación semejante echaría de menos un peine, pero así es. Cielos, ya me he quedado sin horquillas. Debo de parecer una bruja o un cepillo de fregar que ha conocido tiempos mejores.
—Qué va, la verdad es que tienes muy buen aspecto. Y de todos modos, las horquillas se te caían siempre —dijo Meggie—. Hasta creo que pareces más joven.
—¿Más joven? Hum, si tú lo dices… —Elinor contempló su cuerpo. Su jersey gris ratón estaba muy sucio y sus medias tenían nada menos que tres carreras—. ¡Cómo me has ayudado en la iglesia…! —dijo, estirándose el borde de la falda sobre las rodillas—. Has sido muy amable. Tenía miedo de que se me doblaran las piernas como si fuesen de goma. No sé qué me pasa. Me siento distinta, como si la buena y vieja Elinor hubiera vuelto a casa dejándome aquí sola. —Sus labios empezaron a temblar y por un instante Meggie creyó que estaba a punto de llorar, pero por lo visto la vieja Elinor aún seguía allí—. ¡Sí, en eso se nota otra vez! —prosiguió—. En la necesidad de demostrar de qué pasta está hecha una. Yo siempre pensé que estaba hecha de roble, pero por lo visto ha resultado ser más bien madera de peral o de cualquier otra clase blanda como la mantequilla. Basta con que uno de esos mierdas juguetee con su cuchillo delante de mis narices para que empiecen a saltar virutas.
Ahora sí que se desató el llanto, por mucho que Elinor intentó contenerlo. Se pasó el dorso de la mano por los ojos, irritada.
—Creo que te estás portando bien, Elinor. —Mo seguía con la cara vuelta hacia la pared—. Creo que las dos os estáis portando bien. Y yo debería retorcerme el pescuezo con mis propias manos por haberos metido en todo este embrollo.
—¡Bobadas! ¡Si hubiera que retorcerle el pescuezo a alguien, sería al tal Capricornio! — exclamó Elinor—. Y a ese fulano llamado Basta. Ay, Dios mío, jamás habría osado imaginar que sentiría un placer ilimitado al asesinar a otra persona. Sin embargo, estoy segura de que si alguna vez pudiera rodear el cuello de Basta con mis dedos…
Cuando reparó en la mirada estupefacta de Meggie, enmudeció con aire culpable, pero la niña se limitó a encogerse de hombros.
—A mí me pasa lo mismo —murmuró y empezó a raspar una M en la pared con la llave de su bicicleta. ¡Increíble! ¡Aún conservaba la llave en el bolsillo del pantalón! Como un recuerdo de otra vida.
Elinor pasó el dedo por una de las carreras de sus medias y Mo se puso boca arriba y clavó la vista en el techo.
—Cuánto lo siento, Meggie —dijo de pronto—. Cuánto siento haberme dejado arrebatar el libro.
Meggie raspó una E mayúscula en la pared.
—Bueno, de todos modos eso no cambia nada —dijo dando un paso atrás. Las ges de su nombre parecían oes mordisqueadas—. Lo más seguro es que nunca hubieras conseguido traerla de vuelta.
—Sí, seguramente —murmuró Mo, fijando de nuevo los ojos en el techo.
—No es culpa tuya, Mo —le dijo Meggie.
«Lo importante es que estés conmigo —quiso añadir—. Lo importante es que Basta jamás vuelva a poner su navaja en tu garganta. Yo no me acuerdo de ella, sólo la conozco por un puñado de fotos…»
Pero se calló, porque sabía que sus palabras, en lugar de consolar a su padre, lo entristecerían todavía más. Meggie intuyó por primera vez lo mucho que él añoraba a su esposa. Y durante un instante enloqueció… de celos.
Raspar una I en el revoque fue fácil… A continuación apartó la llave de la bicicleta.
Unos pasos se aproximaban por el exterior.
Cuando se detuvieron, Elinor se apretó la boca con la mano. Basta abrió la puerta de golpe. Le seguía una mujer; Meggie reconoció a la vieja que había visto en casa de Capricornio. Con cara avinagrada pasó pegada a Basta y colocó un vaso y un termo en el suelo.
—¡Como si no tuviera bastante que hacer! —gruñó antes de salir—. Ahora tenemos que alimentar encima a estos señoritos. Al menos obligadlos a trabajar, ya que tenéis que retenerlos aquí.
—Eso díselo a Capricornio —se limitó a responder Basta.
Después sacó su navaja, sonrió a Elinor y limpió la hoja en su chaqueta. Fuera anochecía, y su camisa blanca como el jazmín brillaba a la luz del crepúsculo.
—Que te aproveche el té, Lengua de Brujo —dijo mientras se deleitaba con el miedo que traslucía el rostro de Elinor—. Mortola ha echado tanta miel en el termo que con el primer trago a lo mejor se te pega la boca, pero seguro que mañana tu garganta estará como nueva.
—¿Qué habéis hecho con el chico? —quiso saber Mo.
—Oh, creo que lo han metido justo al lado. Cockerell lo someterá mañana a la prueba de fuego, tras la cual sabremos si nos servirá para algo.
Mo se incorporó.
—¿La prueba de fuego? —preguntó; su voz sonó amarga y burlona al mismo tiempo—. Bueno, seguro que tú no la has superado. Hasta las cerillas de Dedo Polvoriento te asustan.
—¡Vigila tu lengua! —le siseó Basta—. Una palabra más y te la corto, por valiosa que sea.
—Ni se te ocurra —advirtió Mo mientras se levantaba.
Se tomó tiempo para llenarse el vaso de té humeante.
—Eso ya se verá. —Basta bajó la voz, como si tuviera miedo de que lo oyeran—. Pero tu hijita también tiene lengua, y la suya no es tan valiosa como la tuya.
Mo le arrojó el vaso con el té caliente, pero Basta cerró la puerta tan deprisa que el recipiente se hizo añicos al chocar contra ella.
—¡Te deseo felices sueños! —gritó desde fuera mientras echaba el cerrojo—. Mandaré que te traigan otro vaso. Volveremos a vernos mañana.
Tras su marcha, ninguno de ellos pronunció palabra. Durante un buen rato guardaron silencio.
—Mo, cuéntame algo —susurró Meggie.
—¿Qué quieres que te cuente? —preguntó su padre pasándole el brazo por los hombros.
—Que estamos en Egipto —le rogó en voz baja—, buscando tesoros y soportando tormentas de arena y escorpiones y todos esos espantosos espíritus que se alzan de sus tumbas para vigilar sus tesoros.
—¡Ah, ese cuento! —dijo Mo— ¿No me lo inventé por tu octavo cumpleaños? Por lo que recuerdo es bastante tenebroso.
—¡Sí, mucho! —afirmó Meggie—. Pero termina bien. Todo termina bien y regresamos cargados de riquezas.
—Yo también quiero oírlo —dijo Elinor con voz temblorosa. Seguro que todavía pensaba en el cuchillo de Basta.
Mo comenzó la narración, sin el crujido de las páginas, sin el interminable laberinto de las letras.
—Mo, al narrar nunca ha salido nada, ¿verdad? —preguntó Meggie preocupada.
—No —respondió su padre—. Para eso se requiere un poco de tinta de imprenta y una cabeza ajena que haya inventado la historia.
A continuación prosiguió su relato, y Meggie y Elinor escucharon atentamente hasta que su voz las trasladó lejos, muy lejos. Y se durmieron.
A todos ellos los despertó el mismo ruido. Alguien manipulaba la cerradura de la puerta. Meggie creyó oír una maldición ahogada.
—¡Oh, no! —cuchicheó Elinor, que fue la primera en ponerse de pie—. ¡Ahora vienen a por mí! La vieja los ha convencido. ¿Para qué alimentarnos? A ti, quizá —dijo lanzando una mirada nerviosa a Mo—, pero a mí, ¿para qué?
—Colócate junto a la pared, Elinor —le aconsejó Mo mientras colocaba a Meggie tras él—. Permaneced ambas lejos de la puerta.
Se escuchó el chasquido sordo de la cerradura y alguien abrió la puerta lo justo para deslizarse por ella. Era Dedo Polvoriento. Tras echar un vistazo al exterior, volvió a cerrar tras él y apoyó la espalda en la puerta.