No obstante, Elinor y Teresa se mantuvieron lejos de él, en la medida en que la jaula lo permitía. También permanecieron lejos de las rejas, de los dedos que las atravesaban, de las muecas que les hacían, de los cigarrillos encendidos que les arrojaban. Estaban muy juntas, alegres y al mismo tiempo tristes por haberse reunido al fin.
En uno de los extremos de la plaza, justo a la entrada, cuidadosamente separadas de los hombres, se sentaban las mujeres que trabajaban para Capricornio. Allí no se vislumbraba la alegre excitación que reinaba entre los hombres. La mayoría de los rostros parecían deprimidos y continuamente miraban a Teresa, llenas de temor… y de compasión.
Capricornio llegó cuando los largos bancos estuvieron ocupados hasta el último asiento. Para los chicos no había sitio, y se acomodaron en el suelo delante de los chaquetas negras. Capricornio avanzó con paso solemne, gesto hierático y sin fijarse en ellos, como si fueran una bandada de cuervos que se había congregado por orden suya. Sólo aminoró el paso al pasar frente a la jaula que albergaba a sus tres prisioneros, para contemplar a cada uno de ellos con una mirada fugaz y rebosante de orgullo. Cuando su antiguo señor y maestro se detuvo ante la reja, Basta regresó a la vida durante una fracción de segundo, alzó la cabeza y miró a Capricornio implorante como el perro que pide perdón a su amo, pero su jefe prosiguió su camino sin dirigirle la palabra. Tras tomar asiento en su sillón de piel negro, Cockerell se situó, esparrancado, tras él. Por lo visto era el nuevo favorito.
—¡Cielos, deja ya de mirarle así! —le espetó Elinor al darse cuenta de que tenía los ojos prendidos en Capricornio—. Se dispone a ofrecerte como pienso, como una mosca a una rana. No estaría mal que mostrases indignación. Tú siempre tenías preparadas esas bonitas amenazas: voy a cortarte la lengua, te haré rebanadas… ¿Qué ha sido de todas ellas?
Basta se limitó a bajar la cabeza para clavar la vista en el suelo, entre sus botas. A Elinor le parecía una ostra a la que hubieran sorbido la carne y la vida.
Cuando Capricornio se sentó y la música que había atronado hasta ese momento la plaza enmudeció, trajeron a Meggie. Le habían puesto un vestido horroroso, pero caminaba con la cabeza alta, y la vieja a la que todos llamaban la Urraca necesitó todas sus fuerzas para arrastrarla hasta el estrado que los chaquetas negras habían erigido en el centro del campo. La silla solitaria que se veía encima daba la impresión de haber sido olvidada allí arriba. Elinor creía que una horca y una soga habrían sido más adecuadas. Cuando la Urraca la obligó a subir por la escalera de madera, Meggie las miró.
—¡Hola, tesoro! —gritó Elinor cuando los asustados ojos de Meggie se posaron en ella—. No te preocupes, estoy aquí porque no quería perderme tu lectura.
A la llegada de Capricornio se había hecho tal silencio que la voz de Elinor resonó por todo el campo. Sonaba valiente y sin miedo. Por fortuna nadie pudo oír con qué fuerza martilleaba su corazón contra las costillas. Nadie percibió su temor, pues se había puesto su coraza, su impenetrable y útil coraza que la había defendido siempre en las épocas de calamidad. Cada pena la había endurecido un poco, y penas había bastantes en la vida de Elinor.
Algunos de los chaquetas negras rieron al escuchar sus palabras, y hasta en el rostro de Meggie se dibujó una fugaz y leve sonrisa. Elinor pasó el brazo por los hombros de Teresa y la estrechó contra sí.
—¡Mira a tu hija! —le susurró—. Valiente como… como… —quiso comparar a Meggie con el héroe de alguna historia, pero todos los que le venían a la mente eran hombres, y además ninguno le parecía lo bastante arrojado para rivalizar con la niña que, tiesa como una vela, miraba orgullosa a los chaquetas negras de Capricornio.
La Urraca, además de a Meggie, también había traído a un anciano. Elinor sospechaba que era la persona que los había metido en todo ese fregado: Fenoglio, el inventor de Capricornio, Basta y todos los demás seres terroríficos, incluyendo el monstruo que iba a arrebatarles la vida aquella noche. Elinor siempre había estimado más a los libros que a sus autores, y contempló al anciano con escasa simpatía cuando Nariz Chata lo condujo por delante de la jaula. Había una silla dispuesta para él a poca distancia del sillón de Capricornio. Elinor se preguntó si eso significaba que Capricornio se había ganado un nuevo amigo, pero cuando Nariz Chata se plantó con expresión feroz detrás del anciano, dedujo que se trataba más bien de un prisionero más.
En cuanto el anciano se sentó a su lado, Capricornio se levantó. Sin decir palabra recorrió con la vista las largas filas de sus hombres, despacio, como si evocase qué servicios le había prestado cada uno y qué errores había cometido. El silencio estaba preñado de miedo. Las risas habían enmudecido, no se oía ni siquiera un susurro.
—A la mayoría de vosotros —comenzó a decir Capricornio alzando la voz—no tengo que explicaros por qué van a ser castigados los tres prisioneros. Para el resto bastará si digo que son traidores, indiscretos y estúpidos. Cabe dudar de que la estupidez sea un delito merecedor de la muerte. Yo creo que sí, pues sin duda puede desencadenar las mismas consecuencias que la traición.
Tras esta última frase se desató la inquietud en los bancos. Elinor pensó que la habían provocado las palabras de Capricornio, pero de repente oyó la campana. Incluso Basta alzó la cabeza cuando su tañido resonó en medio de la noche. A una señal de Capricornio, Nariz Chata indicó a cinco hombres que le siguieran y se alejó con ellos a grandes zancadas. Los que se quedaron comenzaron a cuchichear intranquilos, y algunos incluso se levantaron de un salto mirando hacia el pueblo. Capricornio, sin embargo, alzó la mano para poner fin a los murmullos.
—¡No es nada! —Estas palabras, pronunciadas en voz alta y cortante, impusieron de nuevo el silencio—. Un simple incendio. A fin de cuentas, nosotros somos expertos en eso, ¿no es cierto?
Se oyeron carcajadas, pero algunos, mujeres y hombres, seguían mirando desasosegados hacia las casas.
Así que habían puesto en práctica su plan. Elinor se mordió los labios hasta hacerse daño. Mortimer y el chico habían provocado un incendio. Aún no se veía humo sobre los tejados, y pronto todos los rostros se volvieron de nuevo hacia Capricornio, que hablaba sobre la traición y la perfidia, sobre la disciplina y la peligrosa negligencia, pero Elinor apenas escuchaba. Miraba sin cesar hacia las casas, aun sabiendo que era una imprudencia.
—¡Basta de hablar de nuestros prisioneros! —exclamó Capricornio—. Digamos unas palabras sobre los que se han fugado…
Cockerell cogió un saco depositado detrás del sillón de Capricornio y se lo entregó. Capricornio, sonriendo, hundió la mano en él y extrajo un trozo de tela, procedente de una camisa o de un vestido, roto y cubierto de sangre.
—¡Están muertos! —gritó Capricornio a la concurrencia—. Como es natural, yo habría preferido verlos aquí, mas por desgracia fue inevitable matarlos a tiros durante su huida. Bueno, no lo lamento por el traidor escupefuego, a quien casi todos conocéis, y, por fortuna, Lengua de Brujo ha dejado una hija que ha heredado sus poderes.
Teresa miró a Elinor, los ojos petrificados de espanto.
—¡Miente! —le susurró Elinor, aunque no podía apartar la vista de los harapos manchados de sangre—. ¡Se está aprovechando de mis mentiras! Eso no es sangre, es pintura, o tinte… —Pero vio que su sobrina no la creía.
Ella creía en los paños cubiertos de sangre, igual que su hija. Elinor lo notó en la expresión de Meggie. Le habría gustado gritarle que Capricornio mentía, pero deseaba que éste siguiera creyéndolo durante un rato… que creyera que todos ellos estaban muertos y que nadie podía perturbar su hermosa fiesta.
—¡Sí, vanaglóriate con un trapo ensangrentado, miserable incendiario! —le gritó a través de la reja—. Puedes sentirte orgulloso de ello. Además, ¿para qué necesitas otro monstruo? ¡Todos vosotros lo sois! ¡Todos los que estáis ahí sentados! ¡Asesinos de libros, raptores de niños!
Nadie le prestó atención. Un par de chaquetas negras rieron y Teresa se acercó a la reja, aferró con los dedos los delgados alambres y miró hacia Meggie.
Capricornio dejó la tela manchada de sangre sobre el reposabrazos de su sillón. «¡Yo conozco esos andrajos! — pensó Elinor con obstinación—. Los he visto en alguna parte. Ellos no han muerto. ¿Quién si no ha provocado el fuego? ¡El comecerillas!», musitaba su interior, pero se negó a escucharlo. No, la historia tenía que acabar bien. Era de justicia. A ella nunca le habían gustado las historias con un final desgraciado.
Mi cielo es de latón, mi tierra de hierro, mi luna un pedazo de barro, mi sol pestilencia, ardiente al mediodía, y un vapor yerto en la noche.
William Blake
,
El lamento de Enion
, en
Vala o los cuatro Zoas
Suelen decir los libros que el odio es cálido al tacto, pero en la fiesta de Capricornio Meggie aprendió que era frío, una mano gélida como el hielo que congela el corazón, presionándolo contra las costillas como un puñetazo. El odio le producía escalofríos pese al aire templado que la acariciaba, como si quisiera hacerle creer que el mundo seguía incólume y bueno, a pesar del paño sangriento sobre el que un sonriente Capricornio posaba su mano cuajada de anillos.
—Bien, esto es todo —exclamó—. Pasemos a lo que en realidad nos ha traído aquí. Esta noche no sólo queremos castigar a unos traidores, sino también celebrar el reencuentro con un viejo amigo. Seguro que algunos de vosotros aún lo recordaréis, y los demás, os lo prometo, jamás olvidaréis la primera vez que lo visteis.
Cockerell esbozó una torva sonrisa en su cara macilenta. Era evidente que no le alegraba mucho ese reencuentro, y en otros rostros se vislumbró el pánico al escuchar las palabras de Capricornio.
—Bien, basta de charlas. Hagamos que nos lean algo.
Capricornio se reclinó en su sillón y le hizo una inclinación de cabeza a la Urraca.
Mortola dio una palmada y Darius cruzó la plaza presuroso con el cofre que Meggie había visto en la habitación de la Urraca. No cabía duda de que conocía su contenido. Su rostro parecía más afilado de lo habitual cuando abrió el cofre y se lo ofreció a la Urraca con la cabeza gacha y gesto humilde. Las serpientes parecían somnolientas, pues en esta ocasión Mortola no se puso guante alguno para cogerlas. Incluso se las colgó sobre los hombros mientras sacaba el libro del cofre. Acto seguido las depositó en su sitio, con delicadeza, como si fueran valiosas alhajas, cerró la tapa y devolvió el cofre a Darius. Éste se quedó parado sobre el estrado con expresión de perplejidad. Meggie captó su mirada compasiva cuando la Urraca la condujo hasta la silla y colocó el libro en su regazo.
Ahí estaba de nuevo ese objeto funesto con su vistoso vestido de papel. ¿Qué color tendría debajo? Meggie levantó con el dedo la sobrecubierta y vio una tela rojo oscuro, como las llamas que rodeaban su corazón negro. Todo lo acontecido había comenzado entre las páginas de ese libro, y sólo su autor podía traerles ahora la salvación. Meggie acarició la tapa, como hacía siempre antes de abrir un libro. Lo había aprendido de Mo. Desde que tenía memoria recordaba ese movimiento suyo… esa forma de tomar un libro entre sus manos, acariciando casi con ternura la tapa antes de abrirlo, como si abriera una caja llena hasta el borde de tesoros nunca vistos. Como es lógico, a veces la tapa no ocultaba las maravillas que uno esperaba y volvía a cerrar el libro, malhumorado por la promesa incumplida, pero
Corazón de tinta
no era una de esas obras. Las malas historias no despiertan a la vida. No hay ningún Dedo Polvoriento en ellas, ni tampoco un Basta.
—¡Tengo que advertirte algo! —El vestido de la Urraca olía a lavanda. El aroma cercó a Meggie como una amenaza—. Si no cumples la misión por la que estás aquí, si se te ocurre la idea de equivocarte a propósito o deformar las palabras para que no acuda el invitado que Capricornio espera, Cockerell —Meggie sintió el aliento de Mortola en la mejilla al inclinarse sobre ella—le rebanará el pescuezo a ese anciano. Capricornio quizá no lo ordene, porque da crédito a las estúpidas mentiras del viejo, pero yo no las creo, y Cockerell hará lo que yo diga. ¿Me has entendido, angelito? — y pellizcó con sus dedos macilentos la mejilla de la niña.
Meggie los apartó de un manotazo y miró a Cockerell. Éste se situó detrás de Fenoglio y, tras dirigir una sonrisa a la niña, pasó la mano por la garganta del escritor.
Fenoglio le propinó un empujón y dirigió a Meggie una mirada de aliento y consuelo al mismo tiempo y esbozó una sonrisa muda sobre los horrores que les rodeaban. De él dependía que funcionase su plan, sólo de él y de sus escritos.
Meggie notó el papel en su manga, rascándole la piel. Mientras pasaba las hojas, sus manos le resultaban ajenas. Debía comenzar por un pasaje señalado con una esquina doblada, pero además entre las hojas había un marcapáginas negro como la madera carbonizada. «¡Retírate el pelo de la frente! —le había dicho Fenoglio—. Ésa será mi señal.»
Pero justo cuando levantaba la mano izquierda, la inquietud se desató de nuevo en los bancos.
Nariz Chata regresaba con la cara tiznada de hollín. Se dirigió presuroso hasta Capricornio y le comunicó algo en voz baja. Capricornio miró hacia las casas frunciendo el ceño. Meggie descubrió dos columnas de humo, justo al lado de la torre de la iglesia, que ascendían, lívidas, hacia el cielo.
Capricornio volvió a levantarse de su sillón. Intentó que sus palabras sonaran indiferentes, burlonas, como las de un hombre que se divierte con una chiquillada, pero su expresión denotaba otra cosa.
—Siento mucho tener que aguar la fiesta a algunos de vosotros, pero esta noche también canta en nuestra casa el gallo rojo. Es un canto débil, pero aun así hay que retorcerle el pescuezo. Nariz Chata, llévate otros diez hombres.
Nariz Chata obedeció y se alejó, marcial, con sus nuevos ayudantes. Ahora los bancos sí que parecían más vacíos.
—¡Y que ninguno de vosotros vuelva a asomar la nariz por aquí antes de que hayáis encontrado al incendiario! —vociferó Capricornio mientras se marchaban—. ¡Les enseñaremos aquí y ahora lo que significa prender fuego a la morada del diablo!
Se oyó una risa. La mayoría de los presentes, sin embargo, miraron hacia el pueblo, preocupados. Algunas de las criadas se habían levantado, pero la Urraca gritó con tono severo sus nombres y volvieron a sentarse enseguida entre las demás, como niños de escuela al recibir un palmetazo. A pesar de todo, la alarma no cedió. Casi nadie miraba a Meggie, pues le daban la espalda y señalaban el humo cuchicheando entre sí. Por la torre de la iglesia ascendía un resplandor rojizo, y el humo gris se acumulaba por encima de los tejados.