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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (59 page)

El hada de alas de mariposa y cara blanca como la leche le había seguido revoloteando. Era una presumida. Cada vez que veía su reflejo en alguna ventana se detenía con una sonrisa extasiada, giraba y se contoneaba en el aire, se pasaba los dedos por el pelo y se contemplaba, fascinada por su propia belleza. Las hadas que él había conocido no eran muy presumidas; al contrario, a veces se divertían mucho embadurnándose sus caritas diminutas con barro o polen para preguntarle entre risas contenidas cuál de ellas se ocultaba tras esa suciedad.

«¿Y si atrapase alguna? —se preguntó Dedo Polvoriento—. Podría hacerme invisible…» Sería maravilloso volver a serlo. Y respecto a esos duendes… uno de ellos podría actuar con él. Todos creerían que era una simple persona bajita con un traje de piel. Nadie es capaz de hacer el pino tanto tiempo como un duende, ni tantas muecas, y luego, sus cómicos bailes retozones… Claro, ¿por qué no?

La luna había recorrido ya la mitad del cielo y Dedo Polvoriento seguía sentado encima del tejado. El hada de alas de mariposa se impacientó. Mientras revoloteaba a su alrededor, su tintineo sonaba estridente y furioso. ¿Qué querría? ¿Que la llevara de vuelta al lugar del que procedía, allí donde todas las hadas tienen alas de mariposa y entendían su lengua?

—Te equivocas de persona —le dijo en voz baja—. ¿Ves esa chica de ahí abajo y al hombre que está sentado al lado de la mujer del pelo rubio ceniza? Ésos son los indicados, pero te lo digo de antemano: son capaces de traerte desde tu mundo a éste, pero ignoran cómo devolverte a él. A pesar de todo, ¡inténtalo! ¡A lo mejor tienes más suerte que yo!

El hada se volvió, miró hacia abajo, le lanzó una última mirada ofendida y se alejó revoloteando. Dedo Polvoriento vio cómo su resplandor se mezclaba con el de las demás hadas, cómo se rodeaban volando y se perseguían por entre las ramas de los árboles. Eran tan olvidadizas. Ninguna pena duraba más de un día en sus cabecitas… y quién sabe, quizás el tibio aire de la noche les había hecho olvidar que ésta no era su historia.

Alboreaba cuando abajo todos se quedaron por fin dormidos. Sólo el chico montaba guardia. Era un muchacho desconfiado, siempre ojo avizor, siempre alerta, excepto cuando jugaba con el fuego. Dedo Polvoriento no pudo impedir una sonrisa al recordar su rostro vehemente, y cómo se chamuscó los labios cuando cogió a escondidas las antorchas de su mochila. El chico no sería ningún problema. No. Sin la menor duda.

Lengua de Brujo y Resa dormían debajo de un árbol; Meggie yacía entre ambos, resguardada como un pájaro joven en el nido acogedor. Un metro más allá dormitaba Elinor, sonriendo en sueños. Dedo Polvoriento nunca la había visto tan feliz. Sobre su pecho yacía una de las hadas, enroscada como una larva, Elinor la rodeaba con la mano. El rostro apenas era mayor que la yema de su pulgar, y la luz del hada brotaba entre los vigorosos dedos de Elinor como una estrella encerrada.

En cuanto vio acercarse a Dedo Polvoriento, Farid se incorporó. Empuñaba una escopeta, a buen seguro perteneciente a uno de los secuaces de Capricornio.

—¿No… no estás muerto? —preguntó incrédulo con un hilo de voz.

Seguía descalzo. No era de extrañar, se pisaba continuamente los cordones y atarse el lazo le causaba grandes problemas.

—No, no lo estoy. —Dedo Polvoriento se detuvo junto a Lengua de Brujo y bajó la vista hacia él y hacia Resa—. ¿Dónde está
Gwin?
— le preguntó al muchacho—. ¡Espero que la hayas cuidado bien!

—Huyó cuando nos dispararon, pero después regresó —la voz del chico rezumaba orgullo.

—Vaya. —Dedo Polvoriento se acuclilló junto a Lengua de Brujo—. Bueno,
Gwin
siempre ha sabido cuándo ha llegado el momento de escapar, igual que su amo.

—La última noche la dejamos en el campamento, arriba, en la casa quemada, porque sabíamos que sería muy peligroso —prosiguió el joven—. Pero pensaba salir en su busca en cuanto finalizase mi guardia.

—Bueno, yo me encargaré de eso. No te preocupes, seguro que está bien. Una marta sabe arreglárselas sola —Dedo Polvoriento alargó la mano y la introdujo bajo la chaqueta de Lengua de Brujo.

—¿Qué haces? —La voz del chico sonó inquieta.

—Sólo cojo lo que me pertenece —contestó Dedo Polvoriento.

Cuando extrajo el libro de la chaqueta, Lengua de Brujo no se movió. Dormía profundamente. ¿Qué podía perturbar ahora su sueño? Tenía cuanto anhelaba.

—No te pertenece.

—Sí.

Dedo Polvoriento se incorporó. Miró entre las ramas. Nada menos que tres hadas dormitaban allí arriba; siempre se había preguntado cómo eran capaces de dormir en los árboles sin caerse. Cogió con mucho cuidado dos de la delgada rama en la que yacían. Apenas abrieron los ojos bostezando, les sopló con suavidad en la cara y se las guardó en el bolsillo.

—Soplarles las adormece —explicó al chico—. Es un pequeño truco, por si alguna vez te las tienes que ver con ellas. Pero creo que sólo funciona con las azules.

No despertó a ningún duende. Eran un pueblo testarudo, le costaría mucho tiempo convencer a alguno de ellos de que le acompañase, y seguro que Lengua de Brujo se despertaría antes.

—¡Llévame contigo! —El chico se interpuso en su camino—. ¡Mira, tengo tu mochila! —La sostuvo en alto, como si pretendiera comprar con ella la compañía de Dedo Polvoriento.

—No —Dedo Polvoriento se la arrebató y, tras colgársela del hombro, le dio la espalda.

—¡Oye! —El chico corrió tras él—. Tienes que llevarme contigo. ¿Qué dirá Lengua de Brujo cuando descubra que el libro ha desaparecido?

—Dile que te has quedado dormido.

—¡Por favor…!

Dedo Polvoriento se detuvo.

—¿Y ella, qué? —señaló a Meggie—. La chica te gusta. ¿Por qué no te quedas a su lado?

El chico se ruborizó. Dirigió una prolongada mirada a Meggie, como si quisiera grabar a fuego su imagen en la memoria. Después se giró de nuevo hacia Dedo Polvoriento.

—No soy uno de ellos.

—Tampoco eres de los míos.

Dedo Polvoriento lo dejó plantado, pero cuando había recorrido un buen trecho desde el aparcamiento, el chico seguía allí. Intentaba caminar despacio para que Dedo Polvoriento no lo oyera, y cuando éste se volvió, se quedó inmóvil como un ladrón pillado in fraganti.

—¿Qué significa esto? ¡De todos modos no permaneceré mucho tiempo aquí! —le espetó con rudeza Dedo Polvoriento—. Ahora que tengo el libro, me buscaré a alguien cuya lectura me devuelva a mi mundo, aunque sea un tartamudo como Darius y me envíe a casa cojo o con la cara aplastada. ¿Qué harás tú entonces? ¡Te habrás quedado solo!

El chico se encogió de hombros y lo miró con sus ojos negros como el hollín.

—He aprendido a escupir fuego de maravilla —anunció—. He ensayado mucho durante tu ausencia. Pero tragármelo todavía no me sale muy bien.

—Es más difícil. Te apresuras demasiado. Te lo he repetido mil veces.

Encontraron a
Gwin
junto a las ruinas de la casa quemada, adormilada, con plumas pegadas al hocico. Parecía alegrarse de ver a Dedo Polvoriento, incluso lamió su mano, pero después se marchó corriendo detrás del muchacho. Caminaron hasta que salió el sol, siempre hacia el sur, en dirección al mar. Luego descansaron y compartieron las provisiones de la despensa de Basta: chorizo, rojo y picante, un trozo de queso, pan y aceite de oliva. El pan estaba algo duro y lo mojaron en aceite. Comieron juntos en silencio, sentados sobre la hierba, y después reemprendieron la marcha. Entre los árboles florecía, azul y rosa pálido, la salvia silvestre. En el bolsillo de Dedo Polvoriento se agitaban las hadas… y el chico caminaba tras él como si fuese su sombra.

A CASA

Y navegó de vuelta saltándose un año

entrando y saliendo por las semanas

atravesando el día

hasta llegar a la noche misma de su propia habitación

donde su cena le estaba esperando

y todavía estaba caliente.

Maurice Sendak
,
Donde viven los monstruos

Cuando Mo se dio cuenta por la mañana de que el libro había desaparecido, Meggie pensó que se lo había llevado Basta, y la posibilidad de que se hubiese deslizado hasta ellos mientras dormían la sobrecogió. Pero su padre albergaba otra sospecha.

—¡Farid también se ha ido, Meggie! —le dijo—. ¿Crees que se habría marchado con Basta?

No, por supuesto que no. Farid sólo podía haberse ido con una persona. Meggie se imaginaba sin dificultad a Dedo Polvoriento surgiendo de la oscuridad, igual que la noche en que todo había comenzado.

—Pero, ¿y Fenoglio? —preguntó ella.

Su padre suspiró.

—No sé si habría intentado traerlo de nuevo, Meggie —le comunicó—. Ya han salido demasiadas desgracias de ese libro, y yo no soy un escritor capaz de redactar las palabras que desea leer, sino una especie de médico de libros. Puedo proveerlos de nuevas pastas, rejuvenecerlos un poco, quitarles la carcoma e impedir que pierdan sus páginas con los años igual que un hombre el cabello. Pero seguir urdiendo historias, llenar nuevas páginas vacías con las palabras correctas, eso no sé hacerlo. Es un oficio muy diferente. Un famoso escritor dijo una vez:
Podemos considerar a un escritor tres cosas: un narrador de historias, un maestro o un mago… pero prevalece el mago, el brujo.
Siempre he pensado que tenía razón.

Meggie no supo qué contestar. Sólo sabía que echaba de menos a Fenoglio.

—¿Y Campanilla? —preguntó—. ¿Qué será de ella? ¿También tendrá que quedarse aquí?

Cuando se despertó, el hada yacía a su lado sobre la hierba. Ahora andaba revoloteando por allí en compañía de las demás hadas. Si no se prestaba mucha atención parecían un enjambre de polillas. Ni con su mejor voluntad acertaba Meggie a imaginar cómo había logrado escapar de Basta. ¿No había querido meterla en una jarra?

—Bueno, por lo que recuerdo, llegó un momento en que Peter Pan olvidó su propia existencia —manifestó Mo—, ¿Me equivoco?

Sí, Meggie también lo recordaba.

—A pesar de todo —murmuró—, ¡pobre Fenoglio!

Pero en el mismo momento en que lo decía, su madre sacudió con energía la cabeza. Mo buscó papel en sus bolsillos. Tan sólo encontró la factura de una gasolinera y un rotulador. Teresa tomó ambas cosas en su mano con una sonrisa. Después, mientras Meggie se sentaba a su lado en la hierba, escribió: «No te apenes. No ha ido a parar a una historia mala».

—¿Sigue allí Capricornio? ¿Te encontraste alguna vez con él? —preguntó Meggie.

Cuántas veces se lo habían preguntado Mo y ella. Al fin y al cabo,
Corazón de tinta
aún hablaba de él. Pero quizá detrás de la historia impresa había algo más, un mundo que se transformaba de día en día, igual que lo hacía éste.

«Yo sólo oí hablar de él —escribió su madre—. Parecía como si hubiera salido de viaje. Pero había otros tan malvados como él. Es un mundo lleno de espanto y belleza y —sus letras se hicieron tan pequeñas que Meggie apenas acertaba a descifrarlas—, yo siempre he comprendido la nostalgia de Dedo Polvoriento.»

La última frase inquietó a Meggie, pero cuando miró preocupada a su madre, ésta rió y le cogió la mano. «De vosotros siempre he sentido más nostalgia, mucha más», le escribió en la palma de la mano, y Meggie cerró los dedos alrededor de esas palabras, como si de ese modo pudiera retenerlas. Durante el largo viaje hasta la casa de Elinor las leyó en numerosas ocasiones, y tardaron muchos días en borrarse.

Elinor se había negado a aceptar que tenía que volver a abrirse paso por aquellas colinas cubiertas de espinos e infestadas de serpientes.

—¿Estaré loca? —refunfuñaba—. Me duelen los pies sólo de pensarlo.

Así que ella y Meggie reemprendieron la búsqueda de un teléfono. Era una sensación extraña caminar por el pueblo abandonado de verdad, pasar frente a la casa ennegrecida de Capricornio y frente al portón medio carbonizado de la iglesia. La plaza estaba anegada. El cielo azul se reflejaba en el agua, dando la impresión de que se había convertido en un lago durante la noche. Las mangueras con las que los hombres de Capricornio habían salvado la casa de su señor se retorcían dentro como enormes serpientes. De hecho, el fuego sólo había devorado el piso de abajo, pero a pesar de todo Meggie no se atrevió a entrar y, tras buscar en vano en más una docena de casas, Elinor cruzó la puerta quemada y desapareció sola en su interior. Meggie le había explicado la ubicación exacta de la habitación de la Urraca, y Elinor se llevó una escopeta por si a la vieja se le había ocurrido regresar para salvar algunos de los tesoros de su avariento hijo. Pero la Urraca había desaparecido, igual que Basta, y Elinor regresó con una sonrisa triunfal en los labios y un teléfono.

Llamaron un taxi. Les costó explicar al conductor que debía hacer caso omiso de la barrera con que se toparía, pero por fortuna no creía las historias diabólicas que corrían sobre el pueblo. Mo y Elinor lo esperaban en la carretera, para impedir que viera a los duendes y a las hadas. Mientras Meggie permanecía en el pueblo con su madre, ellos dos viajaron hasta la ciudad más cercana y unas horas después retornaron con dos coches de alquiler, microbuses para ser más exactos. En efecto, Elinor había decidido ofrecer su hogar a todos los seres extraños que habían ido a parar a su mundo.

—Asilo —precisaba ella—, pues nuestro mundo no tiene paciencia ni muestra excesiva comprensión hacia las personas que son diferentes. ¿Qué dirían entonces de unos seres azules que saben volar?

Pasó un rato hasta que todos comprendieron la oferta de Elinor, también dirigida, como es natural, a los humanos, pero la mayoría decidieron permanecer en el pueblo de Capricornio. Es evidente que les recordaba un hogar que la muerte casi les había hecho olvidar, y a continuación Meggie habló a los niños de los tesoros que aún debían guardar los sótanos de la casa de Capricornio. Seguramente bastarían para alimentar durante el resto de sus días a los nuevos moradores del pueblo de Capricornio. Los pájaros, perros y gatos que habían salido de la Sombra no permanecieron allí, sino que desaparecieron enseguida por las colinas circundantes. Sin embargo, algunas hadas y dos de los hombrecillos de cristal, embriagados por las flores de retama, el perfume del romero y las estrechas callejuelas cuyas viejas piedras les susurraban viejas historias, optaron por convertir el pueblo antes maldito en su hogar.

A pesar de todo, al final cuarenta y tres hadas de piel azulada y alas de libélula entraron volando en los microbuses para sentarse en los asientos tapizados de gris. Era evidente que Capricornio había matado hadas igual que otros matan moscas. Campanilla fue una de las que decidieron quedarse, lo que no disgustó mucho a Meggie, pues había comprobado que el hada de Peter Pan era muy respondona y quería decir siempre la última palabra. Además, su tintineo le atacaba los nervios, y Campanilla tintineaba sin cesar en cuanto no conseguía lo que deseaba.

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