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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

Corazón de Tinta (52 page)

MALA SUERTE PARA ELINOR

Entonces Charley le describió la situación exacta de la policía y le proporcionó además numerosas indicaciones de cómo tenía que atravesar la puerta y adentrarse luego en el patio a mano derecha y subir las escaleras y cruzar la puerta, y le dijo que tenía que quitarse el sombrero cuando entrase en la oficina. Después le indicó que siguiera solo y le prometió esperarle allí donde se despedían.

Charles Dickens
,
Oliver Twist

Elinor tardó más de una hora en encontrar un pueblo con comisaría de policía. El mar todavía estaba lejos, pero las colinas comenzaban a suavizarse y en las laderas crecían viñas en lugar de la tupida espesura que rodeaba el pueblo de Capricornio. Iba a ser un día muy caluroso, más aún que los precedentes, eso era obvio. Cuando Elinor se apeó del coche, oyó retumbar un trueno en la lejanía. El cielo sobre las casas era azul, pero de una tonalidad oscura como las aguas profundas. Preñado de desgracias…

«¡No seas ridícula, Elinor! —pensó mientras se dirigía hacia la casa enfoscada en amarillo claro donde se ubicaba la comisaría—. Se acerca una tormenta, eso es todo, ¿o es que vas a volverte ahora tan supersticiosa como el maldito Basta?»

Al entrar en la estrecha oficina, Elinor vio a dos funcionarios. Habían colgado en las sillas las chaquetas de sus uniformes. A pesar del enorme ventilador que pendía del techo, el aire era tan espeso que se podía cortar.

El más joven de los dos, ancho y de nariz chata como un dogo, se rió de Elinor mientras ésta refería su historia, y le preguntó si esa cara tan colorada se debía a su excesivo amor al vino de la región. Elinor lo habría tirado de la silla si el otro no la hubiera tranquilizado. Éste era un tipo enjuto y alto, de mirada melancólica y cabello oscuro que clareaba ya por encima de la frente.

—¡Cállate! —reprendió al otro—. Déjala al menos que acabe de relatar su historia.

Escuchó, impasible, mientras Elinor hablaba del pueblo de Capricornio y de sus hombres negros. Cuando ella mencionó los incendios y los gallos muertos, frunció el ceño, y cuando empezó a hablar de Meggie y de la proyectada ejecución, enarcó las cejas. Nada mencionó, como es natural, del libro y de la forma en que iba a desarrollarse dicha ejecución. Al fin y al cabo tan sólo dos semanas antes ella misma no hubiera creído una palabra del asunto.

Al concluir su informe, su interlocutor calló unos momentos. Ordenó los lápices de su escritorio, amontonó unos papeles y por fin la miró, meditabundo.

—He oído hablar de ese pueblo —dijo al fin.

—¡Pues claro, todo el mundo ha oído hablar de él! —se burló el otro—. El pueblo del diablo, el pueblo maldito que hasta las serpientes evitan. Las paredes de la iglesia están pintadas con sangre y hombres negros, que en realidad son espíritus de muertos y llevan fuego en sus bolsillos, vagan por sus callejuelas. En cuanto te acercas, te disuelves en el aire. ¡Puff! — Alzó las manos y dio una palmada por encima de su cabeza.

Elinor le dirigió una mirada gélida. Su colega sonrió, pero después se levantó suspirando, se puso la chaqueta con mucha parsimonia e indicó a Elinor con una seña que le siguiera.

—Voy a echar un vistazo —dijo por encima del hombro.

—¡Si no tienes nada mejor que hacer! —le gritó el otro mientras se marchaba y soltó tal carcajada que a Elinor le dieron ganas de volver sobre sus pasos y tirarlo de verdad al suelo.

Poco después se acomodó en el asiento delantero de un coche de policía. Ante sus ojos serpenteaba por las colinas la misma carretera llena de curvas que la había conducido hasta allí. «¿Ay, Dios mío, por qué no lo habré hecho antes? —se repetía continuamente—. Ahora todo se arreglará, todo. Nadie será tiroteado o ejecutado, Meggie recuperará a su padre y Mortimer a su hija…» ¡Sí, todo se arreglaría! ¡Gracias a Elinor! Le habría gustado cantar y bailar (aunque no se le daba muy bien que digamos). En toda su vida no se había sentido tan satisfecha. A ver quién osaba decir ahora que no sabía enfrentarse al mundo real.

El policía conducía en silencio. Se limitaba a mirar a la carretera, tomaba curva tras curva a una velocidad que aceleraba los latidos del corazón de Elinor, y de cuando en cuando se frotaba con aire ausente el lóbulo de su oreja derecha. Parecía conocer el camino. No vaciló una sola vez en los cruces, ni se equivocó en ninguna bifurcación. Elinor no pudo evitar recordar el tiempo interminable que Mo y ella se habían pasado buscando el pueblo, y de repente la asaltó un pensamiento inquietante.

—¡Son muchos! —dijo con voz insegura cuando estaban tomando de nuevo una curva a tal velocidad que el abismo situado a su izquierda se aproximó, amenazador—. Ese tal Capricornio dispone de numerosos hombres. Y están armados, aunque no tienen muy buena puntería. ¿No debería usted pedir refuerzos?

Así sucedía siempre en las películas, en esas ridículas películas de delincuentes y policías. En ellas siempre pedían refuerzos.

El policía se pasó la mano por su pelo ralo y asintió como si ya se le hubiese ocurrido hace rato una idea tan obvia.

—Claro, claro —dijo mientras cogía con aire ausente la radio—. Los refuerzos nunca están de más en estos casos, pero deberán mantenerse en segundo plano. A fin de cuentas lo primero es hacer unas cuantas preguntas.

Solicitó por radio cinco hombres. No era mucho contra los chaquetas negras de Capricornio en opinión de Elinor, pero menos era nada… y desde luego mucho más que un padre desesperado, un chico árabe y una bibliófila algo pasada de kilos.

—¡Ése es! —exclamó cuando apareció a lo lejos el pueblo de Capricornio, gris e insignificante en medio del verdor oscuro.

—Sí, lo suponía —contestó el policía y a partir de ese momento enmudeció.

Cuando se limitó a saludar con una breve inclinación de cabeza al guardián del aparcamiento, Elinor no quiso pensar mal. Sin embargo, cuando estuvieron en presencia de Capricornio y el policía se la entregó como si fuera un objeto perdido que ahora devolvía a su legítimo propietario, no le quedó más remedio que reconocer… que nada se iba a arreglar. Ahora sí que todo estaba perdido. ¡Qué idiota había sido! ¡Qué imbécil!

—Va por ahí contando unas cosas horribles sobre vosotros —oyó decir al policía, que evitaba mirarla—. Ha hablado de secuestro de niños. Eso es muy diferente a los incendios…

—¡Y además un disparate! —concluyó Capricornio con tono de aburrimiento—. Me gustan los niños… siempre que no se me acerquen demasiado. De lo contrario, sólo son un estorbo para los negocios.

El policía asintió y se miró las manos con aire desdichado.

—También ha contado algo sobre una ejecución…

—¿De veras? —Capricornio contemplaba a Elinor como si su fértil imaginación le sorprendiera—. Bueno, tú sabes que no lo necesito. La gente obedece mis órdenes sin necesidad de recurrir a medidas más drásticas.

—¡Por supuesto! —murmuró el policía—. ¡Por supuesto!

Tenía mucha prisa por regresar. Cuando se extinguió el eco de sus pasos apresurados, abruptos, Cockerell, que había permanecido todo el rato sentado en los escalones, soltó una carcajada.

—¿Tiene tres críos pequeños, verdad? Sí, hombre, sí, habría que exigir a todos los policías que tuvieran hijos pequeños. Con éste fue la mar de fácil. Basta sólo tuvo que plantarse dos veces delante de la escuela. ¿Qué opinas? ¿Le hacemos por precaución otra visita a su casa? ¿Para refrescarle la memoria? —interrogó con la mirada a Capricornio, pero éste meneó la cabeza.

—No, creo que no será necesario. Pensemos mejor en lo que vamos a hacer con nuestra invitada, que va por ahí contando tales atrocidades de nosotros.

Cuando sus pálidos ojos se posaron en ella, a Elinor le temblaron las piernas. «Si Mortimer me ofreciera ahora trasladarme con su lectura a un libro cualquiera, aceptaría. Ni siquiera me andaría con escrúpulos.»

A sus espaldas tenía tres o cuatro chaquetas negras, así que era absurdo echar a correr. «Ahora no te queda más remedio que resignarte a tu destino con dignidad, Elinor», se dijo a sí misma.

Pero era más fácil leer algo así que ponerlo en práctica.

—¿La cripta o las cuadras? —preguntó Cockerell mientras se aproximaba despacio a ella.

«¿La cripta?», pensó Elinor. ¿No dijo Dedo Polvoriento algo al respecto? Y no era muy halagüeño…

—¿La cripta? ¿Y por qué no? Hemos de librarnos de ella, quién sabe a quién podría traer la próxima vez. —Capricornio alzó la mano para ocultar un bostezo—. Bien, en ese caso la Sombra tendrá esta noche más quehacer. Eso le gustará.

Elinor quiso decir algo, algo atrevido, heroico, pero su lengua estaba entumecida dentro de la boca. Era incapaz de pronunciar palabra. Cockerell la había arrastrado ya hasta la estatua, cuando Capricornio lo llamó de nuevo.

—Me había olvidado por completo de preguntarle por Lengua de Brujo —le dijo—. Averigua si conoce por casualidad su paradero actual.

—¡Vamos, suéltalo ya! —gruñó Cockerell agarrándola por la nuca, como si quisiera arrancarle las palabras a la fuerza—. ¿Dónde está?

Elinor apretó los labios con energía. «¡Deprisa, deprisa, Elinor, busca una buena respuesta!», pensaba, y de pronto su lengua volvió a soltarse.

—¿A qué viene eso? —le gritó a Capricornio que seguía sentado en su sillón, tan pálido como si lo hubieran lavado demasiado o el sol que ardía sobre la plaza lo hubiera descolorido—. De sobra conoces la respuesta. Está muerto. Tus hombres mataron a tiros a él y al chico.

«¡Mírale a los ojos, Elinor! —se decía—. Con mucha seguridad, igual que mirabas a tu padre cuando te pillaba con el libro equivocado. Unas lagrimitas tampoco vendrían mal. Vamos, mujer, recuerda tus libros, todos reducidos a cenizas. Piensa en la noche pasada, en el miedo, en la desesperación… y si todo eso no sirve, ¡pellízcate!»

Capricornio la observaba meditabundo.

—¿Lo ves? —le manifestó Cockerell—. ¡Sabía que le habíamos dado!

Elinor seguía mirando a Capricornio. El velo de sus falsas lágrimas difuminó su imagen.

—Bueno, ya veremos —contestó éste despacio—. De todos modos mis hombres registran las colinas en busca de un prisionero fugado. Supongo que no querrás revelarme dónde deben buscar a los dos muertos, ¿eh?

—Yo misma los enterré, pero por supuesto no te revelaré el lugar. —Elinor sintió que una lágrima rodaba por su nariz.

«¡Por todos los alfabetos del universo, Elinor! —pensó—. ¡Qué gran actriz ha perdido el mundo contigo!»

—Enterrados… vaya, vaya —Capricornio jugueteaba con los anillos de su mano izquierda. Llevaba nada menos que tres. Se los enderezó con el ceño fruncido, como si hubieran abandonado su lugar sin permiso.

—¡Por eso acudí a la policía! —exclamó—. Para vengarlos, a ellos y a mis libros.

Cockerell se echó a reír.

—Pero a tus libros no tuviste que enterrarlos, ¿verdad? Ardieron mejor que la leña, y sus páginas… temblaban como deditos blancos —levantó la mano, imitando el movimiento.

Elinor le golpeó el rostro con toda su fuerza, que no era poca. La sangre brotó de la nariz de Cockerell. Se la limpió con la mano y la contempló como si le sorprendiera que de su interior pudiera fluir algo tan rojo.

—¡Fíjate en esto! —dijo mostrando a Capricornio los dedos manchados de sangre—. Ya verás, ésta le dará a la Sombra más trabajo que Basta.

Se la llevó con él. Elinor caminaba a su lado con la cabeza muy alta. Sin embargo, al ver la escalera cuyos empinados peldaños desaparecían en un pozo negro sin fondo, perdió momentáneamente el valor. La cripta, claro. Ahora caía: el lugar de los condenados a morir. En cualquier caso, desprendía olor a moho y a humedad, igual que el perfume de la muerte.

Al principio, cuando divisó la delgada figura de Basta apoyada contra los barrotes de la reja, Elinor no daba crédito a sus ojos. Creía haber escuchado mal la última frase de Cockerell, pero allí estaba Basta, encerrado como un animal en una jaula, el mismo miedo, la misma desesperación en sus ojos. Ni siquiera la visión de Elinor le animó. Taladró a ambos con la mirada como si fueran dos de los espíritus a los que tanto temía.

—Y éste, ¿qué hace aquí? —preguntó Elinor—. ¿Es que ahora también os encerráis unos a otros?

Cockerell se encogió de hombros.

—¿Se lo digo? —preguntó a Basta, pero no obtuvo respuesta, sino la misma mirada vacía—. Primero se le escapó Lengua de Brujo y ahora también Dedo Polvoriento. Es la mejor manera de enemistarse con el jefe, aunque uno se considere su favorito. Pero bueno, ya hacía años que eras incapaz de prenderle fuego a algo. —La mirada que dirigió a Basta rebosaba una alegría maligna.

«Señora Loredan, ya va siendo hora de pensar en hacer testamento —se dijo Elinor mientras Cockerell la obligaba a avanzar a empujones—. Si Capricornio ordena matar ahora a su perro más fiel, seguro que no vacilará conmigo.»

—¡Eh, tú, alegra esa cara! —gritó Cockerell a Basta mientras extraía del bolsillo de su chaqueta el manojo de llaves—. Al fin y al cabo tienes a dos mujeres para hacerte compañía.

Basta apoyó la frente contra las rejas.

—¿Todavía no habéis cogido al comefuego? —preguntó con voz apagada, como si hubiera enronquecido de tanto gritar.

—No, pero la gorda esta afirma que hemos liquidado a Lengua de Brujo. Al parecer está más tieso que una momia. Según parece, Nariz Chata dio por fin en el blanco. Bueno, bastante se había entrenado ya con los gatos.

Tras la puerta enrejada, que Cockerell abrió para ella, se agitó algo. Había una mujer sentada en la oscuridad, con la espalda apoyada en algo que tenía un sospechoso parecido con un sarcófago de piedra. Al principio Elinor no acertó a distinguir su rostro. Pero después, ella se incorporó.

—Tienes compañía, Resa —gritó Cockerell mientras empujaba a Elinor por la puerta abierta—. Ahora vosotras dos podréis charlar un ratito.

Y soltó una carcajada estrepitosa mientras se alejaba a grandes zancadas.

Elinor no sabía si reír o llorar. Le habría gustado reunirse con su sobrina predilecta en cualquier otro sitio menos en aquél.

POR LOS PELOS

—No sé qué es —contestó Quinto, con tristeza—. En este momento no hay ningún peligro aquí. Pero se acerca… se acerca.

Richard Adams
,
La colina de Watership

Farid oyó pasos, justo cuando estaban preparando las antorchas.

Tenían que ser más robustas y grandes que las que Dedo Polvoriento empleaba en sus representaciones. Al fin y al cabo debían arder durante mucho tiempo. También había cortado el pelo a Lengua de Brujo a cepillo con la navaja que le había regalado Dedo Polvoriento. El corte alteraba un poco su aspecto. Farid le había enseñado asimismo con qué tierra tenía que frotarse la cara para que su tez pareciera más oscura. Esta vez nadie debía reconocerlos, nadie… De repente oyó pasos. Y voces: una despotricaba, la otra rió y gritó algo. Estaban todavía demasiado lejos para entender sus palabras.

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